19

El día siguiente comenzó, como de costumbre, con un resplandor pálido sobre las montañas del este que se fue tiñendo de rojo a medida que el sol se aproximaba. Cuando por fin asomó por el horizonte de Santo Fico, la mitad este del cielo se volvió amarillenta y la luz se expandió rápidamente mientras el sol rodaba hacia arriba. Entonces el cielo adquirió un color azul intenso y todo el fuego se concentró en el sol. Era un amanecer estival típico de esa parte de la costa toscana, pero quienes se levantaron para darle la bienvenida encontraron algo nuevo en el oeste. A lo lejos, en el horizonte, se estaban formando nubes bajas y densas. Por otro lado, esa noche había corrido una brisa que traía consigo el olor de algo nuevo. Ese día el aire sería pesado y para quienes sabían leer esa clase de señales, era evidente que en algún lugar no muy lejano había tormentas decidiendo qué dirección tomar.

Marta durmió hasta tarde. Cuando regresó a casa después de su incursión nocturna, sintió vergüenza al reparar en su aspecto y se alegró de que la oscuridad hubiera impedido que Leo la viera así: el pelo alborotado, los arañazos, el camisón rasgado, la suciedad, las lágrimas. Sumergió el cuerpo en un baño templado y su mente seguía atormentada cuando se deslizó desnuda entre las sábanas frescas de su cama. Estaba segura de que no lograría conciliar el sueño y se preguntó si conseguiría volver a dormir algún día. Entonces apoyó la cabeza sobre la almohada y casi de inmediato perdió el conocimiento. Cuando volvió en sí el sol ya estaba en lo alto. Se sentía como si le hubieran administrado una droga poderosa, y tuvo que hacer un gran esfuerzo para despegarse de la cama.

Durante el tiempo que estuvo vistiéndose se preguntó por qué se daba tanta prisa. Era un día como cualquier otro. Los clientes habituales llegarían para su café de la mañana. Tenía suficiente fruta fresca. Nina probablemente ya se habría levantado y estaría en la panadería recogiendo los panes. Cuando abrió la puerta de su cuarto y le llegó el olor a café recién hecho supo que Carmen estaba levantada y quiso cerrar la puerta y meterse de nuevo en la cama. Pero tarde o temprano tendrían que verse. Rezó para que Carmen fuera la que diese el primer paso y dijera algo que lo arreglara todo. Era poco probable, pero rezar no hacía daño.

Encontró la cocina impecable. Aunque no había estado especialmente sucia, con todo lo ocurrido la víspera Marta había dejado muchas tareas pequeñas para el día siguiente. Y ya estaban hechas. Seguramente había sido Carmen. Marta sabía que su terca hija no se disculparía, pero el trabajo que había realizado en la cocina era elocuente. El aroma del café la embriagó, y se sirvió una taza, sorprendida de oír voces en el comedor. Salió con sigilo de la cocina y se detuvo en medio de la penumbra del fondo de la sala.

Sentado a un mesa próxima a las puertas de la terraza se encontraba Leo Pizzola bebiendo café y picando fruta fresca. Carmen lo escuchaba con la espalda apoyada contra la pared y los brazos cruzados, si bien su semblante era una máscara de desdén. Leo le estaba explicando algo despreocupadamente, pero Marta no podía oírlo porque hablaba en un tono muy bajo. Finalmente, Leo dejó de hablar y bebió un sorbo de café, aguardando una respuesta. Cuando Carmen habló, Marta tampoco la oyó… de modo que se acercó un poco más.

La puerta oscilante de la cocina se abrió y golpeó contra su espalda. Marta derramó el café sobre su mano y soltó un chillido de dolor. Nina apareció con un plato de pan y mermelada y pidió perdón a quien hubiere golpeado con la puerta. Carmen se acercó a Marta mientras Nina servía a Leo. Parecía nerviosa, muy distinta de la muchacha desafiante de unas horas antes.

—Quiere que trabaje para él.

—¿Qué?

—Dice que necesita limpiar la casa de su padre para poder venderla. Quiere que lo ayude a hacerlo. Le dije que era una estupidez, que tú no lo permitirías, pero dijo que te lo preguntara de todos modos.

Leo estaba untando mermelada en el pan, sin prestarles la mínima atención.

—¿Cuándo quiere que empieces?

—Hoy. —¿Te ha ofrecido una paga justa?

—Sí.

—Me da igual lo que hagas. La decisión es tuya.

