17

Al abrir la puerta y oír la campanita, Leo recordó que no era la primera vez que visitaba el salón de belleza de Angelica Giancarlo. Un día, muchos años atrás, había entrado para dar un recado a su tía Sofia, que solía alisarse el pelo en el pequeño local cuando lo regentaba la madre de Angelica. Se lo dio apresuradamente, careciendo de razones para rezagarse, pues hacía dos años que Angelica se había marchado de Santo Fico. Ahora, transcurridos muchos más, aún reconocía el material: los sillones de vinilo turquesa y rosa con brazos cromados, el extraño lavamanos con mangueras y una depresión en la parte frontal y esos cascos que parecían salidos de una película de ciencia ficción. El penetrante olor a productos químicos todavía flotaba en el aire escociéndole la nariz, aligerándole la cabeza y hundiéndole el estómago. Era un olor que de inhalarse durante mucho tiempo seguramente resultaría dañino.

Pero el recuerdo más vivido que tenía del lugar guardaba relación con algo que había sucedido muchos años atrás, en la calle. Era algo que Leo nunca olvidaría y, al mismo tiempo, algo que sabía que no contaría a nadie, ni siquiera a Angelica. No habría sabido qué decir.

Corría el mes de noviembre. Una lluvia fría del norte azotaba el pueblo desde hacía una semana y, por una razón que ahora no recordaba, Leo llegaba tarde al colegio. Iba corriendo por las resbaladizas callejuelas del pueblo cuando dobló una esquina y tropezó con una escena sorprendente. Al final de la calle, frente a la casa de los Giancarlo, estaba estacionado un automóvil desconocido. Todo coche ajeno a Santo Fico merecía ser investigado, de modo que Leo aminoró la marcha. El pequeño Fiat marrón ocupaba casi todo el ancho de la calle y, pese a la distancia, Leo advirtió que el asiento trasero estaba cargado de maletas. Un forastero con un traje oscuro y un bigote delgado y encerado esperaba incómodo sentado al volante. Leo ignoraba quién era, pero enseguida supo que lo odiaba más de lo que nunca había odiado a nadie.

Ante el portal de la casa estaban Angelica y su madre, inmóviles bajo la cortante lluvia, unidas en un abrazo al que ninguna de las dos quería poner fin. Lloraban amargamente. Por fin, Angelica se separó, alzó la cabeza hacia una ventana de la planta superior y contempló el vidrio veteado. A Leo le extrañó que mirara una ventana oscura y vacía, pero a medida que fue acercándose adivinó una silueta detrás del cristal. Se trataba del padre de Angelica, y la expresión de su cara hizo que se detuviera en seco. Era una cara labrada en piedra, una cara que no conocía más que sufrimiento y que solo existía para alojar unos ojos insondables de expresión angustiada. Leo jamás había visto tanto dolor junto y, como una aparición en una pesadilla, le hizo pensar en la muerte. Rezó para no tener nunca unos ojos que lo miraran con la congoja con que esos ojos miraban a Angelica. Sin embargo, eso mismo iba a ocurrirle cuando le rompiera el corazón a su propio padre.

Finalmente, el padre se alejó de la ventana y Angelica se volvió hacia el coche. Se disponía a subir cuando de repente alzó la vista hacia la calle y… allí estaba Leo. Él no se había dado cuenta del descaro con que había estado mirándola, pero no le importó. Solo importaba que Angelica se iba y era claramente desgraciada. Ambas cosas llenaron al muchacho de trece años de deseo y confusión, pues a su edad no existía diferencia entre la lascivia y el amor. No sabía si ella conocía siquiera su nombre, pero aun así tuvo deseos de correr hacia ella, rodearla con sus enclenques brazos y protegerla. Cuando sus miradas se encontraron Leo le prometió en silencio grandes cantidades de pasión, aceptación y perdón. Entonces ella le sonrió. Era una sonrisa adulta de reconocimiento y gratitud por lo que su corazón de niño había declarado. Después la portezuela del coche se cerró, el motor del Fiat marrón resucitó y Angelica se alejó por la callejuela envuelta en una neblina de humo.

Eso iba a ser cuanto Leo sabría de la misteriosa partida de Angelica Giancarlo. A menudo se preguntaba si ella recordaba ese día y su presencia. Y ahora se preguntaba qué iba a decir Angelica cuando lo encontrara de pie en medio de su salón de belleza.

Cuando Angelica atravesó la cortina de girasoles que separaba su salón del resto de la casa y tropezó con la sonrisa de Leo Pizzola, abrió la boca y perdió brevemente la capacidad de habla. ¿Qué demonios hacía Leo Pizzola en su salón? Lo consideró una grave violación de su acuerdo tácito y por un momento quiso huir, pero luego decidió hacer frente a la situación. También decidió que si Leo decía algo, lo que fuera, referente a su secreto y su cita silenciosa en la playa, le daría un bofetón y lo echaría de la tienda. Y no volvería a nadar allí.

