18

Por primera vez en muchas semanas, con la caída del sol el mar trajo una brisa fresca que tropezaba con las montañas que se alzaban más allá de Santo Fico. No se trataba, ni mucho menos, de un aire frío, solo fresco. Y su único efecto era que cubría algunos barrancos bajos de la costa con una neblina a ras de suelo. Topo reparó en el fenómeno cuando ocultaba los cables en la arboleda que se extendía detrás de la iglesia y quiso dar saltos de alegría. ¡Claro, la niebla! ¡Qué efecto especial tan maravilloso! Para Topo, la niebla era lo más cercano a un soporte celestial para su milagro.

Marta había acudido a la iglesia a las nueve y comentado a su tío Elio que necesitaba hablar con él de algo que la tenía preocupada, pero que quería hacerlo en el hotel porque estaba esperando a Carmen. Cuanto dijo fue cierto, y el padre Elio, percibiendo su angustia, accedió.

Ocultas en las sombras de la carretera del sur, tres figuras observaron a Marta y a su tío atravesar la plaza y entrar en el hotel. Después, los tres espías, cargados de material, corrieron en dirección a la parte trasera de la iglesia. Topo trasladó el rollo de cable directamente hasta la puerta de la cocina. Sabía exactamente dónde enchufarlo porque el padre Elio siempre le dejaba utilizar la clavija que había junto a la jamba cuando quería proyectar sus películas para el pueblo. En esta ocasión, sin embargo, en lugar de rodear la plaza con el cable, lo deslizó hasta la parte trasera de la iglesia y desapareció entre los árboles.

Por la tarde temprano, Topo y Leo habían rastreado la arboleda de cedros, pinos y robles en busca del lugar idóneo para el encuentro angélico. Topo eligió una pequeña elevación rodeada por tres pinos porque le pareció que tenía un aire bíblico. También le gustó porque unos arbustos impedían el acceso a la elevación desde el sendero que el padre Elio debía seguir. A Topo no le hacía gracia la idea de que el viejo cura, llevado por la inspiración, quisiera tocar o hablar al Ángel. Aquel milagro no soportaría semejante clase de escrutinio. Los arbustos y la elevación serían una barrera perfecta para los «efectos especiales» que Topo tenía pensados. Fue allí, por lo tanto, adonde Leo llevó el proyector de cine.

Angelica parecía tener problemas para ver en la tenue luz y estaba muy preocupaba por el vestido, el maquillaje, el pelo y el guión. Como Topo estaba ocupado en otras cosas, pidió ayuda a Leo para atravesar los arbustos y alcanzar la elevación. Leo ya había llegado a la conclusión de que su Ángel necesitaba gafas desesperadamente y se negaba a reconocerlo.

Topo se hallaba al pie del montículo analizando un viejo dilema artístico: cómo iluminar una aparición celestial. Había dado por sentado que utilizaría una luz lateral porque era lo tradicional, pero eso fue antes de que se produjera la fantástica niebla. ¿No sería preferible una iluminación a contraluz? En las películas modernas se utilizaba mucho y con la niebla a ras de suelo el efecto sería maravilloso. Al fin y al cabo, quería representar un milagro. ¡Tenía que ser una ascensión angélica! Topo acababa de decidirse por el poder etéreo de la iluminación a contraluz cuando, en ese momento, Angelica se quitó la capa. El largo camisón de color crema que habían elegido brilló y Topo recordó la tarde que habían pasado juntos.

Topo había utilizado pasajes y calles secundarias para llegar al salón de belleza de Angelica y buscó miradas furtivas antes de entrar. Su discreción no tenía nada que ver con el proyecto. Para él, había en Angelica Giancarlo algo tan abrumadoramente excitante que hasta visitar su casa hacía que se sintiera como un niño malo y temiera por su reputación.

