Los días siguientes fueron difíciles. Marta iba a la iglesia al menos tres veces al día, y aunque su tío Elio siempre la recibía con una sonrisa, ella se daba cuenta de que estaba débil. Cuando caminaba, su paso era lento y arrastraba los pies. Cuando hablaba, se distraía fácilmente y siempre parecía estar pensando en otra cosa. Pero lo que más preocupaba a Marta era la forma en que su tío fruncía el entrecejo al ver las bandejas repletas de comida maravillosa que ella pasaba horas preparando. Marta se devanaba los sesos para recordar los platos favoritos de su tío, pero sus esfuerzos solo conseguían disgustar al anciano. Así pues, la tercera noche tras el episodio de la fuente, dejó de llevarle comida y, en su lugar, se presentó con un gran cuenco de caldo de verdura y un vaso de vino. Apenas tuvo que insistir para que el viejo cura aceptase el caldo y el vino como meras variaciones del agua, de la cual no había renegado. Vació el cuenco, apuró el vino y se fue a la cama. Esa noche durmió mejor que ninguna otra desde el terremoto. Marta se pasó a los caldos.
Nina también empezó a visitar a su tío abuelo más a menudo. Echaba de menos llevarle el almuerzo. Siempre se ofrecía, pero por la razón que fuera su madre insistía en hacerlo personalmente. Nina podría llevárselo la siguiente vez, pero cuando la joven comprendió que esa siguiente vez nunca llegaría, comenzó a ir a la iglesia sin un motivo concreto. No podía ver lo delgado y ojeroso que estaba su tío abuelo, pero sabía que no se encontraba bien. Lo percibía en su voz. Había oído muchas veces tristeza en esa voz cuando hablaba de Dios, y en una ocasión, mucho tiempo atrás, le había preguntado el motivo. Su tío abuelo le explicó que a veces se ponía triste no por culpa de Dios, sino porque él le había fallado. Nina intentó disuadirlo varias veces, pero él siempre cambiaba de tema. Mas lo que en ese momento oía no era solo tristeza, sino algo más, y tardó varios días en encontrarle un nombre. Era desesperación. Su tío abuelo estaba tirando la toalla con respecto a algo, pero ignoraba el qué. Aunque quería consolarlo, no sabía cómo hacerlo, de modo que rezaba en busca de las palabras precisas. Nina no abominaba de su ceguera, ¿para qué?, pero en estos momentos le habría gustado sentarse con su tío Elio por las noches y leerle un gran libro lleno de sabiduría que diera respuesta a todas las preguntas de su atribulado corazón y le otorgara paz. Así y todo, tenía que conformarse con estar con él y quererlo.
En la casucha de piedra junto al mar las cosas no iban mucho mejor. Leo evitaba ir al pueblo porque no se le ocurría ningún nuevo milagro y era incapaz de enfrentarse a Marta. Tampoco podía dejar de pensar en el padre Elio. No había comprendido la angustia de Marta hasta que se sentó con el viejo cura en los escalones de la iglesia. Ahora, cuando intentaba conciliar el sueño por las noches, los ojos hundidos del padre Elio aparecían y desaparecían del rostro inmóvil de san Francisco. Los dos santos lo miraban acusadoramente y no conseguía espantarlos.
También habían surgido problemas de convivencia con Nonno. El abuelo no tenía la culpa. De hecho, desde que el agua había vuelto a la fuente Nonno estaba mucho mejor. Todavía pasaba los días sentado en el borde de ella, pero la gente, cuando pasaba por su lado, parecía mucho más dispuesta a detenerse y conversar con él. Y daba la impresión de que todos los habitantes de Santo Fico pasaban por delante de la resucitada fuente al menos una vez al día. Casi siempre había niños. No es que en Santo Fico hubiese muchos niños, pero los pocos que había parecían de pronto vivir junto a la fuente, y Nonno se había convertido en su héroe. Nonno adoraba esa atención. Y adoraba a los niños.
El problema de Leo era que la cabaña se le hacía pequeña. Alojaba un perro que despedía un olor demasiado penetrante para su gusto, y cada vez eran más las noches que Leo dormía fuera. Le habría dicho algo a Nonno, pero nunca había visto a nadie enamorarse de un cuchitril como ese con tanta rapidez, y el perro también le había cogido cariño. Era como si el constructor, quienquiera que fuese, hubiese tenido a ese par en mente. Leo decidió que cuando regresara a América cedería la casucha a Nonno y el perro. Pero por el momento pasaba los días, y a menudo las noches, vagando por la tierra donde había crecido y que tanto se había esforzado por ignorar desde su regreso.
