Al día siguiente, cuando Carmen llegó para trabajar, Leo advirtió algunos cambios. Lo más obvio era que había sustituido los pantalones mal recortados y la vieja camiseta por una falda con vuelo y una fina blusa de verano. El pañuelo que tan eficazmente le había recogido el pelo el día anterior ya no estaba. Ahora, una cinta roja le sujetaba la melena recién lavada. Tampoco llevaba la sencilla tela de cuadros blancos y rojos. Ese día Carmen portaba una cesta de mimbre cuyo peso exigía la fuerza de ambos brazos. El estómago de Leo gruñó de expectación.
Durante la primera hora Leo se alegró de haber obtenido de Carmen una jornada completa de trabajo el día anterior, porque no parecía hacer otra cosa que fregar las ventanas del noroeste. También tuvo la impresión, por algunos comentarios mordaces sobre su madre, que ella y Marta habían discutido. No le sorprendió. Leo podía imaginar la reacción de Marta al ver a Carmen preparada para otro día de limpieza vestida como si fuera a una fiesta de cumpleaños. Por no mencionar esa cesta de mimbre que Leo confiaba en que contuviera comida. El día anterior Marta había sido inesperadamente generosa al preparar comida suficiente para los dos, y Leo se preguntó qué historia le había contado Carmen para instarla a preparar esa cesta enorme. Si Marta había creído que Leo era un cerdo… En fin, si sus planes salían como esperaba no tendría que seguir tratándolas por mucho más tiempo.
Leo quería dedicar la mañana a trabajar fuera de la casa, pero Carmen, dando muestras de una incompetencia inesperada, salía constantemente al porche con alguna pregunta absurda. Al final Leo no tuvo más remedio que buscarse trabajo dentro de la casa para mantener a la muchacha ocupada. Pero lo peor fue que Carmen, a medida que se fue sintiendo cómoda con él, empezó a hacer preguntas cada vez más personales. Deseaba saber cosas de su padre, deseaba saber cosas de su madre y deseaba saber cosas de los dos juntos, deseaba saber un montón de cosas que Leo ignoraba o no quería mencionar. Algo picaba a Carmen y de pronto, fuera lo que fuere, empezaba a picarle a él. Leo se esforzaba por dar respuesta a cada pregunta, pero dijera lo que dijese, Carmen siempre le daba la vuelta y la volvía contra su madre. Estaban trabajando en el salón cuando ella finalmente le formuló la pregunta más extraña de todas.
—Tú conocías a mi padre. Dime la verdad, ¿vale? ¿Crees que era… tonto?
—¿Qué? ¿Estás loca? No, tu padre no era tonto. Era inteligente. ¿Cómo se te ocurre preguntar eso?
—Se casó con mi madre. ¿Cómo podía ser inteligente si se casó con mi madre?
—¿Qué demonios te pasa? —espetó Leo—. ¿Por qué te comportas como si lo supieras todo? Llevas toda la mañana criticando a tu madre. Déjalo ya, ¿vale?
—De acuerdo, pero pensaba que al menos tú lo entenderías.
—¿Entender el qué?
—Tú sabes cómo es. Sé lo mal que te trata.
—Como me trate tu madre no es asunto tuyo. Tal vez tenga sus motivos. ¿Qué te ha hecho a ti salvo cuidarte, preocuparse por ti y desearte lo mejor?
—¿Cómo puede saber ella lo que es mejor para mí? Nunca ha salido de aquí ni ha hecho nada que valga la pena. Ha pasado toda su estúpida vida en este estúpido pueblo y se comporta como si lo supiera todo cuando, en realidad, no sabe nada.
Leo quedó paralizado por un instante, como si estuviera a punto de tomar una difícil decisión, y cuando al fin cruzó el salón lo hizo de forma tan inopinada que Carmen creyó que iba a pegarle. Ya estaba retrocediendo cuando Leo le puso el índice en el pecho y la empujó. Carmen cayó sobre una butaca que la esperaba detrás.