Una vez dentro del minúsculo salón, Topo cayó en la cuenta de que apenas había hablado con Angelica en toda su vida. Bueno, de niño la había seguido por la calle riendo e imitando sus andares voluptuosos. Le había silbado desde lo alto del campanario para luego agacharse con una risita. Le había echado piropos desde una distancia prudente y después había huido. Se había sentado en un cine oscuro y adorado a una muchacha de harén de pechos increíbles. Y como adulto había fantaseado que… en fin, había fantaseado. Pero eso no los convertía en amigos. ¿Por qué pensaba que la conocía? ¡En realidad no la conocía en absoluto! Sin embargo, tenía la certeza de que ella sabría quién era él. ¡Seguro que lo recordaba! No sabría su nombre, pero se acordaría de sus pullas infantiles, sus silbidos y gestos. ¡Dios mío, los gestos!

Sintió un nudo en el estómago mientras miraba con nerviosismo los girasoles descoloridos de la fina cortina de algodón, a la espera de que la tela se moviera. ¿En qué estaría pensando cuando había decidido ir allí? Seguro que Angelica había oído la campanilla de la puerta. De un momento a otro aparecería por detrás de la cortina, le abofetearía y le echaría a la calle. Y se lo tendría merecido.

Topo estaba pensando en la posibilidad de dar marcha atrás cuando Angelica asomó por detrás de la cortina y se encontraron cara a cara. Topo se derritió en sus ojos pardos y su tierna sonrisa. Nunca la había tenido tan cerca, y la encontró mucho más hermosa de lo que había imaginado. Antes de que pudiera percatarse de que el hombrecillo se había quedado mudo, Angelica ya había cruzado la estancia y le sostenía la mano.

—Hola, Guido —ronroneó dulcemente—. Guiiido, cómo me alegro de verte. Creo que lo que tú y Leo estáis haciendo por el querido padre Elio es absolutamente maravilloso y me honra que hayáis pensado en mí. ¿Sabías que he actuado en películas? Oh, claro que lo sabes… Pero eso fue hace mucho tiempo…

Topo no habría tenido que preocuparse de llevar adelante su parte de la conversación. Además, ya no le importaba. Ella lo había llamado Guido. Dijo muchas más cosas y con sumo entusiasmo, pero Topo no oyó nada. Era muy hermosa, y más alta que él, aunque menos de lo que recordaba. Y estaba más rellenita. No gorda, sino seductoramente rellenita. Y era tan amable y sincera. Además, le encantaba la forma en que lo llamaba Guido.

Finalmente, Angelica le preguntó por el guión y Topo sacó de su bolsillo el trozo de papel arrugado. Angelica se sentó en un sofá, sostuvo el papel delante de su nariz y leyó pausadamente. Cuando hubo terminado, dejó el papel sobre el regazo y empezó a sorber. Pronunció la palabra «hermoso» y se le saltaron las lágrimas. Topo la observó llorar mientras no dejaba de preguntarse de dónde habría sacado ese pañuelo.

Una vez recuperada, Angelica lo interrogó acerca del vestuario y el maquillaje y Topo se dio cuenta de que ella valoraba su opinión. Le hablaba como si fuera decisión de él lo que debía ponerse y qué aspecto debía tener. Angelica tenía algunas ideas sobre el cabello, naturalmente. Debía apuntar hacia arriba, en dirección al cielo, y al mismo tiempo rodear su cabeza como un halo. Ella cuidaría de ese detalle, pues, después de todo, el pelo era su fuerte. En cuanto al vestido, tenía media docena que podrían servir, pero no iba a elegirlo ella.

—A fin de cuentas, tú eres el director —dijo. Acto seguido le tomó la mano y cruzó con él la cortina.

Tras un breve tramo de escaleras, Topo se encontró en el dormitorio de Angelica Giancarlo. Extendidos sobre la cama había varios «disfraces». Angelica empezó a hablar apresuradamente, explicando que casi todo lo que había elegido eran camisones, y repasó la lista de las ventajas y desventajas de cada uno. Cuando Topo quiso saber si tenía «algo blanco y vaporoso», ella interpretó erróneamente su pregunta como decepción. Disculpándose por su limitado vestuario, condujo a Topo hasta el diminuto armario y sus cuerpos permanecieron pegados mientras ella le mostraba el resto de su guardarropa. Los olores mohosos del armario, las exóticas mezclas de perfumes y polvos y la proximidad del cuerpo de Angelica inquietaron y embriagaron a Topo, que casi respiró aliviado cuando, al no encontrar nada mejor en el armario, regresaron al dormitorio.

