Prólogo

LA MUJER DE LA PLAYA

Septiembre de 2001

Encontraron a la mujer en la arena, a mitad de camino entre el hotel Skodsborg y el parque de Bellevue, temprano, la mañana del 11 de septiembre de 2001.

Faltaban unas horas para que el mundo se transformase de modo decisivo, cosa que casi todos los habitantes del globo, de muchos países diferentes, vivieron. Aquella extraordinaria coincidencia tuvo una importancia determinante para el desarrollo posterior del extraño caso, y solo puede entenderse como si al Destino le pareciera una broma situar en el mismo día dos sucesos tan inusuales.

El más insignificante de los hechos —el danés— pasó al olvido más o menos enseguida, pese a que durante las primeras horas la Policía lo consideró con la mayor seriedad, y en los primeros informes se describió con todo detalle.

Dieron la alarma a las 6.32. La fallecida yacía casi junto a la orilla, con el rostro apretado contra la arena gris sucia, como si hubiera tratado de devorar la playa favorita de los habitantes de Copenhague de un único mordisco voraz. Tenía los brazos doblados hacia atrás y las manos abiertas, y en sus palmas se veían pequeños dibujos de arena, lo que por un momento hizo pensar a los investigadores del homicidio en un asesinato ritual por algún motivo perverso. Pero también podría deberse, como sostuvo alguien, a que el viento del este hubiera levantado un torbellino y la hubiera depositado sobre el cadáver antes de que el sol saliera por el estrecho de Øresund.

Fue alguien de los elegantes palacetes del cercano barrio de Tårbæk, que había sacado el perro a pasear, quien dio la voz de alarma, espantado. Para los investigadores de la Policía no cabía la menor duda de que la mujer de la playa había muerto en el mismo segundo en que cayó hacia delante. Tenía en la frente un cráter con forma de cono, y el agujero continuaba un buen trecho en el cráneo, y después en el cerebro. Desde allí, la sangre había resbalado por su cabello, mojando la arena junto a ambas sienes.

La Policía Científica encontró cabellos grises en la piedra afilada contra la que se había golpeado, pero el agua salada del estrecho había limpiado la mayor parte de la sangre mucho antes de que encontrasen el cadáver. La muerta no llevaba encima ninguna documentación, aunque su ropa y su reloj de pulsera llevaron después a la Policía a la teoría de que había llegado al país desde Australia, o tal vez Nueva Zelanda; para cuando los investigadores llegaron a esa conclusión era demasiado tarde, porque en ese momento nadie prestaba ya la menor atención a la mujer.

Era de suponer que alguien profundizaría en el caso, de no haber sido porque todo el mundo se puso patas arriba justo en aquellas horas, y era una coincidencia que nadie de los presentes en el lugar de los hechos pudo tener en cuenta. A la vez que los peritos peinaban la arena que había debajo y en torno a la mujer en busca de pistas decisivas, dos aviones de pasajeros secuestrados volaban hacia el centro de Nueva York, y cualquier otra actividad en este planeta verde perdió importancia. En los días que siguieron, hubo una única imagen que se fijó en el flujo de noticias y en la conciencia de los daneses: la imagen de los rascacielos humeantes contra la silueta de Nueva York y los cuerpos negros que caían, caían y caían sobre la Zona Cero.

Si el caso de la mujer muerta había tenido alguna posibilidad de ocupar titulares en los periódicos daneses, el momento oportuno pasó. La mayor parte de los medios de comunicación nunca lo mencionó. Dos diarios de pequeña tirada escribieron algunas líneas, y uno de ellos, pasadas ya unas semanas, informó de la decisión policial de cerrar el caso y considerarlo «un incidente fortuito».

Después, la muerta cayó en el olvido.

No logró establecerse su identidad, y los del Departamento de Homicidios de la Jefatura de Policía de Copenhague concluyeron que, de todas formas, no había nadie que la echase de menos, porque nadie se había dirigido a ellos para preguntar sobre ella ni sobre otras personas desaparecidas que se le parecieran; asimismo, los sucesivos requerimientos a nivel internacional nunca dieron resultado alguno. Nadie reconoció la imagen algo macabra del rostro de la mujer muerta que hicieron circular. Nadie reaccionó, y la Policía no tenía ninguna pista que seguir, ni una sola buena idea o simplemente una teoría más o menos razonable con un mínimo de fundamento. Los registros y las bases de datos no valieron de nada en aquella situación de bloqueo.

Así fue como el Destino se impuso ante los esfuerzos de los mortales, por pura diversión, podría pensarse; pero, a decir verdad, los policías no tuvieron inconveniente en dejar que el caso se olvidara.

Al fin y al cabo, estaban ocurriendo cosas mucho más importantes en el mundo.

Claro que…

Porque unos años más tarde, al comisario de Homicidios que se había encargado de la investigación del caso de la mujer de la playa le hicieron una entrevista para una serie de artículos sobre homicidios sin resolver.

