22

Al día siguiente el padre Elio despertó mucho más tarde de lo habitual y descubrió que no podía levantarse. Sus piernas se negaban a sostenerlo. Durante la noche lo había despertado una tormenta de verano y los relámpagos y truenos le impidieron volver a conciliar el sueño. Se levantó para ver los daños que la iglesia, con ese boquete en la techumbre podría haber sufrido a causa de la tormenta.

Para su sorpresa, la lluvia había barrido casi todo el polvo y la tierra que su escoba no había conseguido arrastrar. No estaba seguro de qué aspecto tendría el templo a la luz del día, pero en ese momento estaba tan limpio que casi relucía.

Puesto que ya estaba desvelado, apagó las luces y salió al jardín. Se sentó en el cerco de piedra que circundaba el Milagro y apoyó la espalda en la vieja higuera. Era su lugar favorito para orar, pero desde que el terremoto echara abajo parte del muro ya no se sentaba tan a gusto. Le horrorizaba la idea de que alguien pasara por allí, lo viera reclinado sobre la higuera y pensara que quería hacerse pasar por san Francisco. Nada más lejos de su intención. Sencillamente, le encantaba apoyarse en el viejo árbol sabiendo que el santo había hecho lo mismo. Entonces perdió la noción del tiempo que estuvo rezando. Cuando se levantó para volver a la cama, le dolían las articulaciones de las piernas y tenía la humedad metida en el cuerpo.

Sólo unos pocos devotos del pueblo asistían a la misa de la mañana incluso los domingos, y fueron ellos quienes primero empezaron a preocuparse por el padre Elio. Jamás llegaba tarde a misa y, para él, perderse una misa, sobre todo dominical, era impensable. Pero nadie, ni siquiera Maria Gamboni, tenía valor para entrar en las estancias del sacerdote a fin de comprobar qué le pasaba. Les preocupaba mucho menos invadir su intimidad que lo que pudieran encontrar. Angelica Giancarlo era la más defraudada de todos. No solo era una mañana de domingo totalmente nueva para ella, sino su primera misa en muchos años. Finalmente, fue ella la que cruzó la plaza hasta el hotel y educadamente, casi con timidez, comunicó a Marta su preocupación.

Nina fue la primera en llegar. Cuando oyó a Angelica contar a su madre que el padre Elio no había acudido a la misa, la muchacha salió disparada de la cocina y Marta tuvo problemas para alcanzarla. El padre Elio atribuyó su estado a un ligero resfriado, pero su color cetrino y los ojos hundidos asustaron a su sobrina. Marta dejó a Nina sentada junto al lecho sosteniendo la mano del cura mientras ella iba a la cocina a preparar un cuenco de harina de avena hervida con leche y miel. Cuando regresó al cuarto, el anciano le recordó lo de su ayuno, pero Marta le reprendió con tal dureza que dejó pasmado a Elio e incluso a Nina. El cura permitió que le diera un poco de papilla y casi al instante empezó a comentar lo sabrosa que estaba. Marta se aseguró de que apurara el cuenco. Cuando hubo terminado, tío Elio anunció que quería echarse una siesta, pero que su sobrina debía comunicar a los defraudados fieles que estaría allí para la misa de la tarde. Luego cerró los ojos. Nina le sostuvo la mano hasta que tuvo la seguridad de que dormía.

Cómo percibe la gente estas cosas es un misterio, pero siempre hay una diferencia entre un rumor y una certeza. Que el padre Elio estaba enfermo era una certeza. Se desconocía quién había empezado a extender la noticia de su estado y su promesa de una misa vespertina. Seguramente habían sido Maria Gamboni o las hermanas Saraceno, o quizá todas ellas. Daba igual. Lo importante era que a media mañana la noticia acerca del estado del padre Elio había corrido de puerta en puerta, saltado de ventana en ventana y doblado esquinas hasta que, al final, todo Santo Fico era un murmullo. A mediodía era prácticamente imposible telefonear a Santo Fico. Las líneas estaban colapsadas. El padre Elio, entretanto, dormía, protegido por las gruesas paredes de piedra de la conmoción que se desarrollaba fuera.

