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LA CARTA

5 de mayo de 2008

En el mundo de mi madre de acogida solo había una ocupación importante de verdad: proteger a los seres vulnerables que llegaban a Kongslund, hasta que el comité de adopción del barrio de Vesterbro, formado por diez personas, encontrara para ellos otra familia adecuada.

—Kongslund es su hogar, Marie —comunicó, para después añadir, como si fuera un conjuro especial, casi sobrenatural—: Y no lo olvides nunca, el mejor hogar está junto al mar.

Cuando los niños se acostaban, ella les cantaba la antigua canción de versos interminables que nunca parecía acabar: un elefante se balanceaba…, dos elefantes se balanceaban…, después tres, luego cuatro, luego cinco, luego seis… Y al final me dormía, mientras los elefantes seguían balanceándose sobre la fina tela de araña.

Después el silencio reinaba en la sala, hasta que se veía sustituido por un leve sonido que volvía a convertirse en silencio; así cambiaban las estaciones, y todos los niños que me rodeaban se iban, uno a uno, hasta que un día me di cuenta de que era la única que iba a quedarse allí.

El primer ministro danés tosió. En solo unos meses, su rostro se había hecho más anguloso y estaba más pálido de lo que nadie habría creído posible.

Pronto se quedaría como una hoja blanca de papel ondeando al viento que parecía proceder de los labios algo fruncidos de la Muerte. Se quedó un momento inclinado hacia delante; parecía el famoso protagonista de Hamlet, una persona golpeada por una epidemia mortal que podría haber sido la tuberculosis, si no fuera porque hacía mucho tiempo que se consideraba erradicada del país que llevaba quince años gobernando.

La otra persona presente en el despacho más poderoso de Dinamarca se aclaró la garganta, tal vez para borrar la gravedad del ataque de tos que hacía encorvarse a su jefe.

El primer ministro levantó por fin la mirada y trató de sonreír al único ministro en quien más o menos confiaba de todos los que formaban su gabinete. No era una confianza incondicional, o ingenua —pues no había lugar para la ingenuidad en unas esferas en las que ilusiones, ideales y principios podían echar por tierra una carrera en el tiempo que tarda en enviarse un artículo—, sino más bien porque sabía que lo que irritaba su garganta eran los Dedos de la Muerte, que ya no iban a soltarlo nunca. El jefe de Gobierno se había cubierto la boca con un pañuelo azul cielo, y el ministro que estaba frente a él esperaba casi que chupara la sangre como un papel secante, pero no se vio ningún color en los pliegues visibles.

El ladrido continuado fue remitiendo, y la conversación pudo reanudarse.

—Creen que aguantaré al menos un año —hizo saber el dirigente del país con voz asombrosamente potente.

El escritorio en el que estaba sentado no impresionaba por su tamaño, pero era una joya del hogar familiar del padre de la patria, realizado en madera de roble albar alemán y decorado hasta el exceso con oscuros motivos grabados. Tenía delante un ejemplar de Fri Weekend, y el primer ministro acababa de leer en voz alta un artículo en primera plana con una voz seca y rasposa.

—«Fuentes cercanas al primer ministro prevén que el jefe de Gobierno se retire antes de un año. Podría comunicarse de manera oficial en la próxima asamblea nacional del partido, en otoño. Una vez más, es su salud la que hace que el primer ministro y sus asesores sopesen un relevo rápido».

El dirigente aceptó la noticia de su muerte casi inminente sin pestañear, incluso trató de reír, y su tos resurgió, haciendo que se derrumbara hacia un costado en su silla tapizada, que el invitado creyó que iba a volcar.

Por fin remitió el ataque de tos, y continuó leyendo:

—«No se espera que haya ninguna lucha por el poder en la asamblea nacional, pues parece que han encontrado ya el relevo. Pese a su edad, será sin duda el experimentado ministro nacional y fiel escudero Ole Almind-Enevold, que goza de extraordinaria popularidad no solo dentro del partido, sino también entre la población».

Miró a su amigo y colega de tantos años.

—Te han elegido ya —afirmó.

El otro hombre no supo cómo interpretar aquel tono de voz. Todos sabían que el primer ministro era un jefe muy, muy duro, que no admitía el menor fallo de sus colegas políticos. Muchos habían interpretado mal la sonrisa amable y la aparente confianza, para, en un momento de pavor, darse cuenta de que las apariencias podían ser muy engañosas. Aún era capaz de demostrarlo, pese a su fragilidad apergaminada.

—La única posibilidad de que no salga bien es que cometas un fallo. —Transcurrió una pausa—. Pero tú no cometes fallos, ¿verdad?

Era como preguntar: «¿Tienes algún secreto que yo desconozca?».

El primer ministro detestaría entregar el bastón de mando a un hombre que lo deshonrase. Era algo que perturbaría su sueño eterno en el Más Allá, de eso no cabía duda.

Una sonrisa tranquilizadora debería bastar como respuesta, de momento.

—¿No has tenido hijos…? —Formuló la pregunta como una constatación, pero ya se la había hecho antes con el mismo tono sobreentendido. Quería decir: «¿Hay algún escándalo? ¿Amantes? ¿Nidos de amor?».

Solo la sonrisa.

—Es que no quisisteis adoptar, aunque muchos lo hacen… —El primer ministro ya sabía la explicación de aquella decisión, pero continuó—: Sí, tengo entendido que a tu mujer no le gustaba la idea, de modo que tuvo que ser así.

La conclusión era claramente absurda. El dirigente nunca habría cedido ante una mujer, y en su Gobierno, de hecho, había solo cuatro mujeres. Los periodistas bromeaban con que su nombramiento era un mal menor, que solo se debía a la consideración para con los electores.

Luego arrojó el periódico al escritorio y reprimió otro ataque de tos.

—En mi puesto, y a tu edad, eso es una ventaja… —Su voz se convirtió en un susurro—. Vas a tener que maniobrar para colocar al verdadero relevo: la próxima generación. Ese va a ser tu trabajo. Llevar el partido a nuevas cotas de poder.

No había más que decir.

Los dos hombres se dieron la mano. Fue un apretón que ambos sabían que era vinculante hasta la muerte. La del primer ministro, claro.

Aquella misma mañana, a no muchos metros del despacho del agonizante primer ministro, empezó el proceso que se conocería en Dinamarca como el «caso Kongslund», aunque en los medios de comunicación tuvo mucho más que ver con personas —estaban implicados políticos conocidos, altos funcionarios y gente de los medios— que con la casa que fue señalada como foco del escándalo.

La carta que desencadenó todo se recibió la mañana del 5 de mayo de 2008, en el 63.º aniversario de la Liberación.

