KONGSLUND
6 de mayo de 2008
Se parecía a la Cenicienta del cuento que mi madre de acogida me leía en voz alta de niña. Llegó con un vestido que era tan verde como las hayas de la colina, y ninguna de las señoritas mencionó para nada su extraordinario origen.
«Te presento a mi hija Marie», le dijo mi madre de acogida en un tono que sonaba más que nada como un aviso para temperamentos más delicados acerca de mi singularidad. Pero la mujer de verde no lo registró. Hizo una reverencia como una niña pequeña, a la vez educada y obstinada. Y, ahora que era parte de la identidad de Kongslund (y llevaba siéndolo casi veinte años), no podía imaginarme mi vida sin ella.
La historia de los anónimos iba a tener consecuencias para ella, por supuesto, igual que para todos los demás, pero no había otro remedio. Oí el tintineo de tazas en la sala que da al jardín y supe que los primeros invitados ya habían llegado a Kongslund, tal como había planeado el Destino mucho tiempo atrás.
Lo que parecía una coincidencia nunca había sido tal cosa.
Knud Tåsing se despertó de un sueñecito agitado, sentado entre tres cajas de mudanzas que había dispuesto en un rincón del despacho de la Casa de la Prensa, en la antigua zona portuaria.
Siempre había sido un genio solitario, nacido a principios de los sesenta de una madre que había sido hippy hasta el tuétano, con ropajes ondulantes (antes de que nadie se diera cuenta de que el tiempo de los hippies llamaba a la puerta), y por eso se levantó de la cama tras parir y se unió a la primera marcha antiatómica desde Holbæk a Copenhague, algo hinchada por el parto. A pesar de los dolores de sobreparto, dejó a su hijo pequeño con la misma facilidad con que una planta corredora rueda con el viento, viajó al sur con un español guapo (tal como hacían las mujeres en aquellos tiempos), recorrió más de dos mil kilómetros por Europa para terminar en una comuna anarquista de Andalucía, dejando a Knud en casa con su padre, que trabajaba en una fábrica y vivía en una casita adosada de un suburbio junto a la autopista al norte de Copenhague.
Después el niño volvió a la isla de donde venía el apellido familiar, en la que la familia de su padre se había establecido varios siglos antes. Knud Tåsing nunca hablaba de aquella época. Nils Jensen se dio cuenta pronto de eso. No porque lo preguntara, pues no lo hizo.
Era evidente que el periodista había empleado casi toda la noche buscando artículos del pasado, y por lo visto había caído —por fin— rendido sobre una papelera de plástico verde duro, donde se quedó dormido. Totalmente agotado. Tenía los ojos aún medio cerrados cuando el primer y único visitante del día maniobró a través de los sinuosos bulevares que, entre enormes montones de papeles, libros y cuadernos de anillas, conducían al incómodo lecho.
El reportero se puso en pie con cierta dificultad mientras mascullaba un saludo, que sonó como «¿Es de día ya?», o algo parecido. Despedía un ligero olor a alcohol y, cosa rara, a gasoil, como si de vez en cuando, en medio de su lectura nocturna, se hubiera dado un baño para despejarse en las viscosas aguas negras de la dársena, justo frente a la Casa de la Prensa. En la mesa había una revista con un recibo de la empresa de reparto en bici Los Mensajeros Verdes.
El fotógrafo se acercó. Se trataba de un ejemplar de Billed Bladet de unos cuarenta años antes, cuando un número valía setenta y cinco céntimos. La cabecera de la portada estaba compuesta por los mismos caracteres rectangulares rojos que tiene hoy, casi medio siglo más tarde, Billed Bladet. La revista era del 27 de diciembre de 1961.
Nils Jensen se inclinó hacia delante. La vieja portada la ocupaba en su totalidad un rostro de niño en blanco y negro mirando el mundo con grandes ojos asustados y los labios prietos. Sobre la blusa con dibujos del niño, el artista gráfico había escrito en elegante cursiva tres palabras simples, pero suplicantes: «¿Quién puede adoptarme?».
—He encontrado una referencia a este artículo en la web de la asociación de familias adoptivas —informó el periodista, con uno de sus ojos todavía medio cerrado, como si hacer el mismo movimiento en ambos lados del rostro hubiera sido demasiado esfuerzo—. Y jamalají-jamalajá, mira lo que he encontrado.
Levantó la revista y la dejó caer con cierta teatralidad sobre el escritorio, delante del fotógrafo.
Las dos fotografías cuyas copias el remitente anónimo había enviado al Ministerio Nacional y a Fri Weekend estaban reproducidas en las páginas centrales de la vieja revista. La hermosa villa de color marrón rodeada de un círculo dorado llenaba toda la parte izquierda, y en la derecha —bajo el titular «Los siete enanitos»— aparecía impresa la foto que la víspera había fascinado durante horas a Knud Tåsing.
En la reproducción en blanco y negro aparecían los siete bebés tumbados sobre edredones y mantas bajo el árbol de Navidad engalanado que se alzaba ante ellos, y el texto del pie de foto era el mismo que habían leído en el anónimo: «Siete enanitos —cinco niños y dos niñas— viven en la Sala de los Elefantes, dispuestos a encontrar un buen hogar con el año nuevo».
La continuación contenía exactamente la frase que le parecía tan interesante a Knud Tåsing: «Se dice que también daneses conocidos, cuyo nombre y fama sufrirían un daño irreparable si fueran objeto de la curiosidad pública, disponen de la discreta eficacia de la Asistencia a la Maternidad. En tales casos, es fundamental la ocultación de los nombres de los padres biológicos».
No se daban nombres, ni otra información adicional sobre los siete niños de la imagen, y la asociación con la famosa cuadrilla de enanos de Walt Disney se debía, por supuesto, a los gorros de gnomo que llevaban en la cabeza.
Knud Tåsing estaba sorprendentemente despierto tras la larga noche en aquella postura incómoda, incluso sin haber encendido el primer cigarrillo del día.
—Si supieras cuántos niños se entregaron en adopción en este país por aquellos años… Miles y miles. Regimientos y batallones de niños daneses sanos abandonados nada más nacer. Y no hace tanto tiempo de eso.
Por un instante pareció que fuera a acompañar su observación con una breve carcajada cínica, pero luego se contuvo y tomó la revista de la mesa.
El artículo ocupaba seis hojas centrales, y en la primera de ellas un titular en cursiva formulaba casi la misma pregunta que la atribuida por la revista al niño de la portada, solo que en plural: «¿Quién nos quiere?», ponía.
Cada imagen de las seis páginas venía acompañada de un breve texto explicativo: «Per, el del mono a cuadros, es un señor decidido de diecisiete meses que sin duda sabe lo que quiere», ponía bajo la foto de un niño de aspecto desgraciado que estaba llorando.
«¿Qué le parece Dorte, la del elegante cuello blanco?», se leía bajo la fotografía de una niña regordeta que descansaba con aspecto triste sobre una piel de oso polar.