Topo eliminó tres de los camisones originales porque los colores no eran los adecuados. Angelica se mostró encantada con su determinación y buen ojo, pero tomar una decisión definitiva era difícil y se ofreció a probarse los otros tres.

Topo se sentó en una silla mientras ella se ocultaba detrás de un biombo. Luego, uno a uno, Angelica desfiló con los tres camisones solo para él. Topo tenía la boca tan reseca que apenas podía hablar y las manos casi le goteaban de sudor. Al principio temió excitarse visiblemente, y carecía de un sombrero que colocarse en el regazo. No obstante, pronto comprendió que estaba demasiado nervioso para excitarse, a pesar de que se hallaba ante el acontecimiento más provocador de toda su vida.

Cada vez que Angelica salía del biombo y se colocaba frente a la ventana, daba su opinión sobre cómo le sentaba el camisón. Hablaba de colores y largos. Topo se limitaba a asentir con la cabeza. Angelica reservó su camisón favorito para el final. Hecho con la más pura de las sedas, era de color crema, suelto y largo hasta los pies. Tenía un cuello canesú bastante escotado, pero también unas mangas diminutas que le daban cierto aire recatado. Aunque Angelica había señalado esos detalles antes de ponérselo, al colocarse frente a la ventana el sol que por ella se filtraba hizo desaparecer el camisón. Boquiabierto, Topo miraba a Angelica desfilar lentamente de un extremo a otro de la ventana, completamente ajena al efecto del sol sobre su figura.

—¿Y bien? ¿Qué piensas?

—Este me gusta.

Topo oyó las palabras, apenas susurradas, y estuvo bastante seguro de que era él quien las había pronunciado. Pronto se recuperó lo suficiente para asegurar a Angelica que cuanto había elegido —vestuario, cabello, maquillaje— era perfecto.

Ahora que Angelica Giancarlo se hallaba en lo alto del montículo con el camisón de las mangas diminutas, Topo recordó la imagen de su figura frente a la ventana soleada. La iluminación a contraluz quedaba, decididamente, descartada.

—Ensayemos —propuso, y bajó de la elevación para envolver el proyector con la manta.

—Leo, acércate por el sendero como si fueras el padre Elio y avísame cuando llegues al tronco.

Habían decidido que el viejo cura no podía ir más allá de un tronco en particular. Leo caminó unos metros por el oscuro sendero, pero la voz de Topo aún le llegaba por entre los árboles.

—Angelica, ¿estás lista?

—Lista.

—Muy bien. Leo, adelante. Leo avanzó lentamente, como imaginaba que lo haría el padre Elio, y al llegar al tronco dijo con voz queda:

—Ya estoy junto al tronco.

En lo alto de la elevación unas luces extrañas empezaron a girar entre la neblina. Frente a Leo apareció la figura de una hermosa mujer con una mata de pelo rubio platino rodeándole la cabeza como un halo. El vestido refulgía entre los árboles. Las luces jugaban a su alrededor sin detenerse jamás el tiempo suficiente para que Leo pudiera reparar en los detalles. El efecto le cortó la respiración. La dulce voz de la mujer sonó como música surgida de la oscuridad.

—Querido padre Elio… no desesperes… No estás solo… Toda la humanidad ha pecado… No pienses en el pecado y abre tu corazón a la misericordia del Padre y el sacrificio de tu Salvador… Dios te ama, como ama a todos sus hijos, y sea cual sea tu pecado, ya está olvidado… Dios te lo perdonó antes de que tuvieras el valor de pedirle que te perdonara… Querido padre Elio… no desesperes.

Luego la visión alzó las manos al cielo mientras las luces se extinguían, y con la misma magia con que había aparecido, desapareció. Leo se quedó solo en el bosque. Estaba temblando. No había imaginado que la escena pudiera ser tan poderosa. No había imaginado que las palabras alentadoras de Angelica pudieran tener en él un efecto tan profundo. Un murmullo lo llamó desde los matorrales.

—¿Y?

Leo tuvo problemas para recuperar la voz.

—Ha sido… Ha sido… maravilloso.

—¿Oías el proyector?

—Quizá un poco, pero… No, en realidad no. Ha sido… ¡genial! ¿Podrás repetirlo?

