A la mañana siguiente, muy temprano, Leo, Topo, Nonno y el perro se sentaron a la sombra de un roble y afinaron la oreja con la esperanza de oír el motor de un camión acercándose por la arboleda. El fontanero que Topo había encontrado en Piombino había prometido que bajaría por esa carretera «a primera hora» de la mañana. Por lo visto, fue inútil intentar que concretara un poco más. Al menos Topo había encontrado a un tipo que juraba no conocer a nadie en Santo Fico, no haber estado nunca en Santo Fico y no tener la más mínima intención de visitar Santo Fico.
El perro fue el primero en percibir algo. Levantó la cabeza del suelo y miró en dirección a la arboleda. Para cuando los otros tres alcanzaron a oír el lejano rumor de un camión, el chucho ya estaba aburrido y había vuelto a dormirse.
El pequeño camión del fontanero frenó en medio de una nube de humo azul y los tres espectadores se maravillaron en silencio de que hubiese conseguido hacer todo el trayecto desde Piombino. También se preguntaron si el hombre tenía realmente un taller o contaba únicamente con su atestado camión. La parte trasera estaba repleta de estantes y cubos que, a su vez, estaban repletos de todas las herramientas, tubos, abrazaderas, tornillos y piezas de fontanería imaginables. Con tanto material era comprensible que los ejes y el chasis estuvieran a punto de tocar el suelo. O eso pensaron hasta que la puerta de la cabina se abrió y el camión gimió de puro alivio cuando el conductor se apeó. Los tres observadores tenían sus inquietudes en cuanto al ancho de la puerta y las dimensiones de su fontanero. Leo no recordaba haber visto antes a una persona tan ancha como alta, aunque tenía que reconocer que aquella bala de cañón con piernas no destacaba por su estatura. En realidad, era sumamente bajo. Probablemente su mirada y la de Topo coincidieran. No obstante, cuando lo vieron extraer una bolsa de herramientas de la trasera del camión, se percataron de que el tipo no tenía ni un gramo de grasa. Era todo músculo. Y moreno. El color de los brazos y la cara recordaba al de unos zapatos marrones gastados. Desde su posición, Leo no lograba distinguir si el hombre estaba curtido por el sol o, sencillamente, cubierto de mugre.
El fontanero se acercó a sus impacientes ayudantes con paso firme y una sonrisa que le iluminaba el rostro hasta la coronilla de su calva y morena cabeza y preguntó:
—¿Dónde está esa tubería rota?
Cual víctimas de un latigazo, Leo y Topo se apartaron del fontanero casi al mismo tiempo.
—Allí… Síganos…
Se adelantaron rápidamente, para no recibir el aire que levantaba el fontanero, y echaron a andar en dirección al hoyo.
Es obligación de los fontaneros, por la naturaleza del mundo, afrontar a veces situaciones que resultan socialmente desagradables. Leo y Topo no tenían modo de saber qué faena había realizado ese hombre antes de lo que en ese momento se disponía a emprender, probablemente algo repugnante. El resultado final, no obstante, sí era obvio: aquel honrado trabajador desprendía un olor a algo excesivamente maduro. Hasta Nonno, cuyo sentido del olfato Leo ya había puesto en duda, decidió mantener las distancias. Solo el viejo chucho parecía atraído por los efluvios del fontanero. Nonno había visto a aquel perro buscar cosas putrefactas tendidas al sol, cosas que le revolverían el estómago a cualquiera, y rodar sobre ellas con sumo placer. Así pues, los gustos del animal no eran muy recomendables. Leo tuvo la impresión, no obstante, de que el penetrante olor poco tenía que ver con faenas anteriores y que el tipo había pasado menos tiempo al sol del que parecía.
Con todo, conocía su trabajo. Contempló el hoyo apenas un minuto antes de declarar:
—Esta tubería está rota.
Leo, Topo y Nonno se hallaban ante un auténtico profesional. Asintieron con la cabeza.
—Y quieren que la sustituya por una nueva.