—No te muevas.
En el fondo del salón había un baúl de cedro cubierto con un chal de encaje que contenía los tesoros más importantes de la familia Pizzola. No guardaba joyas antiguas ni viejas escrituras, tampoco concesiones de tierras olvidadas ni monedas valiosas. El baúl estaba reservado para tesoros mucho más importantes, tesoros irreemplazables: el chal que su bisabuela había lucido el día de su boda, amarillentas fotos de familia que se remontaban a los tiempos de la invención de la cámara, cartas inestimables, delicada ropa de bebé. Se trataba de un batiburrillo de amados recuerdos cuyos orígenes eran borrosos, pero Leo los conocía uno por uno. Se arrodilló delante del baúl y se puso a hurgar en su pasado. Levantó una Biblia tan vieja que la piel de las tapas se estaba desintegrando y Leo advirtió que le temblaban las manos al dejarla suavemente en el suelo. Procuró no dañar las flores que su familia había guardado entre las páginas a lo largo de generaciones. Luego extrajo con cuidado tres revistas.
—Hubo un tiempo en que apuesto a que cada casa de Santo Fico tenía al menos una de estas revistas, y la mayoría incluso dos —dijo, en parte para sí, en parte para Carmen—. Creo que nosotros tenemos toda la colección.
Cerró el baúl y colocó las revistas sobre la tapa. Luego, con un suspiro, se sentó en el suelo, apoyó la espalda contra el baúl y comenzó su relato.
—Hace mucho tiempo, mucho antes de que tú nacieras, cuando tu madre tenía aproximadamente tu edad, un montón de gente de Milán vino a Santo Fico. Eran de una revista de moda y habían venido a hacer fotos. Pasaron aquí algunos días, alojados en el hotel. Había un fotógrafo, gente que se cuidaba del vestuario y otras personas de las que nunca supe qué hacían realmente. Y tres mujeres altas, delgadas y hermosas para lucir la ropa. Recorrieron todo el pueblo haciendo fotos: el puerto, el acantilado, la playa, el hotel, la iglesia.
»El primer día, el fotógrafo estaba sentado en la terraza del hotel en el momento en que tu madre regresaba de la iglesia. Probablemente había llevado el almuerzo al padre Elio. Tenía por costumbre entrar en el hotel por la cocina, pero la gente de la revista había despertado su curiosidad, de modo que cruzó la plaza para entrar por la puerta principal. Durante todo ese tiempo el fotógrafo estuvo observando a tu madre a través de su cámara pero sin hacer fotos, simplemente mirándola. Luego se levantó y la siguió hasta el interior del hotel sin dejar de mirarla por el objetivo.
»El fotógrafo quería utilizar a tu madre en algunas fotos. Tu abuelo dijo que no, pero tu abuela dijo que sí, y cuando el fotógrafo le dijo a tu abuelo cuánto dinero iban a pagarle a tu madre, él también dijo que sí. Así pues, el fotógrafo hizo fotos a tu madre para esa revista de moda, y a la hora de regresar a Milán tu madre se fue con ellos. Ven.
Carmen se sentó en el suelo, al lado de Leo, y utilizaron el baúl como mesa. Las revistas tenían los márgenes amarillentos y era evidente que habían sido hojeadas muchas veces, aunque con sumo cuidado. Carmen encontró las fotografías de las portadas pasadas de moda, pero conocía los nombres de las revistas. Dentro había fotos de su madre. Era joven y bella y se parecía a Carmen.
—¿No las habías visto? ¿Nunca habías oído hablar de estas fotos?
Carmen se limitó a negar con la cabeza y volver las páginas con actitud reverente.