Llegó por correo ordinario al Ministerio Nacional, que, al igual que la Presidencia del Gobierno, empezaba a desperezarse. El sobre azul y de forma apaisada fue depositado en el montón del correo de la enorme sala de recepción, que desde antiguo —desde los tiempos en que el Ministerio Nacional se denominaba Ministerio del Interior— llamaban «el Palacio», y allí estaba aún a las siete y media, cuando la secretaria del jefe de Gabinete entró a trabajar y lo miró con escepticismo.

No tenía mucho tiempo para evaluar su aspecto claramente extraño, porque el jefe ya había llegado, algo despeinado, y estaba encendiendo los aparatos de su despacho.

Justo después de la inesperada y legendaria victoria electoral de 2001, el recién nombrado estratega de relaciones públicas —a quien los funcionarios habían puesto el apodo de «El Curandero»— quitó la insulsa denominación de Secretariado del Ministerio y la sustituyó por Jefatura de Gabinete, mucho más contundente y agresiva. El jefe de Gabinete, Orla Berntsen, solía sentarse un momento para absorber la paz del ministerio recién despertado, tal vez recuperara el aliento perdido en el trayecto en bicicleta por el tráfico de Copenhague, o tal vez pensara por un breve instante en su esposa y sus dos hijas, a quienes no veía desde hacía casi dos meses; pero nadie podía saberlo con certeza, pues nunca hablaba de sí mismo.

Ya en el puesto de entrada le comunicaron que el ministro nacional estaba reunido en la Presidencia del Gobierno, pero que, como siempre, aparecería en la reunión matinal y se sentaría a la cabecera de la mesa a las nueve en punto. Como todos los días, el jefe de Gabinete había dejado las pinzas de andar en bici en el cenicero redondo con el monograma del ministerio, y acentuó el pliegue del pantalón mojando los dedos con saliva y agachándose con discreción.

En realidad no era ni madrugador ni deportista; la afición por la bicicleta era resultado del programa gubernamental de respeto hacia el medio ambiente con objeto de mejorar la imagen, programa que El Curandero había diseñado hasta el menor detalle. «¡Debemos demostrar en la práctica nuestra preocupación por el clima global y el medio ambiente de este país!», fue lo que dijo, y la fiebre medioambiental llegó en unos pocos meses a todos los políticos conocidos y a sus altos funcionarios, lo quisieran o no. En la primavera de 2008 flotaba sobre todo el Gobierno un tenue olor a sudor y desodorante, principalmente por la mañana; y, en cuanto al jefe de Gabinete, con mayor intensidad en torno a axilas y cuello.

De hecho, cuando una de las pocas veces que apareció en los medios —aborrecía aquello con toda su alma—, salió como si fuera un bloque gris: de constitución cuadrada, vestido con traje gris y corbata gris a cuadros, no parecía gran cosa cuando se sentaba encogido tras su colosal escritorio de palosanto. Desde su ventana había vistas a un jardín diseñado con gusto, donde el jardinero del ministerio había instalado un pequeño surtidor, y del estanque surgía un cuerpo de serpiente finamente tallado, en forma de enorme «S», proyectando una nube azul de agua a lo alto, bajo la bóveda celeste. Cuando no soplaba nada de viento, la columna de agua podía alzarse a tal altura que atrapaba los rayos de sol y los condensaba en un arcoíris que iba de un tejado a otro y parecía unir las diversas alas del ministerio con un puente aéreo multicolor.

El jefe de Gabinete desvió la mirada. El espectáculo le recordaba los días en que no deseaba pensar, bajo los árboles empapados de su barrio infantil, que había odiado más que ninguna otra cosa.

Giró hacia la bandeja del correo e hizo crujir los dedos; se oyeron una serie de chasquidos breves mientras expulsaba de su cuerpo toda la energía no deseada, antes de extender la mano hacia las cartas.

En lo alto del montón había un sobre apaisado azul que iba a ser la causa de mucho mal, y en el instante en que sus dedos chocaron con él se sorbió la nariz sin querer, como si previera acontecimientos imposibles de prever.

Tras los años de miedo generalizado y acciones terroristas de Nueva York, Madrid y Londres, la carta debería haber pasado un control de seguridad; por otro lado, parte de la imagen, muy importante y eficaz, del ministerio consistía en su postura decidida en la lucha de la nación contra las fuerzas terroristas y fundamentalistas que amenazaban a Dinamarca.

El Ministerio Nacional llevaba siete años administrando con eficacia las áreas de refugiados e integración, a la vez que debía cuidar y fortalecer las particularidades nacionales y la identidad danesa de la sociedad en general.

La secretaria del jefe de Gabinete, con ese mismo espíritu, contempló un rato el sobre, lo puso a contraluz y descartó cualquier sospecha de que pudiera contener explosivos o quizá el cuerpo sin vida de una rata aplastada, como le ocurrió a un ministro anterior (la simbología era evidente). Pero al final decidió colocar el sobre —que sin duda iba a provocar el primer enfado del día— encima del montón del correo del jefe de Gabinete, para superar cuanto antes una posible crisis.

El sobre no llevaba pegatinas ni consignas como las que les gustaban a los críticos con el ministerio. Tenía un matasellos del 2 de mayo de 2008, de la oficina de correos del barrio de Østerbro, y estaba algo abultado en el centro, como si hubieran metido algo de tela o una pelota pequeña desinflada. Orla dio la vuelta al sobre con el cortapapeles —ningún remite— y volvió a girarlo.

Apretó la zona abultada con cuidado. Era blanda y cedía.

Después se sirvió café en la taza alta que sus hijas le regalaron al cumplir cuarenta y seis años, y aquella fue también la última vez que habían celebrado algo. El fabricante había impreso a la derecha del asa «El mejor PADRE del mundo» en cursiva azul; Orla solo usaba aquella taza cuando estaba solo.

Lo más probable era que el sobre contuviera el mensaje furioso de algún ciudadano preocupado por las numerosas culturas extrañas llegadas al país, y que el Ministerio Nacional había jurado controlar como contraprestación por las sorprendentes victorias del partido en 2001 y 2005.

Podría haber sido una de aquellas cartas. Y es lo que habría creído, de no haber sido por un pequeño detalle: la dirección.

No estaba escrita con rotulador ni impresa. En su lugar, el remitente se había tomado el fatigoso trabajo de recortar de una revista o de un periódico antiguo todas las letras de la dirección, una a una, de diferentes tamaños, pero impresas en el mismo papel barato, blanco grisáceo; después las había pegado al sobre, también una a una, sin ensuciar nada con el pegamento. Observó un buen rato el impresionante montaje. Luego apretó un botón y mandó llamar a la Mosca, que se había ganado el apodo por una opereta, porque siempre estaba revoloteando alrededor y nunca dejaba las cosas sin hacer. Como secretaria personal no había otra igual.