—Desde luego. Angelica, has estado fantástica. Lo haremos exactamente así para el padre Elio, ¿de acuerdo?

Angelica apareció por entre las sombras, agitó brevemente una mano y Topo y Leo oyeron un llanto sonoro.

—De acuerdo. ¿Alguien tiene un pañuelo?

Marta había conseguido que el padre Elio se sentara a la mesa de su cocina de espaldas a la ventana, para que no viese el jardín. Acababa de preparar café cuando Nina oyó voces en la cocina y bajó a sentarse con ellos. Conversó durante un rato, pero la presencia de la muchacha inquietaba a Marta. Lógicamente, no temía que su hija viera a Leo por la ventana, pero si la verja rechinaba o Leo tropezaba con una rama seca, Nina enseguida preguntaría qué era ese ruido y tío Elio podría volverse hacia la ventana. Así pues, Marta comentó que Nina parecía cansada y debía pensar en acostarse. La muchacha se echó a reír.

—Si quieres que me vaya, madre, dilo y punto —respondió, y se despidió de ambos con un beso de buenas noches.

Marta intentó hablar de cosas triviales, pero estaba tan preocupada por Carmen que cada ruido atrapaba su atención y le hacía aguzar el oído en busca del odioso sonido de una escúter. Por consiguiente, para cuando el padre Elio preguntó inocentemente por Carmen, Marta tenía los nervios tan tensos como las compuertas de sus ojos y las lágrimas empezaron a brotar antes que las palabras. Él era el tío de Marta, pero también un sacerdote, de modo que no le resultó difícil hacerla hablar. Sí le resultó difícil, no obstante, saber qué tormento predominaba en Marta: si el miedo o la cólera. Estaba enfadada con Franco por haber muerto estúpidamente en aquella moto con aquella mujer abrazada a su cuerpo. No tenía sentido hablar de ella. Había pagado con la muerte.

—¡Pero el condenado de Franco debería estar aquí! —espetó—. Carmen necesita a su padre. No escucha a las mujeres y aún menos a su madre. Necesita un hombre que le ponga límites. ¡Necesita a su padre! ¡Maldito Franco!

Y siguió hablando de esa manera durante un rato.

El padre Elio escuchaba. No tenía nada que añadir. Marta tenía razón. Franco era un egoísta, siempre lo había sido. Y tenía razón también en lo que a Carmen se refería. Era evidente que la muchacha estaba bailando de puntillas en el borde de un precipicio con los ojos cerrados solo para demostrar que era capaz de hacerlo. La voz severa o el amor comprensivo de un padre podrían ayudarla, pero Franco no estaba. Elio tenía una idea, si bien conocía la opinión de Marta al respecto y guardó silencio mientras ella despotricaba sin descanso durante casi una hora. Cuando por fin se detuvo para respirar, el padre Elio decidió arriesgarse.

—Quizá haya un hombre a quien Carmen escuche.

Marta intuyó a quién se refería y temió oír lo que su corazón ya sabía. Con todo, preguntó:

—¿Quién?

—Leo Pizzola.

Marta soltó un grito de horror, breve pero sentido, cuando la cara de Leo Pizzola apareció en la ventana, justo por encima de la cabeza del cura.

El anciano casi se cayó de la silla. Sabía que su sobrina no iba a reaccionar bien al oír el nombre de Leo Pizzola, pero no esperaba que le gritara.

—Lo lamento, no debí mencionarlo.

Leo agitó una mano y desapareció.

—No, tío Elio, soy yo quien lo lamenta. Ha sido una reacción estúpida. Supongo que estoy cansada.

—Será mejor que me vaya.

—Sí, se está haciendo tarde. ¿Quieres que te acompañe?

—No, puedo volver solo. Tú quédate aquí esperando a Carmen.

Intercambiaron besos y abrazos y Marta envió a su tío por la puerta trasera a enfrentarse solo con el milagro que habían concebido para él. Sabía que debía seguirlo. Todo ese asunto del milagro había sido idea de ella. Debía tratar de proteger a su tío un poco más. Debería haberle hecho más preguntas a Leo. Pero esa noche pocas cosas le importaban, de modo que se sentó frente a su café frío y esperó. Quería que Carmen volviera a casa. ¿Dónde estaba? «Por favor, Dios, que mi hija regrese sana y salva», pensó.

