21

Era un día extraño. La imparable humedad aumentaba la sensación de desasosiego y los habitantes del pueblo miraban una y otra vez el cielo sin saber muy bien qué esperaban encontrar. La gente pasó el día atormentada por la sensación de que debía entrar algo, cerrar algo o atrancar algo. Por la tarde se levantó viento y los lugareños empezaban a asentir con la cabeza como insinuando: «Ya lo decía yo».

La única persona aparentemente ajena a la tormenta que se avecinaba era Carmen Fortino. Esa tarde, antes de marcharse de la finca de los Pizzola, comentó con orgullo que entre el trabajo de Leo en el exterior y su trabajo en el interior, la casa empezaba a adquirir un aspecto presentable, y Leo no tuvo más remedio que mostrarse de acuerdo. En dos días la casa y sus alrededores habían experimentado una gran transformación, pero lo que Leo encontró más cambiado fue la buena disposición de Carmen. Casi desprendía jovialidad.

Cuando la joven regresó al hotel, Marta notó la diferencia enseguida. Se hallaba frente al fregadero lavando tomates cuando Carmen entró en la cocina, la saludó con un alegre «hola», robó un tomate y se sentó a la mesa a comerlo. Marta advirtió incómoda que su hija la estudiaba con el rabillo del ojo. Al volverse, Carmen se limitó a sonreír sin dejar de mirarla. Por fin, Marta le preguntó con una risita nerviosa:

—¿Qué estás mirando? ¿Por qué me miras así?

—Estaba mirando tu vestido. Me gustan las siemprevivas y el color te favorece, pero creo que el corte no resalta tu figura.

—¿Mi figura? ¿Qué figura? Dos bebés se ocuparon de mi figura hace mucho tiempo.

La risa de Carmen era tan jovial que Marta no pudo evitar sonreír.

—Todavía la conservas. —Se acercó de un salto y tiró del viejo vestido hacia atrás. La tela se ciñó al cuerpo de Marta—. ¿Lo ves? ¡Ahí la tienes! ¡Mira qué figura!

Marta se sintió avergonzada; sin embargo, era cierto: todavía conservaba la figura. Rio y trató de liberarse, pero tenía las manos llenas de tomates mojados.

—¿Qué estás haciendo? ¡Suéltame! Dios mío, ¿qué te ha dado? ¿Os habéis pasado el día bebiendo tú y Leo Pizzola?

Carmen soltó el vestido y desvió la atención al cabello de su madre.

—¿Por qué no te sueltas alguna vez el pelo? —preguntó apartándole con suavidad un mechón de la frente—. Estoy segura de que te verías muy guapa.

Entonces Carmen hizo algo maravilloso. Rodeó a su madre con los brazos y la besó en la mejilla. Luego se alejó por las escaleras canturreando y dando brincos.

Marta trató de recuperar el aliento. No podía tragar. Llevaba muchos años sin permitir que alguien la abrazara de ese modo. Y muchos más sin permitir que la besaran siquiera en la mejilla. Se apartó del fregadero y se secó los ojos con una toalla. Entonces su mente trató de rechazar lo que sentía su corazón.

—Tonterías… Mi figura… ¿Qué figura? —refunfuñó—. Este color me favorece… Llevar el pelo suelto… Para que se caiga en la comida —masculló—, y se me meta en los ojos… y me deje la nuca sudada y pegajosa… Ridículo.

La ventana situada sobre el fregadero estaba abierta. Marta contempló su reflejo en el cristal. Probablemente tuviera la edad de Carmen la última vez que había llevado el pelo suelto.

Leo esperaba en la carretera que discurría al norte de la costa, junto a la abertura del muro, maldiciéndose en silencio. ¿Por qué no se había limitado a pedirle a Marta que le diera la pistola? De haberlo hecho ahora no estaría allí esperándola. No le había dicho adónde iban. Podría marcharse ahora mismo con la seguridad de que ella no lograría seguirle. No llevaba consigo su reloj, pero estaba seguro de que Marta estaba retrasándose porque empezaba a oscurecer. Después de escudriñar el horizonte por el oeste se dijo que quizá no era tan tarde como parecía. Unos nubarrones negros ocultaban el sol poniente. Así y todo, debería haberse llevado la pistola.