Al poco sintió una brisa, cuando ella se sentó en una silla de respaldo alto. Le extendió el sobre azul. Los labios de la secretaria se movieron, y se dio cuenta de que estaba contando las letras. Él ya lo había hecho. Había sesenta en total, algunas rojas, pero la mayoría negras, algunas de las últimas con un borde blanco, entre otras la «L» de Orla y la «I» y la «L» de Pil.

Orla Pil Berntsen,

Slotsholmen,

Christiansborg Slotplads,

Copenhague K

Cuatro líneas. Muy melodramáticas por su montaje multicolor.

—No sé qué hay en… —empezó a decir, vacilante. El mero uso de su segundo nombre lo había inquietado. Llevaba muchos años sin usarlo de manera oficial.

La Mosca sacudió con cuidado el sobre, como para ahuyentar los peores augurios.

—A lo mejor no es más que un ratón muerto —observó, casi en un susurro.

—¿Un ratón muerto? —Orla se detuvo, asustado.

—O excrementos… de algún animal.

La nariz afilada de la Mosca se estremeció, como queriendo captar el olor a podredumbre del misterioso envío.

Su jefe estaba sudado, desprendía un olor dulzón; la Mosca fue volando a la ventana y la abrió de par en par.

Si no fuera por el aura de misterio que rodeaba la carta, lo habría tomado por una broma. Pero notó una especie de cosquilleo en la nariz, un temor que conocía del mundo en que había crecido. Sabía que a los pocos minutos haría su irrupción el dolor de cabeza.

—Quizá debiéramos, después de todo, dejar que lo abran en Seguridad —dijo la Mosca, hablando de nuevo en voz baja, casi susurrando.

Orla imaginó enseguida el titular de Fri Weekend: «Alto funcionario deja que agentes inocentes carguen con el mochuelo». Asió el cortapapeles y respondió:

—No creo que sea peligroso.

La Mosca emitió un gritito y aterrizó algo más lejos.

—Lo más seguro es que quieran darnos un susto, y, sea quien sea el remitente, ha conseguido un montón de publicidad gratis.

Volvió a sorberse la nariz con fuerza.

Después usó el elegante cortapapeles curvo de La Habana, que fue su regalo de boda por parte de Lucilla cuando por fin se casaron en 2001; vaciló, pero solo un segundo, antes de sacudir el sobre para que el contenido cayera sobre el escritorio. No tenía la menor idea de quién había enviado la carta ni de qué dedos habían plegado con cuidado los dos pedazos de papel y los habían colocado para cubrir lo que al principio creyó que parecían dos pequeños retazos de tejido blanco. Guiñó los ojos, confuso, como si estuviera bajo una intensa luz solar; después tomó una de las bolas de tejido y la examinó con curiosidad.

—Pero… ¿qué es esto?

La Mosca repitió la pregunta, aunque sin sonido, detrás de él, para que viera lo leal que era. Orla casi percibió el temeroso aliento de su secretaria contra la piel cuando se acercó.

Se trataba, para su gran sorpresa, de un calcetín de bebé, hecho a ganchillo, de la talla del pie de un bebé pequeño; se veía con claridad.

Orla estuvo un rato largo mirando sin comprender el extraño objeto, y volvió a sorberse la nariz, una vez más demasiado alto. Tanto su madre como su exmujer habrían entendido enseguida qué le ocurría al hombre que se había convertido en jefe de Gabinete del ministerio más poderoso del país.

Dio media vuelta y observó, para su alivio, que la Mosca estaba al menos a un metro de distancia, y que no podía ver los detalles del contenido del sobre. ¿Un par de calcetines de bebé? Por un instante su mente se detuvo, luego registró el resto del contenido. Con los dedos temblorosos, para su gran irritación, como si tuviera frío, tomó con un gesto rápido el folio del escritorio y lo apartó de la mirada fija de la Mosca, mientras lo examinaba.

Parecía una fotocopia de una doble página de revista; en la página de la izquierda habían dibujado un círculo que recordaba un marco antiguo. Dentro del «marco» se veía una vieja villa de paredes marrón rojizo envuelta en una bruma gris, era lo que parecía, y la bruma ocultaba el cielo, y también los cimientos, como si la casa nunca hubiera estado unida de verdad a la tierra.

Por encima de la hiedra de la pared, sobre el empinado tejado oscuro, había no menos de siete chimeneas blancas —tres en cada extremo y una en el centro—, recalcando lo fabuloso de la imagen. Las vigas del tejado brillaban, como si la foto estuviera hecha nada más amanecer, antes de que los rayos del sol evaporasen el rocío.

El desconocido remitente había colocado en la hoja de la derecha otra imagen, que parecía una vieja fotografía de aficionado, reproducida en blanco y negro: bajo un árbol de Navidad que llegaba hasta el techo, un grupo de niños posaban sentados en una alfombra mirando al fotógrafo. Todos llevaban gorros de gnomos, y un par de ellos parecían sonreír, mientras que los demás estaban serios y se los veía asustados, quizá debido a la atención concentrada del fotógrafo.

Encima de la imagen habían escrito tres palabras: «Los siete enanitos».

Bajo la vieja foto se podía leer el único texto impreso de las dos páginas: «Los siete enanitos —cinco niños y dos niñas— viven en la Sala de los Elefantes, dispuestos a encontrar un buen hogar con el año nuevo».

El jefe de Gabinete arrugó involuntariamente el entrecejo —sin que la Mosca lo viera— y continuó leyendo: «La posibilidad de ocultar la identidad de la familia biológica contribuye a que se elija la adopción y no el aborto ilegal. Se dice que también algunos daneses conocidos, cuyo nombre y fama sufrirían un daño irreparable si fueran objeto de la curiosidad pública, disponen así de la discreta efectividad de la Asistencia a la Maternidad. En tales casos, es fundamental la ocultación de los nombres de los padres biológicos».

Percibió la curiosidad de la Mosca tras su hombro derecho.

—No es nada —respondió a una pregunta no formulada, y tapó ambas fotos con la mano—. Ya me ocupo yo.

Notó la desilusión de la Mosca, que se deslizó junto a los paneles hacia la puerta, pero se detuvo una vez más, obstinada, como tenía por costumbre.

—No es nada —repitió él en voz algo más alta—. Ya me ocupo yo.

La Mosca —o Fanny, que es como se llamaba— se quedó un rato en el vano de la puerta, tozuda y encorvada, pero luego se apartó de mala gana del umbral, dejando en la estancia una débil brisa al cerrar la puerta.

El jefe de Gabinete aspiró hondo y volvió a mirar la carta. De haber estado allí Lucilla, lo habría prevenido contra el miedo que estaba a punto de apoderarse de él.

Aunque las imágenes no revelaban nada, aparte de lo que podía leerse en el breve texto, supo de inmediato cuál era su origen. Sabía lo que representaban, y también conocía el nombre del lugar donde se habían tomado. Reconoció sin ninguna dificultad la gran villa marrón.