Para alivio de Angelica, Leo se mostró educado y respetuoso. Incluso la llamó «signorina[12] Giancarlo» hasta que ella lo autorizó recatadamente que la llamara Angelica. Él sostuvo el sombrero en la mano y permaneció de pie hasta que ella lo invitó a sentarse. Él solo miraba los ojos de ella o el suelo, y ella nunca le pilló mirando ávidamente otras partes de su cuerpo, como hacían la mayoría de los hombres. Él era más que educado; era encantador.

No obstante, Angelica tuvo serios temores cuando, sin más, Leo le preguntó respetuosamente:

—¿Va a misa con regularidad?

¿Era posible que hubiera interpretado tan mal las intenciones de Leo Pizzola? ¿Había ido a verla para pedirle que se arrepintiera? A lo mejor quería que fuese a la iglesia con él. Entonces le reconoció que no, que no asistía a misa con regularidad… Y sí, hacía muchos años que no se confesaba… Y no, no podía decir que tuviera una relación estrecha con el padre Elio, aunque, naturalmente, lo conocía de toda la vida y le merecía todo su respeto. Lo cierto era que no había tenido ocasión de ver al padre Elio desde que regresara a Santo Fico siete años atrás.

—Parece que nuestros caminos nunca se cruzan —dijo, y soltó una risita incómoda.

Que los caminos de dos vecinos de Santo Fico no se cruzaran durante siete años constituía toda una proeza, pensó Leo, y se preguntó si podría pedirle la receta.

Cuando Leo habló de la crisis de fe del pobre padre Elio, Angelica se sintió conmovida. Cuando Leo le explicó, de forma totalmente confidencial, el plan que él y Guido Pasolini tenían en mente («¿Quién?»… «¿Topo?»… «¡Ah, Topo!»), ella escuchó con sumo interés. Y cuando Leo mencionó que necesitaban una actriz hermosa para hacer el papel de Ángel, ella lloró. Leo permaneció sentado a su lado, en el diminuto sofá de cromo y vinilo, durante lo que pareció una eternidad, hasta que Angelica fue capaz de responder que «sería un honor representar el papel de Ángel para salvar la fe del querido padre Elio». Y lo decía de corazón.

Leo le aseguró que Guido… es decir, Topo, se haría cargo de todos los detalles de «la producción» y esa misma tarde le llevaría el guión. Ella y Topo podrían hablar entonces del vestuario y el maquillaje. Leo estaba seguro de que ambos disfrutarían con la experiencia. Le explicó que la «representación» tendría lugar esa noche en la arboleda que había detrás de la iglesia y, tras un extraño intercambio de inclinaciones de la cabeza, partió.

Si algún habitante de Santo Fico tuvo un problema con una tostadora, una radio, un taladro o cualquier otro aparato esa tarde, probablemente descubriría que el taller de reparaciones Pasolini estaba cerrado. Topo era en esos momentos un hombre que al fin seguía su auténtica vocación, si bien a Leo le preocupaba el gusto de su amigo por el espectáculo. Lo que necesitaban era un pequeño milagro, conmovedor y sin complicaciones. Un Ser Divino aparece sigilosamente entre los árboles y devuelve la fe a un viejo cura desengañado. Leo temía que el enfoque de Topo estuviera entre Quo Vadis! y Ben Hur. También encontró algunos detalles decididamente asombrosos.

—¿Para que necesitas el cable de alargue?

—Para enchufar el proyector.

—¿Para qué necesitas el proyector?

—Para proyectar una película.

—¿Por qué vas a proyectar una película?

—Para crear la luz sobrenatural, el resplandor angélico.

—¿No se notará que es una película?

—No. Utilizaremos una película en blanco y negro. La proyectaremos a cámara lenta y desenfocada para que todo se vea borroso, y moveré lentamente los dedos delante de la lente para distorsionar aún más la imagen. Recuerda que haremos la proyección sobre ramas y arbustos. Nadie la reconocerá. Todavía no he elegido la película. Será algo en blanco y negro y sin subtítulos, claro.

—Claro.

—Esto necesita un clásico. ¡Ya lo tengo! ¡La Strada[13]! ¿Qué opinas?

Leo pensó que había preferido la idea de Topo cuando se la había descrito bajo el olivo. Midió cuidadosamente sus palabras. Después de todo, era el milagro de su amigo y no quería interponerse. Que él no lo entendiera no significaba que no fuese a funcionar.

—¿Hace mucho ruido el proyector?

—¡Mantas! —exclamó Topo.

—¿Mantas?

—Envolveremos el proyector con mantas. Es una práctica habitual.

Leo se encogió de hombros y asintió como si comprendiera.

—¿Has escrito algo para Angelica? Te espera en cualquier momento y está un poco nerviosa.

Leo tenía la impresión de que cada vez que mencionaba el nombre de Angelica Giancarlo, su amigo se ponía tenso. Y antes, cuando Topo lo había interrogado minuciosamente sobre su entrevista con Angelica en el salón de belleza, adquirió un tartamudeo impropio de él. Ahora, no obstante, se limitó a introducir una mano en el bolsillo, entregó una hoja arrugada a Leo y siguió buscando entre sus películas. Leo leyó lo que había escrito y enseguida se sintió mejor.

—Topo, esto es… es bueno. Muy bonito.