Marta adoptó su mejor pose de indiferencia y regresó a la cocina. Carmen estaba atónita, pero el dinero era el dinero y aceptó el trato. Leo se limitó a asentir con la cabeza, dejó algunas monedas sobre la mesa para pagar el desayuno, cogió su pan con mermelada y se marchó.

Estaba cruzando la plaza en dirección a su casa cuando oyó un leve siseo. Allí estaba Marta, en el lado norte de la iglesia, imitando a una serpiente y haciéndole señas de que se acercara. Apretada contra la pared, no quería asomar la cabeza para no ser vista desde el hotel. Leo pensó que había tenido que correr mucho para llegar hasta allí antes que él. Marta volvió a hacerle señas de que se acercara y Leo optó por seguir su camino, pero ella siseó de nuevo, esta vez con mayor insistencia. Suspirando, se acercó a Marta, no lo bastante para que pudiera ponerle las manos encima pero sí para no ser visible desde el hotel.

—¿Qué demonios crees que estás haciendo? —susurró ella.

—Irme a casa.

Aunque Leo lamentaba que Marta estuviera pasando por un mal momento, no se sentía de humor para más reproches, de modo que su voz había sonado tan áspera como la de ella y Marta se sorprendió.

—¿Qué pretendes al contratar a Carmen para que trabaje en tu casa?

—Me dijiste que hiciera algo, y eso estoy haciendo.

—¿Qué? ¿Que te limpie la casa? No estaba hablando de eso. ¿Qué estás tramando?

—Aún no lo sé. Todavía no he tenido oportunidad de pensar en ello. Tuve una noche muy movida.

—¿Le has contado a Carmen que fui a verte?

—Claro que no.

—Bien, pues no se lo digas.

—No pensaba hacerlo.

Detrás de Marta, por el boquete del muro del jardín, apareció una cabeza gris. Cuando Leo y luego Marta se volvieron a mirar, el padre Elio escondió rápidamente la cabeza, aunque enseguida volvió a asomarla. Estaba claro que lo habían descubierto.

—Buenos días —dijo con un hilo de voz.

Leo y Marta respondieron con un par de desganados «buenos días» y Marta echó una rápida ojeada a la plaza. Carmen estaba limpiando las mesas de la terraza y charlando con Nina. Marta blasfemó, se recogió la falda y echó a correr por donde había llegado, sorteando las pilas de escombros igual que un conejo. Al pasar por delante de su tío no se le ocurrió nada que decir, de modo que esbozó una sonrisa estúpida antes de desaparecer por la esquina. Leo quiso gritarle algo sarcástico, pero estaba demasiado cansado para pensar.

—Leo, ¿te importaría echarme una mano? —preguntó el padre Elio antes de regresar al jardín. Leo suspiró de nuevo. ¿Conseguiría algún día regresar a casa?

Observó que el viejo cura había estado trabajando en el jardín. Todos los ladrillos y piedras desprendidos durante el terremoto estaban cuidadosamente apilados y clasificados por tipo y tamaño, listos para que un albañil mañoso los reutilizara. Pero aparte de eso, el jardín se veía impoluto. Los cascotes habían sido retirados y el polvo del yeso barrido o mezclado con la tierra. Todas las plantas habían recibido una buena ducha. Hasta el Milagro tenía aspecto de que le hubieran dado un fregado. En general, el jardín parecía tan sereno y atractivo como siempre.

Entonces Leo vio algo que le heló la sangre. ¡El crucero seguía en pie! La pared norte estaba agrietada y la base ligeramente combada, pero, así y todo, permanecía en pie. Más aún, a la luz del día la pared parecía increíblemente sólida. Leo había dado por sentado que el crucero acabaría derrumbándose, pero no lo había hecho. El padre Elio había entrado en la iglesia y eso significaba que aquello en lo que quería que lo ayudara se hallaba dentro del templo, justamente el último lugar donde deseaba estar. Se puso a calcular las posibilidades que tenía de huir sigilosamente cuando el padre Elio lo llamó de nuevo.

—Es preciso que entres.

Parecía que le hubiera leído el pensamiento.

Una vez dentro, Leo volvió a sorprenderse de lo mucho que el cura había trabajado. La iglesia estaba impecable. Salvo por las vidrieras rotas y el enorme boquete del techo, nadie habría dicho que había sufrido una catástrofe. El padre Elio aguardaba en el crucero norte. Las luces se encontraban encendidas y Leo advirtió que la base de la pared estaba aplastada y el techo agrietado, pero que, pese a todo, la estancia no iba a desplomarse. El cura había colocado sendos maderos en las esquinas para que hicieran de puntales de un tercer madero que debía sujetar las vigas del techo. Los maderos estaban torcidos y era evidente que el padre Elio tenía problemas para colocarlos de la forma debida.