Al fin la silueta de una mujer asomó por la carretera portando un pequeño fardo, algo envuelto en un chal, pero Leo no estaba seguro de que fuera Marta. Había algo diferente en ella y no cayó en la cuenta de lo que era hasta que la tuvo delante. Era el pelo. Llevaba el cabello suelto. Este le caía con suaves ondulaciones sobre los hombros y alrededor del cuello mientras el viento del oeste seguía aumentando. Leo no se había percatado de que lo tenía tan largo, y había olvidado lo espeso que era y cómo brillaba.

A Marta no le gustó la forma en que le miró el cabello.

—¿Y bien? —dijo bruscamente—. ¿Adónde vamos ahora?

Leo señaló la carretera hacia el norte.

—A la Punta del Brusco. Te has soltado el pelo.

—¿Y?

—Nada.

Ella se volvió y echó a andar. Leo percibió el aroma de su jabón de baño. Era lavanda o lila, o algo parecido.

—Hueles bien.

Marta se detuvo y se volvió hacia él. Por fortuna para Leo, no lo había oído.

—¿Qué?

—Nada.

Marta decidió olvidar el asunto y siguió andando unos pasos por delante de Leo. Entonces este reparó en su vestido. No lo conocía y se preguntó de qué clase de tela estaría hecho. Parecía fina y suave, y tenía un color muy vivo. Le sorprendía lo holgado que parecía el vestido y, al mismo tiempo, como se ceñía a ciertas curvas con cada paso que Marta daba. Extraordinaria tela. Le dio alcance y caminaron juntos en silencio.

—Llevas un vestido muy bonito.

Marta meditó seriamente sobre lo que Leo había querido decir exactamente antes de dar una respuesta adecuada.

—Gracias.

Poco después, Leo añadió:

—El color te favorece.

Marta levantó el fardo.

—Llevo una pistola cargada.

Siguieron caminando en silencio.

La Punta del Brusco se hallaba a menos de medio kilómetro por la carretera. Era un cabo angosto con hermosas vistas a lo largo de tres costados y suaves senderos arenosos que descendían hasta una maravillosa playa de arena blanca. Muchos siglos atrás los romanos —o puede que los etruscos— decidieron construir algo en la Punta del Brusco. Una persona con ganas de cavar entre zarzas, enredaderas y zarcillos espinosos de bayas salvajes aún podía encontrar cimientos de piedra y otras reliquias. Sin embargo, lo único visible para el visitante fortuito era un viejo muro de piedra tan alto como un hombre que se prolongaba cien metros y luego desaparecía. Quién había construido ese muro y por qué era un misterio.

Leo y Marta dejaron la carretera y tomaron un sendero trillado que atravesaba dunas y montículos de hierba en su descenso hacia la playa. De noche era un trayecto difícil, sobre todo cuando, como en esta ocasión, el viento soplaba cada vez más fuerte levantando la arena. Por fortuna, una media luna asomó por las montañas del este. Aunque caminaban en silencio, Leo y Marta se sorprendieron de lo poco que había cambiado la Punta del Brusco. Leo pensó que podría recorrer el sendero con los ojos tapados después de todos estos años. Y aunque ninguno de los dos dijo nada, ambos tuvieron la sensación de que solo había pasado un mes desde que corrieran juntos por esas dunas para nadar en el mar.