En un momento de la conversación, de pronto mencionó el caso de la mujer de la orilla de la playa entre Skodsborg y Bellevue, que por aquel entonces estaba olvidado del todo. Había algunas cosas de aquella mañana que siempre lo habían extrañado, detalles pequeños, pero singulares, y en aquel momento el policía, que estaba a punto de jubilarse, expresó de forma espontánea su malestar:

—Si realmente fue un asesinato, me temo que fue obra de una persona muy enferma —declaró—. De hecho, los primeros días temimos que quizá se tratase de los primeros asesinatos en serie de la historia del país.

Lo dijo con voz tenebrosa, algo que, por otra parte, repugnaba al comisario entrado en años, porque le parecía que ese tono no era nada profesional.

El periodista que tenía delante aguzó el oído; no recordaba haber oído jamás nada acerca de un posible asesinato en Bellevue.

Al otro lado de la mesa, el comisario de policía cerró los ojos, como si en su mundo interior estuviera aún contemplando la conocida playa, mientras recordaba los efectos que los peritos habían señalado y fotografiado en la arena. Después, con el mismo tono sombrío de antes, dijo:

—Al principio nos pareció algo extraño que la mujer, al caer, diera contra la única piedra de cierto tamaño que había en aquel trecho de playa. La única. Fue una extraordinaria mala suerte. Pero era posible, por supuesto…, y tampoco podíamos probar nada.

El periodista asintió en silencio y sacó su grabadora.

El policía hizo como si no hubiera visto el aparato.

—Por supuesto, también nos extrañó que uno de sus ojos estuviera tan destrozado…, mientras que el otro estaba cerrado e intacto, como en un sueño apacible. El primero estaba dañado de tal forma que casi se salía de la cuenca, y no entendíamos cómo la piedra podía haberle producido aquel daño, al menos, no de forma inmediata, ni aunque se hubiera caído dos veces seguidas. Claro que…, por supuesto que era posible, y por supuesto que podía haberse hecho la lesión en otro lugar, justo antes.

El comisario volvió a abrir los ojos.

—Es probable que la mujer se cayera antes…, aquella noche…

Presentó su hipótesis con una mirada tan insegura que el periodista solo se atrevió a asentir débilmente, por miedo a desviar el avance invisible de aquella sospecha macabra.

El policía llegó a los singulares objetos encontrados, y su voz se hundió un piso más en las sombras.

—Puede que no tuvieran que ver con el hecho en sí —explicó—. Pero en una reducida superficie en torno a la muerta señalamos cuatro objetos que, francamente, nos parecían que estaban… Vamos, que no tenían la menor relación lógica con tomar el sol y relajarse en una playa danesa normal. No obstante, formaban una especie de círculo alrededor del cadáver, y estaban tan cerca de ella que podría haber alguna relación, y aquello nos puso nerviosos de verdad.

El periodista encendió su pequeña grabadora digital para registrar todo lo que vino a continuación.

—A su derecha, es decir, hacia el sur, había un pequeño libro. A solo un par de metros. Puede que no tuviera que ver con ella. Por otra parte, no se trataba de ningún libro ordinario que se suele relacionar con gente que va a esa playa. El libro estaba escrito por un viejo astrónomo del siglo pasado… Fred Hoyle… La niebla negra, de 1958. Era una vieja novela de ciencia ficción que solo puede despertar el interés de un astrofísico. Yo la leí… —Sacudió la cabeza, casi como pidiendo perdón.

El periodista nunca había oído hablar del autor ni de la novela.

—Pero había otra cosa —dijo el viejo policía—. Al oeste del cadáver, algo más arriba en la playa, había una rama de tilo. Lo que pasa es que no hay ningún tilo en las cercanías. Así que ¿por qué estaba aquella rama allí?

Sacudió de nuevo la cabeza, como para negar un milagro de historia natural, y volvió a asumir la reserva, como debería hacer un policía responsable.

—Pero claro…, algún chaval podía haber recogido la rama y después haberla tirado allí. Lo que pasa es que parecía tan… artificial…

Volvió a quedarse inmóvil un instante, atrapado en el pasado, antes de continuar.

—Pero lo que más nos extrañó de todo fue que la habían cortado con una motosierra, la rama, y luego, claro… —El jefe de Homicidios jubilado volvió a callar y cerró los ojos mientras estudiaba el paisaje interior, donde el cadáver yacía boca abajo y los peritos andaban a cuatro patas sobre la arena de alrededor. Había vuelto a atascarse.

El periodista le acercó la grabadora con un empujón discreto, pero calló por consideración, como para mostrar que comprendía su malestar. Las ramas de ese grosor no se transportan como una ramita en el pico de una paloma.