Al llegar la tarde, lo que empezara como un goteo se había convertido en un flujo continuo de coches y camiones que cruzaba las planicies sureñas y subía por la tortuosa carretera hasta la plaza de Santo Fico. Leo se dirigía al olivar cuando reparó en la nube de polvo que flotaba sobre la carretera. Al llegar al muro vio la cola de tráfico que pasaba lentamente frente a su verja y decidió seguirla.

Fue en torno a esa hora cuando las primeras barcas empezaron a asomar por los horizontes norte y sur. Paciente y educadamente, esperaban su turno para entrar en el angosto muelle, y muy pronto todos los amarraderos se llenaron. Las embarcaciones que llegaron después anclaban en el pequeño puerto y sus ocupantes llegaban en esquife hasta la orilla. Al final de la tarde apenas quedaba en Santo Fico un espacio donde sentarse.

El padre Elio estaba débil, pero cuando se acercaba la hora de la misa insistió en que Nina lo ayudara a levantarse. Había prometido una misa vespertina y no tenía intención de defraudar a sus feligreses por segunda vez. Cuando se enteró de que Angelica Giancarlo se hallaba entre los asistentes de la mañana, su corazón dio saltos de alegría. Esta vez no le fallaría.

Por alguna razón extraña, la cocina hervía de actividad. Marta, Carmen y Nina se encontraban allí, y aunque el viejo sacerdote estaba acostumbrado a su presencia, le resultaba extraño tenerlas a las tres al mismo tiempo. Sobre su mesa de pino descansaba una bandeja con un enorme cuenco de sopa de verduras, pan del día y un vaso de vino tinto. El caldo olía a gloria, y el anciano dejó que le intimidaran para obligarlo a comer. Leo, por su parte, iba y venía constantemente por algún motivo incomprensible. Elio observó que la cólera de Marta hacia Leo se había evaporado y había sido sustituida por otra cosa, pero procuró no darse por enterado. Y además estaba Carmen, cuya actitud hacia su madre también parecía haber experimentado un cambio drástico. La joven permanecía pendiente de cada palabra que pronunciaba su madre, a la que no paraba de acariciar. Luego estaba Topo, que jamás se acercaba a la iglesia a menos que quisiera tomar prestada la toma de corriente para sus películas. Pero ese día, al parecer, tenía algunas preguntas que formular a Leo, de modo que ambos se pasaron la tarde entrando y saliendo de la iglesia.

El padre Elio encontraba la repentina actividad de su cocina emocionante, pero también desconcertante. Sentado a la mesa, mordisqueaba el pan y tomaba la sopa manco de una mano porque Nina se negaba a soltarla. Y allí estaban los dos, como el ojo tranquilo del huracán que giraba a su alrededor. Por fin el hombre pidió que lo dejaran solo. Había comido suficiente y debía prepararse para la misa.

Fue entonces cuando hizo una solicitud inesperada. Le pidió a Leo que se quedara, con la excusa de que todavía se sentía destemplado.

—Además —añadió—, eres el mejor monaguillo que he tenido nunca.

Nina preguntó si también podía quedarse y el cura respondió que sí, de modo que los tres se dirigieron a la sacristía, donde aquel descubrió sus vestiduras preparadas. Alguien las había lavado y planchado. Leo las sostuvo como había hecho de niño. Ninguno de los dos habló, y ambos apreciaron la fluidez con que se desarrolló el ritual. Luego Nina ayudó a su tío a cruzar los pocos metros de pasillo al tiempo que un curioso resplandor procedente de la iglesia tiraba de él.