A medida que descendían por la pendiente arenosa, el muro a su derecha parecía cada vez más lejano. No obstante, cuando alcanzaron el punto donde las dunas se allanaban, el sendero giraba bruscamente a la derecha para adentrarse en una arboleda de cedros y arbustos espesos, y el muro aparecía de nuevo. Los cedros se apretaban contra las viejas piedras. El sendero bajaba con suavidad hasta una extensa playa húmeda aplanada por el azote de la resaca. A partir de ahí el mar se desplegaba hacia un horizonte ensombrecido por las nubes. La arboleda protegía del viento, pero la tormenta avanzaba rápidamente hacia la costa y el destello de relámpagos salpicaba la oscuridad remota.

Se sentaron en la arena caliente tratando de no prestar atención a los muchos recuerdos que les traía ese lugar. Marta tensó la espalda al oír la queda risa de Leo en la oscuridad. Tuvo la certeza de que se reía de ella. Sabía que debería haberse recogido el pelo. Ahí estaba, una mujer hecha y derecha peinada como una adolescente. Se sintió ridícula.

—¿De qué te ríes? —quiso saber.

—Estaba acordándome de cuando Topo robaba cigarrillos a su padre y veníamos aquí para aprender a fumar.

La media luna se elevó como una linterna creciente por encima de las copas de los cedros y proyectó suficiente luz para que Leo y Marta se sintieran súbitamente expuestos. Regresaron a los arbustos del muro, desde donde podían vigilar el sendero y la playa sin ser vistos. Su nuevo refugio era exiguo y los obligaba a estar de pie de espaldas a la pared y al otro, pero Leo le aseguró a Marta que la espera no sería larga. Había vuelto a ser consciente del perfume de su jabón de baño y ella intentó no pensar en su brazo desnudo apretado contra su espalda. Podía sentir su respiración. Esperaron. Tras unos instantes incómodos, Marta preguntó:

—¿Cuánto falta para que ocurra algo?

Leo se había acostumbrado a su tono mordaz y no hizo caso.

—No sé qué hora es. Puede que diez minutos.

Pese a la oscuridad, Marta adivinaba el contorno del rostro de Leo. Estaba vigilando el sendero, pero ella no lograba ver nada. El viento empezó a zarandear los árboles pero Leo no apartó la vista del camino, y Marta notó su melena sobre los hombros. Se alegraba de no haber sido el motivo de risa de Leo, y también recordaba que iban a ese lugar a fumar y a nadar. Y sobre todo recordaba la última vez, cuando Leo se había negado a meterse en el agua con ella. Marta no supo que iba a hablar hasta que las palabras empezaron a salir de su boca, pero estaban apretados el uno contra el otro en la oscuridad, y sabía que debía hacerlo. Su corazón, más que su mente, le decía que si no se lo preguntaba en ese preciso instante, ya nunca se lo preguntaría ni lo sabría. A veces el momento aparece y es preferible no pensar demasiado. A veces tenemos que dejar de lado el miedo y el orgullo y permitir que las cosas ocurran, porque la oportunidad, como el futuro, puede desvanecerse en un instante, y para siempre. Marta no pensó en todo eso, por supuesto, pero sabía que el momento estaba ahí y presentía que no volvería a tener el valor necesario, de modo que habló.

—¿Puedo preguntarte algo? —dijo en un susurro.

—Adelante.

Leo esperaba que volviera a interrogarlo sobre Carmen o sobre su plan para esa noche.

—La víspera de mi boda, cuando apareciste en mi ventana y me dijiste que me amabas… y me rogaste que no me casara con Franco, que huyera contigo, ¿ya sabías lo de la furcia que tenía Franco en Grosseto?

Leo deseó no haber oído bien, pero sabía que había oído bien. Marta había hablado con voz muy queda, pero directamente en su oído. No había ira en su tono y se sorprendió de lo impersonal que había sonado la voz. ¿Por qué lo preguntaba? ¿Qué quería? ¿Por qué Carmen no se adelantaba? No sabía qué responder. Puesto que Sofia di Salvio había fallecido en el asiento trasero de la moto de Franco, cuando iban a toda velocidad por la campiña en mitad de la noche, y Marta la llamó «la furcia de Franco», supuso que el secreto de este había salido a la luz.

—¿Sabías lo de su furcia?