Soltó otro poco de aire por la nariz y se volvió hacia el papel, que era más resistente, blanco y más rígido, y que crujió cuando lo desplegó. Casi había esperado otra fotografía (tal vez hasta suya), pero lo que tenía en la mano era la fotocopia de un formulario o una hoja de registro como los que han empleado las autoridades públicas desde los tiempos de Gutenberg.

Vio las marcas de las perforaciones para las anillas en la parte izquierda de la hoja, y supuso que el original lo habían sacado de un cuaderno de anillas antes de fotocopiarlo.

Se inclinó sobre el papel y leyó. En la esquina superior izquierda ponía el año, 1961, nada más, pero hizo que su respiración casi se detuviera.

Su mirada se deslizó por media docena de columnas estrechas cuyo objetivo era establecer la identidad de una persona: Nombre. Fecha de nacimiento. Lugar de nacimiento. Dirección.

Lo seguía una serie de campos para indicar otras informaciones no tan tradicionales: Madre biológica. Nombre. Dirección. Y debajo otra vez: Padre biológico. Nombre. Dirección.

En la parte inferior del formulario, las autoridades habían dispuesto una casilla extensa con las palabras: Nombre y dirección de los padres adoptivos.

Era un formulario de adopción pensado para familias sin hijos que solicitaban hacerse cargo de alguno de esos niños no deseados. Los había visto antes. Por supuesto.

En el impreso original solo se había rellenado uno de los campos, el primero. A lápiz o a bolígrafo, alguien, lo más seguro que hacía mucho tiempo, había escrito un solo nombre con cuidada caligrafía inglesa. Estaba tan claro que, pese al tiempo transcurrido, podía leerse sin dificultad: «John Bjergstrand».

Aquel nombre no decía nada en absoluto a Orla Berntsen, jefe de Gabinete del Ministerio Nacional. Le pareció que sonaba algo exótico. Había un pequeño espacio entre nombre y apellido y, tal vez debido a un impulso repentino, la misma pluma había añadido unas palabras que sonaban raro: «Sala de Recién Nacidos».

Notó otro par de gotas de sudor en el caballete de la nariz, justo debajo del borde de las gafas, pero dio la vuelta al papel y miró la parte posterior: nada.

Después volvió a sorberse la nariz y achicó los ojos tras las gafas. ¿Qué podía hacer un funcionario de cuarenta y seis años a punto de divorciarse con un viejo formulario de registro rellenado a medias? Temía que debía saber la respuesta, pero no era así.

No era el nombre lo que sonaba tan inquietante, podría haberlo dejado pensativo unos días, para después olvidarlo otra vez; no, era otra cosa, y una gota de sudor cayó desde la punta de la nariz al nombre escrito a mano en la parte superior del formulario. Se esmeró en secarla con una servilleta de papel, como si hubiera olvidado que no era un original, en el que la tinta podría haberse corrido.

Luego se levantó de la silla y volvió a contemplar el arcoíris que brillaba en el chorro de agua que brotaba de la boca de la serpiente. Sintió, más que oyó, el borboteante sonido de pánico de su pecho, como si algún ser primigenio hubiera buscado refugio en su interior, al igual que él mismo, hacía mucho tiempo, se había acurrucado entre la maleza del pantano cuando sus perseguidores lanzaron sus intensos conos de luz en la oscuridad para buscarlo.

Si alguien hubiera podido leerle el pensamiento, habría reparado en que el asustado jefe de Gabinete no formulaba la pregunta más simple, la que cualquier receptor de una misiva tan extraña habría tenido que formular…

«¿Por qué me la han enviado a mí?».

Tras la victoria electoral de 2005, el despacho del ministro nacional se amplió al doble de su tamaño, porque el segundo hombre más poderoso del Gobierno prácticamente exigió una sala de audiencias como pago por su inestimable contribución a la febril campaña electoral.

Al despacho llegaba solo el círculo exclusivo escogido por el ministro nacional. Todos eran miembros de la asociación ANV, que él mismo había fundado al principio de su carrera, pero que no se había dado a conocer a la opinión pública hasta entonces.

Las siglas correspondían a Acceso de los Niños a la Vida.

En las elecciones de 2005, la asociación fue un auténtico éxito, ya que apoyaba el derecho ilimitado a vivir de los niños daneses sin nacer, reciclando así la idea de que el aborto solo debía ser la solución en los pocos casos en que hubiera peligro real para la vida de la madre, o en los que hubiera plena seguridad de que el niño iba a morir de todas formas al poco tiempo de nacer. La natalidad llevaba mucho tiempo descendiendo, lo que causaba excedentes de personas mayores y una disminución inquietante del número de niños; y el país necesitaba niños daneses sanos. En el mercado laboral tendrían que ser sustituidos cada vez más por gente de lugares remotos del globo, y por eso aumentaba el apoyo entre la ciudadanía danesa a esa combinación lógica de lo práctico-económico con lo cristiano-moral. Sobre todo porque creían que el crecimiento poblacional de los daneses reforzaría la nación frente al número creciente de inmigrantes. Los daneses corrían el peligro de convertirse en minoría en su propio país, tanto el partido como la oposición lo habían presentado como escenario ominoso durante la última campaña electoral. Pero el partido tenía una carta escondida en la figura del ministro nacional.

Ole Almind-Enevold se preparaba, contra su costumbre, para una reunión relajada: «Sentaos, ¡y feliz aniversario de la Liberación!».

En aquel instante apareció en la puerta el Curandero, algo sofocado, y se deslizó junto a la pared hasta una silla libre. El retraso y el sofoco eran parte integrante de la imagen del jefe de relaciones públicas.

—¿Qué pasa con este chico tamil? —preguntó el ministro, agitando una carpeta verde de un centímetro de espesor. La arrojó con irritante precisión delante del subsecretario, a quien los funcionarios del ministerio habían apodado el Hombre de Grauballe, debido al parecido de su piel verde-azulada con la del famoso descubrimiento milenario en un pantano en las inmediaciones de Silkeborg—. ¿Sobre qué se me tiene que informar?

Orla Berntsen se alegraba de no haber presentado el caso en persona y habérselo dado al jefe supremo del departamento, que a su vez no se atrevió a quedarse «a verlas venir» en caso de que explotara de pronto en forma de problema imprevisto. El ministro nacional detestaba los casos complicados, y sus recomendaciones habían sido siempre de una simpleza enternecedora: quitarlos del medio o enterrarlos bien hondo para que nadie los encuentre.

Algunos periodistas (y funcionarios) lo llamaban Rey Absoluto[1], a lo que se prestaba su nombre, y todos pensaban que su eficacia sistemática era estremecedora.

El Hombre de Grauballe dejó caer los brazos, apenado.

—Es solo para tu conocimiento. Solo si te encuentras con algún periodista de Fri Weekend. Solo ellos se interesan por el caso. De momento.

Orla se fijó en que había empleado tres veces la palabra solo.