Pero no fue la fragilidad del apuntalamiento lo que trastornó a Leo, sino la pared. No recordaba haber visto nada tan desnudo como el muro gris del fondo del crucero. Durante toda su vida esa pared le había llamado la atención por sus colores, luces, movimientos, caras y personas. Pensó en todos ellos, hacinados los unos encima de los otros, envueltos en una manta vieja debajo de un camastro mugriento en la choza del pastor. La pared estaba muerta y ya no le importaba, se dijo Leo. Trató de pensar en el dinero que le darían por los trozos de yeso pintado, pero la pared seguía mirándolo acusadora. Se aseguró a sí mismo que nada lograría detenerlo. Solo tenía que robar el camión de Topo y desaparecer. Podía ir a Roma o Milán. Marta jamás conseguiría dar con él. Solo tenía que irse, así de fácil. Entonces, ¿por qué le preocupaba tanto Marta?

—¿Qué necesita, padre?

El padre Elio estaba junto a un puntal e intentó levantar una almádana.

—Cada vez que intento colocar uno de estos puntales en su sitio, el otro se tuerce y el madero que lo cruza se me cae en la cabeza.

—Veamos… Sujete el otro puntal.

Leo cogió el martillo de las débiles manos del anciano y, una vez que este tuvo sujeto el puntal opuesto, colocó uno y otro en su lugar con unos cuantos golpes. El crucero aún no estaba reconstruido, pero los puntales ayudarían a sostenerlo.

El sacerdote dio las gracias a Leo con una palmada en la espalda. Leo pensó que si el viejo cura no creía necesario mencionar el fresco ausente, ¿por qué iba a hacerlo él? Intentó despedirse, pero el padre Elio lo siguió hasta el jardín. Luego le dijo algo que lo dejó atónito:

—Marta no está enfadada contigo.

A veces las cosas llegan de forma tan inesperada que uno no tiene tiempo de construir una fachada y antes de que se dé cuenta la verdad sale a la luz.

—Sí lo está y no me importa. Hace mucho tiempo cometí una estupidez —confesó Leo—. Si quiere odiarme, adelante, aunque ella lo odia todo. Siento mucho que Franco muriera. Lo lamento padre, pero al infierno con ella.

El viejo cura tomó asiento en una pila de cascotes y se rascó la cabeza.

—Cuando te fuiste ocurrieron muchas cosas entre Marta y Franco, cosas malas. Franco consiguió todo lo que quiso. Consiguió a Marta. Consiguió el hotel. Consiguió unas hijas preciosas. Y cuanto más conseguía, más infeliz era. Se volvió ruin, y puede que hasta pegara a Marta. Espero que no, pero quizá lo hizo. Era cruel en muchos aspectos. No creo que Marta quiera seguir siendo infeliz, pero para ella la infelicidad se ha convertido en su forma de vida. Es duro verla luchar de ese modo, ¿no crees?

—Usted es su tío y su sacerdote. Tiene que haber algo que pueda hacer para ayudarla.

—Hace mucho tiempo, cuando estaba en la Universidad de Bolonia, asistí a clases maravillosas. La de ciencias era mi favorita. Yo no era bueno en ciencias, pero la asignatura me encantaba. Me lo enseñó todo sobre las plantas y los animales, el agua y los peces, el aire y las aves. Me enseñó cosas sobre las nubes y las tormentas. Me enseñó un montón de cosas, pero quizá lo más importante que rae enseñó tiene que ver con las mariposas.