Junto a una niña, aún más melancólica, con un vestido de flores, el periodista había escrito: «Lise parece muy triste. Tiene dieciocho meses y es algo bizca, pero eso puede arreglarse».
La mayor de las imágenes correspondía a un chico de pelo oscuro en una cama blanca, a sus espaldas el papel de la pared tenía unos pequeños elefantes encorvados, dibujados con un trazo algo naïf. En la imagen granulada apenas se distinguían los colmillos curvos, las colas y las trompas alzadas.
Debajo de la imagen habían escrito: «Un elefante se balanceaba… Ya, pero ¿hasta cuándo? Cuando solo tienes nueve días, no sabes gran cosa acerca del futuro».
—Aquí está el artículo original del texto que acompañaba al anónimo —observó el periodista.
Nils no dijo nada. Era evidente.
—Es justo del mismo año que el formulario. La persona que nos lo ha enviado tiene esta revista y una información que le gustaría compartir con nosotros, y nos muestra al detalle el lugar por el que debemos empezar. En el hogar infantil Kongslund. En 1961.
Volvió a dejarse caer en la papelera desvencijada. Con aquel jersey verde grueso de punto, parecía una ranita saltando en pos de un insecto zumbante.
—Es el año en que nací.
Fue el primer comentario que emitía Nils Jensen aquella mañana.
—Yo también. De hecho, es uno de los años con más nacimientos de la historia de Dinamarca.
Knud Tåsing cerró la revista y la apartó.
—Dentro de una semana, el hogar va a homenajear a la antigua directora, ahora jubilada, la famosa señorita Ladegaard, que en sus buenos tiempos se ganó el apodo de Magna, y con ese motivo se ha hecho un llamamiento a todos los viejos luchadores por la pedagogía infantil para que acudan a Skodsborg. Además, van a acudir gran cantidad de políticos y gente conocida, y teniendo en cuenta cuánto se habla en este país de la educación de los niños, del estrés y de la vida institucional, no podía ser menos.
Tras atravesar la redacción desierta del periódico, montaron en el Mercedes beis del fotógrafo. Fueron por la zona portuaria hacia el centro de la ciudad.
—En 1989 relevó a Magna una mujer casi igual de formidable —hizo saber Knud Tåsing—. La nueva directora se llama Susanne Ingemann.
Nils Jensen notó un deje inexplicable en la voz del periodista, pero no dijo nada.
Salieron por Østerbrogade y se incorporaron al moderado tráfico matutino de la carretera de la costa y siguieron hacia el norte.
Cuando llegaron, el periodista volvió a hablar.
—Ayer por la noche hubo una reunión urgente en el despacho del ministro nacional, mientras el resto de ministros festejaban la Liberación, me lo ha contado una vieja fuente del ministerio. ¿Y sabes por qué?
Nils Jensen no dijo nada, como de costumbre, y el periodista continuó.
—Por el anónimo de Orla Berntsen. Mi fuente no estaba presente, pero hablaron de la famosa carta durante una hora por lo menos. Y luego decidieron pedir ayuda cuanto antes a un experto, un jefe de Policía jubilado que hace trabajos de seguridad para los ministerios.
El fotógrafo aceleró; era un día de primavera gris, pero agradable, y los primeros veleros de la mañana ya surcaban el estrecho de Øresund, si no por miles, al menos por docenas.
—Un viejo conocido del ministro tiene una empresa que hace controles de seguridad y ese tipo de cosas. Fue subdirector de la Policía en Copenhague. Quieren que encuentre al autor de los anónimos, y le han dado libertad de movimientos. Puede que lo recuerdes de tus primeros tiempos como fotógrafo. Se llama Carl Malle. Se ha convertido en un tipo importante desde que dejó la Policía. Solo echan mano de él cuando las cosas van tan mal que el fuego les quema las pestañas.
Nils Jensen no comentó la peregrina comparación.
—Y es sin duda un apellido apropiado —añadió el periodista, que seguía emitiendo un vago olor a menta y tabaco—. Es más malo que el demonio. Pero es que es un momento desafortunado para ellos. Dentro de una semana, todos los que quieran salir en la foto van a ir a Kongslund para rendir honores a la famosa directora. Y al mismo tiempo, el ministro nacional, que ha sido el protector material y espiritual del hogar durante décadas, se enfrenta al gran salto de su carrera… hasta la más elevada instancia del reino. Desde la guerra, el partido ha apoyado y financiado Kongslund por ser un ejemplo brillante de la postura humanitaria de los daneses para con los más débiles, y se trataba de un pedazo de la historia de Dinamarca que los dirigentes del partido no querían manchar por nada del mundo. Como es natural, detestan una carta que sugiere que el pasado de Kongslund —y, por tanto, el presente— es un enorme fraude. Que el hogar infantil, a cambio, ayudaba a los poderosos a librarse de escándalos, borrando los orígenes de los niños de forma tan radical que nunca podían encontrarse.
En el regazo de Knud Tåsing estaba el sobre azul que era el motivo de la confianza del periodista y tal vez la última esperanza que tenía el periódico de ganar algún premio con un reportaje. En una reunión urgente del mes anterior, la gente de marketing comunicó a los periodistas que aún quedaban que solo el siete por ciento de la población danesa conocía la existencia de Fri Weekend, y que solo una exclusiva a nivel nacional podía curar al periódico de aquella enfermedad que lenta, pero segura, se estaba llevando la vida de la empresa.
Nils Jensen miró de reojo las letras rojas, blancas y negras recortadas con cuidado, pero se guardó su opinión. En la costa de Suecia, el estrecho tenía un color gris acerado (como si Nuestro Señor hubiera depositado sobre él su mirada más deprimida), y el fotógrafo pensó por un momento en el padre que en las vacaciones escolares lo había llevado a su ronda de vigilante, esperando tal vez que eligiera el mismo oficio que él. El oficio de topo.
Pasaron por la playa de Bellevue con su arena blanca y las pequeñas matas de hierba, la preferida de la ciudad durante ciento cincuenta años, y el periodista soltó algo de aire por la nariz.
—El nombre en sí…, John Bjergstrand —explicó—, es la información decisiva, por supuesto. Un chico que nació con toda discreción y fue secretamente entregado en adopción, con otro nombre que desconocemos. Un bastardo que podría echar por tierra una carrera por lo demás gloriosa. Y creo que fue justo eso lo que ocurrió… Una persona muy poderosa tuvo un desliz, pero tiró de los hilos y ocultó cualquier huella tras su suerte catastrófica.
Se recostó en el asiento, satisfecho.
—Es decir, todas menos una. La que encontró nuestro autor del anónimo.
Pasaron por el restaurante de Strandmølle y por el bosque Jægersborg Hegn.
—Nuestro anónimo amigo no conoce la identidad de los padres. Pero cree que tenemos una posibilidad de descubrirla, y que Fri Weekend se atreverá a ponerlo en conocimiento de la opinión pública.
Nils Jensen no dijo nada.