—No irás a decirme que un chico tamil de once años puede convertirse en un caso serio, ¿verdad? —preguntó el Rey del Ministerio Nacional.

—Quizá —repuso el subsecretario, con cuidado—. Puede sentar jurisprudencia en la decisión del ministerio sobre la expulsión de menores no acompañados que buscan asilo. Por eso, en este momento se encuentra solo en una celda del centro de acogida de la región Norte…

Se detuvo, cosa poco habitual en él.

Ole Almind-Enevold sacudió con fuerza la cabeza.

—Tengo mis dudas.

El caso estaba aún por debatir. Orla Berntsen miró la foto que el guardia del centro de acogida había enviado al ministerio, donde aparecía un niño de rostro inocente, tupido pelo negro y un par de inquisitivos ojos castaños; no era más que una mota de polvo en el universo. Hizo un gesto afirmativo al Hombre de Grauballe. Estaban de acuerdo. Aquel caso podía explotar en cualquier momento. Todavía quedaban muchos daneses que se sentían incómodos al ver a niños llorando. Hablarían sobre eso después.

—Es el 5 de mayo.

La voz volvió a sonar alegre, pues la Liberación era el punto de partida natural del relato en el que Ole Almind-Enevold era el protagonista: el relato de la necesidad actual del Ministerio Nacional y de su propia contribución desinteresada a favor de la patria durante la Segunda Guerra Mundial.

Era una historia que seguía sin perder fuerza con el paso de los años, y ninguno de sus enemigos políticos se había atrevido a abordarla. Según el mito, el ministro se lanzó a la guerra en 1943, cuando no era más que un chico y apenas podía levantar las bolsas con explosivos que solía transportar para los luchadores por la libertad de mayor edad. El enorme campo que cubría y su fantástica energía en bicicleta o corriendo lo habían hecho acreedor del nombre de guerra «el Corredor», y, por lo que cuenta la historia, con solo trece años participó en la liquidación de un chivato en los terrenos de la estación de Svanemøllen. El chivato había amenazado con una pistola a un miembro mayor de la resistencia, pero el pequeño ayudante se abalanzó sobre él y asió con fuerza el cañón del arma. Se revolcaron por el suelo, la pistola se disparó y el traidor murió con un balazo entre los ojos.

Resultó ser una historia con gran atractivo para la gente. «Continúa haciendo misiones al servicio de la nación», decía el efectivo eslogan del Curandero en periódicos y carteles durante la emocionante campaña electoral de noviembre de 2001, justo después del atentado terrorista de Estados Unidos, y en 2005 el propio Curandero lo transformó en el exitoso eslogan: «Recados para la democracia».

En el universo del funcionario Orla Berntsen, el patriotismo no era ninguna virtud especial; todos los enemigos de su vida habían sido daneses de pura cepa, y su madre no perdía oportunidad de hablarle de la habitual hipocresía danesa, que había atormentado su infancia y la vida de ambos en el barrio de casas adosadas junto al pantano, allá por los años sesenta. Por aquellos años, miles de jóvenes madres solteras abandonaban a sus hijos recién nacidos y los entregaban a familias desconocidas, solo para evitar la vergüenza personal y la condena, y a las pocas que rechazaban la adopción ofrecida apenas las toleraban en sus entornos. Un chico como Orla, sin padre, era un niño ilegítimo, un bastardo; y virtudes nacionales como la comunidad y la unión («solidaridad», como rezaba aún con cierta presunción en el programa del partido) no influían para nada. Por la misma razón, consideraba la tendencia a la hipocresía el único rasgo mental verdadero del carácter nacional danés; pero nunca se lo decía a nadie, y menos aún en el ministerio que gestionaba en nombre del exitoso ministro.

En público y de puertas para fuera, Berntsen solía argumentar en tono objetivo contra la invasión de falsos buscadores de asilo y refugiados económicos. Personalmente, no veía diferencias entre las personas, blancas o negras, de una u otra cultura o religión; estaba más allá de tales distinciones, y tal vez fuera eso lo que a veces hacía que los gestores del ministerio se estremecieran y le pusieran un apodo que solo se atrevían a cuchichear entre ellos.

Orla Berntsen casi había olvidado el sobre azul, pero el extraordinario envío seguía todavía sobre el escritorio, donde lo había dejado bajo la taza que le recordaba a su mujer y a sus hijas.

Volvió a observar la fotografía de los siete niños ante el árbol de Navidad, bajo el titular «Los siete enanitos». Todos llevaban un gorro de gnomo. Luego examinó el motivo envuelto en un círculo: la majestuosa villa de tejado oscuro, brillante. No solo conocía la casa, también sabía por qué en la reproducción de la revista estaba enmarcada en un círculo de borde dorado. Su madre tenía una imagen con el mismo motivo colgada de la pared de la sala. Muy pocas personas lo sabrían. Oyó en su cabeza la voz de su madre como un leve zumbido, pero no distinguía las palabras. Tras su muerte, había adquirido la costumbre de hablarle en susurros, pero los mensajes casi nunca tenían sentido, y la mayoría no eran sino retazos de conversaciones que habían mantenido en el pasado.

Estiró los dedos y los movió un poco, como si tratara de enviar una señal discreta a un invitado invisible que estuviera en el despacho. Después percibió la presencia de la Mosca tras él.

—Han llamado tres veces de Fri Weekend mientras estabas fuera —susurró.

Por un instante Orla no supo de dónde procedía la voz. Después la secretaria dio la vuelta al escritorio, repitió el mensaje en voz más alta y añadió algo espantoso:

—Era ese periodista…, Knud Tåsing.

Estaba claro que sabía el efecto que iba a producir el nombre en su jefe.

Orla percibió con claridad su propio sudor mezclado con el aroma optimista del Gobierno.

—Dile que estoy reunido.

—Ha dicho que era importante… Algo relativo a un anónimo. —La Mosca susurró la última palabra entre sus labios delgados.

Como respuesta a su información, recibió una débil sorbida de nariz.

—Bien. Bueno, pues pásamelo si vuelve a llamar. —Sería más peligroso tratar de evitarlo.

Orla Berntsen observó el formulario por cuarta vez. John Bjergstrand. El nombre no le decía nada, pero alguien debía de pensar que era tan importante como para haber enviado por si acaso una copia al más antiguo enemigo del ministerio, el periodista de Fri Weekend, publicación que se llamaba así porque no podía permitirse salir a la calle el resto de la semana. Era la única explicación posible. Como obedeciendo una orden, el teléfono volvió a zumbar.

Se oyó un clic en el altavoz.

—Te lo paso.

No necesitaba repetir el nombre.

Orla se quedó un rato callado, notó la presencia de su interlocutor al otro lado de la línea y dijo en voz alta:

—Soy Orla Berntsen.