Cuando se detuvo en el umbral, las rodillas estuvieron a punto de fallarle. El resplandor que había visto procedía de cientos de velas. Las había en los candelabros de las paredes y en pilares. En la gran araña suspendida sobre el altar ardían velas que llevaban décadas apagadas. Las velas del gran candelabro de bronce que rodeaba el altar fulguraban con una intensidad que le hería los ojos.

Y había caras por todos lados, cientos y cientos de caras. Había gente en todos los rincones, más gente de la que vivía en Santo Fico. Los bancos estaban repletos. Había gente de pie en los laterales. Había gente de pie en el fondo. Había gente de pie en el coro. Allí donde miraba, veía rostros sonrientes. El padre Elio conocía todos esos rostros, aunque a la mayoría no los veía desde hacía muchos años. Eran cientos de caras que en otros tiempos habían vivido en Santo Fico y luego se habían esparcido por la región. Había caras viejas y arrugadas en las que reconoció a compañeros de juventud. Había caras maduras de aquellos a quienes había casado. Había caras jóvenes de aquellos a quienes había bautizado. Allí donde miraba veía caras de familiares y vecinos, las caras de su vida. Estaba Maria Gamboni, sentada junto a su recuperado Enrico, el jovial fontanero. Estaba Topo, sentado al lado de Angelica Giancarlo, aunque el pelo de ella parecía diferente. Se veía suave, y sentada a su lado estaba su madre. Hacía muchos años que el padre Elio no veía a la señora Giancarlo en la iglesia. En una esquina del fondo estaba Nonno con el perro gris a los pies. «A san Francisco le habría gustado tener al perro en su iglesia», pensó Elio. Y allí estaba Angelo de Parma con su esposa y sus nietos. Sonriendo en la primera fila estaba Carmen y, a su lado, sosteniéndole una mano, un apuesto joven. Sentada en primera fila también estaba Marta. El cura se emocionó al ver su amplia sonrisa. Todo el mundo estaba radiante y el silencio era tan profundo que se podía oír el crepitar de las velas.

Leo ayudó al padre Elio a subir al altar y luego acompañó a Nina a la primera fila. Desde donde estaba, el cura podía ver el crucero del norte. Las dos lámparas iluminaban una enorme lámina de madera contrachapada, apoyada en la pared y cubierta por los fragmentos del fresco como un rompecabezas gigante. Desde el altar, Elio tuvo la sensación de que el rostro bondadoso de san Francisco le miraba directamente a los ojos y sonreía.

Había sido Topo quien se había acercado a Leo esa mañana para confesarle que ya no deseaba su parte del fresco. Le había dicho que seguiría ayudándolo con los Milagros porque así se lo había prometido, pero que podía quedarse con todo el dinero del fresco. Topo tenía intención de seguir en Santo Fico por un tiempo. Por lo visto Angelica Giancarlo lo había invitado a cenar a su casa el viernes siguiente. Quería que Guido conociera a su madre. E incluso habían hablado de ir algún día a Follonica a ver una película. Se gustaban.

—Como comprenderás —concluyó Topo—, ahora mismo no puedo hacer planes para irme de Santo Fico, y tampoco en un futuro inmediato.

La forma en que Leo asintió lentamente con la cabeza, sopesando la valiente declaración, inquietó a su pequeño amigo.

—Comprendo —dijo Leo con voz queda—; pero si es cierto que quieres ayudarme, todavía nos queda un trabajo por hacer.

Necesitaron casi toda la tarde para volver a reunir las piezas en el reducido crucero al que el fresco siempre había pertenecido. Ahora brillaba como una joya nueva y pocos sabían lo de sus cortas vacaciones. Leo permanecía de pie en el altar, detrás del padre Elio, callado y atento, como el mejor monaguillo de Santo Fico, mientras el cura celebraba la mejor misa de su vida.