Topo gruñó y siguió removiendo bobinas en busca de su sección de Fellini.

—Sí. Se lo llevaré a Ange… Ange… Angelica dentro de un rato… La Strada… Será perfecta. Tienes que hablar con Marta… ¿Dónde están mis Fellini?

Leo ignoraba la recepción que le esperaba al llegar al hotel, pero últimamente Marta ya no le recibía con rabia ni gritos. Mientras subía por la cuesta del taller, trató de comprender por qué se había vuelto tan amarga. Tenía claro por qué Marta sentía hacia él lo que sentía, pero había algo más. Desde su regreso, Leo había percibido algo que iba más allá del desprecio que le manifestaba. La amargura de Marta era con la vida en general, y eso le preocupaba.

Al pasar por un vicolo[14], estrecho pasaje entre dos edificios, vio algo que le hizo detenerse y dar un paso atrás. Al final del callejón estaba Carmen, apoyada en una pared, con ese extraño y grasiento muchacho que traía el correo desde Grosseto inclinado sobre ella. Era evidente por qué se ocultaba en el vicolo No solo estaba fumando, sino dejando que ese muchacho le pusiera las manos encima. Actuaban como adolescentes, bromeando y dándose empujones, pero así y todo Carmen estaba permitiendo que la tocara. Durante el breve instante en que Leo estuvo observándolos se percató de que la muchacha sentía que tenía el control, pero cuando advirtió que Leo la miraba, su primera reacción fue de miedo. No obstante, el miedo desapareció enseguida y Carmen miró con descaro a Leo mientras daba una calada a su cigarrillo. Era una mirada desafiante que lo retaba a hacer o decir algo. Leo no se encontraba lo bastante cerca para advertir que Carmen había estado llorando. Solly Puce también se volvió hacia él, y al ver su fría mirada se separó de Carmen, se ajustó los pantalones, hizo una extraña contorsión que Leo no comprendió y gritó algo ininteligible.

Pese a todo el resentimiento y la decepción que Leo sentía hacia Franco Fortino, en otros tiempos habían sido íntimos amigos y esa era su hija mayor. Leo sabía que debía acercarse y propinar una paliza a ese espeluznante muchacho sencillamente porque eso era lo que Franco habría querido que hiciese. Pero antes de que pudiera reaccionar, Carmen arrojó el cigarrillo al suelo, agarró a Solly de la camisa y tiró de él hasta desaparecer por la esquina. Leo oyó sus risas.

Una vez en el hotel, se detuvo en el umbral de la cocina y esperó. Marta no estaba. Golpeó la puerta y gritó su nombre. Se disponía a marcharse cuando ella apareció en lo alto de la escalera. Tenía el aspecto distraído de quien está buscando algo importante.

—Ah, eres tú. ¿Qué quieres?

—¿Puedo entrar?

—Claro, adelante. ¿Qué quieres?

Marta estaba alterada y esta vez él no era el motivo.

—Necesito que te traigas al padre Elio al hotel esta noche y lo mantengas alejado de la iglesia hasta las diez.

—¿Las diez? Eso es demasiado tarde para él. No sé… ¿Por qué? ¿Qué estás tramando?

—Nada, no te preocupes, pero esta noche siéntate a la mesa de cara a la ventana. Cuando estemos listos, me acercaré al cristal y te haré una seña. Entonces dejarás que tu tío se vaya a casa.

—¿Cómo voy a retenerle aquí hasta las diez?

No era una pregunta que esperase respuesta. Marta tenía la cabeza en otra parte, y mientras despedía a Leo este confió en que hubiera prestado atención al plan.

—Dile que tienes que hablarle de algo importante.

—Ya, de acuerdo, algo importante. Oye, ¿has visto a Carmen?

Leo había recorrido ya medio jardín, pero por el tono de intranquilidad de Marta comprendió qué era lo que la tenía tan preocupada. Pensó en la hermosa Carmen y en Solly Puce apretado contra ella, sobándole el costado con una mano y riendo maliciosamente en su oído. Ahora lamentaba no haber pegado al muchacho.

—No… Bueno, creo que la vi en la calle hace unos minutos.

—¿Estaba sola?

—No lo sé… No, creo que no.

Leo oyó el motor de una vieja Vespa al arrancar. Todo el pueblo conocía el ruido de esa escúter.

Marta corrió hasta la valla del jardín y gritó en dirección al pasaje vacío:

—¡Carmen Fortino, vuelve inmediatamente! ¡Carmen!

El ruido de la Vespa se perdió y Marta quiso clamar al cielo. ¿Por qué había vuelto a reñir con Carmen? ¡Y por una nimiedad! Qué estupidez. Si Carmen regresaba en ese momento le pediría perdón. La tomaría en sus brazos como cuando era niña, o le gritaría, la sacudiría y la abrazaría, quizá todo al mismo tiempo. Como siempre, los acontecimientos de su vida daban vueltas alocadas a su alrededor sin hacer caso de todos sus esfuerzos por ordenarlos, y se sentía impotente.

Sí, hablaría con el padre Elio esa noche, y sería sobre algo importante.