La plaza estaba oscura y vacía y los pasos del padre Elio resonaron en el pavimento. Hacía mucho tiempo que no trasnochaba tanto, por eso estaba tan cansado. No lograba quitarse de la cabeza los temores de Marta, así que se detuvo en medio de la plaza para rezar fervientemente por el regreso feliz e inmediato de Carmen. No obstante, cuando se dirigía hacia la puerta de la cocina sucedió algo muy extraño.

—Elio Caproni…

Pensó que había sido el viento. Había tenido la sensación de que la brisa decía su nombre desde la arboleda. Era un sonido suave, casi inaudible. Sacudió la cabeza. Estaba cansado y oía cosas. Siguió andando.

—Elio Caproni…

Otra vez, y volvía a sonar como su nombre. Pero no era el viento. ¿Quién iba a susurrar su nombre a esas horas de la noche?

—¿Hay alguien ahí?

Escuchó con tanta atención que casi temió respirar. Silencio. Justo cuando iba a darse por vencido:

—Elio Caproni…

—¿Quién está ahí? ¿Quién es?

Esta vez no tuvo dudas. Alguien estaba susurrando su nombre desde los árboles. Se santiguó con presteza y maldijo a todos los demonios. Pero ¿y si era alguien que lo necesitaba? ¿Y si era alguien que tenía problemas? El padre Elio jamás se perdonaría haber vuelto la espalda por miedo a un ser herido o necesitado. Así pues, caminó despacio en dirección al oscuro bosquecillo… y la voz.

Leo retrocedía por el sendero muy lentamente, atrayendo al anciano hacia las sombras de los árboles. De tanto en tanto se detenía para asegurarse de que el padre Elio lo seguía, pero empezaba a dudar de que la idea fuera tan buena. Sus siniestros susurros lo asustaban incluso a él, y confió en no provocar un infarto al viejo cura. No estaría bien que el milagro fuera tan eficaz que lo matara.

—Elio Caproni… —susurró de nuevo.

El padre Elio avanzaba muy despacio por el camino que había recorrido miles de veces pero siempre a la luz del día. De noche resultaba un poco fantasmagórico. Le temblaban las piernas y tenía la boca reseca.

—Te oigo, pero no puedo verte —alcanzó a decir con voz trémula—. ¿Dónde estás?… ¿Estás ahí?

Para entonces Leo se encontraba agazapado al lado de Topo, viendo la figura del padre Elio acercarse hacia el tronco. El anciano se movía con lentitud, pero Leo comprobó que casi había llegado. Se volvió hacia Topo y le susurró:

—Prepárate.

Solo dos cosas habían cambiado desde su triunfal ensayo. La primera diferencia era un pequeño ajuste que no valía la pena mencionar. Por lo visto a Topo le había preocupado el comentario de Leo sobre el ruido del proyector. Sabía que podía mejorarlo, de modo que, mientras Leo dirigía al padre Elio por el sendero, aprovechó para tensar un poco más la manta en torno al aparato. Un detalle sin importancia.

El segundo factor no era tan nimio. Cuando Leo se marchó para dar el aviso a Marta, Angelica Giancarlo se colocó en lo alto de la elevación y esperó. Esperó pacientemente al pie de los tres pinos y pensó en las palabras que acababa de pronunciar y que pronto pronunciaría de nuevo. Y pensó en su vida.

Toda la humanidad ha pecado… Angelica pensó en sus años desgraciados en Roma, años que pasó haciendo cosas vergonzosas únicamente para obtener papeles insignificantes en películas bochornosas… No pienses en el pecado… Pensó en todos los hombres asquerosos con los que había estado por dinero. Todos le decían que era bonita… Todos acababan abandonándola… Abre tu corazón a la misericordia del Padre… Pensó en la carta de su madre donde le pedía que regresara a casa porque su padre tenía el corazón roto… Pero no volvió a verlo después de aquel día lluvioso en que él se apartó de la ventana… Murió de pena… Dios te ama, como ama a todos sus hijos… Pensó en su bebé, el bebé que llevaba dentro al huir de casa, el bebé que sostuvo en sus brazos una sola vez antes de que se lo quitaran para siempre… Era una niña… Dios te perdonó antes de que tuvieras el valor de pedirle que te perdonara… Angelica había deseado llevar su vida como un hermoso vestido de raso y encaje. Ahora se daba cuenta de que era un traje barato y chabacano, mal cosido con hilos de vanidad, egoísmo, espejismo, estupidez y mentiras… No desesperes… No importa que hayas pecado, todo te ha sido perdonado… No desesperes… querida Angelica Giancarlo.