No era una pregunta. Era una afirmación. Aquel tipo no solo había comprendido la situación, sino que tenía la solución. Asintieron con la cabeza.
—¿Quieren una llave de paso?
—¿Puede ponerla? —preguntó Leo.
—Desde luego. Serán dos horas.
—¿Podemos hacer algo para ayudar?
—Sí, no ayuden. —El hombre soltó una carcajada. Había utilizado ese chiste otras veces.
Leo, Topo, Nonno y el perro se apartaron del hoyo mientras el fontanero ponía manos a la obra. No querían alejarse demasiado porque tenían curiosidad por ver cómo esa bola de bolos andante se las arreglaba dentro del agujero. Por otro lado, no querían estar muy cerca porque la dirección del viento podía cambiar.
El hombre resultó tener una agilidad extraordinaria, y la reparación avanzó sin apenas dificultades. La única parte de la tarea que exigió más tiempo del previsto fue la de extraer de la tubería las ropas de los saboteadores aficionados. El efecto de la presión del agua, por un lado, y de la roca, por otro, contra el amasijo de prendas, piedras, ramas y barro había producido un tapón sumamente práctico. Enterrado en la mugre, el fontanero tiró, hachó, palanqueó, bufó y maldijo durante más de media hora antes de que una pelota de rocalla saliera disparada de la tubería con la presión de una manguera contra incendios. El agua empezó a escapar con tanta fuerza que el hoyo se convirtió en un estanque cada vez más hondo. El fontanero alcanzó a mantener la cabeza fuera del agua y gritar:
—¡Si todavía quieren ayudar, ahora es un buen momento!
Por desgracia, todo eso fue más de lo que el perro pudo soportar. Probablemente solo deseaba un sorbo de agua, y si resbaló o saltó se discutiría más tarde. El caso es que en un abrir y cerrar de ojos se halló encima del fontanero con las patas traseras aferradas a los hombros y las pezuñas chapoteando como enloquecidas. Tras unos momentos de forcejeo desesperado entre el hombre y la bestia, en ocasiones sumergidos por completo en el agua enlodada, Nonno tiró sin miramientos del chucho y el fontanero consiguió fijar la llave al conducto recién aterrajado. El torrente se detuvo al fin y el fontanero, esbozando una sonrisa jovial, subió un momento para descansar, secarse y dejar que el agujero desaguara. Se diría que había disfrutado de la aventura, y Leo observó que el inesperado baño lo había dejado dos tonos más claro.
Leo y Topo aprovecharon el descanso para coordinar la operación. El fontanero les aseguró que las tuberías estarían conectadas en menos de una hora. Eso proporcionaba a Leo tiempo de sobras para ir hasta el pueblo y conseguir que el padre Elio visitara la fuente. Si Leo y Topo sincronizaban sus relojes, aquel haría que el sacerdote rezara en el momento exacto en que Topo hiciera girar la llave de paso. Ambos dieron el visto bueno al plan, pero Nonno no estuvo de acuerdo. Por la razón que fuera, para él era importante hacer girar la llave.
—Yo hice que el agua desapareciera y yo la devolveré.
De acuerdo. Nonno haría girar la llave. Pero el fontanero también tenía una objeción.
—Verán, no sabemos qué hay en la otra mitad del conducto. Podría estar taponado o roto en algún punto de aquí a la fuente.
Ni Leo ni Topo ni Nonno tenían una solución a ese problema, de modo que decidieron pasarlo por alto. Era un buen plan; un plan excelente. Solo debían sincronizar sus relojes y decidir el minuto exacto. Hecho esto, todos estuvieron listos para que Leo fuera al pueblo y preparara al padre Elio para su milagro.