Todo había comenzado la mañana siguiente al desastre de la fuente. Leo se despertó temprano y de un humor de perros. Había dormido mal. ¿Cómo era posible que un plan tan maravilloso saliese torcido? Pensó que un paseo antes del desayuno lo tranquilizaría, de modo que se alejó del acantilado y siguió los senderos que conducían al pueblo, si bien sabía que Santo Fico no era su destino. Saltaba de un camino polvoriento a otro, dando puntapiés a la maleza, absorto en un laberinto de frustraciones. En un momento dado tropezó con la manada de caballos de los Lombolo, que pastaban en su propiedad. Tras el sobresalto inicial, agitó su sombrero y, enfurecido, empezó a dar voces. Las enormes bestias piafaron, patearon el suelo con sus afilados cascos y huyeron.
Fue entonces cuando Leo cayó en la cuenta de que se hallaba junto al olivar, y se adentró en él sin un motivo aparente. Conocía esos árboles viejos y nudosos, pero habían cambiado mucho. Estaban más grandes, abultados y tristes. Nunca los había visto tan desatendidos. Sabía el aspecto que les agradaba tener: recortados, podados y prietos. Aquellos árboles echaban largas ramas que se alzaban arbitrariamente hacia el cielo o pendían hasta casi tocar la tierra. Leo recogió una aceituna. Era pequeña y dura, y sabía que no crecería más. Nunca se llenaría de aceite y jugo ni maduraría hasta casi estallar. Aquellos árboles estaban sedientos. Se imaginó las viejas raíces cavando cada vez más hondo en busca de agua. Pero el agua que encontraban se la robaban las ramas.
Deambulaba por el olivar cuando encontró unas oxidadas tijeras de podar olvidadas hacía muchos años en la horcadura de un árbol. Leo imaginó a su padre bajo ese árbol, utilizando las tijeras. Imaginó la voz fuerte y melodiosa de su tía Sofia avisándole de que la cena estaba lista. Tía Sofia se había quedado a vivir con el marido de su difunta hermana y lo había cuidado casi hasta el final. Leo imaginó a su padre depositando las tijeras en la horcadura del árbol y regresando lentamente a la casa en un anochecer cálido y rojizo. Seguro que había tenido intención de regresar por ellas al día siguiente, porque era un hombre que cuidaba sus herramientas. Pero nadie volvió, y ahí se quedaron.
Examinó el árbol y trató de imaginar qué rama había estado podando su padre. Eligió una y la cortó. Le gustaba el ruido limpio y seco que hacía la hoja al atravesar la rama. Le gustaba la presión familiar de las tijeras en su mano y le gustaba la forma en que la rama caía al suelo. Así pues, cortó otra. Y otra.
Leo pasó el resto del día en el olivar, yendo de árbol en árbol, haciendo una vez más lo que había hecho durante la primera mitad de su vida y de lo que había intentado renegar durante la segunda mitad. Esa noche soñó menos.
Al día siguiente volvió a despertar temprano. Esta vez no tenía rabia que sacudirse ni frustración que lo atormentara. Solo tenía ganas de dar un paseo después de desayunar. Llegó hasta el viñedo y, por una extraña casualidad, llevaba consigo las tijeras de su padre. Descubrió, no obstante, que lo que más necesitaba el viñedo no era una poda. Los troncos, gruesos y trenzados, estaban sanos, pero apenas tenían zarcillos, y las escasas ramas que daban eran delgadas y poco frondosas. Ese año no habría uvas. Las vides son plantas robustas que gustan del calor y crecen bien incluso en suelo seco y pedregoso, pero la sequía de ese verano estaba resultando excesiva hasta para ellas. Las vides se morían de sed.