—Estuvo fuera casi tres meses —prosiguió él—. Luego, de repente, volvió a casa. Dijo que no le gustaba Milán. Entonces el fotógrafo telefoneó, tu abuela le preguntó por qué había vuelto Marta a casa y él le contó que tu madre le había dicho que había alguien en Santo Fico a quien amaba y que no soportaba estar lejos de él. El fotógrafo le dijo a tu abuela que tu madre podría haber ganado mucho dinero en Milán y que probablemente se habría hecho famosa. No obstante, tu madre sabía todo eso antes de volver.
—¿Regresó porque amaba a mi padre?
Leo se encogió de hombros.
—Tengo que ir al pueblo —anunció—. Volveré más tarde. Si Paolo Lombolo pasa por aquí, dile que necesito hablar con él.
Dejó a Carmen a solas con las fotografías de la hermosa muchacha que podría haber sido famosa pero amaba demasiado a alguien, y agradeció el cuidado que puso en no derramar lágrimas sobre las páginas.
Leo se marchó al pueblo. Tenía mucho que hacer y poco tiempo para hacerlo. El aire era denso y pegajoso. Por el oeste se acumulaban las nubes. No había duda de que se avecinaba una tormenta. Hasta él podía verlo.
Pese a sus numerosos rasgos desagradables, Solly Puce tenía una virtud: la puntualidad. Algunos habitantes de Santo Fico miraban sus relojes cuando oían la Vespa por la cuesta, no para saber la hora sino para asegurarse de que funcionaban debidamente. Solly se tomaba muy en serio el trabajo de recorrer los caminos de cabras de esa zona de la costa toscana repartiendo cartas. El hecho de que tantos pueblos diminutos tuvieran muchachas increíblemente bonitas que se sentían aisladas y solas constituía una de las gratificaciones de su trabajo. Por lo tanto, a nadie le sorprendió que a las 11.40 en punto de la mañana, la Vespa dejara su estela de humo azul por toda la plaza y se detuviera delante del palazzo Urbano, como de costumbre.
Solly hurgó en las alforjas de cuero y miró alrededor. Por lo general, en un día tan caluroso la plaza debería estar vacía con excepción de ese viejo chiflado sentado en el borde de la fuente con el perro a sus pies, pero en esa ocasión, como todos los demás días desde la resurrección del ridículo grifo, debía de haber más de una docena de personas yendo y viniendo, cotilleando junto a la fuente o jugando al dominó en la terraza del hotel. El carácter de la plaza era diferente, pensó Solly, y todo por un estúpido chorro de agua. Le gustaba más antes, cuando la fuente estaba seca. Y entre toda esa gente Solly no encontró la cara que andaba buscando. Tal vez Carmen no había oído la escúter. ¡Imposible!
Encontró el paquete de cartas, revistas y prospectos para Santo Fico y se dirigía con él a la Ufficio Postale cuando reparó en un hombrecillo de aspecto siniestro apoyado en una esquina del palacio. Estaba chupando un palillo de dientes y lo miraba con descaro. Solly se sorprendió de que aquel individuo bajo de mentón débil y ojos demasiado juntos pareciera peligroso. Aunque, de hecho, Solly pensaba que la mayoría de los hombres, y un elevado porcentaje de mujeres, parecían peligrosos. Al entrar en el palacio se echó hacia atrás el imaginario cabello, giró el hombro, sacudió el cuerpo y se sintió mejor. Aunque ya era parte de él, Solly todavía creía que su contorsión anunciaba al mundo que era un tipo de armas tomar.
Cuando salió, observó que el hombrecillo del mondadientes se había colocado al lado de su Vespa.
—Bonita escúter —dijo Topo, amenazador.
Solly bufó e introdujo en la alforja el exiguo paquete saliente, pero el tipo con cara de roedor se le acercó y Solly sintió que se le secaba la boca. Topo le habló en tono confidencial, con el palillo todavía entre los dientes.
—¿Eres Solly Puce?
Solly soltó un gruñido de afirmación.
—Tengo un mensaje para ti de Carmen Fortino. Quiere que os veáis esta noche.
—¿Carmen quiere que nos veamos?