Por el camino, Leo tuvo tiempo de ahondar en un aspecto que no había considerado demasiado. ¿Cómo iba a conseguir que el padre Elio se acercara a la fuente y se pusiera a rezar para que de ella brotara agua exactamente a las 11.46…? No, 11.45. Topo era el de las 11.46. Topo quería ese minuto de más para darse cierto margen de error. Así pues, el padre Elio llevaría un minuto rezando cuando de la jarra del querubín empezara a manar milagrosamente agua cristalina que caería sobre el pequeño plato de mármol, se deslizaría como una cascada hasta el segundo plato y, finalmente, chapotearía sobre el estanque reseco. Aunque a Leo le gustaba la idea del margen de error, estaba seguro de que Topo la había propuesto porque no se fiaba de su reloj americano. En cualquier caso, ¿cómo iba a conseguir que el padre Elio se pusiera a rezar en la fuente a las 11.45?
Para cuando subía por la cuesta que llevaba a la plaza, Leo ya tenía un plan. Dejaría el dilema en manos de Marta. Ella era la implacable. Ella era la de las palabras viperinas, las miradas iracundas y la expresión despectiva. ¡Era por su tío! ¡Qué se encargase ella!
Para cuando llegó a lo alto de la cuesta estaba furioso con Marta, de modo que en lugar de seguir recto realizó un brusco giro a la izquierda que lo condujo directamente al jardín trasero del hotel. Luego solo tuvo que seguir los tentadores aromas que llegaban de la cocina. Marta estaba delante del fogón removiendo una enorme olla que, por el olor, parecía contener caldo de carne, y a Leo le gruñó el estómago de hambre mientras permanecía audazmente en el umbral. Se había preparado para una pelea e incluso había ensayado algunos diálogos, de modo que Marta lo desarmó por completo cuando levantó la vista y dijo:
—Debes de estar sediento después de la caminata.
Lo estaba. Marta señaló con el mentón el fregadero y le permitió llenarse el vaso dos veces. Leo estaba desmontado. La actitud de Marta no podía considerarse amistosa, pero por lo menos no le había gritado, y él había entrado en la cocina sin pedir permiso. ¿Y cómo sabía ella lo de la caminata?
Marta bajó el fuego y lo invitó a sentarse a la mesa. Mientras Leo tomaba asiento frente a Marta, todos sus instintos le aconsejaron que recelara de su hospitalidad, que podía tratarse de una trampa.
—¿Y bien? —comenzó ella despreocupadamente—. ¿Has decidido que ha llegado el momento de contarme por qué tú y Topo lleváis dos días siguiendo a ese viejo loco? ¿O para qué habéis estado cavando? ¿O adónde fue Topo ayer? ¿O qué hace ese camión blanco junto al bosquecillo? ¿O por qué mi tío todavía cree que Dios lo ha abandonado? ¿O acaso solo piensas decirme lo que crees que yo debo hacer al respecto?
Leo recordó que la planta superior del hotel disfrutaba de la mejor vista de la llanura del sur de todo Santo Fico y preguntó:
—¿Se lo has dicho a alguien?
—No.
Suspiró aliviado. Luego, puesto que ella había preguntado, se lo contó todo.
Cuando Leo emprendió el largo camino al pueblo, el fontanero se introdujo de nuevo en el hoyo para terminar de reparar la tubería y el trabajo transcurrió a partir de ese momento como la seda. Topo, mostrándose finalmente útil, traía del camión las cosas que le pedía el fontanero: trozos de tubería, empalmes, material de calafateo, llave inglesa. Generalmente, al tercer viaje acertaba con la herramienta o elegía una con la que el fontanero conseguía apañarse. El material de fontanería no era el fuerte de Topo.
Transcurrió media hora antes de que el jovial fontanero llamara a Topo desde el borde del agujero para expresarle de nuevo su temor a que la tubería tuviera otras obstrucciones. Dudaba seriamente de que el agua lograra correr por el viejo conducto hasta la plaza.
—Quizá deberíais intentarlo otro día, después de comprobar el conducto —sugirió.
¿Hacerlo otro día? Topo miró la carretera. A lo lejos se adivinaba la silueta de Leo subiendo por la cuesta hacia el pueblo. Llegaría en pocos minutos. ¿Otro día? Imposible.
—Tiene que ser hoy. ¿Ha terminado?
—Casi. ¿Le importaría devolver estas cosas al camión?