—Era muy vieja —dijo al final el comisario, y el toque sombrío de su voz sonó con más claridad que nunca—. Cuando la analizamos, resultó tener muchísimos años.

Sacudió la cabeza por tercera vez.

—Aquella rama no la habían encontrado en el suelo de algún bosque cercano, había pasado muchos años en algún lugar cerrado, y ¿quién diablos se lleva una rama cortada años antes para dejarla en una playa? ¿Por qué iba a hacer nadie tal cosa?

El periodista no tenía respuesta para ninguna de las preguntas, y quedó a la espera.

—Y al este…, hacia la orilla, a unos metros de su cabeza, encontramos un trozo de cuerda, pero no era un trozo de cuerda normal. Parecía un lazo de ahorcado, y estaba hecho con una cuerda bastante gruesa. Aquello nos puso nerviosos de verdad, porque estando como estaba junto a la cabeza de la muerta, podría simbolizar una escena de ahorcamiento…

El periodista no se atrevió a meterle prisa. Durante un rato volvió a reinar el silencio.

—Pero lo peor… —La voz volvió, pero el policía seguía dudando, aunque estaba claro que había esperado varios años para formular su temor y parecía aliviado, a su manera, por haberlo hecho—. Lo peor fue el pájaro, por supuesto.

—¿El pájaro?

—Sí. Había un pajarito algo más allá en la playa, al norte del cadáver, junto a su mano izquierda. Estaba boca abajo. Tenía roto el cuello… Aquel pájaro nos dio miedo de verdad. Había muerto aquella misma noche. Aquello hizo que enviáramos una descripción de nuestro hallazgo a los peritos del FBI, en Washington…, los cazadores de asesinos en serie… Pero transcurrió mucho tiempo hasta que pudieron responder, debido al ataque terrorista a las Torres Gemelas. Bastante trabajo tenían con aquello. Cuando por fin enviaron los resultados de sus análisis, intentaron tranquilizarnos. No creían que fuese un asesino en serie suelto. Pero por otra parte, si lo fuese, la relación entre nuestros hallazgos de la playa era tan extraña y tan desquiciada que eludía cualquier explicación. La gente del FBI nunca había visto unas pautas que recordaran a lo que encontramos aquella mañana en Bellevue. Si es que allí había una pauta.

El policía volvió a callar.

—Así que ¿les dijeron que debió de ser una coincidencia? —La pregunta del periodista tenía un ligero deje de contrariedad.

—Sí, en efecto. Según todos los indicios, solo eran coincidencias. Coincidencias extrañas, pero coincidencias. Don’t worry, aconsejaron. Pero estábamos preocupados. Al menos yo. Y sigo estándolo. No me quito aquel pajarito de la cabeza.

El periodista apretó con el dedo el botón de stop y dijo:

—Pero no hay nada extraño en un pájaro muerto junto a la orilla de la playa… Un gato pudo cazarlo y llevarlo allí, ¿no? —La voz se volvió algo más desafiante.

El comisario observó un buen rato a su joven interrogador.

—Sí, por supuesto —reconoció—. Todo es… muy posible. Pero no se trataba de una cría de gaviota, ni de un mirlo perdido, ni tan siquiera de un maldito gorrión… —En su mirada asomó un comienzo de irritación—. Era un pájaro al que jamás se le ocurriría ir a morir en plena noche a una puñetera playa danesa, y allí estaba el problema.

Aquella mañana, el policía volvió a dirigir la mirada a la orilla de la playa y examinó los detalles que solo él podía ver. El periodista levantó la grabadora de la mesa para captar sus últimas palabras.

Luego, en la redacción, se oían con tanta nitidez como si se hubiera hablado a pocos centímetros del micrófono incorporado de la grabadora, y fueron esas mismas palabras las que hicieron que el redactor-jefe rechazara la historia con un sorbido de mocos irritado y un veredicto indiscutible:

—¡No vamos a publicar esa chorrada! Los lectores van a creer que estamos locos de atar.

—Era un pequeño canario dorado. —Es lo que había dicho el comisario al micrófono, y en el altavoz se oyó un silencio tras dar la descripción—. ¿Lo comprendes?

El periodista no respondió.

El comisario jefe se quedó un rato atrapado en su extrañeza, hasta que volvió a sonar su voz:

—Allí estaba el problema. ¿Cuándo se ha oído que un canario vuele en la negrura de la noche hasta la orilla de una playa para después partirse el cuello? Es imposible de cojones.

Luego se oyó un crujido en el pequeño altavoz, cuando el comisario de policía se levantó.

—A esa mujer la asesinaron. Estoy convencido. Y es el acto más nauseabundo que he visto en mi vida.

Pero, como sabemos, su afirmación nunca se hizo pública. Y la redacción olvidó, como suelen hacerlo las redacciones, todo lo relativo a aquella historia, que a nadie pareció lo bastante verosímil como para publicarla en el periódico del día siguiente.