El padre Elio llegó finalmente hasta el tronco. Leo se volvió hacia Topo y susurró:

—Ahora.

Topo pulsó el interruptor. Del proyector salió una luz intensa, suavizada por los dedos que Topo agitaba delante de la lente. El efecto, no obstante, duró apenas dos segundos porque la manta recién tensada se enganchó en el engranaje del aparato. La película fue perdiendo velocidad a medida que el mecanismo tiraba de la manta, hasta que al final se detuvo por completo, congelando una imagen de La Strada Los dedos mágicos de Topo se apartaron de la lente para intentar desatascar la manta. La imagen brilló en el montículo con todo su fulgor e iluminó a la pobre Angelica Giancarlo como los faros de un camión a una liebre en una carretera oscura. La luz del proyector volcó y rodó al tiempo que primero Topo y luego Leo tiraban de la manta hasta desgarrarla.

La aparición en lo alto de la elevación era, en el más estricto sentido de la palabra, fantástica. El camisón y el cabello decolorado de Angelica resplandecían en el fulgor desnudo de la luz. Tenía los brazos tendidos hacia arriba, como si quisiera tirar del cielo. Dos enormes círculos de rímel le rodeaban los ojos haciendo que parecieran pozos sin fondo, y por sus mejillas descendían dos ríos negros. Tenía la boca roja deformada en un aullido de dolor y todo su cuerpo se sacudía en sollozos. Podría haber sido la imagen final del Oedipus Rex[15], y las únicas palabras que fue capaz de pronunciar salieron en forma de grito angustiado:

—¡Dios, perdona mis pecados…!

Acto seguido, en el mismo instante en que la imagen congelada del proyector empezaba a burbujear y a fundirse en una sustancia pegajosa, el Ángel aullador se precipitó dando traspiés en dirección al aterrorizado cura. Sus escalofriantes lamentaciones empezaron de nuevo:

—Dios, perdona mis…

Pero Angelica no terminó la súplica porque su pie tropezó con el cable que Topo le había tendido delante. Llevado por la ceguera y la desesperación, el pie de Angelica tiró del cable y se hizo la oscuridad. El cable, por su parte, impulsó a la rolliza Angelica colina abajo hasta estrellarla contra los arbustos ante las narices del padre Elio.

En cuanto a la efectividad del milagro de Topo, el viejo cura estaba convencido de que había visto un Ángel, un Ángel Vengador que venía en busca de su alma. Así pues, si el padre Elio no se movió de su sitio por coraje o porque el miedo lo tenía paralizado, nunca se sabrá. Sea como fuere, todavía se hallaba en medio del camino cuando Angelica Giancarlo salió a gatas de los arbustos suplicando a Dios que le perdonara.

El sacerdote ayudó al turbado ser a levantarse.

—Dios santo… —tartamudeó—, pero si eres… la pequeña Angelica Giancarlo.

La conocía desde el día de su nacimiento. La había bautizado. Había consolado a su familia durante… el problema. Y había enterrado a su padre. Y ahora ahí estaba, deambulando por el bosque en medio de la noche en… Virgen santa… ¿camisón?… balbuceando, llorando y suplicando el perdón de Dios. El padre Elio estaba atónito. Primero la voz que lo atrajo hasta la arboleda y ahora eso. ¡Y el relámpago de verano! Que hubiera relámpagos de verano pese a lo avanzado de la estación era una cosa, pero que el relámpago apareciera como un enorme rostro sonriente de Anthony Quinn… ¡Increíble! El viejo cura, sin embargo, no disponía de tiempo para pensar en ese fenómeno. Tenía que llevar a Angelica a la iglesia para tranquilizarla, consolarla y escuchar su confesión.