—¡Yo lo haré! —gritó Nonno, que estaba buscando una excusa para alejarse del perro y su empapado pelaje, y sin más empezó a trasladar herramientas y material al taller sobre ruedas del fontanero.
Este se encogió de hombros.
—Terminaré el trabajo, pero debe comprender que no le garantizo que el agua llegue a la fuente.
Topo sonrió y con un gesto de confianza de la mano le indicó que continuara, aun cuando por dentro era un manojo de nervios. Tenía que salir bien, se dijo mientras cruzaba el campo con un cúter. Se sentó a la sombra del camión y trató de respirar con lentitud. Repasó mentalmente todas las razones que había dado Leo por las que el plan tenía que funcionar. Lo primero que le vino a la cabeza fue que tenían un buen plan, un plan excelente. Iban a realizar un milagro digno de ver. Lamentaba no poder estar allí para verlo. Ese milagro llenaría de lágrimas los ojos de todo el que lo presenciara. Ese milagro ofrecería muchas posibilidades. Por ejemplo, si los turistas estaban dispuestos a pagar para escuchar historias de índole religiosa, probablemente también pagarían para escuchar aquel relato. El pueblo seguiría teniendo el Milagro y el Misterio, solo que ahora sería el Milagro de la Higuera Seca y las Misteriosas Aguas de Santo Fico. ¿Y si las misteriosas aguas llegaban algún día a sanar enfermos? Entonces sí que su fama se extendería de verdad. Podrían incluso embotellar el agua y venderla por todo el mundo, en especial después de un milagro como…
La voz del fontanero lo devolvió bruscamente a la realidad.
—Me parece que ya casi estoy…
Topo consultó su reloj mientras regresaba al hoyo. Estaban listos y les sobraban doce minutos. El fontanero seguía inclinado, con una mano encima de la tubería. Permanecía muy quieto, concentrado en algo. Topo ignoraba qué esperaba, pero también esperó. Al rato, el fontanero sacudió la cabeza.
—Ya le dije que no podía garantizárselo. No noto nada.
Topo lo miró sin comprender.
—¿Qué debería notar?
—Agua. Debería notar el agua corriendo por la tubería.
—Pero… pero para eso tendría que hacer girar la llave, ¿no?
El fontanero se incorporó e inició la difícil tarea de salir del hoyo.
—Ya lo he hecho. No hay modo de comprobar el sistema sin hacer girar la llave. Pero, como ya le he dicho, el agua no corre. La tubería está atascada.
—¡No puede hacer girar la llave! ¡Todavía no es la hora! Faltan… —Topo volvió a consultar su reloj—. ¡Once minutos!
El fontanero empezaba a sentirse tan harto de Topo como de las paredes resbaladizas del hoyo.
—¡No importa que la llave esté dada, porque no ocurre nada!
Nonno, que estaba recogiendo un trozo de tubería de hierro para devolverlo al camión, oyó la exasperada respuesta del fontanero. ¡La llave era asunto de él!
—¡No! —gritó—. ¡Yo hice que el agua desapareciera y yo la devolveré! ¡Me prometiste que yo haría girar esa llave!
Nonno se volvió hacia Topo al mismo tiempo que el fontanero lograba salir del agujero. El trozo de tubería repicó en su frente como un gong chino, y el hombre cayó al suelo como el mejor amigo de la gravedad.
Sentada en la cocina, Marta escuchó en silencio la historia de Leo: desde que Nonno se había ido a vivir con él hasta el relato de la guerra y los alemanes, el rastreo por los campos, el hallazgo del reloj y la tubería, la llegada del fontanero y, por fin, su plan para que ella consiguiese que el padre Elio se sentara en el borde de la fuente a rezar para que volviera el agua exactamente a las 11.45, al cabo de catorce minutos. Se lo contó todo. Ella lo miró largo y tendido. Leo intuyó que algo le molestaba.
—¿Has dejado que Nonno se aloje contigo? —preguntó con incredulidad.
—Sí.
—¿Y el chucho?
—También.