Lo que realmente le partió el corazón, sin embargo, fueron los rosales. Al comienzo de cada hilera de cepas había un rosal, y también estos estaban muriéndose. Habían sido plantados mucho antes de que Leo naciera y probablemente antes de que naciera su padre. De niño le decían: «La rosa es como la uva, pero la rosa es más frágil, más sensible a algunas de las dolencias que también dañan la uva. Todo lo que contrae la vid, la rosa lo contrae primero». Leo aprendió que al observar las rosas, el cuidador del viñedo se percataba de los peligros y podía tomar medidas para proteger las vides. Recordó que su madre amaba los rosales. De la misma manera que los trabajadores atendían las vides en los campos, su madre se arrodillaba delante de los rosales y les removía la tierra, los alimentaba y podaba sus diminutas ramas.
—Corta por encima del tallo de cinco hojas si quieres una flor —decía, y su marido se reía.
—Quieres a estas rosas más que a las vides —vociferaba desde la otra punta del campo.
Y ella replicaba:
—Cuando hay tantos que cuidan de las vides, alguien tiene que amar las rosas.
Y cuando las vides se tornaban frondosas y los racimos de uvas llegaban casi al suelo, al comienzo de cada hilera había un rosal rebosante de flores, cada uno de diferente color, y cada color más intenso que el anterior. Leo recordó que su padre salía justo después de la salida del sol y cortaba brazadas enteras de rosas frescas para ofrecérselas a su esposa.
—Estos campos están encantados —pensó en voz alta, y comprendió que había renegado de sus fantasmas hasta donde había podido.
Se abrió paso por la maleza hasta la cima de la colina, el punto más alto de la finca, y fue derecho a una vieja tubería que parecía brotar directamente del suelo. En su centro había un tornillo oxidado, y desembocaba en un canalón de madera que bajaba por la pendiente y se perdía en la vegetación. Tras una breve búsqueda, Leo encontró una barra de hierro diseñada para encajar en la cabeza del tornillo. Estuvo media hora tirando y empujando hasta que, finalmente, el tornillo giró. Un torrente de agua clara desgarró las telarañas de la tubería y se precipitó por el canalón.
Leo pasó el resto del día con una pala en las manos, corriendo a lo largo de viejas acequias para adelantarse al agua que descendía hacia el olivar. Una vez abajo, empezó a abrir y cerrar compuertas, desviando hábilmente el agua de una hilera a otra, hasta que todas las hileras de olivos se convirtieron en islas en medio de lagos delgados y tornasolados. Después reanudó la carrera en dirección al viñedo.
Finalmente, se sentó en la margen de un canal de riego y observó el curso del agua, como había hecho de niño. Observó que el sediento suelo donde crecían las vides y los rosales engullía el líquido elemento. Observó a los vencejos volar y cazar insectos diminutos que revoloteaban sobre la superficie. Por la tarde, los caballos de los Lombolo se acercaron a beber, pero al ver a Leo sentado junto a la acequia guardaron distancias. Transcurrido un minuto, y al ver que el hombre no agitaba el sombrero ni les gritaba, llegaron hasta la acequia y bebieron. Leo los observó.
Esa noche regresó a casa bordeando el acantilado. Sabía que estaba cometiendo errores. Estaba podando los olivos en la estación equivocada. El riego estaba arrastrando la tierra de las vides. Pero no le importaba. Al día siguiente lo haría mejor.
El humo que se elevaba por encima de la finca de los Pizzola podía verse desde lo alto de la carretera del norte. Topo se dirigía a casa de Leo porque no soportaba tanta presión y el asunto del milagro le estaba complicando demasiado la vida. Cada vez que cruzaba la plaza veía a Marta mirándolo desde una ventana del hotel, y podía jurar que distinguía barrotes reflejados en sus ojos. Todo era culpa de Leo, pero si Leo no encontraba una solución, tendría que encontrarla él. Se le había ocurrido una idea. Habían intentado el milagro de Leo, y quizá hubiese llegado el momento de intentar el suyo. Leo Pizzola no era el único capaz de idear milagros.
Topo olvidó todas sus elucubraciones cuando vio las grandes columnas de humo negro que salían de lo que pensó era la casa de los Pizzola. Echó a correr, pero para cuando llegó al viejo caserón ya había reducido la velocidad. La casa no ardía, al menos por el momento. El humo procedía del olivar.