Leo y Topo esperaron pacientemente entre los arbustos a que el padre Elio y Angelica entraran en la iglesia, antes de recoger su material para hacer milagros y desaparecer.

Esa noche, en la planta superior del Albergo di Santo Fico se dijeron cosas horribles. Eran casi las dos de la mañana cuando Carmen se deslizó por la puerta de la cocina con los zapatos en la mano y avanzó de puntillas hacia la escalera. Estaba tan concentrada en no hacer ruido que no reparó en la figura que la observaba junto a la mesa.

Antes de eso, poco después de que el padre Elio se marchara, Marta se había cansado de esperar en la cocina y había subido al primer piso. Pensó que oiría mejor el motor de la escúter desde el balcón del ala sur. Estaba sentada fuera cuando oyó un alboroto procedente de la arboleda de detrás de la iglesia. Distinguió un breve destello de luz, unos chillidos salvajes y, luego, el silencio. Algo le dijo que acababa de presenciar otro milagro chapucero y devolvió la atención a la negra llanura con la esperanza de oír el motor de una escúter.

Eran pasadas las diez cuando Marta entró y se preparó para acostarse. Dejó su dormitorio a oscuras porque quería desvestirse frente a las ventanas abiertas. Deseaba oír esa escúter cuando subiera por la estrecha carretera del pueblo.

A las once se tumbó en la cama a esperar. Sin embargo, empezó a notar que le pesaban los párpados y para evitar dormirse regresó a las rígidas sillas de la cocina, cuya incomodidad le garantizaba que la mantendrían despierta. Seguía sentada cuando la vigilia tocó a su fin.

Al ver a su primogénita deslizarse por la penumbra de la cocina, sintió tanta alegría y tanta cólera que quiso llorar y estrangularla al mismo tiempo.

—¿Dónde has estado?

La voz de Marta atravesó la oscuridad como una mano helada que agarró a Carmen por el cogote y la impulsó media escalera arriba.

Carmen olía a tabaco y alcohol. Tenía el maquillaje corrido y la ropa desarreglada. Cuando Marta la interrogó, la joven dijo que había estado en Grosseto, y sus palabras resbalaron por el alcohol cuando declaró desafiante que volvería a hacerlo cada vez que le viniera en gana. La discusión ganó intensidad hasta desembocar en una pelea. Marta le previno sobre los bares de Grosseto, los muchachos como Solly Puce y el precio de la estupidez. Entre risas, Carmen replicó que podía manejar a Solly Puce y a cualquier otro muchacho, y Marta le creyó y se avergonzó.

Las cosas que Carmen y Marta se gritaron eran esas cosas crueles y terribles que se dicen cuando una familia se pelea, mentiras y verdades mezcladas con dolor y sentimientos de culpa. Se acusaron mutuamente de crímenes pasados, unos reales y otros imaginarios, y ambas le auguraron a la otra un futuro yermo y sin amor. Las dos dijeron cosas que, con el tiempo, retirarían, perdonarían y nunca olvidarían. Oían a Nina llorar en su habitación suplicándoles que lo dejaran, pero no lo hicieron, no podían; la sangre les hervía demasiado. La reyerta terminó cuando Carmen insultó a su madre y esta le cruzó la cara con tanta fuerza que la mano le dolió. Pero Carmen no lloró. En lugar de eso, miró a su madre con el mentón bien alto desafiándola a que la abofeteara de nuevo. Marta rompió a llorar y salió corriendo a la calle en mitad de la noche.

No fue hasta que su madre se hubo marchado que Carmen dio rienda suelta al llanto. Fue a su habitación y se deshizo en lágrimas, pero no por la bofetada. En su vida había lamentado tanto las cosas que había dicho. Se le rompía el corazón y la imagen del tremendo sufrimiento que había visto en los ojos de su madre le abrasaba el cerebro.

Ahora era Carmen quien, tumbada en su cama, a oscuras, se preocupaba por su madre. ¿Adónde había ido? ¿Adónde había huido a aquellas horas?