Leo se esforzó por mantener la calma. Quería agitar los brazos, ponerse a dar zancadas y gritar para que Marta no se desviara del tema. El tiempo era un factor fundamental. Pero en lugar de eso, no se movió de la silla y se concentró en su respiración. Entonces, para su sorpresa, Marta sonrió.
—Agua… Me gusta.
Le gustaba. Pensaba que se trataba de un buen plan: bien elaborado, con expectativas razonables e incluso la validación bíblica e histórica de algunos milagros relacionados con el agua. Sí, le gustaba. Llevaría a su tío hasta la fuente, pero quedaban menos de diez minutos y debían darse prisa.
Marta nunca llegó a la iglesia. Cuando ella y Leo salieron del hotel, la plaza estaba a rebosar. Había una docena de lugareños reunidos alrededor de la fuente mientras otros se iban sumando a medida que corría la noticia del fenómeno. Y en medio del gentío se hallaba el padre Elio. Cuando Leo y Marta echaron a correr hacia él, se produjo un ruido profundo y gutural, semejante al quejido de una tuba melancólica con un oboe atrapado en la garganta. El quejido resonó en la plaza y los espectadores, entre exclamaciones de asombro, señalaron la fuente polvorienta. Marta cogió con miedo del brazo a su perplejo tío.
—¿Qué es eso? ¿Qué ocurre?
—No lo sé… Algo muy extraño. Unos ruidos…
El padre Elio solo fue capaz de sacudir la cabeza. La explicación llegó de Maria Gamboni, que estaba escondida detrás del cura.
—Es una señal dirigida a mí. Estaba cruzando la plaza camino de la iglesia cuando… No es mi día de confesión, pero sentía la necesidad de confesarme… Como decía, estaba cruzando la plaza cuando, de pronto, la fuente me llamó por mi nombre. ¡Me llamó! ¡Dos veces! De modo que corrí hasta la iglesia y avisé al padre Elio. Ahora solo grita de dolor, pero al principio pronunció mi nombre. «¡Maria Gamboni! ¡Maria Gamboni!». ¡Dos veces! ¡Pronunció mi nombre dos veces!
De las profundidades de la fuente llegó otro eructo estruendoso, como si toda una sección de cobres tuviera gases. Marta oyó a Leo musitar:
—Nunca debí dejar solo a Topo.
Era obvio que algo había salido mal, pero quizá no todo estuviese perdido. Alguien tenía que reaccionar, así que Marta gritó con plena convicción:
—¡Tío Elio, tiene que rezar por la fuente!
Inspirado por la osadía de Marta, Leo la secundó:
—¡Sí, padre Elio, se lo ruego! ¡Debe rezar por la fuente! —Al oír que el viejo mármol eructaba de nuevo, añadió—. Y rápido.
Tanto Marta como Leo se sorprendieron de la presteza con que los atemorizados vecinos se sumaron a sus súplicas. En cuestión de segundos la plaza entera estaba rogando al venerable cura que rezara. ¡Él espantaría a esos espíritus malvados! ¡Él haría que la fuente callara!
El padre Elio levantó las manos y las tendió con ademán severo hacia la ofensiva fuente, como cuando Moisés se preparó para dar órdenes al mar Rojo. La multitud calló y el viejo cura frunció el entrecejo al tiempo que elaboraba una plegaria de censura. Abrió la boca para hablar, pero desde lejos llegó el sonido insistente de una bocina. Los bocinazos eran cada vez más fuertes, hasta que finalmente el pequeño camión del fontanero entró en la plaza derramando material de fontanería por todas partes. Nonno y el chucho gris asomaban la cabeza por encima de la cabina como dos sirenas de ambulancia. El camión se detuvo bruscamente entre la fuente y el hotel, y el motor se apagó justo cuando…
La fuente volvía a eructar.
Leo, Marta, el padre Elio y la multitud concentrada en la plaza se agolparon alrededor del camión, en la trasera del cual estaba Nonno sentado junto al cuerpo tendido del fontanero. Habría dado la impresión de que dormía plácidamente de no haber sido por el morado que tenía justo en medio de la frente. Topo miró a Leo.