»Dios tiene la costumbre de hacer constantes milagros que ni siquiera vemos. Es el caso, por ejemplo, de las mariposas. Dios hace un milagro maravilloso con las mariposas. A través de ellas nos enseña aspectos de nuestra propia vida. ¿Has visto alguna vez a una mariposa salir del capullo? Es una lucha horrible. Parece muy dolorosa… y tal vez lo sea. Solo la mariposa lo sabe. Pero no hay duda de que se trata de una lucha agotadora. La mariposa tiene que romper el cascarón de su antigua vida, eso que hasta ese momento era lo bastante fuerte para protegerla de otros insectos, de pájaros, lagartijas y toda clase de peligros, además de horrores como el viento y la lluvia, es decir, todo aquello que la habría destrozado por su fragilidad. El caso es que un día la mariposa se da cuenta de que ha llegado la hora de salir del caparazón porque quiere convertirse en algo nuevo, y para eso tiene que romperlo. El capullo, sin embargo, no es una habitación con una puerta. Es algo que la propia mariposa creó haciendo girar un hilo. La oruga se fue envolviendo con ese hilo hasta quedar enterrada en él. Ahora la oruga es una mariposa y quiere ser libre… pero está atrapada. Y algunas vueltas de hilo que dio con cierta pasión no quieren ceder. El hilo se aferra y la estrangula. La lucha de la mariposa para liberarse puede resultarnos aterradora y, al mismo tiempo, estimulante. Sin embargo, para la mariposa es dura e implacable.

»Cuando observo a una mariposa batallar y me compadezco de ella, tengo la tentación de estar ayudándola. Sería muy fácil para mí romper algunos hilos, solo algunos. Con eso conseguiría que no tuviese que luchar tanto y ella nunca lo sabría. Pero no lo hago. ¿Sabes por qué? Porque sé que eso la destruiría. Si lo hiciera, la mariposa moriría. Lo aprendí en la clase de ciencias de la universidad. La mariposa tiene una… una cosa en el estómago. Esa… cosa está llena de un líquido destinado a llenar las venas de sus alas de mariposa. Es la tensión de la lucha y el esfuerzo por escapar del capullo que ella misma se ha tejido lo que hace que el líquido salga de esa cosa que tiene en el estómago y penetre en las venas de las alas. Sin ese líquido las alas nunca se desplegarían y la mariposa jamás lograría alzar el vuelo. Por lo tanto, caería al suelo y moriría.

»Marta trabajó duramente para crearse un caparazón. Ahora le ha llegado el momento de tratar de escapar de él o no. Pero debe hacerlo sola. Todos debemos hacerlo solos. Dios así lo ha planeado.

Carmen Fortino había visitado la finca de los Pizzola por diferentes motivos a lo largo de su vida. Algunos de sus primeros recuerdos eran de cuando bajaba por la carretera norte de la mano de su madre y doblaban para cruzar la verja del viejo muro de piedra. A partir de allí, Marta era demasiado lenta para Carmen porque llevaba en los brazos a Nina, todavía un bebé, y echaba a correr en busca de los charcos más profundos de polvo para hundir los pies descalzos y hacer ver que caminaba por lagunas llenas del polvo de lavanda de su abuela. El paseo era hermoso en aquellos tiempos. La maleza se mantenía baja y había flores por todas partes, siempre con agua. Su madre solía contarle que la señora Pizzola adoraba las flores y cuando ella tenía la edad de Carmen la ayudaba a plantar en primavera y otoño. La señora Pizzola llevaba muerta mucho tiempo, desde que Marta era una muchacha, pero su madre le contaba que el señor Pizzola habría preferido que le cortaran un brazo a dejar morir las flores de su esposa. A Carmen la imagen le parecía espantosa; después de todo solo eran flores, mientras que un brazo era un brazo.

Su madre siempre era respetuosa con el señor Pizzola, hombre de elevada estatura con una barba blanca bien recortada. Parecía fuerte y poseía una risa sonora, si bien no la utilizaba a menudo, y su mirada era generalmente triste. Carmen se acordó de los ojos del señor Pizzola cuando conoció a Leo. De niña le gustaba sentarse en el porche, a veces en el regazo del anciano, y beber limonada fría. Al él le gustaba con mucha azúcar y a ella también. Carmen bebía mientras su madre conversaba con el señor Pizzola sobre gente que la pequeña no conocía y sobre cosas que no entendía. A veces el hombre acunaba a Nina y entonaba canciones que la hacían reír o dormirse, y Carmen se iba a jugar con las cabras. Tras la muerte del señor Pizzola ya no tuvo motivos para cruzar la verja del viejo muro de piedra.

Lo cierto era que desde entonces había ido una vez, aunque jamás lo habría confesado, tan avergonzada estaba. Había pasado un año desde que Solly Puce apareciera en Santo Fico con un grupo de amigos de Grosseto. Dijo que su intención era bañarse, pero no se bañaron. En lugar de eso, se sentaron en la playa a beber vino y hablar de cochinadas. A Carmen no le cayeron bien. Sospechaba que habían viajado hasta Santo Fico porque Solly Puce les había contado embustes sobre ella, pues no paraban de decirle groserías delante de él, y él los dejaba. Ella, a su vez, dijo cosas crueles sobre la virilidad de Solly para humillarlo, y los demás chicos rieron con más ganas todavía.