Esa noche, quienes estaban presentes se sintieron como una palabra en un gran poema que no tenía fin o una nota musical en una extraordinaria coral que cantaba sin cesar. Todos formaban parte de un rito, de un rito sagrado e intemporal, y sin embargo el padre Elio parecía dedicar cada palabra a cada persona por separado. Habló del perdón. Habló con palabras sencillas de la necesidad de todos de aceptar lo que les llegaba sin recriminaciones ni rencor. Leo tuvo que sonreír cuando el anciano dijo con voz suave:

—Deberíamos afrontar nuestras luchas con el valor de la mariposa.

El padre Elio sabía que en esa misa concreta, en esa noche concreta, después de muchos años, había un espíritu vivo en su iglesia, y eso lo llenó de júbilo.

Solo hubo dos momentos difíciles para él. La eucaristía le resultó agotadora. Nunca había realizado la ceremonia para tanta gente. Leo se encontraba a su lado, sosteniéndole y suministrándole obleas. Nina intentó esperar con su madre, pero intuía que la ceremonia se estaba alargando demasiado e insistió en que su tío abuelo no estaba lo bastante fuerte para soportarla. Finalmente protestó tanto que Marta tuvo que llevarla hasta la vera del cura. Nina le sostuvo por el brazo y no se apartó de él durante el resto del servicio. Al final, Leo susurró al padre Elio que se les habían acabado las hostias y el anciano, apesadumbrado, informó a quienes aún no habían comulgado que no podrían hacerlo. Nadie, sin embargo, pareció molestarse.

El otro momento difícil para Elio fue la plegaria del Mea culpa, mea culpa, mea maxima culpa. Todo el mundo escuchó su voz ronca quebrarse al implorar a Dios que lo perdonara, pero nadie entendía por qué el ruego parecía llegarle del fondo del alma.

Finalmente, la misa tocó a su fin.

Los feligreses se enjugaron los ojos y permanecieron sentados y en silencio. Nadie se movió. El servicio había terminado pero todos sentían que tenían algo más que decir, si bien nadie sabía cómo expresar lo que había en sus corazones. Fue Angelica Giancarlo, con su pasado de actriz, quien supo instintivamente cómo manejar un momento de tanto dramatismo. Se levanté y aplaudió. Al principio todos se mostraron sorprendidos, pero enseguida comprendieron la pertinencia del gesto y también se levantaron. Muchos incluso vitorearon.

Al pie del altar, el padre Elio agitó una mano y sus labios se movieron en silencio. Quería decir algo, pero en lugar de hablar se hundió de rodillas y luego cayó al suelo. Se quedó tendido sobre la piedra con Nina todavía a su lado, apretándole la mano.

Fue el propio cura quien suplicó que no lo movieran. Por alguna razón era importante para él permanecer donde había caído, al pie del altar. Topo llevó almohadas y mantas del dormitorio. Los feligreses desfilaron por delante del padre Elio en silencio. Algunos quisieron tocarle la mano o susurrarle unas palabras, pero la mayoría se contentó con un sencillo ademán de despedida con la mano. En cuanto quedaron solos, Marta, las chicas, Leo y Topo se sentaron y pasaron con él toda la noche. Hablaron y rieron de muchas cosas mientras las velas se consumían. Elio fue quien más rememoró. Habló de personas y acontecimientos, unos nuevos para ellos y otros no. Y así llenaron la noche.

Casi amanecía cuando el padre Elio pidió que le dejaran a solas con Leo. Hubo algunas protestas, pero el sacerdote insistió y finalmente hasta Nina le soltó la mano y dejó que se la llevaran de allí.

Leo se sentó junto al cura, preguntándose si finalmente iba a castigarle por lo del fresco. La intención del padre Elio, no obstante, era otra.

—Verás, Leo, hay algunas cosas que deberías comprender sobre tu padre. Te perdonó por tu huida. Me pidió que te lo dijera cuando juzgara que estabas preparado para oírlo. No sé si lo estás o no, pero se me acaba el tiempo.