—Sabemos que Berntsen se ha puesto nervioso. Sabemos que conoce el hogar, y que un papelote banal con un montaje tan ridículamente melodramático ha podido asustar a todo el Ministerio Nacional, donde hicieron una reunión de urgencia que duró media noche en lugar de acudir a la fiesta del Gobierno con motivo de la Liberación.
A aquella reunión que le habían filtrado a Knud la habían seguido más reuniones, observó Nils.
—Creo que el partido, de alguna manera, ha estado implicado, y el autor del anónimo lo sabe. Durante los años cincuenta y sesenta, los daneses entregaron en adopción a decenas de miles de hijos ilegítimos. Las cifras no descendieron hasta 1973, cuando se legalizó el aborto…, porque entonces los niños molestos podían ser eliminados antes de que llegaran al mundo.
Chasqueó la lengua, como si se tratara de un triunfo lamentable, pero necesario para la nación como tal.
—Ayer hablé con una administrativa jubilada de Asistencia a la Maternidad que frecuentaba el hogar en aquella época. Contaba que a los niños se les ponían a menudo apodos de gente conocida con la que, a juicio de las puericultoras, guardaban parecido, por ejemplo Ebbe Rode o Poul Henningsen…, o Jacqueline Kennedy. De hecho, a una chica de pelo negro ¡la llamaban Jackie…! —Knud Tåsing soltó una breve carcajada, como si el nombre de la viuda del expresidente norteamericano tuviera un atractivo especial en la historia—. Había también un bebé calvo, a quien llamaban Khrushchev, como el primer ministro soviético, el que, en las Naciones Unidas, golpeó con su zapatilla la mesa más importante del mundo justo después de la crisis de Cuba. Y todo era muy inocente, pero de vez en cuando corrían rumores de que la tendencia a ponerles nombres conocidos se debía a algo más que al parecido. Y aquellos rumores existieron durante todo el tiempo que ella tuvo relación con el hogar.
Pasaron bajo las altas copas de los árboles en una curva suave mientras se alejaban del estrecho. A ambos lados de la carretera había villas enormes que llegaban hasta la acera.
—Mi fuente de Asistencia a la Maternidad mencionó también otra cosa. En 1966 la propia directora acogió a una niña. O, mejor dicho, mantuvo a una niña huérfana como hija de acogida. La niña había nacido ese año: 1961. Después, al jubilarse, dieron a la directora, la señorita Ladegaard, un pisito en Skodsborg, pero su hija de acogida, que debe de tener casi cincuenta años, sigue viviendo en el hogar.
Hizo una breve pausa.
—Extraño, ¿verdad?
Nils no respondió. Había vivido en casa de sus padres hasta la mitad de la veintena. Señaló hacia la derecha y se introdujeron en un empinado sendero sinuoso de grava que llevaba hacia la costa.
Al principio no se veía nada, pensó que tal vez habían tomado el camino equivocado, pero entonces divisaron una sombra oscura entre los árboles, y justo después el contorno de la casa. Se alzaba ante ellos como el monstruoso casco de un buque marrón en un mar verde de copas de hayas, y a los pocos segundos divisaron las siete chimeneas blancas y un anexo parecido a una torre que daba al sur y, finalmente, toda la villa.
El fotógrafo frenó y se detuvo, algo abrumado. Apagó el motor.
Ambos hombres se quedaron un rato en silencio dentro del coche. El hogar infantil tenía un extraño parecido con una fortaleza inexpugnable en medio de todo aquel verdor recién brotado, inalcanzable como una casa señorial inglesa del siglo XIX; no tan grande, pero con la misma solemnidad irradiando desde cada una de las columnas, cornisas y ventanas de la torre.
Pasado un minuto, se oyó la voz del periodista, apagada, como si estuviera en una sala de cine y no quisiera molestar a los que se sentaban alrededor.
—Mira esa villa, Nils. Y piensa que hay por lo menos cincuenta mil daneses por ahí entregados en adopción, que nunca han conocido a sus verdaderos padres. Para todos ellos, esta casa ha sido el principio de su historia.
Aspiró hondo y abrió la puerta del coche. El fotógrafo lo siguió.
Nils Jensen notó en aquel momento un escalofrío, pese a estar a principios de mayo. No era una sensación que sintiera a menudo. Había patrullado por cientos de patios traseros con su padre, y estaba acostumbrado a las sombras y al frío. El miedo no era una sensación que uno pudiese llevar a los dominios del Topo, hacía mucho que su padre le había quitado la mala costumbre.
Su propia reacción lo extrañó.
Los alrededores —con la casa y la pendiente en sombras bajo el follaje verde oscuro— eran tan idílicos como los había descrito la revista. No obstante, por un momento le pareció que alguien los observaba, y se giró lentamente. Miró las copas de las hayas sobre su cabeza y oyó que Knud Tåsing reía por su evidente malestar. En medio de la carcajada, el periodista tuvo un acceso de tos y se encorvó, con una mano en cada rodilla, y durante un rato el único sonido bajo las hayas fue su tos violenta.
Nils Jensen no pensó hasta más tarde sobre lo que, de forma algo embarazosa, le pareció vislumbrar en lo alto de la pendiente: una pequeña figura que retrocedió entre los arbustos antes de desaparecer en dirección a una vieja villa blanca que se alzaba en lo alto de la pendiente, hacia el sur. Era absurdo, por supuesto, debió de tratarse de una ilusión óptica. La casa blanca del terreno vecino estaba vacía, era evidente, y parecía, incluso desde aquella distancia, en ruinas. No había ni cortinas tras los cristales ni plantas en las ventanas; y, desde luego, ninguna señal de vida. Siempre se nota la diferencia entre una casa vacía y una ocupada, pensó. Se lo había enseñado su padre.
Knud Tåsing se enderezó y escupió a la gravilla. En el extremo más alejado del aparcamiento había un coche grande y negro, pero Nils pudo leer sin dificultad la matrícula, a pesar de la distancia: MAL 12.
Extraña matrícula, pensó.
—Buenos días.
Giró sobre los talones una vez más y se dio cuenta de que Knud también se había asustado.
La mujer se había acercado en absoluto silencio.
—Me llamo Susanne Ingemann. No los esperábamos tan pronto…
Llevaba un bonito vestido verde que le llegaba casi a los talones. El fotógrafo registró su belleza más rápido de lo que tardaría el disparador en sacar la primera fotografía; los pies morenos en sandalias de cuero claro, cabello castaño oscuro, que brillaba con un fulgor rojizo y estaba recogido en un moño prieto con un pasador metálico negro. Los saludó con un pequeño movimiento de la mano a la defensiva, gracioso pero distanciado, sin la menor señal de buscar el contacto corporal o, al menos, dar la mano.
—Bienvenidos a… Kongslund.
Nils reparó en la pequeña vacilación inexplicable antes de que pronunciara el nombre del famoso hogar infantil. Pareció que hacía una reverencia.