—Sí. ¿Conoces un lugar llamado Punta del Brusco, junto al viejo muro, al norte del pueblo?
Solly asintió.
—Ve allí esta noche a las diez en punto —añadió Topo—. Ni antes ni después. Las diez en punto.
—¿Por qué?
—¿Por qué? —Asombrado, el mondadientes saltó de una comisura a otra—. Me habían dicho que eras un tipo inteligente. ¿Por qué crees que una gata caliente como Carmen Fortino querría encontrarse con un semental como tú en la Punta del Brusco, junto al viejo muro, a las diez?
—Pensaba que estaba enfadada conmigo por lo de la otra noche…
—Ya, por eso quería que te diera este mensaje, porque está enfadada. Probablemente eres de los que piensan que cuando una chica dice no, quiere decir no. Oye, tú mismo. Ve a la Punta del Brusco esta noche a las diez y prepárate para comportarte como un hombre. Aunque me temo que Carmen es demasiada mujer para ti, pero eso a mí me trae sin cuidado. Yo solo soy el mensajero.
Topo se subió los pantalones como hacía Cagney y se alejó. Solly Puce se subió a la moto y la puso en marcha. Cuando salió del pueblo, las palabras de Topo daban vueltas en su cabeza:
«Punta del Brusco… Diez en punto… ¡Demasiada mujer!».
En cuanto hubo doblado la esquina del hotel, Topo lanzó un guiño a Leo, que había observado en secreto toda la escena, y levantó el pulgar.
La hora del almuerzo había pasado ya cuando Leo regresó a la finca. Caminaba con prisa porque no sabía a qué hora Paolo pensaba llevar los caballos. Si lo había hecho mientras él estaba fuera y no había pasado por la casa, o si lo había hecho pero Carmen no le había dicho que esperara, era probable que ya no estuviera. Y si Leo no conseguía hablar con él, todo se iría al garete. Pero no tenía de qué preocuparse.
Cuando se acercó a la casa divisó la yegua moteada atada a un árbol y a Carmen y Paolo sentados en el porche. Leo los observó un instante. Conversaban relajadamente y reían mucho. Eso estaba bien, pero de repente tuvo un desagradable presentimiento. Se había pasado la mañana ojeando la cesta del almuerzo con expectación. Ahora podía ver su contenido esparcido delante de Carmen y Paolo.
—¡Oh, no! —exclamó—. ¡Le ha dado mi comida!
Para cuando llegó al porche Paolo estaba de pie recibiendo a su anfitrión con suma formalidad. Todo era «signore[16]» esto y «signore» lo otro. Tanta formalidad hizo que Leo se sintiera mayor y, para colmo, ¡se habían comido su almuerzo! Contempló estremecido los restos del festín. Había constado de dos clases de pasta, gambas marinadas, una tarta, ensalada, pan, fruta, galletas y vino. Carmen señaló a Leo algo de pan, un trocito de queso y una naranja, y habló con placer infantil del apetito voraz de Paolo. El muchacho comentó que Carmen era una fantástica cocinera.
—Mi madre me ayudó un poco —confesó Carmen, suplicándole a Leo con la mirada que callara.
Leo obedeció, y de pronto lo entendió todo: ese almuerzo no había sido preparado, en ningún momento, pensando en él. Aún tenía que estar agradecido de que le dieran una naranja.
Los tres charlaron agradablemente durante un rato, pero era evidente que la llegada de Leo había apagado el brillo de la llama que estaba encendiéndose. Así y todo, no pensaba marcharse todavía. Tenía cosas que hacer. Finalmente llegó la hora de que Paolo se marchara y Carmen regresara a sus tareas de limpieza. Leo acompañó al muchacho hasta la yegua mientras la joven guardaba las cosas en la cesta y entraba en la casa.
—Carmen me dijo que usted quería preguntarme algo.