—Tåsing. —La voz era grave y nasal. No había cambiado desde su primer encuentro. Debió de ser hacía diez años, tal vez más.

—¿Sí…?

La voz denotaba la misma tranquilidad persuasiva que aquella mañana en que su enemistad tocó techo. Aquella vez el teléfono era del Ministerio de Justicia, y el viejo periódico del Gobierno (entonces en sus tiempos de grandeza) había puesto al descubierto un escándalo que podía hundir al ministro y a sus apoyos más cercanos. El periodista no le preguntó nada, solo le comunicó que el diario iba a publicar el artículo demoledor al día siguiente, con o sin comentario del ministro.

Orla lo mandó a freír espárragos.

Lo publicaron.

Aquello a punto estuvo de echar por tierra su carrera. Pero al poco tiempo Knud Tåsing cayó en desgracia por un error fatal que creció hasta dimensiones catastróficas, y todo el renombre del periodista quedó pulverizado en menos de veinticuatro horas. En el ministerio brindaron por aquel fantástico planchazo en numerosas ocasiones; era incomprensible que el periodista siguiera en activo.

—El ministro tiene otro número —explicó Orla. Buscó por instinto una vía de escape.

—No es con el Rey con quien tengo que hablar. Todavía no. —La voz tenía un deje burlón—. Pero salúdalo de mi parte —añadió, sarcástico—. De momento quiero hablar contigo.

Orla Berntsen cubrió con la mano la palabra PADRE de la taza vacía.

—Hemos recibido una carta aquí, en el periódico. Es una carta, cómo te diría yo…, enigmática —informó el periodista.

El jefe de Gabinete pensó, contra toda lógica, en sus hijas, a las que tuvo que abandonar cuando volvió a su hogar de la niñez, en Søborg.

—Tengo aquí la carta. De hecho, no es más que un artículo, creo, fotocopiado, con una foto de una casa y varios niños, y un texto bastante críptico. Pero abajo del todo pone algo que no entiendo: «Copia enviada a Orla Berntsen, jefe de Gabinete del ministro nacional, Ole Almind-Enevold, Ministerio Nacional». Esos solo podéis ser tú y tu honorable jefe. Y, bueno, me preguntaba si habíais recibido la misma carta. Un sobre azul. Apaisado. Letras rojas y negras. Todas recortadas de una vieja revista, por lo que parece.

Hizo una breve pausa.

—Muy melodramático. Como en una vieja novela policíaca de Agatha Christie.

Orla no dijo nada.

—¿Estás ahí, Berntsen?

—¿Qué pone? —quiso saber. Aquello era un cuarto, casi media confirmación.

—Es un texto corto sobre niños adoptados por otras familias. Creo que las fotos se han utilizado para ilustrar un artículo sobre la adopción. El texto de la foto sugiere algo encubierto. Que algunos niños de aquella época eran secretamente entregados en adopción para así proteger a los padres biológicos. Pero hay también dos objetos… —El periodista vaciló un momento—: una especie de formulario, con un nombre, y un par de pequeños calcetines blancos de lana. Parecen de bebé. Es lo más misterioso de todo.

Se dijera lo que se dijese de Tåsing, sus descripciones eran breves y precisas. El todopoderoso jefe de Gabinete oyó un débil crujido de papel al otro lado de la línea.

—¿Tú qué opinas? —preguntó su incordiador.

—¿Te lo han enviado a ti…? —se oyó responder Orla. Mentir era peligroso, y el contenido de la carta era aún demasiado singular e inexplicable como para constituir una amenaza inmediata. Nadie podía deducir nada de aquello. Todo había pasado hacía tanto tiempo que no podía guardar la menor relación con su carrera o vida actuales.

—De hecho, nos lo han enviado a… —Orla Berntsen oyó al periodista vacilar y buscar entre papeles—, a mí y a Nils Viggo Jensen. Nils es mi fotógrafo habitual para grandes reportajes.

Era increíble que a Knud Tåsing todavía se le permitiera escribir reportajes en un periódico de cobertura nacional, por pequeño que fuera, pensó Orla. Por otra parte, hacía años que abordaba temas superficiales, triviales e inocuos. Si su pasado no hubiera sido tan glorioso, habría escrito su último artículo el día que su fama se cuarteó, y hacía casi diez años de aquello.

—Sí, Berntsen… —La voz del otro lado sonó con algo de guasa—. Tienes razón… Este viejo caballo de circo se huele, si no una gran historia, sí al menos serrín de cierta calidad en la pista. Eso debo reconocerlo, aquí, entre nosotros. Y ahora te toca a ti. Creo que también tú has recibido la misma carta misteriosa.

—Sí —admitió Orla. Sería mejor reconocerlo.

Hubo un silencio. El periodista esperó.

—Pero —añadió el jefe de gabinete— no tengo ni idea de lo que significa.

—¿A ti también te han enviado… un par de calcetines… y el extraño formulario?

—Sí —repitió.

—¿John Bjergstrand?

—Sí.

—¿Quién es?

Pequeña sorbida de nariz.

—Ni idea.

—¿También te han enviado las fotos de los niños? ¿Y el extraño texto?

—Sí.

—¿No puedo preguntarte quiénes son?

—No.

—¿O lo que significa todo esto?

—No. No tengo la menor idea al respecto. —Ahora estaba mintiendo, pero bueno.

—¿No tienes ni idea de cuál puede ser la intención?

—No. No tengo ni idea de cuál puede ser la intención. Nunca he conocido a nadie que se llamara John Bjergstrand. Búscalo en la guía telefónica.

—Ja, ja.

Orla oía la respiración del periodista al otro lado de la línea.

—En una de las fotos aparece una casa rodeada por un círculo —comentó Knud Tåsing, cambiando de tema—. ¿Qué casa es esa?

—Desde luego, mía no es. —Y otra sorbida de nariz reveladora.

—Eso ya lo sé.

Tåsing era uno de los pocos periodistas que había visitado alguna vez a Orla Berntsen —cuando no hubo otro remedio—, pero esta vez la vida privada del jefe de Gabinete estaba igual de oculta que sus sentimientos, quizá más. De fuentes oficiales solo se sabía que estaba casado, tenía dos hijas y vivía en la zona donde residían los ricos, en Gentofte. Entre los periodistas corría la voz de que su mujer era cubana, y los más críticos se divertían ante el curioso hecho de que el jefe del entonces denominado Departamento de Extranjeros, que había denegado casi todas las peticiones de permiso de residencia por razones humanitarias hechas por refugiados, se hubiera casado con una extranjera. Además, súbdita de uno de los últimos países socialistas del mundo.

Tal vez se debiera a eso que, según los rumores, fuera a divorciarse.

—¿Por qué recalca el autor del anónimo que te la ha enviado a ti, como jefe de Gabinete del Ministerio Nacional, y hasta pone el nombre del ministro? —preguntó el periodista.

—No tengo ni idea.

