Prefacio del autor

LA CASA DE MARIE

El modo en que di con la nueva información, hasta entonces desconocida, en torno a lo que se conoció como «caso Kongslund» es algo que debe permanecer en secreto.

Esa promesa la he hecho con gran solemnidad, aunque lo considero innecesario, porque la verdad nunca puede ocultarse cuando el Destino tiene planes distintos. Y siempre los tiene.

De todos modos, trataré de reproducir de forma tan simple y precisa como pueda los acontecimientos de los que fue testigo el país durante un breve período. Prefiero no tomar partido por ninguno de los bandos en unos sucesos que solo un Dios indulgente será capaz de observar con mirada comprensiva; casi estoy oyendo a la famosa directora de Kongslund mascullar ante tales observaciones: «¡Qué diantre tiene que ver Dios en la cuestión!».

En el mundo de ella, habitado durante cincuenta años por decenas de miles de huérfanos, no había ningún Dios compasivo; y todavía menos uno con aspecto de anciano distraído, de cabellos plateados y deseoso de perdonar a la gente.

Allí solo existía la indomable voluntad de las cuidadoras de reparar las consecuencias del egoísmo de las generaciones precedentes, y aquel proyecto estuvo sometido desde el principio a un oscuro destino que funcionaba al margen de toda religión y racionalidad: poner zancadillas era su ocupación favorita; los empujones y las caídas bruscas, su especialidad.

«El Destino es la única fuerza que importa, y se lleva a los hijos de los hombres cuando le place», solía decir la directora con el entusiasmo que la había hecho famosa, para después cacarear: «¡En esta casa nunca hemos necesitado ni a Dios ni al Diablo!».

Aún recuerdo cómo los niños conteníamos la respiración, hechizados y espantados, ante tales declaraciones; y tal día como hoy me siento inclinado a darle la razón.

A modo de presentación, basta decir que, al igual que los personajes principales de este libro, pasé mis primeros años en el orfanato de Kongslund, y que he regresado allí varias veces, impulsado por una fuerza que nunca he terminado de entender. Debió de ser así como Marie me encontró al final.

He basado el desarrollo del caso en sus minuciosas descripciones, junto con mis propias investigaciones de los hechos, cuyos detalles ella no podía conocer. Eso se refiere sobre todo a los retratos de los seis niños con quienes compartió los primeros meses de su vida en Kongslund, y que terminaron convirtiéndose en una obsesión para ella.

El juego enigmático acerca del séptimo niño es también, en mi opinión, el relato de esa añoranza, y creo que hasta los psicólogos de Kongslund se habrían mostrado de acuerdo con esa interpretación —si la hubieran conocido— mientras observaban a aquellas criaturas rotas a través de los cristales de sus gafas y del humo de sus pipas.

Solo queda una esperanza: que, a pesar de todo, Marie y el Destino lleguen a ponerse de acuerdo para escribir un epílogo amistoso en el momento en que caiga el telón.

Si ese deseo llega a cumplirse, su viaje no habrá sido en vano. Entonces Marie estará en algún lugar a la sombra, en lo alto de las hayas que en otro tiempo cobijaron al último rey absolutista de Dinamarca, mientras entona la canción de los elefantes azules que solía cantar de niña. Noche tras noche.

Y esta vez no creo que pare hasta llegar al último verso.

30 de abril de 2011