Para su sorpresa, Topo encontró a su amigo trasladando carretas repletas de hierbas secas y ramas muertas desde los olivos hasta el otro lado del sendero, bien lejos del olivar, y volcándolas en una pila junto a un gran círculo de tierra que había limpiado de vegetación. Nonno estaba dentro del círculo alimentando con paciencia una fogata. Cogía maleza de la pila y, cuando lo juzgaba conveniente, la arrojaba a las llamas. El perro estaba sentado junto a una manguera que habían llevado por si las moscas. Cuando Topo pasó por su lado, el chucho le lanzó un guiño tranquilizador: en caso de necesidad, tenía la manguera preparada.
—¿Estás loco? ¡Esta es la peor estación para quemar! —gritó Topo por encima del fragor de la hoguera—. Se ha de quemar en otoño. Podrías prender fuego a toda la finca.
—Lo estamos haciendo con cuidado —repuso Leo, y regresó al olivar. No necesitaba que le recordasen que no era la estación adecuada.
Topo lo siguió y observó que muchos árboles parecían más erguidos. Volvían a tener aspecto de olivos y el rastrillo había limpiado muchas hileras. A Topo le agradó lo que vio. Se parecía más a lo que debía ser, pero estaba confuso.
—¿Por qué lo haces? Pensaba que querías vender la finca.
—Así es —mintió Leo—; pero ¿ves a muchos compradores llamando a mi puerta? Nadie se interesará por ella en este estado.
A Topo lo convenció el argumento, y Leo se alegró de que su amigo tuviera otras preocupaciones y no insistiera en el tema.
—Tengo que hablar contigo.
Leo comprobó las provisiones de combustible de Nonno. Podía descansar unos minutos, así que buscaron un lugar sombreado bajo un árbol. Topo se volvió para asegurarse de que Nonno y el perro no podían oírles.
—¿Cómo está el fresco?
—Bien.
—¿No crees que deberías cambiarlo de sitio? Al menos mientras Nonno viva contigo.
—No, está bien donde está —volvió a mentir Leo.
Lo cierto era que su corazón daba un brinco cada vez que Nonno entraba por la puerta de la choza. Era como si el fresco le aullara desde las profundidades del catre. De hecho, cada vez que Nonno se movía por la habitación Leo estaba seguro de que iba a señalarle el bulto de debajo de la cama y exclamar: «Oye, ¿qué es eso? ¡Parece algo que has robado de una iglesia!». En realidad, Leo estaba haciendo lo posible por no pensar ni en frescos ni en fortunas ni en milagros.
—Tengo un plan —dijo Topo con una sonrisa astuta.
En fin… no se perdía nada por escuchar.
El plan de Topo, pensó Leo, era exactamente la clase de plan que Topo habría ideado. Era teatral y rimbombante, lleno de drama y espectáculo. Tenía una trama, un guión, un reparto y efectos especiales. Se trataba de una idea bastante buena y engañosamente sencilla. Si el problema estaba en que el padre Elio sentía que Dios le había rechazado por un pecado grave y misterioso, en lugar de intentar hacer cosas que demostraran que Dios lo amaba, ¿por qué no buscar a alguien que le dijera que Dios no había dejado de amarlo? El milagro no estaría en el mensaje, sino en el mensajero. Tenía que ser un ángel que bajara del cielo.
Mientras Topo describía dramáticamente la escena, Leo notó que se le erizaba el vello de los brazos. Para cuando su entusiasmado amigo llegó al desenlace, tenía un nudo en la garganta que le dificultaba el habla y se descubrió conteniendo una lágrima. Cuando Topo hubo terminado y se hizo el silencio bajo el olivo, Leo tuvo dos cosas claras: primero, que se trataba de un buen plan, quizá el mejor; y segundo, que si Guido Pasolini hubiera crecido en Hollywood, habría dirigido el mundo.
Para que el plan funcionase era preciso que ocurriesen algunas cosas y pronto. Topo habló de vestuario y maquillaje, de luces especiales y un guión; él se encargaría de todo eso. Lo único que no podía hacer por la producción (eso fue lo que dijo, «la producción») era representar el papel del Ángel. Para eso necesitaba a Leo. El Ángel constituía un factor determinante. Tenía que ser mujer y de aspecto angelical, o sea, hermosa. Tenía que ser alguien a quien el padre Elio no reconociera, o sea, alguien que no frecuentase la iglesia. Y tenía que ser actriz. Ambos sabían que solo había una persona en Santo Fico que encajara con la descripción.