—Pasemos dentro —sugirió su anfitriona, y entró antes de que pudieran responder.
Se encontraron en un vestíbulo de techos altos y paredes cubiertas de altos paneles de caoba oscura. Sobre una hermosa chimenea de arenisca que no parecía haberse usado en décadas, la pared estaba cubierta de fotos en blanco y negro en pequeños marcos cuadrados negros y marrones. Debía de haber varios cientos de ellas, y en todas aparecían niños: rostros infantiles que brillaban a la luz de los pequeños cubos de flash que se usaban en los años sesenta y setenta.
Nils observó las imágenes con detenimiento. De alguna manera, el espectáculo le hizo pensar en su hogar de la infancia, y por otra parte él había crecido en un barrio donde el sentimentalismo se limitaba a las heroínas en peligro de las novelas rosas y a las canciones de amor de Bjørn Tidemand en el programa radiofónico de discos dedicados. Desvió la mirada. Una ancha escalinata subía hacia un lateral y terminaba en la oscuridad superior. En lo alto de la pared, donde giraba la escalinata, había un cuadro de varios metros de altura en el que se veía a una mujer en una arboleda idílica, tocada con un sombrero de ala ancha. Llevaba un vestido verde oscuro con largas mangas y volantes, y el espumoso tejido bajaba hasta el suelo y se plegaba formando cascadas a sus pies.
—N. V. Dorph. Probablemente representa a la condesa Danner[3].
Por segunda vez, la voz de la directora pareció asustar a los dos hombres más de lo normal. Knud Tåsing se puso a toser de nuevo.
La mujer no hizo caso y subió el tono de voz.
—Dorph amuebló la casa para el viejo capitán de Marina que vivía aquí antes de que llegase Asistencia a la Maternidad, y pintó los cuadros —informó—. Al menos, algunos. Así que podemos empezar con una visita guiada.
Los dejó subir delante por la ancha escalinata, y Nils oyó el leve crujido del vestido verde oscuro mientras ella los seguía. La bella directora parecía, de forma casi inquietante, una versión moderna de la mujer del cuadro.
—La casa la construyó un famoso arquitecto entre 1847 y 1850, en colaboración, por lo que se dice, con el último rey absolutista, Federico VII, a la vez que se redactaba la Constitución —continuó.
Knud Tåsing volvió a toser, como si quisiera mostrar su falta de confianza ante una afirmación tan extraña y críptica.
Estaban en un largo pasillo oscuro con tres o cuatro puertas cerradas.
—Aquí dormían las señoritas y la directora en los viejos tiempos. Entonces se vivía en el hogar, entre los niños. Era algo natural.
Se quedó callada, de espaldas a la escalinata y al enorme cuadro.
—Al arquitecto le gustaba tanto el lugar que no quiso marcharse, y construyó la villa de al lado para él, allí, en la ladera sur: es la casa blanca en ruinas que quizá hayan visto. Vivía ahí con su esposa y su hijo, quien después ha vivido con su esposa… y su hija.
Antes de decir «y su hija» hizo una pausa peculiar cuyo significado escapaba a Nils.
—La hija era espástica.
Otra extraña información.
—Kongslund pasó de generación en generación, hasta que Asistencia a la Maternidad lo compró en 1936.
Susanne Ingemann se detuvo y abrió una puerta, y la luz de la estancia pareció excesiva tras el tiempo pasado en la oscuridad del pasillo. Era una habitación digna de un castillo real, el salón de una reina. Aunque había unos coches de juguete sobre una mesa de caoba, junto a la ventana, y varias muñequitas en las sillas —rubias, morenas y pelirrojas—, la estancia tenía algo de muerto y de sublime, un abandono parecido al de los salones de un palacio admirado, pero deshabitado durante décadas. Las paredes estaban cubiertas de un bonito papel dorado, y había cojines de seda negra y verde, con ramos de flores rosados en dos sofás mullidos de anticuario. Desde la ventana se divisaba un amplio césped verde claro y una pequeña playa de arena blanca. Entre el jardín y la playa habían dispuesto una cerca de hierro baja provista de un portillo en cada extremo, seguramente para impedir que los niños fueran directos al agua cuando los adultos no miraban.
—Esto fue la estancia privada de la antigua directora durante medio siglo —continuó Susanne Ingemann—. No hemos cambiado nada.
Después salió al pasillo y dijo:
—Al fondo del pasillo está el despacho, pero allí no hay nada que ver.
La puerta estaba abierta.
Nils Jensen abarcó la estancia con la vista. Sobre un alféizar interior había una jaula grande, vacía. No había ningún pájaro a la vista.
La mujer reparó en su mirada.
—Sí, antes teníamos tres canarios —comentó—. Pero hace mucho que murieron. Bajemos a tomar té a la sala que da al jardín.
A la gente llana se la deja entrar en los lugares más sagrados, pensó Nils. Tal vez estuvieran presenciando el ensayo general de la visita guiada que iban a disfrutar los ministros y demás gente conocida en la gran fiesta de aniversario, pocos días después. No encontraron ni una persona durante su paseo por la enorme villa. Puede que aquel día hubieran trasladado a los niños a otra parte de la casa. Las visitas no debían perturbar tan frágiles existencias.
Les hizo señas de que tomaran asiento junto a una mesa baja en una sala de paredes altas con dos estrechas ventanas verticales que daban al jardín y al mar.
—Durante la guerra las señoritas estuvieron de lo más atareadas —dijo, sentándose en el pequeño sofá de espaldas a las ventanas—. Eran formidables. Se ocupaban de niños sin padres y de niños cuyos padres estaban en apuros, y los últimos años de la guerra colaboraron con la resistencia. Pero a lo mejor ya han oído eso, ¿verdad?
Nils captó al instante el tono de orgullo de su voz. Claro que lo habían oído.
—De esa época Magna, la señorita Ladegaard, habla en raras ocasiones.
—¿Magna? —Sorprendido, oyó su propia voz, formulando la pregunta con una sola palabra.
—Sí. Los niños siempre la han llamado así —explicó Susanne—. Así que ese ha sido su nombre. La verdad es que no sé por qué, pero a algunos les pasa eso. No quieren aparecer como héroes, aunque quizá vaya contra el espíritu de la época. Martha Ladegaard fue nombrada directora de Kongslund justo doce años después de la inauguración, el 13 de mayo de 1948, y esa es la fecha que festejamos el martes, que es su sesenta aniversario, aunque ella hace tiempo que se jubiló, claro. Lo ha sido todo en este lugar.
Sonó bastante solemne.
Tras una breve pausa, Knud murmuró:
—Dejad que los niños se acerquen a mí…
Tenía la voz ronca después del acceso de tos, y Susanne Ingemann se sobresaltó un poco, como si la cita le pareciera inadecuada.
El periodista se aclaró la garganta y formuló su primera pregunta de verdad desde su llegada.
—Por aquella época, en los años cuarenta y cincuenta… Tengo entendido que fueron años grandes en Dinamarca, con muchísimas adopciones, ¿no?