—Sí.

—Esa noche Franco tuvo una pelea en Grosseto. ¿Fue contigo?

—Sí.

—¿Por qué?

—A veces nos peleábamos.

—¿Fue por eso por lo que me dijiste todas esas cosas? ¿Porque sentías lástima de mí?

Había algo extraño en su voz. Estaba haciéndole preguntas horribles, pero no parecía enfadada ni herida, ni sonaba acusadora. Su voz era dulce y cercana. Leo quiso verle la cara, pero no pudo volverse. La tenía detrás, demasiado cerca para poder mirarla a los ojos.

—Dime, ¿lo dijiste porque sentías lástima de mí?

Por supuesto que sentía lástima. Había sentido lástima de ella desde que él tenía catorce años y Franco había visto la forma en que la miraba. Desde el momento en que Leo le dijo a Franco lo que sentía por Marta, lo lamentó. Franco era su mejor amigo, y los amigos se cuentan las cosas. Pero Leo en realidad no conocía a Franco, quizá nadie lo conocía. Leo no tenía modo de saber que al revelarle a Franco sus sentimientos hacia Marta iba a remover algo en este, algo que no era amor, sino codicia. Franco era egoísta. Si Leo quería a Marta, entonces él también. Y ese día se inició una competición que Leo nunca comprendió pero que puso fin a una amistad que había significado mucho para él y le había costado el primer y mejor amor que conocería en toda su vida.

Para Franco se trataba de una competición más, pero en lugar de correr, nadar o luchar, el premio era una persona. Leo sabía que no tenía posibilidad alguna contra el apuesto, divertido y encantador Franco. Pero aquella noche en Grosseto, la noche anterior a la boda, entrevió el monstruo en que su amigo iba a convertirse, y también vio el futuro de Marta.

Él y Topo habían suplicado a Franco que no fuera a Grosseto. Pero era su fiesta, así que se sentaron alrededor de esa mesa de Il Cavallo Morto para ver a Franco beber y burlarse de la inconsolable Sofia de Salvio. Todo el mundo sabía que, entre Sofia y Marta, Franco prefería a aquella, porque bebía con él, fumaba y se reía de sus chistes verdes. Pero esa noche, la víspera de la boda, no hizo esas cosas. Esa noche Sofia la pasó sentada en el regazo de Franco llorando y rogándole que no la dejara. Franco pensó que Leo dormía, pues tenía la cabeza apoyada sobre la mesa, cuando susurró a Sofia que nunca la dejaría, pero que al día siguiente iba a casarse «con el mejor hotel, restaurante y bar de la costa toscana». Los dos estallaron en risas. Fue entonces cuando Leo saltó por encima de la mesa e intentó matar a Franco.

Era como si, por primera vez en su vida, Leo hubiera visto todo el engreimiento y la maldad que siempre habían anidado en Franco, aunque ocultos o quizá ignorados. Y en ese instante, cuando finalmente reconoció a Franco, también vio todo el sufrimiento que esperaba a Marta en el futuro. Santo Dios, cualquier persona hubiese sentido lástima de ella. Pero esa noche, cuando entró en el dormitorio de Marta y finalmente se sinceró, no lo hizo por su ira contra Franco, su lástima hacia Marta o la borrachera. De hecho, estaba sobrio. Sencillamente tenía que confesar lo que sentía o de lo contrario explotaría. ¿Sentía lástima de ella? ¿Qué podía decir?

—Marta, eso ocurrió hace muchos años. ¿Qué quieres?

—Quiero que alguien, por una vez, sea sincero conmigo. He pasado tanto tiempo rodeada de gente que me mentía, que intentaba protegerme y se guardaba secretos. Mi vida no ha… No fue buena. Creo que quizá ha llegado el momento de pasar página. Solo quiero que alguien sea sincero conmigo. ¿Dijiste esas cosas porque te di lástima?

—No.