Cuando se les acabó el vino y los chistes verdes no supieron qué otra cosa hacer, de modo que Carmen les propuso ir a una vieja casa encantada que conocía. Los llevó a la finca de los Pizzola.

Llevaba varios años abandonada. Era la primera vez que Carmen la visitaba desde la muerte del señor Pizzola. La maleza había sustituido a las flores. El porche estaba vacío y cubierto de hojas secas. Las ventanas estaban negras y tenían aspecto de estar embrujadas, y Carmen se dijo que parecían los ojos tristes del señor Pizzola aguardando la visita de alguien para beber limonada y, quizá, hacerle reír. Pero lo que Carmen llevaba no eran amigos. Ni siquiera pensó que arrojarían piedras hasta que oyó la primera hacer añicos una ventana.

No le gustó. Les pidió que pararan, pero no le hicieron caso. Siguieron arrojando piedras y rompiendo ventanas. Carmen les gritó y les ordenó que se marcharan, pero ellos siguieron destrozando cristales mientras reían. Al final se fueron solo porque Carmen empezó a tirarles piedras. Se alejaron del pueblo lanzándole insultos y burlas de borracho. Carmen sabía que todo el mundo los había oído y se avergonzó. Estuvo dos semanas sin dirigir la palabra a Solly.

Esa mañana de agosto, cuando llegó a casa de los Pizzola, descubrió que las ventanas y las puertas estaban cubiertas con tablones de madera. Los árboles que rodeaban el porche habían sido podados y, frente a la casa, enormes pilas de ramas, hojas y maleza esperaban que alguien las trasladara al descampado próximo al olivar para quemarlas.

Leo estaba en un lado de la casa trabajando con una guadaña cuando vio a Carmen bajar por la carretera. Caminaba con presteza y la cabeza alta portando un fardo de tela de cuadros rojos y blancos, y por un momento fue como ver a Marta a sus dieciséis años. La llegada de la joven, no obstante, significaba que Leo tenía que hacer algo que había estado evitando. Dejó la guadaña y caminó hasta el porche. Entonces empezó a arrancar los tablones de las ventanas y a hacer una pila con ellos. Para cuando Carmen llegó al porche, todas las ventanas estaba despejadas y Leo se hallaba frente a la puerta, desprendiendo la barricada. Carmen se detuvo y contempló la escena. No estaba segura de que él la hubiera visto. Clavos oxidados rechinaban y gemían cuando Leo tiraba de las tablas. Finalmente despejó la puerta y giró el pomo. Cerrada.

—¿No tienes llave? Pensaba que era tu casa.

Leo la miró con frialdad y Carmen se arrepintió de haber hablado. Levantó una maceta de barro y la sopesó, como si estuviera decidiendo si arrojarla contra la ventana o a ella, pero debajo había una llave y se limitó a colocarla en otro lugar. Deslizó la llave en la cerradura e hizo girar el pomo. Cuando la puerta se abrió, los recibió una ráfaga de aire mohoso y Leo retrocedió, permitiendo cortésmente que Carmen entrara primero.

Nada más hacerlo, Carmen recordó por qué le gustaba tanto aquella casa. Las habitaciones eran espaciosas, los techos altos y los pasillos anchos. Cruzó el vestíbulo con la amplia escalera que conducía a las estancias de la primera planta y entró en el salón. Estaba en penumbra y las sombras le inquietaron. Las sábanas que cubrían los muebles parecían fantasmas durmientes, felices de que nadie los molestara. Pese a la falta de luz Carmen percibió que tenía por delante mucho más trabajo del que había imaginado. Las telarañas lo cubrían todo, y en algunos lugares la capa de polvo era tan gruesa que, pensó, si se la regaba lo suficiente podrían brotar plantas. Y allí donde pisaba, el crujido de cristales rotos bajo los pies hacía que fuese más profundo su remordimiento.

—Hay que abrir los postigos.

Se había dirigido a Leo, naturalmente, pero cuando se volvió descubrió que estaba sola. Leo no se había movido del porche y Carmen se dijo que no solo a ella la perturbaban los fantasmas. En ese momento, no obstante, Leo entró bruscamente en la habitación y procedió a abrir ventanas y empujar postigos. La mayoría de los cristales frontales estaban rotos, así como muchos del lado sur.