—¿Esto tiene que ver con el Rey Absoluto?

—No puedes tomarte en serio esa carta, Tåsing —dijo con algo más de fuerza en la voz—. El ministro no la ha visto para nada.

—¿Qué casa es esa? —Otra vez el tono cortante.

Orla Berntsen vaciló. El asunto no debía aparecer más misterioso de lo que era, y la verdad solucionaría aquel problema. Por otra parte, no podía andar cambalacheando con el secreto de su vida, del que ni siquiera sus dos hijas sabían nada, delante de un periodista. Menos aún de Knud Tåsing.

—Verás… Lo que yo piense, o sienta…, o sepa acerca de mi correo privado, no concierne a nadie más.

Sonó arrogante.

—Sí, a la opinión pública, Pil Berntsen. No lo olvides. También se lo han enviado a la opinión pública.

Ahora el periodista amenazaba con dar publicidad al asunto.

—¡Pero si la ha enviado un chiflado…! —Oyó cómo soltaba el aire al decir la última palabra. Nada elegante. Hundió los hombros y puso las manos sobre el escritorio—. Escucha, Tåsing, estoy bastante ocupado. Tengo una recepción con el primer ministro por lo de la Liberación.

—Sí. Es lo que me ha dicho tu secretaria. Pero has de saber que si no me dices algo de esa villa, o al menos me das una dirección, voy a tener que hacer públicas tanto la foto como la carta, así como una transcripción de nuestra conversación, y si no ofrecemos una recompensa a cambio de más información, al menos habremos cursado una gran invitación al gran detective de la opinión pública para que resuelva la cuestión por nosotros. Y entonces sí que llegaremos a una explicación.

Orla Berntsen no estaba seguro de que el periodista deshonrado fuera a hacer efectiva su amenaza. Después percibió una corriente de aire y sintió, más que oyó, la voz de su madre desde el Más Allá: «¿Qué más da, Orla? La única solución posible: deja que se sepa la verdad».

Tomó la decisión de la forma más breve posible:

—La casa está en Skodsborg. Es un hogar infantil. Y ahora debo dejarte. —Y cortó la comunicación.

Se levantó y se dirigió a la ventana. La serpiente seguía escupiendo agua a la bóveda celeste. Estornudó.

Mierda, se dijo.

Cerró los ojos y se hundió en el sofá color mostaza de jefe de Gabinete, donde de vez en cuando se echaba una cabezada. Nunca más de cinco o seis minutos, y siempre con los pies fuera.

Allí, medio en sueños, solía identificar los mayores problemas de su carrera, señalar nuevos rumbos, encontrar soluciones, lo que le había granjeado la fama de solucionador de problemas que lo convirtió en un asesor muy solicitado en las crisis de Gobierno. Siempre tenía preparado un plan de salvamento que funcionaba, porque, al fin y al cabo, era un estratega tremendo. Cuando aflojaba un poco su cota de malla mental, no encontraba una capa más blanda de estructura más porosa, como la mayoría de la gente; al contrario. En los primeros quince años de su vida soportó las burlas de los otros chicos, mientras él giraba en torno al círculo irrompible que formaban, como un pequeño insecto entrometido que se mantenía en circulación solo porque estaba alerta y por su capacidad de sacudirse de encima todas las humillaciones. Se reía como un descosido, sorbía su pecosa nariz cuadrada con obstinación, mientras la boca seguía riendo y los ojos azul claro medían la dirección de los golpes y el lugar donde esperaba el impacto. Siempre había sido una fachada, y el olfato del chico para rapidísimas maniobras evasivas siguió vivo en el hombre, también después de que su rostro creciera y ya no revelara sus pensamientos ni echara a reír con la risa tonta de la niñez.

Si alguno de los chicos del barrio lo hubiera visto hoy, solo habría reconocido la mirada vigilante, las frecuentes sorbidas de mocos y el leve temblor de las pupilas tras los cristales de sus gafas.

Por una vez, Orla Berntsen no sabía qué hacer. Se levantó del sofá. La carta seguía sobre la mesa. ¿La habría visto el ministro nacional? Se resistía a creerlo, porque la Mosca se lo habría comunicado con aire triunfal.

Su cuerpo se hundió en la silla. Los grandes cristales de sus gafas se empañaron un poco, los párpados semicerrados estaban hinchados, tensos, las pestañas eran cortas y rubias. ¿Debería pasársela a su jefe inmediato? Había una buena razón. Pero aun así dudaba.

«No existe objetivo inalcanzable», le dijo una vez el ministro, hacía tiempo. «Solo para el que vacila» (las palabras escandalizaron a su amigo de la juventud Severin, claro que tampoco llegó a nada en el mundo de la abogacía).

A Orla le encantaban las máximas que Ole Almind-Enevold le inculcó desde las primeras reuniones tras su nombramiento. Todas ellas trataban de la elección correcta en la situación correcta y la capacidad de decisión que ambos apreciaban. De la voluntad de encontrar el camino más eficaz cuando era necesario.

«Quien desee dominar el mundo debe reaccionar cuando este se transforma».

Orla Berntsen sonrió cuando lo oyó. Por supuesto.

«Quien elige la compasión frente a la firmeza, pierde su capacidad de decisión».

El ministro jamás la perdió.

«Quien elige la clemencia frente a ser consecuente, se queda solo, rezagado».

Era quizá lo más importante, incluso el secreto. La posibilidad de dar rienda suelta a la rabia sin arrepentirse.

«Quien no se atreve a matar se derrumba en el momento decisivo», fue lo que dijo el jefe de Orla Berntsen sobre su contribución a la resistencia. Y todo el país aplaudió.

El jefe de Gabinete apartó la taza. Los calcetines de ganchillo blancos estaban en la mesa, ante él, y estuvo un rato en silencio absoluto. Luego tecleó un número en su línea privada, esperó un momento y oyó por el auricular una cautelosa voz de mujer:

—Bufete de abogados.

—Quiero hablar con Søren Severin Nielsen —anunció.

Llevaban más de diez años sin hablarse. La ruptura se produjo por un rechazo a la petición de asilo humanitario a una refugiada siria que había ocupado las primeras planas. Severin, que era su abogado, estaba que se subía por las paredes. Orla mantuvo la negativa al permiso de residencia a pesar de la amistad que una vez los había unido. Un par de días más tarde la llevaron al aeropuerto, y no se supo más de ella.

Esta vez su antiguo amigo era defensor del chico tamil de once años que estaba en peligro de expulsión, y eso era un problema, claro, pero no era ese el problema del que deseaba hablar el jefe de Gabinete.

—Søren Nielsen está en el juzgado.

Dejó su número directo y un mensaje, breve, pero claro.

«Severin, llámame, es urgente».

A menos de un kilómetro de allí, el periodista dio media vuelta en la silla giratoria de su escritorio y arrojó el teléfono móvil sobre la mesa.