Marta guardó un largo silencio. Leo deseó entonces haber mentido. Deseó haber dicho: «Sí, dije esas cosas porque Franco no te amaba. Al principio solo quería ganarme. Al final solo quería el hotel. ¡Sí, me dabas lástima!». Leo deseó haber dicho eso, pero no lo había dicho. Había dicho «No», y eso significaba que todo lo que le había jurado en la oscuridad era verdad. Marta sabía por fin, y con toda certeza, que Leo la había amado.

—¿Por qué esperaste hasta que fue demasiado tarde para decirme esas cosas?

—Porque amabas a Franco.

Permanecieron callados largo rato. Estaban tan juntos que podían sentir la respiración del otro. El viento procedente del mar era caliente y violento. Azotaba los cedros y hacía volar las hojas. El olor a lluvia pesaba en el aire. Cuando Marta volvió a hablar, Leo sintió que su voz sonaba distante, como si se hubiera ido lejos.

—Recuerdo que veníamos a nadar aquí. ¿Y tú?

—También.

—Recuerdo que un día habíamos planeado venir a nadar pero algo ocurrió. Yo ignoraba qué era, pero presentí que se trataba de algo entre tú y Franco. Algo malo. Dijiste que no podías venir, que tenías trabajo en el olivar… y estabas muy enfadado. ¿Lo recuerdas?

Leo lo recordaba. Recordaba las horribles historias que Franco le había contado ese día sobre lo que él y Marta habían hecho. Recordaba sus lágrimas mientras Franco describía a Marta en sus brazos, besándola, acariciándola. Recordaba los empujones, después los puñetazos y luego los insultos. Años más tarde comprendió que Franco le había mentido, pero el daño estaba hecho. Para Leo, Marta pertenecía a Franco. Franco había ganado y él había perdido.

—Lo recuerdo.

—Todo fue diferente a partir de ese día.

—Lo sé.

—Ojalá hubiéramos ido a nadar.

—Estabas con Franco.

—Estabas atontado.

Marta advirtió que Leo contenía la respiración y se apretaba contra la pared. Miró en su dirección y vio una figura que corría por las dunas hacia la playa. Tenía que ser Carmen.

—Deben de ser las diez —susurró él.

Después de tan prolongada espera entre los matorrales, Marta se sorprendió de la rapidez con que todo ocurrió. Mientras su hija corría por el sendero, reparó en el desagradable y familiar traqueteo del motor de una escúter. Entonces vio que la luz de la Vespa de Solly Puce se apagaba en lo alto del sendero. Marta propinó a Leo un puñetazo en la espalda.

—¿Solly Puce? ¿Qué está haciendo Solly Puce aquí?

Leo la sujetó fuertemente por los hombros.

—La única razón por la que estás aquí es porque prometiste permanecer callada. ¡De modo que cierra la boca!

Carmen contempló la playa mientras el viento sacudía una lluvia ligera a su alrededor. Los nubarrones se acercaban ahora con tal presteza que la luz de la luna tenía dificultades para esquivarlos. Era como si la tormenta, tras aguardar pacientemente más allá del horizonte, ansiara estallar en la costa.

Carmen retrocedió para refugiarse en la arboleda de cedros en el momento en que Solly Puce se acercaba por el camino dando brincos. Ella lo vio enseguida, y aunque desde su escondite Leo y Marta no podían oír lo que se decían, estaba claro que a Carmen no le había hecho ninguna gracia encontrárselo. También estaba claro que Solly se había tomado el consejo de Topo al pie de la letra y había acudido para demostrarle a Carmen que era un hombre que tenía todo lo que había que tener. La conversación no duró mucho. Carmen le ordenó a Solly que se marchara y este dijo algo que le valió un bofetón. La lluvia arreció y el viento empezó a aullar entre los árboles haciendo de sus voces gritos lejanos. Solly agarró a Carmen. Desde los matorrales Marta creyó ver que le desgarraba la blusa. Carmen fue a golpearle de nuevo, pero esta vez Solly detuvo el golpe y la oyeron gritar cuando él la abofeteó.