—Parece que algunos críos se divirtieron con las ventanas. La próxima vez que vaya al pueblo veré si Topo puede conseguirme cristales.

Mientras él recorría la casa abriendo más ventanas, ella lo seguía escuchando sus instrucciones sobre lo que quería que hiciera. Podría habérselas ahorrado. Era evidente. Luego se marchó con la misma brusquedad con que había entrado.

Desde una ventana de la cocina Carmen lo vio regresar a su guadaña con renovada ferocidad y se preguntó qué sería eso tan horrible que Leo imaginaba estar cortando.

Aunque limpiar no constituía una tarea nueva para ella, pues había ayudado en el hotel desde pequeña, sí era la primera vez que limpiaba algo que llevaba tantos años abandonado. Sin embargo, no le importaba. Le gustaba la casa y opinaba que limpiar las cosas de otra persona era mucho más interesante que limpiar lo propio. Y encima le pagaban. Pero si algo le fascinaba era Leo, ese hombre que había sido el mejor amigo de su padre. Había mucho misterio en torno a él, su padre y su madre. De ahí que a lo largo de la mañana; con una regularidad de reloj, Carmen encontrara más y más razones para salir y hacer preguntas que instaran a Leo a conversar, pero este se empeñaba en no prestarle atención. No había manera de hacerle hablar o entrar en la casa. Cuando Carmen formulaba una pregunta, Leo le lanzaba una respuesta áspera desde el jardín y volvía a su trabajo.

A la hora de comer él se sentó en el borde del porche con una barra de pan duro y un trozo de queso amarillento de origen dudoso. Así pues, Carmen dejó de fregar, recogió el fardo que Marta le había entregado al marcharse del hotel y salió. Aunque Leo utilizaba un cuchillo para cortar gruesas lonjas que colocaba sobre las rebanadas, el queso mostraba marcas de dedos sucios y otras cosas no identificables. La mezcla la bajaba con agua que bebía directamente de una vieja botella de vino. Cuando Carmen se sentó a su lado, Leo le ofreció compartir lo que tenía, pero ella rechazó la invitación con una carcajada y deshizo su fardo de cuadros rojos y blancos. Aparecieron uvas, naranjas, zanahorias y rábanos, huevos duros, lonjas de jamón, varios quesos y dos emparedados de albóndigas bañados en salsa roja, todo cuidadosamente envuelto en papel marrón. Leo contempló el banquete de la muchacha con verdadera envidia.

—Mi madre me dijo que lo más probable era que no tuvieses comida decente ni para alimentar a un cerdo, de modo que preparó suficiente para dos.

Leo prefirió tragarse el orgullo al queso reseco, así que él y Carmen se pusieron a comer sentados en el porche, a la sombra de un roble. Hablaron de cosas triviales —la vista del mar, la edad de los árboles, los nombres de los pájaros que revoloteaban sobre sus cabezas— y poco a poco empezaron a conocerse.

Cuando la comida hubo desaparecido, principalmente en el estómago de Leo, este encendió un cigarrillo. Ahora era Carmen quien lo miraba con envidia.

—¿Me das uno?

Leo la observó un instante antes de arrojarle los cigarrillos y las cerillas.

—Pensaba que no aprobabas que fumara —dijo Carmen mientras encendía un cigarrillo y devolvía el paquete a Leo.

—¿Por qué?

—Por la forma en que me miraste el otro día cuando me viste fumando.

—Fumar es una estupidez, pero el otro día fumar era lo menos estúpido que estabas haciendo.

Carmen detestaba esa clase de brusquedad, y más aún viniendo de un hombre.

—¿Se lo contaste a mi madre?

—¿El qué? ¿Que te vi fumando?

—¿Le contaste que me viste con Solly?

—No.

—¿Por qué no lo hiciste?

—Porque no eres mi hija. No es asunto mío.

Por algún motivo que Carmen no alcanzó a comprender, las palabras de Leo le dolieron. Quizá por su frío desinterés. Quizá porque cuando veía a Leo pensaba en su padre. ¿Acaso no habían sido íntimos amigos? ¿No debería ella importarle? ¿Por qué no se comportaba como los demás chicos? Pensó que tal vez porque no era un chico sino un hombre. Ella estaba acostumbrada a los chicos.

—Tienes razón, no es asunto tuyo. No eres mi padre. Mi padre está muerto.

—Y ya puedes estar agradecida.