—Usted no sabe lo que hice. Antes de huir, le dije a mi padre cosas terribles solo para herirlo. Lo abandoné.

—Lo sé. Y te perdonó.

—Le robé la alianza de mi madre. La vendí y utilicé el dinero para ir a Milán.

—Lo sé, él me lo contó. Recuerdo que tu tía Sofia, cuando descubrió que te habías llevado el anillo, dijo a tu padre: «Deberías llamar a la policía. Te ha robado. Tu hijo es un ladrón». Yo estaba presente. Recuerdo que tu padre la miró y dijo: «¿Cómo puede alguien robar lo que ya le pertenece? Ese anillo siempre fue suyo. ¡Mi hijo es joven e insensato! ¡Mi hijo no es un ladrón!». Te perdonó hace muchos años.

—¿También le contó que le pegué, que lo tiré al suelo? Dios mío, lo golpeé en la cara…

—No, eso no me lo contó. Pero ahora comprendo por qué dijo que le preocupaba que no fueras capaz de perdonarte a ti mismo. Él te lo perdonó todo. Olvídalo.

—Soy un ladrón, padre. Robé el fresco.

—Lo sé. Y lo devolviste. Nunca entendí por qué te lo llevaste.

—Por dinero. Quería venderlo por mucho dinero para poder huir de nuevo. Hace muchos años descubrí que nuestro fresco podía valer una fortuna. Es obra de un pintor famoso.

—Ah, sí, Giotto di Bondone.

—¿Lo sabía? ¿Lo ha sabido todos estos años y nunca lo dijo?

—Leo, ¿estás atontado o qué?

Leo suspiró. Quizá había llegado el momento de empezar a tener en cuenta la valoración que hacía la gente de su intelecto.

—Por lo visto sí. ¿Por qué?

—No puedo creer que dijeras la historia del Milagro y el Misterio tantas veces y nunca cayeras en la cuenta. Leo, Giotto di Bondone murió doscientos años antes de que se construyera esta iglesia y se pintara el fresco.

—Entonces… ¿quién lo pintó?

—A saber. —El padre Elio alzó una mano y martilleó la frente de Leo como si estuviera llamando a una puerta—. ¿Por qué crees que lo llamamos el Misterio? —Teniendo en cuenta la debilidad del cura, Leo se sorprendió de la fuerza de sus nudillos, pero captó el mensaje. Elio sonrió—. A veces tenemos que aceptar que algunas cosas son un misterio. Y ahora, Leo, tengo que pedirte un gran favor.

—Lo que quiera.

—Me muero.

Lo dijo con tanta frialdad que Leo tardó en reaccionar. Para cuando se puso a protestar, el padre Elio ya le estaba silenciando con un gesto de la mano.

—No discutas con un moribundo. Me estoy muriendo y no hay ningún sacerdote por aquí… así que quiero que me oigas en confesión.

—Ooohhh no, padre, se lo ruego. Podemos conseguir un sacerdote. Podemos llamar a Follonica o Punta Ala. Estaría aquí en menos que canta un gallo.

—No quiero confesarme con un sacerdote. De hecho, no puedo confesarme con un sacerdote —declaró secamente el padre Elio. Luego añadió con una sonrisa—. Eres el mejor monaguillo que he tenido. Quiero que oigas mi confesión. Por favor.

—¿Qué hago?

—Nada, solo escuchar.

Al anciano se le llenaron los ojos de lágrimas antes de que empezara a hablar. Su voz sonó como un sollozo desgarrador.

—No soy sacerdote.

Leo se dio cuenta de que no debía responder. Debía guardar silencio y escuchar. Elio recuperó el aliento y se mordió las lágrimas.