—Así es —confirmó Susanne Ingemann con un tono de maestra de escuela al responder a un alumno listo.
Nils Jensen encendió su cámara. Quizá fuera su imaginación, pero le pareció que su anfitriona estaba algo más alerta que durante la visita guiada.
—Continuó durante los años sesenta —añadió—. Pero hoy en día apenas hay niños daneses que se entreguen en adopción, y los que hay los tenemos nosotros. Son niños que no pueden vivir con sus padres por razones especiales. Drogadicción, enfermedad… Me nombraron directora en 1989, cuando la señorita Ladegaard se jubiló.
—Pero en aquella época —insistió el periodista—, en los años cincuenta y sesenta, eran niños daneses corrientes, cuyos padres no los deseaban, sin más, ¿no?
—Sí, sin más, si lo quiere expresar así. Porque muchas veces hacía tiempo que el padre se había esfumado. O en muchos casos no se sabía quién era. Y entonces quedaba la madre, que solía ser muy joven.
—¿Y estaban aquí? ¿En las mismas habitaciones que ahora?
—Sí. —Y luego, en el mismo tono orgulloso de antes, añadió—: ¿Dónde, si no?
Knud se inclinó hacia delante, y luego preguntó con voz muy clara:
—¿Podemos ver la Sala de Recién Nacidos?
Susanne Ingemann dejó un momento suspendida la taza a dos centímetros de sus labios. No fue tanto el momento de parálisis, sino la atmósfera de la estancia, que cambió de un momento a otro.
—¿La Sala de Recién Nacidos? —preguntó con voz pausada.
—Sí.
En aquel momento, Nils Jensen comprendió la provocación. Knud Tåsing había hecho saber a la directora que poseía más información de la que podía leerse en muchísimos artículos elogiosos a lo largo de cinco décadas. Ningún visitante ocasional podía saber que la sala de los más pequeños se llamaba así. Knud tampoco.
Había tomado la palabra del formulario del anónimo.
Fue en aquel segundo cuando se dieron cuenta de que no estaban solos. Primero les llegó el sonido; luego, el movimiento.
Debía de estar sentado en una silla tras la columna blanca que separaba la sala del jardín y la sala de estar, casi en la oscuridad. Avanzó hacia la mesa y se colocó a la luz de las dos hermosas ventanas orientadas al este. Los dos reporteros se quedaron mirándolo sin poder ocultar su sorpresa.
—Les presento a Carl Malle —dijo Susanne Ingemann—. Es nuestro invitado… —hizo una pequeña pausa— como representante del Ministerio Nacional.
A Nils le pareció que pronunciaba la palabra representante con un deje de sarcasmo.
—En efecto. —El hombretón que tenían delante hizo un gesto con la cabeza, como si los saludara, pero sin extender la mano—. Trabajo de jefe de seguridad para el ministerio. Así que no les importa si escucho un poco, ¿verdad?
Sin esperar respuesta, se sentó en el sofá junto a la directora. Nils se fijó en que casi le sacaba una cabeza.
—Sí, de hecho… —empezó Knud Tåsing, pero luego se calló, como si no pudiera encontrar una buena razón para expulsar a un extraño de una casa en la que también él estaba de invitado.
—Considérelo una rueda de prensa —continuó el hombre—. Como algo oficial. Ustedes también están aquí en misión oficial, ¿no?
—En una rueda de prensa suele haber más de un periodista.
Knud Tåsing había recuperado la voz y luchaba por ganar el control sobre aquella situación imprevista.
—Pues considéreme un colaborador informativo…, tanto por parte del ministerio como de Kongslund, que recibe sus subvenciones de los presupuestos del Estado y, por eso, tiene un acuerdo de ayudas exclusivo con el ministerio. Mi trabajo durante muchos años ha sido precisamente velar por el buen nombre de Kongslund.
Carl Malle se permitió una pequeña sonrisa.
—No hay muchos que lo sepan, pero Susanne puede confirmarlo…, si es que tiene alguna importancia. El tristemente famoso Knud Tåsing no es conocido por perderse en los detalles, ¿verdad?
La ofensa era una leve alusión a la catástrofe que había roto la carrera del periodista siete años antes. Fue algo elegante, malintencionado y bien urdido.
—No, ¿verdad? Esa historia no se la contaste a Susanne cuando acordaste la visita ayer por la tarde.
El jefe de seguridad depositó en la mesa baja un recorte de periódico y desplazó la tetera unos centímetros para que todos pudieran verlo. Era un artículo a tres columnas de uno de los mayores periódicos, y la fecha estaba escrita con rotulador rojo un centímetro más abajo que el dramático titular: «Cuando los medios destruyen a las personas».
Nils no reconoció el recorte, pero Knud Tåsing parecía un hombre mirando impávido el lazo corredizo de un patíbulo.
La fecha era mayo de 2001, y el redactor de la sección de opinión había recalcado un pasaje con seminegrita: «Seis mujeres fueron violadas, y han puesto en libertad al palestino condenado por dichos delitos. ¿Y si ahora resulta que es culpable, pese a las dudas sembradas por expertos periodistas, todos ellos hombres, acerca de las pruebas técnicas? ¿Y si ahora resulta que es culpable, pese a que los expertos jueces del Tribunal de Apelación, todos ellos hombres, lo han puesto en libertad? ¿Y si resulta que ha mentido, pese al apoyo de toda la gente experta de los medios, todos ellos hombres?».
Era casi profético, pensó Nils.
El nombre de Susanne Ingemann aparecía escrito en cursiva debajo de la cita. Se quedó callada un rato, como si recordara la época en que realizó un ataque directo contra Knud Tåsing, y tenía razón, por desgracia. Después habló sin mirar al hombretón de al lado.
—¿Qué tiene que ver un viejo recorte de periódico con este caso?
Carl Malle respondió alzando los hombros. Hacía falta mucho más que aquello para acabar con él.
—Solo que el periodista al que empalaste aquella vez —pronunció las palabras con lentitud, casi con amabilidad— es el hombre que tienes delante. Y no creo que haya venido para salvar la reputación de Kongslund. O para hacer algo bueno a ninguno de nosotros.
Nils Jensen cerró los ojos y sintió una inquietud mayor, si cabe, que cuando tuvo visiones en el sendero de entrada. El artículo se imprimió tres días después de que el Tribunal de Apelación pusiera en libertad al palestino condenado por violación, y tenía toda la razón del mundo. Transcurrieron justo cuatro meses entre la puesta en libertad y la catástrofe que hizo que se viniera abajo el mundo del reportero triunfador y de todos los redactores que le habían ayudado. Había logrado la libertad de un hombre culpable —un «pobre palestino» que toda la gente buena creía que era inocente—, pero el extranjero «inocente» raptó, tres meses más tarde, a dos niños en un parque y los mató a tiros en un área de descanso del norte de Selandia, para después quitarse la vida. En su nota de despedida asumía todas las violaciones por las que lo habían puesto en libertad, y se burlaba del hombre que lo había dejado en libertad sin entender ni jota del origen del odio en actos que uno considera de lo más nobles y caritativos.