Carmen estuvo en un tris de atragantarse. ¿Cómo podía decir algo tan cruel? ¿Cómo podía decir que debería alegrarse de que su padre estuviera muerto? Era horrible. Odió a Leo por pensarlo siquiera.

—¿Cómo te atreves a decir eso?

Leo se volvió hacia ella con una rapidez sobrecogedora y aunque mantuvo el tono bajo y tranquilo, sus ojos la taladraron y Carmen se asustó.

—Porque conocía a tu padre, y si crees que él habría tolerado tus tonterías, estás loca. Te habría arrancado ese cigarrillo de la boca de un manotazo tan violento que tu cabeza habría dado varias vueltas. No le gustaba que las mujeres fumaran. Y si te hubiera visto con aquel crío el otro día, no habrías podido sentarte en una semana, y ese grano andante que te estaba sobando se estaría preguntando si algún día volvería a caminar.

Carmen tardó en darse cuenta de que tenía la boca abierta y se había olvidado de respirar. Notó un nudo en la garganta y un escozor en los ojos.

—¿Has terminado con la cocina? —le preguntó Leo.

La joven se oyó mascullar un «no» al tiempo que procedía a recoger los restos de la comida. Quería volver al interior de la casa antes de que Leo viera las lágrimas que estaban a punto de brotar de sus ojos. Cuando se hubo marchado, Leo se recostó y terminó su cigarrillo. No había sido un mal comienzo.

Esa tarde se obligó a entrar en la casa varias veces. Aparecía inesperadamente en la cocina o el salón para comprobar los progresos de Carmen. En realidad no le importaba cuánto limpiaba, sino establecer su autoridad. Y a medida que transcurría el día Carmen se fue volviendo más respetuosa y a veces hasta parecía deseosa de complacer.

Fue por la tarde cuando ocurrió algo con lo que Leo no había contado. Estaba arrojando desechos al carro —ya había trasladado dos carretadas a la hoguera del descampado— cuando levantó la vista y vio una figura acercarse por el noroeste. Era un jinete montado sobre un caballo, y el reflejo cegador del sol en el mar parecía descansar sobre sus hombros. Leo reconoció enseguida al visitante y fue a recibirlo. Carmen, que estaba en el porche, le preguntó:

—¿Quién es?

—Paolo Lombolo. Su familia tiene algunos caballos que pastan por aquí.

Con diecinueve años, Paolo era el menor de los cuatro hermanos Lombolo y el predilecto de Leo. Era discreto y educado, y cuando se sentía cómodo podía ser muy divertido. Tenía por costumbre cabalgar desde la hacienda de su familia una vez por semana para ir a echar un vistazo a los caballos. Los Lombolo eran propietarios de una hacienda enorme al sur de Punta Ala con muchos huertos y viñedos, pero Paolo amaba los caballos. Cuando venía a verlos siempre buscaba a Leo para transmitirle los saludos de su padre.

Deslumbrado por la luz, Leo desvió la mirada y advirtió que Carmen seguía en el porche. Parecía una estatua, tan de piedra le había dejado la visión. Tenía los ojos llenos de una especie de pavor embelesado. Leo se volvió para tratar de ver aquello que Carmen veía, pero solo divisó a Paolo Lombolo cabalgando sobre su yegua moteada con el sol en la espalda. Mientras la yegua galopaba por la cuesta, la cabellera negra de Paolo ondeaba sobre sus hombros bronceados como olas espesas. El muchacho montaba erguido y parecía ser uno con el caballo. El sol le quemaba los brazos y todo en él era una fusión de bronce y cámara lenta. Para Leo no era más que Paolo Lombolo que se acercaba a saludar, pero en el semblante de Carmen vio que para ella era un rayo procedente del oeste que le abrasaba el corazón.

Paolo finalmente se detuvo y saludó a Leo con la mano. Desde la sombra del porche Carmen examinó los pómulos altos, el rostro bronceado y la sonrisa de sus ojos negros y sus dientes blancos. Leo advirtió con el rabillo del ojo que la muchacha entraba en la casa.

—Hola, Paolo.

—Hola, señor Pizzola. Parece que está trabajando duro. Aquí no debe de apretar el calor tanto como en nuestra casa.

—Tiene que hacerse.

—¿Le dio el terremoto más de lo que esperaba?

Leo sintió un escalofrío que le recorría la columna hasta los pelos de la nuca, pues enseguida pensó en el fresco.