—No soy sacerdote. Nunca lo he sido. Cuando ingresé en la Universidad de Bolonia, no me fueron bien los estudios. Lo intenté, lo intenté de veras, pero había muchas cosas que no entendía. Matemáticas, ciencias e historia… sobre todo las matemáticas. Al finalizar el primer año, me comunicaron que no podía volver. Sin la universidad, no había modo de que me convirtiera en sacerdote. Me dijeron que lo intentara de nuevo al cabo de tres años. El bondadoso cardenal de la universidad me apreciaba y me consiguió un trabajo. —Elio sonrió con tristeza—. En una funeraria. Me convertí en ayudante del jefe. Durante los siguientes dos años, mi trabajo consistió en vestir y preparar los cadáveres para el ataúd. Pensé que era un trabajo apropiado para mí… vestir a los muertos. Lo único que había deseado en mi vida era hacerme cura, regresar a Santo Fico y vivir en esta iglesia. Me sentía como muerto.

»Un día, un viejo sacerdote falleció y me trajeron su cuerpo. Yo no debía trabajar ese día, pero estaba sustituyendo a un compañero. Se suponía que alguien debía traer un traje con el que enterrar al cura, pero en lugar de eso trajeron dos maletas. Nunca vi a la persona que las dejó. Sencillamente aparecieron allí. Semejaban baúles y contenían todas las pertenencias del viejo sacerdote. Todos sus trajes, sus hábitos, sus vestiduras… todo.

»Dejé las maletas a un lado porque algún día alguien vendría a recogerlas. Al cabo de unos días, las acerqué un poco más a la puerta. Luego las trasladé a otro cuarto. Más tarde me las llevé a casa. El viejo cura y yo teníamos la misma talla… exactamente la misma talla.

»Al terminar el año hice algo horrible. Agarré esas maletas y volví a casa, a Santo Fico. Fue entonces cuando comenzó mi mentira. Dije a todo el mundo que había sido ordenado. Me puse las ropas del viejo cura y el pueblo me aceptó. Pensé que si era un buen sacerdote, mis mentiras no importarían. Ahora me muero y sé que sí importan.

Elio había terminado. Se había confesado.

Leo se aclaró la garganta.

—¿Qué hago ahora?

El cura esbozó una sonrisa cansina.

—Dime que me absuelves de mis pecados.

—Le absuelvo, por supuesto. Le absuelvo de sus pecados.

Elio le dio unas palmadas en la mano.

—Ojalá fuera tan fácil.

Alguien llamó a la puerta y Topo asomó la cabeza. Tenía los ojos como platos y estaba temblando.

—Perdone, padre —susurró—, pero hay algo aquí fuera que debe ver. Es el Milagro, padre, el árbol… Tiene que verlo… ¡Es increíble!

Leo quería decir a su amigo que se marchara y cerrara la puerta, pero Elio lo apaciguó.

—No importa, Leo. Lo cierto es que me gustaría salir y sentarme junto al Milagro.

Leo colocó los brazos debajo del padre Elio y lo levantó como si fuera un bebé. Era sumamente ligero. Apenas quedaba nada de él. Entonces salieron al jardín.

Al lado de Topo estaban Marta, Carmen y Nina. Topo señaló maravillado la Higuera Seca. Perfilado contra un cielo que mostraba el primer rayo de luz por el oeste, el suave tronco del árbol aparecía reluciente. Encima de las dos ramas agrietadas seis hojas se mecían suavemente con la brisa de la mañana, y debajo de ellas pendía un higo maduro.

Leo llevó a padre Elio hasta el cerco de piedra.

—Es un milagro —susurró Topo.

Elio estaba igualmente perplejo y se mostró de acuerdo con Topo.

—Qué razón llevas —dijo, acariciando una hoja con el dorso de la mano—. Es un milagro que, después de todos estos años, de este árbol broten… hojas de roble.

Leo miró detenidamente el Milagro. Al parecer, Topo no había logrado dar con hojas de higuera en tan poco tiempo.