¿Preguntarle algo? Leo recordaba vagamente haberle mencionado algo por el estilo a Carmen antes de irse, pero solo para conseguir que Paolo se quedara hasta que él regresara del pueblo. Preguntarle algo…
—Ah, sí. ¿Cuántos… caballos dijiste que traerías hoy?
—Seis.
—Oh, seis.
—¿Hay algún problema? ¿Le parecen demasiados?
—No, no. Seis está bien. Por cierto, Paolo…
Leo se acercó con aire reservado y el muchacho comprendió que era importante que Carmen no oyera lo que iba a decirle de hombre a hombre.
—¿Te ha dicho Carmen algo de que te reunieras con ella esta noche en la Punta del Brusco a las diez en punto?
—No —susurró Paolo.
—¿Me juras que no habéis acordado encontraros esta noche en la Punta del Brusco a las diez en punto?
—Se lo juro, señor.
—¿Sabes dónde está? ¿Conoces la Punta del Brusco, detrás del viejo…?
—Sí, señor, detrás del viejo muro. Conozco la Punta del Brusco. ¿Por qué rae lo pregunta?
—Oh, por nada, solo que esta mañana me llegó el rumor de que Carmen había quedado con un chico en la Punta del Brusco esta noche a las diez. El rumor decía que el muchacho iba a… En fin, no tiene importancia. Santo Fico es un pueblo estúpido donde cada día corren cientos de rumores estúpidos. Ya sabes cómo son estas cosas. En cualquier caso, Carmen ya es una muchacha hecha y derecha. Estoy seguro de que sabrá defenderse si un muchacho sobón intenta… En fin, no tiene importancia. Lástima que no haya tenido un padre o un hermano mayor que la protegiera… En fin, no tiene importancia. Gracias por venir.
Leo cogió al pasmado muchacho del brazo y lo condujo hasta la silla de montar. Paolo subió al caballo por puro instinto, porque su mente era un torbellino de imágenes horribles.
—Señor Pizzola —tartamudeó—, si cree que Carmen corre algún peligro…
—¿Peligro? Qué va. Es solo un rumor. Además, si la chica está tan loca como para ir esta noche, a las diez en punto, a encontrarse con un muchacho sobón y hambriento de sexo en la Punta del Brusco, detrás del viejo muro, significa que se merece todo lo que le pase. En fin, Paolo, dile a tu padre que puede dejar los caballos aquí el tiempo que haga falta. Adiós.
Leo se separó del caballo y le dio una palmada en la grupa. Carmen estaba en el vano de la puerta de la casa, sonriendo a Paolo y despidiéndose con una mano. Leo observó la cara del muchacho mientras se alejaba y pensó que probablemente habría preferido que le introdujera un palo candente en el oído hasta alcanzarle el cerebro.
Una vez Paolo hubo desaparecido de la vista, Leo alzó un puño al aire y lo agitó en su dirección. Luego se volvió y caminó con paso firme hacia la casa. Carmen se había detenida frente a una ventana para contemplar a Paolo, pero cuando vio la furia de Leo y su andar tempestuoso, volvió de inmediato a su escoba. Leo se detuvo en el umbral, miró ferozmente a la muchacha y su voz retumbó en las paredes, haciendo vibrar las pocas ventanas que quedaban.
—¿Qué te dijo ese muchacho exactamente, jovencita?
Carmen titubeó.
—Nada… ¿Qué me dijo de qué?
—¡No me mientas! ¿Qué habéis planeado?
—Nada. ¿De qué estás hablando?
—¿Por qué me ha dicho que te recuerde lo de la Punta del Brusco, detrás del viejo muro, a las diez en punto de esta noche?
—No lo sé. No sé de qué me hablas.
—Carmen Fortino, júrame que no has quedado esta noche con ese muchacho en la Punta del Brusco, detrás del viejo muro, ¡a las diez!
Carmen sacudió la cabeza, aterrorizada.
—Lo juro.