—¡No! —repuso rápidamente—. ¿Qué quieres decir?

—¿Ha sufrido su casa muchos desperfectos?

Leo trató de ocultar su paranoia con una risa igualmente nerviosa.

—No, pero necesitaba una limpieza.

—Está quedando muy bien —dijo Paolo, asintiendo con la cabeza.

El muchacho, sin embargo, tenía otro asunto en la cabeza y no pareció notar el nerviosismo de Leo.

—Mi padre quiere que le pida un gran favor. Este calor está dañando los huertos y toda el agua tiene que ir a ellos. Quiere preguntarle si podemos traer el resto de los caballos aquí. Solo por unos días.

—¿De cuántos caballos hablas?

—De seis. Sé que es pedir mucho, pero mi padre está seguro de que solo será una semana. Asegura que hay nubes en el oeste y que nota el aire pesado, y eso significa que se acerca una tormenta.

—Trae tus caballos mañana y déjalos el tiempo que haga falta. He abierto el pozo para los campos y hay agua de sobras.

—Gracias, se lo diré a mi padre. Y le hablaré del trabajo que está… haciendo… en… la… casa. —La voz de Paolo se fue apagando a medida que este desviaba la atención hacia algo que estaba detrás de Leo. En ese momento Carmen cruzó el porche con un vaso de agua en cada mano.

Leo llevaba semanas viendo a Carmen pavonearse por Santo Fico y flirtear con hombres mayores, hombres jóvenes e incluso niños; todo lo que fuera varón, para practicar. También a él le había dirigido una sonrisa coquetona en más de una ocasión. Pero la muchacha que cruzaba en ese instante el porche con pasos cortos y tímidos, portando dos vasos de agua y manteniendo la mirada en el suelo, no era la Carmen que él conocía. Cuando le tendió el vaso de agua, Leo detectó algo más en ella que no había visto antes. Carmen estaba nerviosa.

—Hace tanto calor que pensé que os apetecería un poco de agua —dijo dulcemente.

Leo no daba crédito a su amabilidad. Cogió un vaso y se disponía a beber cuando Carmen carraspeó y señaló con la cabeza a Paolo. Leo comprendió. ¿Cómo podía ser tan maleducado con su invitado?

—Ehh… Paolo, ¿quieres un vaso de agua?

Carmen le alargó el vaso y sonrió, y Paolo Lombolo casi se derritió sobre su silla de montar. Su cara, que había perdido el color cuando vio a Carmen cruzar el porche, estaba ahora tan roja que Leo se preocupó por su presión arterial. Para entonces estaba buscando pistas, así que cuando Carmen lo miró con el entrecejo fruncido y los labios apretados, reaccionó de inmediato.

—Paolo, ¿conoces a Carmen Fortino?

Carmen esbozó una tímida sonrisa. Paolo sonrió como un bobo y sus débiles gruñidos indicaron que pretendía decir algo pero, por desgracia, la capacidad del habla lo había abandonado momentáneamente.

—Carmen está ayudándome a limpiar la casa.

El muchacho apuró el agua sin apartar los ojos de ella. Luego alcanzó a mascullar un «gracias» y le devolvió el vaso.

—De nada —farfulló Carmen con voz ahogada y los ojos clavados en la cara de la yegua.

Superado este intercambio, ambos buscaron en vano algo que decir. Leo también tendió su vaso vacío, pero Carmen giró sobre sus talones y entró a toda prisa en la casa sin prestarle atención.

—Así pues, ¿vendrás mañana con los caballos, Paolo?

—¿Eh?… Sí, señor, mañana… —Paolo estudió las baldosas del suelo durante largo rato antes de preguntar con despreocupación—: ¿Estará ella?

—Probablemente.

—Ah… Oh… Bien… Mañana.

El joven partió a lomos de su yegua en dirección al mar para visitar a sus caballos, y miró atrás no menos de tres veces para tratar de echar otra ojeada a la hermosa muchacha. Cuando hubo desaparecido por completo de su vista, Carmen regresó al porche como si tal cosa.

—¿Has dicho que vendrá mañana? —preguntó a Leo.

—¿He dicho eso? Puede… ¿Por qué?

—Por nada. —Carmen sacudió la cabeza con altivez y volvió para regresar a la casa. Habría sido una salida de cine, pero calculó mal la distancia que la separaba del hueco de la puerta y se dio de morros contra la pared. Con todo, se recuperó rápidamente y desapareció.

Para Leo, en ese momento todo empezó a encajar.