El padre Elio tomó con delicadeza el higo que pendía sobre su cabeza y tiró de él. Quienes estaban cerca oyeron romperse el frágil hilo que lo sujetaba. El cura sostuvo el higo delante de su cara y examinó el hilo que colgaba del rabo.

—Y también da fruta, aunque después de tantos años parece un poco fibrosa.

Elio dirigió una sonrisa a Topo, que solo alcanzó a encogerse de hombros, y Leo no supo qué hacer, si estrangular a su amigo o abrazarlo por su tierno gesto.

Nina se sentó junto a su tío, le tomó la mano y descansó la cabeza en su pecho, como había hecho tantas veces. Luego dijo con dulzura:

—Topo solo quería que tuvieras un milagro.

Entonces se acercó a su oído y le susurró algo, pero Elio no la oyó bien.

—¿Qué has dicho? —preguntó.

—Lamento que no tuvieras tu milagro —repitió dulcemente.

Las tiernas palabras de Nina flotaron por un instante en el aire antes de penetrar en el corazón de Elio como una brisa cálida. Su sencillez e inocencia giraron en su cabeza. «Lamento que no tuvieras tu milagro». La voz melódica de Nina, su tono inocente, su amor sincero le inundó como una ola marina. «Lamento que no tuvieras tu milagro». La pureza de ese amor era la clave que había estado esperando toda su vida. Elio sintió como si su corazón hubiera estado lleno de cerrojos y grilletes y las palabras de Nina fueran una llave de oro que en ese momento abría una vieja cerradura. Su vida se desplegó ante él como un tapiz y por primera vez fue capaz de alejarse de los hilos individuales y ver representado en él el milagro que había sido su vida. Por primera vez se dio cuenta de que todo en su vida había sido un milagro, cada día, cada acontecimiento, cada coincidencia, cada desengaño, cada alegría. Si hubiese aprobado las matemáticas en la universidad, se habría convertido en sacerdote. Si se hubiera convertido en sacerdote, jamás le habrían asignado la pequeña y olvidada iglesia de Santo Fico. Era un milagro. Si no hubiera aceptado cubrir la jornada de su compañero, que se había marchado de la ciudad inesperadamente, no habría estado en la funeraria cuando habían llevado al viejo cura y sus maletas. Era un milagro. El corazón renovado de Angelica Giancarlo era un milagro. El regreso de Enrico Gamboni y las plegarias atendidas de Maria eran un milagro. Nonno había sido liberado de la culpa que pesaba en su corazón por quitarle el agua a la fuente. Era un milagro. El terremoto era un milagro. La sonrisa de Marta y el amor de Carmen por su madre eran un milagro. El nuevo corazón de Leo era un milagro. Todo a su alrededor era perdón y amor, y comprendió que ambas cosas eran siempre un milagro. Todo era un milagro.

Su vida se había extendido como un tapiz, y la riqueza de los colores y la complejidad de la trama llenaron su corazón de alegría. Durante toda su vida no había deseado otra cosa que ser un instrumento de la voluntad de Dios, y finalmente comprendía que lo había sido.

Tomó la cara de Nina entre sus manos y besó las lágrimas que brotaban de sus ojos. Luego suspiró y dijo:

—Todo ha sido un milagro.

Entonces recostó su blanca cabeza en el tronco de la higuera y se dijo que quizá el sueño no era el enemigo. «Quizá —pensó— después de todos estos años no ha sido más que un amigo paciente», y cerró los ojos.

Quienes lo rodeaban vieron, a la pálida luz del alba, que soltaba un profundo suspiro. Elio estaba apoyado en la higuera seca como si durmiera y todos observaron al tranquilo anciano bajo el árbol, todos salvo Nina. Ella estaba sentada a su lado, todavía aferrada a su cálida mano, con el rostro girado hacia el perfil rosáceo de las montañas del este, donde, en ese momento, un rayo de oro cruzó el cielo.

—Mamá —dijo con voz suave, parpadeando—, ¿es eso el sol?