Marta quiso echar a correr y sumarse al combate —ella y la hija le enseñarían a Solly Puce lo que era bueno— pero en ese momento el brazo de Leo salió disparado y cayó como una barrera frente a su cuerpo. Marta quería gritarle que hiciera algo, pero él ni siquiera la miraba. Tenía los ojos fijos en el lado norte de la playa.

—Dame la pistola —fue cuanto dijo.

A Marta le temblaban las manos mientras abría el chal y colocaba la vieja pistola en la mano de Leo. Le aterraba la idea de que disparara a Solly Puce, y le aterraba la idea de que no lo hiciera. Rezó para que las viejas balas funcionaran. En ese momento, Carmen intentó volver a la playa pero Solly la agarró por detrás. Ella le dio una patada y los dos cayeron sobre la arena.

Marta oyó a Leo susurrar algo urgentemente para sí, si bien seguía mirando fijamente hacia el norte. Marta había tenido suficiente. Apartó a Leo de su camino y salió disparada hacia la playa. Esta vez Leo tiró de ella y le tapó la boca con la mano. Estaba preparado para que pasara cualquier cosa. Si Paolo Lombolo no aparecía, tendría que propinarle una paliza a Solly Puce hasta dejarlo sin sentido o pegarle un tiro y enterrarlo en las dunas. A esas alturas, le traía sin cuidado que fuera una cosa o la otra. Pero Marta tenía razón, aquello no podía continuar.

El viento y el rugido de las olas engullían los gritos de Carmen mientras Solly la retenía contra la arena. Leo acababa de decidir que no podía esperar más cuando, de pronto y sin un motivo aparente, Solly detuvo su asedio. Se levantó y empezó a recular. Tendida en la arena, Carmen gritó algo.

Marta abrió los ojos como platos cuando un gran caballo blanco llegó cabalgando hasta el borde de la playa y se encabritó. Leo encontró maravilloso que un rayo eligiera ese momento para iluminar la escena. El trueno agrietó el cielo y una lluvia torrencial empezó a caer mientras el oscuro jinete hacía retroceder a Solly hasta los cedros. Luego deslizó una pierna por encima del cuello de la yegua y, sin apartar los ojos del aterrado cartero, se apeó. Leo admiró la frialdad de Paolo al tomarse tranquilamente su tiempo para atar las riendas a una rama.

En honor a Solly Puce hay que decir que se mantuvo firme e incluso lanzó al intruso algunas maldiciones indistinguibles. Se hallaba en plena ejecución de una de sus intimidadoras contorsiones cuando un puño atravesó la oscuridad y recoreografió la secuencia. En lugar de que el hombro de Solly girara, su cabeza salió disparada hacia atrás. Sin tiempo a recuperarse o reaccionar, el puño se plantó de nuevo en su cara y rebotó dolorosamente en su nariz recién fracturada. Nadie había dicho nunca que Solly Puce fuera completamente idiota y antes de que el puño horadara la oscuridad por tercera vez, ya huía por el sendero hacia su fiel Vespa.

Leo aflojó finalmente la mano y Marta pudo susurrar:

—¿Quién es ese?

—Paolo Lombolo.

—Ah… Caramba, cómo ha crecido.

Paolo regresó junto a Carmen, que se hallaba tendida en la arena llorando. La levantó y la llevó hasta la arboleda.

Era difícil distinguirlos a través de la negra lluvia, pero Leo estaba seguro de que los tenían cerca. Marta oyó el percutor de la pistola. «¡Dios mío! —pensó—, ¡va a dispararles!». Leo apartó a Marta del muro, dirigió el arma al suelo y disparó dos veces.

Solly había recorrido medio camino cuando oyó los disparos. Convencido de que provenían del jinete desconocido e iban dirigidos a su cabeza, corrió cegado por el pánico hasta su Vespa y huyó.

Cuando Carmen oyó los disparos, se agarró a la camisa de Paolo y gritó:

—¡Dios mío, tiene una pistola!