Leo había trasladado su manta al lado oeste de la casucha de piedra para protegerse del sol de la mañana y por eso no oyó a Marta llegar. Solo cuando ya estaba aporreando la puerta con los puños y gritando su nombre despertó, casi al mismo tiempo que Nonno abría la puerta con una lámpara en la mano. Marta había olvidado que el abuelo se alojaba allí y Leo comprendió que aquella visita nocturna era un acto impulsivo. Marta tenía el camisón rasgado, el cabello cubierto de cardos y los brazos arañados por algunas caídas dolorosas. Su sucia cara estaba veteada de lágrimas cuando se disculpó con Nonno.

—Lo siento… Tengo que ver a Leo.

Nonno señaló a Leo, que estaba de pie en un rincón. Marta se alejó de la puerta disculpándose, turbada por lo que el anciano pudiera pensar.

—Lo siento… Es tarde.

Nonno sintió que debía decir algo a la pobre muchacha, pero vio a Leo sacudir la cabeza, de modo que entró y cerró la puerta.

Salvo por el murmullo lejano del mar, la tranquilidad era absoluta. Marta se encaminó hacia el acantilado y Leo la siguió. Esperaría a que se calmara.

—Quiero que me hagas un favor.

«¿Un favor? Un favor es algo que un amigo pide a otro amigo», pensó Leo. Eran palabras difíciles de pronunciar para Marta.

—Hay… un chico. No… es un chico bueno. Carmen… creo que ella ha… No sé si… lo ha hecho o no.

Bajo la luz de la luna Leo advirtió que Marta desviaba la cara. Vio que se llevaba los brazos a los hombros en un abrazo desesperado. Incluso vio que su pecho subía y bajaba en un esfuerzo por controlar la respiración. Pero no podía ver sus ojos, y sus ojos era lo que necesitaba ver.

—¿Qué quieres de mí?

Intentó que su voz sonara lo más dulce posible, algo que lamentó incluso antes de haber terminado de formular la pregunta. Sabía que la Marta que había conocido ya no existía. La muchacha se había convertido en una mujer amargada, si bien esa noche parecía diferente. Parecía un animal ahogándose en el mar de la desesperación y resistiéndose a desaparecer sin luchar bajo la oscura superficie.

—No lo sé —espetó ella—. ¡Algo! Quiero que hagas algo o… o te juro…

—¿Qué? ¿Me entregarás a la policía?

—¡Es posible!

—¡Pues hazlo! ¿Qué quieres? ¿Otro milagro? Lo lamento, pero todavía tengo muy fresco el último milagro y es evidente que la suerte no me acompaña.

—¡Habla con ella! ¡Simplemente… habla con ella!

—¿Por qué?

—¡Porque me lo debes! —A Marta se le quebró la voz, y Leo vio que enterraba los largos dedos en la negra melena y los apretaba como si intentara impedir que la cabeza le estallara—. La noche anterior a mi boda te presentaste en mi cuarto… y dijiste… ¡cosas! ¡Dijiste cosas que no tenías derecho a decir! ¡Dijiste cosas… que no debiste decir! ¡Mucho menos la noche antes de mi boda! ¡Me lo debes!

—Eso fue hace mucho tiempo —susurró Leo.

—¡Fue ayer!

Marta estaba llorando y Leo se descubrió deseando decirle cosas otra vez. Quería encontrar palabras que explicaran esa noche y los años previos a esa noche, y los años desde esa noche. Pero esas palabras no existían. Y porque no tenía las palabras y era tan hondo él sufrimiento de ella, alargó una mano y le acarició el brazo. Ella se apartó como si le hubiera quemado con una llama, y Leo vio que levantaba las manos para detenerlo.

—No me toques… No…

Con todo, no había cólera en su voz. Era la voz de una muchacha asustada, una voz que Leo había oído antes. Era la misma voz que, muchos años atrás, cuando él entró en su dormitorio y dijo cosas que no tenía derecho a decir, le suplicó «No digas eso… Para, te lo ruego…».

Marta se dejó envolver por la luna y se calmó. Cuando volvió a hablar, lo hizo como la nueva criatura, la nueva mujer que Leo había conocido desde su regreso.

—Una vez tuviste un amigo y lo traicionaste. Carmen es su hija. Quiero que lo hagas por Franco.

Dio media vuelta y se alejó por el camino que conducía al pueblo. Leo contempló su silueta durante largo rato antes de que la noche se la tragara.

¿Por qué demonios no se había quedado en Chicago?