—Pero no es de eso de lo que tenemos que hablar… hoy —indicó el periodista en voz baja sin alzar la vista del recorte. Aquella vaga declaración mostraba mejor que cualquier otra cosa lo conmocionado que estaba.
El policía jubilado no reaccionó.
—Sí, le dieron la razón a ella —admitió Knud Tåsing—. Todos tuvieron razón. La Policía tuvo razón. Pero yo no podía haber actuado de otro modo.
La primera sílaba de modo la pronunció con voz nasal, como si hubiera preferido evitar ese sonido. Luego calló, como la directora.
Tras casi un minuto de embarazoso silencio, Susanne Ingemann se inclinó hacia delante, y fue como si todo su rostro hubiera vuelto al presente.
—Ha mencionado la Sala de Recién Nacidos —empezó, y sus ojos verdes adquirieron una expresión que el fotógrafo no pudo descifrar. Pero no había enfado en ellos.
—Sí… Es como se llamaba entonces, ¿no? —La pregunta de Knud Tåsing sonó extrañada e ingenua a un tiempo.
—Así se llamaba, sí. Y así seguimos llamándola… quienes recordamos aquella época.
Una afirmación extraña, pensó Nils Jensen. Vio el débil fulgor tras las gafas finas del periodista. También él había reparado en el singular tono de voz.
A pesar del malicioso intento de Carl Malle por interrumpir la conversación, el autor del anónimo había demostrado, con discreción y elegancia, que estaba bien informado, mediante la expresión «Sala de Recién Nacidos», y había pasado la primera prueba.
—Seguimos usando ese nombre, claro, pero esa estancia no ha sido conocida aquí más que por el nombre de… —Susanne Ingemann sonrió y dirigió una mirada directa a Knud— Sala de los Elefantes.
La cámara de Nils Jensen resbaló hasta justo debajo de su brazo derecho y cayó al suelo con estruendo. Vio de inmediato ante sí los pequeños elefantes rollizos, en la pared, tras el niño de la vieja revista, y las ominosas palabras que centelleaban en el texto de la imagen: «Un elefante se balanceaba…».
Knud Tåsing no hizo caso del estruendo de la cámara, y se inclinó hacia delante, tratando de centrarse en la información. Su rostro reflejaba cierto desconcierto.
—Pero ¿por qué la llaman así? ¿Sala de los Elefantes?
—Porque una de las señoritas pintó en las paredes pequeñas figuras —explicó Susanne Ingemann, devolviendo la mirada fija al periodista. Parecía no hacer caso del fotógrafo ni del jefe de seguridad—. Fue cuando nombraron directora a Magna. Su primera ayudante, Gerda, que también está jubilada, decoró la sala con pequeños elefantes azules, desde el suelo hasta el techo. De hecho, es un espectáculo fantástico. Siguen estando por las paredes…, por todas partes. Hay otra habitación con jirafas amarillas, y un espacio más amplio con pequeños erizos grises. La habitación de las jirafas se llama Sala de las Jirafas, y a la de los erizos, por supuesto, la llamamos Habitación de los Erizos. Ese es todo el misterio. En ella viven los niños algo mayores.
De pronto Knud Tåsing cambió de tema.
—Solo he llegado a ver un poco del asunto…, muy poco, la verdad.
Levantó la vista por encima del borde de las gafas.
—Pero, entre otras cosas, he encontrado a una excomadrona de una sección de maternidad del Hospital Central, por medio de su antiguo sindicato. Trabajó siendo estudiante cuando se llamaba sección B, en el período del que estamos hablando, los años cincuenta y sesenta.
Knud examinó un folio que había sacado del maletín.
—Se llamaba Carla.
Susanne Ingemann no dijo nada. El nombre de la mejor fuente del periodista no pareció inquietarla.
El periodista consultó otra vez los apuntes de su papel.
—Recuerda a una chica que solo tenía dieciséis o diecisiete años… y que dio a luz un niño, mientras su alma parecía ir directa al Infierno. Cree que fue en abril o mayo de 1961. La chica nunca vio a su bebé, luego le dieron el alta y desapareció. Y fue la directora de Kongslund en persona quien fue a buscar al niño.
—Tuvo suerte. Porque Kongslund era el mejor sitio del país. Otros niños llegaban a hogares mucho peores, como Sølund o Ellinge Lyng, donde estaban solos, sin ningún contacto con adultos.
—Sí, es lo que he oído.
El periodista volvió a examinar a la directora por encima del borde de las gafas, y dio la vuelta al folio que tenía sobre la mesa. El equilibrio de la estancia se rompió en favor del invitado. Carl Malle se inclinó hacia delante y trató de leer los apuntes en los que parecía basarse el periodista. Susanne Ingemann tenía las manos en el regazo, y la luz del cielo sobre el estrecho de Øresund creaba un halo rojizo en torno a su cabello.
—Por aquellos años —dijo Knud en voz algo más baja— corrían muchos rumores. Como es natural, nadie los confirmaba, pero bueno. Aquellos rumores decían que la directora de Kongslund, en casos muy especiales y con enorme discreción, ayudaba a ciertos hombres escogidos, o sea, futuros padres, a salir de un apuro…, de algunas situaciones muy embarazosas.
De nuevo un gesto con la cabeza y una pausa.
Nils Jensen percibió el silencio expectante de Susanne Ingemann.
Knud Tåsing emitió una tos, que esta vez sonó fingida, antes de continuar.
—Entonces no se podía encontrar ayuda ni en el aborto libre ni en la nueva moral sexual; esas cosas no llegaron de verdad hasta finales de los sesenta y en los setenta. Pero los impulsos eran los mismos… —El reportero sonrió un poco—. Y ocurría también que alguna persona conocida y poderosa, tal vez un político, o un empresario o artista, cometía una torpeza y se hacía padre de lo que se llamaba un «hijo ilegítimo». O sea, después de una aventura.
—Un niño fuera del matrimonio, sí —dijo Susanne Ingemann con una voz tan neutra como la del periodista.
—Sí, es que era después de la guerra, mucho antes del aborto libre —comentó Knud—. Y, por diversos motivos, de vez en cuando nacían unos niños así, no deseados, tal vez porque la gente no podía o no se atrevía a que un curandero practicara el aborto.
—Sí. Se llamaba interrupción ilegal del embarazo.
—Y podían representar un problema bastante delicado para sus padres. Quizá, sobre todo, en el caso de personas célebres que no podían arriesgarse a que la mujer diera a luz de modo que fueran descubiertos. Y en ese aspecto, según mis fuentes —Nils se dio cuenta de que la única fuente se había convertido en varias—, Kongslund estuvo involucrado en una serie de casos. En aquellos casos especiales, el hogar podía con la mayor discreción ocuparse de que el parto no se registrara y mediar en la feliz adopción del embarazoso hijo del amor.