Tiró de Paolo en dirección al muro. Leo y Marta apenas tuvieron tiempo de verlos acercarse. Se apretaron entre sí al tiempo que Carmen y Paolo se sumergían en los matorrales, a menos de un metro de distancia.

Entonces el corazón de la tormenta estival estalló sobre sus cabezas y Paolo rodeó a Carmen con un brazo para protegerla de la lluvia y calmar su miedo. Pero lo cierto era que la tormenta no los asustaba; a ambos ya los había atravesado un rayo el día anterior. Y, por suerte, en ningún momento dejaron de mirarse, por lo que no vieron las dos siluetas inmóviles que tenían detrás, apretujadas frente a frente, temerosas de moverse o incluso respirar. Leo miraba por encima de la cabeza de Marta o contemplaba el cielo, cualquier cosa menos mirar su cara. Tenía la certeza de que cuando volvieran a moverse, ella le daría una bofetada o quizá otro puñetazo. No obstante, en ese momento estalló un rayo y Leo vio que sus ojos oscuros le miraban con calma. Al regresar la oscuridad, notó la cabeza de Marta en su pecho. Podía oler su pelo y sentir su respiración.

La tormenta pasó más deprisa de lo que había llegado. La luna reapareció a medida que los nubarrones seguían su carrera hacia las montañas del sudeste.

Paolo ayudó a Carmen a levantarse, desató a la yegua y montó en ella ágilmente. Después, con un movimiento suave, alzó a Carmen delante de él. Subieron por el sendero y una vez en la carretera giraron hacia el sur. Desde allí dejarían que el caballo los llevara lentamente hasta la puerta del hotel.

Leo y Marta decidieron que era preferible volver por la playa a correr el riesgo de que Paolo y Carmen los viesen. Así pues, echaron a andar por la arena, y siguiendo la estela de espuma blanca, hasta los acantilados. Una vez allí, tomaron un camino que subía hasta la llanura donde comenzaba la finca de los Pizzola.

La luna seguía resplandeciendo cuando atravesaron los campos y el rugido de las olas se redujo a un rumor. Entonces Marta vio algo en lo alto de la planicie que no había visto en muchos años. Una luz brillaba en una ventana de la casa de los Pizzola. Leo vivía en la casa. Eso estaba bien. Así debía ser.

Cuando llegaron al camino de tierra que conducía a la verja del muro, Leo le preguntó a Marta si quería que la acompañara hasta el hotel, pero ella respondió que no era necesario y se desearon buenas noches. Antes de marcharse, ella se volvió y dijo:

—Te agradezco lo que has hecho por Carmen. —Tomó la cara de Leo entre sus manos y le dio un beso. Fue algo más que un simple beso de agradecimiento.

Mientras Leo contemplaba su silueta perderse en la oscuridad, Marta gritó:

—Nunca fue Franco.

Después desapareció.

Esa noche permaneció largo rato sentado en el porche antes de entrar en la casa de su padre. Ella había dicho «Nunca fue Franco», y pensó en esas palabras y en los años en que crecieron juntos. Era como si cientos de diminutos fragmentos de su vida que siempre habían estado flotando delante de sus ojos por fin encajaran. Recordó las miradas enigmáticas que ella le había lanzado, pero que él había creído imaginarlas… Recordó años de sonrisas que iban dirigidas a él, pero que él no había comprendido… Recordó el modo en que ella le acariciaba la mano o decía su nombre o le veía jugar cuando pensaba que él no se daba cuenta… Y recordó sus celos cuando ella regresó de Milán a causa del muchacho al que no quería perder. Había sido él. Él era el muchacho. Ella había dicho que estaba atontado.

Finalmente subió y por primera vez en muchos años durmió en su habitación, en su cama. Y esa noche no soñó con frescos, Chicago, béisbol o mujeres sin nombres. Esa noche soñó que volvía a ser un muchacho y ayudaba a su padre a cosechar la uva.