—Skodsborg —dijo, triunfante—. En Skodsborg solo hay un hogar infantil conocido; claro que también es un hogar bastante especial… Ni más ni menos que Kongslund, ¡el orgullo de la nación!

La alegría de la voz de Knud Tåsing no dejaba lugar a dudas. Atrajo hacia sí el ordenador portátil.

—Durante muchos años Kongslund ha recibido un trato especial por parte del Gobierno, y asignaciones especiales, y ¿quién crees que ha sido su protector y benefactor desde la guerra?

No hacía falta que dijera el nombre ni que su invitado respondiera. De todas formas, el fotógrafo Nils Jensen era hombre de pocas palabras.

—¿Y quién crees que participó en la lucha junto con las señoritas de Kongslund que trabajaban en secreto para el grupo más famoso de la resistencia durante la guerra?

Knud Tåsing encendió el ordenador y al final dijo el nombre.

—En ambos casos, la respuesta es Ole Almind-Enevold, ministro nacional de Dinamarca y futuro primer ministro, si es que la muerte cumple con su deber y se lleva a nuestro padre de la patria de este valle de lágrimas dentro de pocos meses. Como ha prometido.

El fotógrafo siguió callado.

El periodista tecleó nueve letras en el campo de búsqueda de la pantalla. Cayó parte del relleno de la silla desvencijada, y unos pedacitos de gomaespuma de color naranja se le quedaron pegados al pantalón.

—Kongslund —repitió, casi abstraído, solo vuelto a medias hacia la figura delgada que se sentaba en la única otra silla del despacho—. El Hogar Infantil de Kongslund. Debe de haber alguna razón para que hayamos recibido esta carta.

—O tal vez no. —Fueron las primeras palabras del fotógrafo.

Knud Tåsing miró con cierta clemencia al hombre que de alguna forma se había convertido en su amigo; el único que le quedaba tras ocho largos años en el humillante carril lento de su carrera de periodista.

Nils Jensen había puesto cuatro pilas en un flash casi tan grande como la cámara que tenía en el regazo.

—¿Un hogar infantil? —soltó, dando un toque de escepticismo a la inocente palabra.

—Sí. Pero no es un hogar cualquiera… Ni más ni menos que Kongslund.

El periodista sacudió con tal violencia el sobre azul que podría haberse temido que las letras de colores que componían el nombre y la dirección se despegaran y cayeran al suelo.

—Aquí hay una historia que, en mi opinión, está bastante clara: un niño llamado John Bjergstrand fue entregado en adopción a unos padres desconocidos; ese niño era uno de los que por Dios y, sobre todo, por el bien de la familia, había que ocultar tan pronto como fuera posible… Debía dejar de existir. Casi seguro porque sus verdaderos padres eran muy conocidos o muy poderosos; o ambas cosas.

—Todo eso me suena a chino —se evadió Nils Jensen, haciendo girar el flash entre las manos con gesto desaprobador.

Knud Tåsing no respondió. Era, como él mismo señalaba a menudo, uno de los últimos privilegios palpables de la clase trabajadora: el derecho a llevar la contraria. Y Nils era un auténtico representante del sector de trabajadores no cualificados. Sus padres, por alguna razón inescrutable, le regalaron una pequeña cámara por su confirmación, y a Knud siempre le había parecido inexplicable, ya que su padre era vigilante nocturno en el barrio de Nørrebro y casi nunca veía la luz. Nils Jensen había fotografiado las grandes manifestaciones contra el derribo del Rectángulo Negro[2], y vendió las imágenes a los periódicos de movimientos de base; consiguió notoriedad gracias a un primer plano de un policía de paisano pegando a un manifestante en un patio trasero, y la foto recorrió todo el país. A los tres días el policía se colgó de una cuerda que pendía de un gancho, que para esa ocasión había atornillado en el techo de su sala de estar, de donde sus compañeros y su esposa bajaron el cadáver. El joven fotógrafo no se sintió en ningún momento culpable de la muerte. Lo dijo sin pelos en la lengua a todos sus compañeros. Había cumplido con su deber al servicio de la documentación necesaria, eso fue lo que dijo.

Aquellas declaraciones —y aquella imagen— lo hicieron famoso a nivel nacional. Y cuando el pequeño periódico local revolucionario para intelectuales de izquierda se fusionó, en los años noventa, con el único diario del país que seguía fiel al Gobierno, es decir, Fri Weekend, Knud Tåsing convenció a su redactor-jefe para que diera trabajo a Nils Jensen como fotógrafo freelance. En lo sucesivo, trabajaron juntos. Casi siempre en silencio, pues el fotógrafo no era hombre de muchas palabras; más bien de ninguna, la mayoría de las veces.

—No hay ningún John Bjergstrand en el buscador Krak ni en la guía telefónica —comunicó el periodista.

Luego tecleó otras doce letras en la base de datos del ordenador, y tras unos segundos el archivo electrónico le dio los titulares de veinticuatro artículos.

—Solo hay cuatro semblanzas periodísticas. No es mucho —comentó.

Como podía esperarse, las semblanzas no contenían ningún detalle de su vida privada, aparte del hecho de que el jefe de Gabinete del Ministerio Nacional había vivido en Gentofte, pero se había mudado, y tenía dos hijas de siete y veintitrés años.

—Eso sí que es una hija tardía. Y van a divorciarse. La mujer vive sola en la casa. Pero ¿dónde diablos vive él?

Nils Jensen no respondió.

No ponía nada sobre el domicilio actual del funcionario. Corrían por ahí historias de su infancia, pero nadie sabía a ciencia cierta si eran verdaderas. Una fuente anónima sostenía que el poderoso jefe de Gabinete vivió de niño solo con su madre, quien, según otra fuente (tal vez la misma), no lo dejaba salir de casa y le pegaba con una percha. Este era el castigo preferido por aquellos años en los que las fuerzas libres de la oleada de bienestar chocaron con la propensión de los pequeños burgueses a la antigua disciplina. Debió de ser aquello lo que atormentó su mente y su vida espiritual, lo que hizo de él lo que era. Un perro duro. Un portero de la nación que no permitía pasar a nadie sin dejarle alguna marca.

Poquísimos conocían al hombre tras la fachada.

Según un artículo de un periódico de la mañana, entre los funcionarios del ministerio se había ganado varios apodos despreciativos, uno de ellos de lo más singular: el Sociópata.

Era la denominación que empleaban los funcionarios por los estrechos pasillos del ministerio cuando se sentían a una distancia segura, cosa que ocurría poquísimas veces.

Era una crítica dura. Incluso en un ministerio duro. ¿De dónde saldrían rumores así…?

Knud Tåsing dirigió una mirada inquisitiva al fotógrafo, que se limitó a sacudir la cabeza y callar. Como siempre.

Era una de esas preguntas a las que nunca respondía.