Luego bajó el tono de voz.
—Y después olvidarse del asunto.
Susanne Ingemann no dijo nada.
—La directora, debe de tratarse de Magna, sencillamente borraba todas las huellas después.
Los ojos verdes lo observaron.
—Interesante, ¿verdad?
La sucesora de Magna en la dirección de Kongslund no se inmutó.
—Menudo poder debía de tener.
La voz era, si cabe, más baja aún, y tan nasal que las palabras casi salían solo por la nariz. Knud Tåsing estaba acurrucado, metido en su jersey gastado.
—Sí —admitió Susanne Ingemann—. En caso de que eso fuera verdad.
—Bueno, es lo que dicen mis fuentes, y los rumores que pueden contar muchos, tantos años después.
—Es decir, las fuentes de los rumores, que puede que no sean más que eso, rumores de un pasado lejano.
El periodista tomó con aire casi distraído la última pasta de la bandeja.
—Pero Kongslund nunca habría sobrevivido en la zona más cara de Dinamarca sin tener un enorme apoyo en las más altas instancias, ¿verdad?
Volvió a dejar la pasta en la reluciente bandeja de plata.
—¿No es eso lo que era? ¿Una casa llena de bastardos en medio de la nobleza más fina del reino? Estamos en un barrio hecho construir por reyes, admirado desde la Edad de Oro danesa. No puede haber sido muy popular. Pero de pronto alguien se dio cuenta de que tenía algo con lo que negociar. Los ricos y poderosos también recibían algo a cambio, ¿no es así?
Susanne Ingemann se recostó, cerró los ojos e hizo como si no hubiera oído la provocación.
—Tenemos una carta, dirigida al Ministerio Nacional anteayer, en la que se sugiere, y más que eso, que sobre Kongslund recaía la responsabilidad de ocultar algunos niños. Aquí, por ejemplo, hay un niño llamado…
Knud Tåsing puso los dos folios con las imágenes de la revista y el viejo formulario de adopción ante Susanne Ingemann, y a Nils volvió a parecerle que reaccionaba con una leve inquietud, pero no estaba seguro.
La directora examinó los papeles sin alzar la cabeza, y Carl Malle estaba inclinado hacia delante, cerca del hombro izquierdo de ella.
—¿Quién es John Bjergstrand? —preguntó Tåsing.
Ninguna reacción. Repitió la pregunta.
—John Bjergstrand. La verdad es que no lo sé. ¿Quién es?
—Creo que fue un niño para entregar en adopción, y que estuvo en la Sala de Recién Nacidos —replicó el periodista, con cierta vacilación. La falta de reacción parecía auténtica.
—En ese caso, estuvo aquí mucho antes de mi época, nunca he oído ese nombre.
Sonrió, y por un momento casi pareció contenta, pese a las terribles acusaciones que Knud Tåsing había lanzado sobre Kongslund.
—¿Está seguro de que…, de que su fuente no está equivocada? —sugirió después—. Puede que haya confundido Kongslund con algún otro hogar infantil. Al fin y al cabo, en aquella época había en Dinamarca más de cincuenta hogares así.
Sonrió de nuevo.
—Dinamarca estaba llena de casas llenas de niños rechazados por sus padres. Ese niño de quien hablan ha podido estar en cualquier sitio.
—El anónimo se lo enviaron al jefe de Gabinete del Ministerio Nacional, Orla Pil Berntsen. ¿Qué relación tiene él con Kongslund?
—Ninguna.
A Nils le pareció que la respuesta había sido demasiado rápida.
—Creemos que estuvo aquí de niño.
La sospecha de Knud Tåsing se convirtió, como en los casos anteriores, en algo compartido.
—La vida privada de Orla Berntsen solo le concierne a él. —La directora dijo el nombre del funcionario de una manera que no dejaba lugar a dudas. Lo conocía, y él tenía relación con Kongslund.
Knud Tåsing se dio cuenta al momento.
—Estoy preguntando por algo que debe estar a disposición pública, ya que Kongslund funciona de manera pública y ha recibido ayuda pública durante muchos años, tal como el señor Malle acaba de recalcar.
La última frase la dijo con tono malicioso.
—En tal caso, creo que debería preguntárselo a él —dijo Susanne Ingemann, otra vez demasiado rápido, y alzó los hombros, al igual que el periodista—. Además, queremos seguir siendo merecedores de esa ayuda, no sé si entiende a qué me refiero.
Dirigió una mirada irónica de reojo a Carl Malle, y Nils volvió a percibir la enemistad que había entre ellos.
—¿El ministerio la está presionando? ¿Por qué asiste este señor a una conversación entre Fri Weekend y Kongslund?
Susanne Ingemann se levantó del sofá y se dirigió a la ventana. Pasó casi un minuto de espaldas a los tres hombres, contemplando el estrecho azul. Luego dio la vuelta y dijo sin más:
—Sí, Orla Berntsen estuvo aquí de niño.
Se encogió de hombros de nuevo, como para restar importancia a la información.
—Pero se trata de información confidencial, por supuesto. No estuvo aquí para ser entregado en adopción, estuvo poco tiempo porque su madre había tenido grandes dificultades. Asistencia a la Maternidad le ayudó. Después venía por lo menos una vez al año a visitar a las señoritas en compañía de su madre, y lo conozco solo por eso. También lo saben en el ministerio. Cobramos de los presupuestos generales. El Ministerio Nacional nos apoya, el ministro está en la junta directiva, no hay nada encubierto en ello. Y todo esto no tiene nada que ver con él.
Sonaba como si lo conociera mejor de lo que expresaban sus palabras.
—Él lo pasó mal —añadió después, extrañamente liberada.
Knud se inclinó hacia delante. Su silencio preguntaba: ¿por qué?
La mujer volvió al sofá, pero no hizo ademán de ir a sentarse, tal vez porque deseaba evitar la presencia cercana del policía jubilado. Por un momento Nils creyó que no iba a responder la pregunta muda de Knud Tåsing, pero después dijo:
—En un momento de su vida… le ocurrió algo espantoso.
Carl Malle se movió como si fuera a ponerse en pie, pero luego desechó la idea.
La directora no lo miró y, a pesar del contraluz, Nils pudo percibir el débil fulgor de su mirada en el momento en que siguió hablando.
—Se contaba que una vez presenció o estuvo implicado en la muerte de un hombre, pero puede tratarse de un error. Al fin y al cabo, no era más que un niño. Me han contado que Magna se encargó de que viera con regularidad a un psicólogo, a los psicólogos de Kongslund, que siempre ha contado con un equipo fijo aquí; es posible que se tomaran otras medidas que desconozco. Por supuesto, no pueden escribir eso en su periódico. Lo digo solo para que comprenda que trato de ser sincera. Aquí no hay nada encubierto… y tampoco hay nada interesante, nada que pueda interesar a nadie. Ni a Fri Weekend.