—Bien, entonces… ¡tranquila! Dejaremos que Paolo vaya a la Punta del Brusco hoy a las diez y se pase allí toda la noche plantado. De ese modo captará el mensaje y no volverá a molestarte.
A Carmen se le llenaron los ojos de lágrimas ante la idea de no volver a ver a Paolo Lombolo nunca más. Leo comprendió que su interpretación había sido un éxito, aunque quizá algo exagerada. Tal vez había asustado tanto a Carmen que esta no había captado la información. Para asegurarse, mientras salía musitó para sí:
—La Punta del Brusco… detrás del viejo muro… a las diez en punto… ¡Ja!
Leo se dijo que podría levantar sospechas si hacía otro viaje al pueblo tan de repente, de modo que trabajó en la casa durante un rato. Eso también le dio la oportunidad de hacer que cambiase el humor entre ambos. Transcurrida una hora, Carmen estaba convencida de que Leo había olvidado su temor a que fuera a encontrarse con Paolo Lombolo y pronto la suave música de su canturreo llenó las habitaciones por donde pasaba. Leo estaba seguro de que su buen humor se debía a la expectación de esa noche, pero no le importó. Le gustaba tenerla en la casa. Le gustaban los ruidos quedos, susurrantes, que hacía cuando pasaba de un cuarto a otro dejando tras de sí una estela de orden impoluto. Leo nunca se había parado a pensar en niños. ¿Para qué? Pero de pronto se descubrió haciéndolo sin una razón especial. «Podría haber sido mi hija. Y Nina también», se dijo. Lo que más le sorprendió de esos pensamientos fantásticos sobre la paternidad, Carmen, Nina y lo que podría haber sido, fue que no le irritaban. De hecho, le gustaban. También le gustaba que Carmen se acercara de tanto en tanto al baúl. Cuando creía que él no miraba, contemplaba algunas fotografías de su madre y volvía al trabajo.
Por fin pasó el tiempo suficiente para acordarse, sin levantar sospechas, de que había olvidado «encargar cristales nuevos para las ventanas», y regresó al pueblo a regañadientes.
Leo había retrasado el enfrentamiento con Marta todo lo posible. Hasta ese instante, si algún aspecto de su plan hubiese fallado no habría tenido necesidad de hablar con ella, pero por el momento todo iba como la seda, y ya era hora de que le hiciera una visita.
A Marta no le entusiasmó la petición de Leo, que permaneció estoicamente sentado mientras ella se paseaba por la cocina soltando preguntas que él no tenía intención de responder. ¿Por qué era tan importante que Carmen pudiera escaparse esa noche? ¿Adónde iba? ¿Con quién iba a encontrarse? ¿Estaría Leo allí? ¿A qué hora volvería? Leo sabía que si Marta lo obligaba a responder una sola de esas preguntas, lo más probable era que el plan no llegara a buen puerto.
—Me pediste que hiciera algo —espetó por fin. No tenía intención de ser tan duro, pero la actitud beligerante de Marta estaba sacándolo de quicio—. Y eso estoy haciendo. No te oí decir: «Haz algo, pero primero pídeme permiso». Si quieres que me limite a mis asuntos, por mí estupendo. —Se recostó en la silla y esperó.
—Sólo dime si estarás allí. Tengo que saber si alguien velará por Carmen.
—Velaré por ella.
—De acuerdo —dijo Marta con un suspiro—; pero iré contigo.
Ahora le había llegado el turno a Marta de guardar un estoico silencio mientras Leo se paseaba por la cocina enumerando todas las razones por las que no debía inmiscuirse.
Al final ambos cedieron. Leo aceptó que Marta lo acompañara y Marta prometió que no abriría la boca ni intervendría. Se reunirían en la carretera norte de la costa, junto a la verja del muro de piedra, a las nueve y media como muy tarde.
Leo había alcanzado la puerta cuando recordó algo importante.
—¿Todavía conservas la pistola de tu padre?
—Sí.
—Tráela. Y también algunas balas.