Sin embargo, había dado a los dos reporteros una información de lo más relevante, que de otro modo habrían tardado meses en desenterrar.
—¿Qué otras medidas? —La pregunta de Knud Tåsing llegó sin vacilación.
En aquel momento Carl Malle golpeó con la mano abierta la mesa baja, y el golpe violento hizo que tres cucharillas cayeran al suelo tintineando.
—¡Ya está bien! ¡Se trata de información privada, como la que este hombre ha gestionado tan mal en el pasado que acabó muriendo gente!
El jefe de seguridad empezó a levantarse.
El periodista recogió de la mesa el formulario de adopción y volvió a meter sus papeles en el maletín.
—Gracias por su hospitalidad —dijo a su anfitriona—. Volveremos dentro de una semana. Apareceremos para el aniversario.
Se levantó.
—Entonces nos contentaremos con aplaudir.
La directora se quedó en la escalinata de entrada, observándolos mientras se dirigían al coche. Carl Malle no salió de la casa. Por lo visto, su misión había terminado.
Knud Tåsing se detuvo de pronto en medio del sendero y se giró. Miró a los ojos a la bella directora.
—¿Ya no tiene importancia… el caso aquel…, el de los dos chicos? Me ha parecido que…
La directora entendió enseguida su pregunta incoherente.
—Sí que la tiene —respondió. Nils Jensen contuvo el aliento.
—¿Y qué dice al respecto hoy?
—Digo… que todo se convierte en pasado. Todas las cosas terminan así, si eres lo bastante paciente. Y si no lo desempolvas todo.
Knud hizo un leve gesto afirmativo. La insinuación era evidente. Deja en paz el pasado de Kongslund. Y el mundo —y Carl Malle— dejará en paz a tus demonios.
—La antigua directora tiene una hija de acogida, ¿no?
Al principio no hubo ninguna reacción. El silencio previo se alargó, nada más. Después llegó la confirmación.
—Sí. Tiene una hija de acogida. Inger Marie. Es el nombre que le pusieron cuando llegó a Kongslund en 1961. Pero solemos llamarla Marie. Trabaja aquí como mi asistente, siempre lo ha hecho.
Cinco frases breves, depositadas como cinco trozos de madera de deriva en la orilla de la playa.
Susanne Ingemann presintió con una simple mirada la próxima pregunta.
—Así es, vive aquí. En una habitación muy bonita. La más bonita de la casa. La llamamos la Habitación del Rey, porque el arquitecto la diseñó siguiendo las indicaciones precisas de Federico VII. Siempre ha vivido ahí.
Levantó una mano delgada hacia el caballete del tejado.
—Es el sitio más bonito de la casa, con vistas fantásticas al estrecho y a la isla de Hven. Pero Marie no está hoy.
Breve silencio.
—Así que si desean hablar con ella, tendrá que ser en otra ocasión.
Dos pequeños movimientos de cabeza. Ojos verdes, cabello rojizo con matices dorados y castaños.
Y todo es mentira, pensó Nils. Está aquí, pero no debemos hablar con ella por nada del mundo.
—Estoy impresionado por la rapidez con la que se ha colocado Carl Malle en el sitio adecuado. Y porque ella lo ha dejado hacer.
Knud Tåsing encendió un cigarrillo mentolado con dedos que parecían algo temblorosos.
El gran Mercedes puso rumbo a Copenhague.
—Ha sido casi siniestro —se quejó el periodista. Parecía todavía más pálido de lo habitual.
Nils Jensen no dijo nada.
—La tía estaba intratable. Joder, habría preferido estar con Inger Marie, la hija de acogida. Podría habernos contado algo de aquella época, estoy seguro.
Knud Tåsing sacudió la cabeza, como si evaluara la negativa y le diera una calificación, seguramente la más baja.
—Tal vez teníamos que haber insistido. No hemos actuado como debíamos, ahí dentro. No hemos visto la Sala de Recién Nacidos, no hemos estado con la hija de acogida, ni palabra sobre el pequeño John Bjergstrand, si es que existe.
Era extraño, parecía resignado.
Pasaron junto al restaurante Strandmølle.
—Era muy guapa y muy competente, y estaba muy alerta. —Knud Tåsing hablaba casi consigo mismo, pero la descripción era sin duda elogiosa, viniendo de él.
—¿Te has fijado en el ambiente de la casa?
Pues claro que Knud se había fijado.
—Desde luego, era un ambiente de lo más singular.
El periodista bajó la ventanilla y encendió otro de sus cigarrillos mentolados.
Pasaron por el barrio de Bellevue y por el fuerte de Charlottenlund.
—Claro que todo el lugar estaba cargado de historia, con Federico VII y su amante, desde la planta baja hasta lo alto de las siete chimeneas.
La sensación que producía el pasado en Knud era tan vaga como podía esperarse en una profesión que sentía una profunda desconfianza hacia sucesos del pasado (estos no vendían periódicos). Se había quedado huérfano a los doce o trece años, era todo lo que sabía Nils sobre él; su padre murió de pronto, y después enviaron al chico a casa de sus tíos, en la isla de Ærø, y en aquellas casas no se leían gruesos volúmenes sobre la historia de Dinamarca.
—Fue uno de los monarcas más populares que haya habido nunca —anunció Nils, y se dio cuenta de que sonaba un tanto didáctico—. La amante era la condesa Danner. Su nombre verdadero era señorita Louise Rasmussen.
—Vaya —soltó el periodista con tono algo sarcástico—. Una auténtica señorita. Puede que la antigua directora estuviera emparentada con ella. Porque parece que Magna tenía gran poder sobre los hombres, y sobre Kongslund, a juzgar por las incontables historias extrañas que se han escrito sobre ella.
Nils Jensen iba con las manos apoyadas en el volante, pensando en la mujer a la que había fotografiado, y Knud Tåsing, al rato, le adivinó el pensamiento.
—Como iba diciendo, una mujer interesante. Guapa e interesante. Alerta e interesante. Y alguna otra cosa que aún no hemos descubierto… e interesante.
Asintió en silencio, bostezó y arrojó el cigarrillo catapultándolo con los dedos.
—Que no te coma el tarro.
Nils la vio ante sí en formato vertical, como si hubiera salido del retrato de la condesa; mirando de lado, con sus ojos verdes fijos en un punto sobre la cabeza de él. Entonces recordó la sombra que había visto, o tal vez no, en mitad de la cuesta. Una figura que se detuvo entre los árboles que rodeaban la villa blanca, que permanecía casi invisible entre las cascadas de hojarasca, y parecía observar cuanto había abajo.
—Joder, me gustaría haber conocido a la hija de acogida, y me gustaría saber lo que de verdad ha pasado en esa casa, que es tan puñeteramente interesante —masculló Knud Tåsing. Luego su cabeza se deslizó hacia el hombro, y un rato después roncaba al mismo ritmo traqueteante que el viejo motor del Mercedes.
Pasaron junto a la estación y Nils Jensen pisó el acelerador.