—Creo que necesitamos un médico —tartamudeó.
—Santo Dios, ¿qué le has hecho?
Topo se volvió hacia Nonno echando fuego por los ojos.
—Se… se dio un golpe en la cabeza —respondió con voz débil.
Nonno asintió agradecido.
—Muy fuerte.
La fuente eructó dos veces, pero nadie reparó en los diminutos fragmentos de barro que salpicaron los adoquines de la plaza.
El padre Elio se dirigió a la parte trasera del camión y enseguida se hizo cargo de la situación. Del hotel llegaron hielo, vendas y un vaso de vino. El viejo cura cubrió la herida del fontanero con toallas frías y, para alivio de todos, especialmente de Nonno y Topo, el fontanero empezó a moverse. Un minuto después intentaba incorporarse, lo que ya era toda una hazaña en circunstancias normales. Estaba aturdido, pero sobreviviría. Tras su inicial perplejidad, se fijó en el padre Elio, que estaba sentado a su lado, y ambos se miraron fijamente. Al final, el fontanero rompió el silencio:
—Caray, padre Elio, tiene un aspecto horrible. ¿Cuándo envejeció tanto?
—¿Rico?… ¿Rico Gamboni?
—Claro, ¿quién si no?
Las personas que rodeaban el camión abrieron la boca y retrocedieron como si hubieran visto un fantasma, pues todos conocían la historia de la misteriosa desaparición de Enrico Gamboni. Si aquella aturdida masa de humanidad era Enrico Gamboni, significaba que había resucitado. El fontanero, sin embargo, se mostraba aún más desconcertado. Contempló las caras aterrorizadas que lo miraban como si fuera Lázaro saliendo de la tumba.
—¡Un momento! Esto es Santo Fico, pero… ¿quiénes son todas estas personas? ¿Qué estoy haciendo aquí?
—Rico, ¿tiene idea de dónde ha estado? —preguntó el padre Elio como si hablara a un niño torpe.
—Claro. He estado… He estado… He estado… ¿dónde he estado?
—¿Qué recuerda?
—Recuerdo… recuerdo… —La mente del fontanero parecía estar atravesando un espeso banco de niebla—. Recuerdo que necesitaba una bomba de aceite para la barca. Pensaba ir a Grosseto, pero mientras caminaba hacia el autocar tuve el presentimiento de que debía ir a Follonica. Y eso hice. Pero en Follonica no encontré la bomba y tomé el autocar a Piombino. Bajé al puerto de Piombino y estaba caminando… en dirección a algún lugar… cuando algo me cayó en la cabeza… —Su voz se apagó mientras sus dedos carnosos palpaban una cicatriz que le recorría la coronilla de su calva cabeza—. Algo grande.
En ese momento la fuente soltó un enorme y grosero eructo y de la jarra del querubín que hacía equilibrios en lo alto del plato brotaron unos goterones enormes de fango hediondo. Y otro eructo. Y otro. Y otro aún más fuerte. Y de repente la cima de la fuente se convirtió en un volcán que escupía barro sobre la multitud. La gente gritaba y con cada nueva flatulencia recibía más balas de fango y mugre.
Enrico Gamboni agarró a Topo de la camisa, señaló la lluvia de barro y gritó:
—¡Te dije que la tubería estaba atascada!
Tras unas cuantas regurgitaciones más, la fuente calló y el barro se diluyó hasta convertirse en una sustancia pegajosa que fue adquiriendo el aspecto de una sopa marrón. Poco después, de la jarra del feliz querubín ya solo brotaba agua fresca y cristalina.
Enrico Gamboni contempló el camión como si acabara de descubrirse sentado en la luna.
—¡Un momento!… ¿Soy fontanero?
El padre Elio se llevó las manos a la espalda y, con cierto esfuerzo, desprendió de su chaqueta negra los dedos crispados de Maria Gamboni. Era la primera vez que la mujer, cuyos ojos horrorizados eran como dos grandes lunas llenas, estaba sin habla. Tampoco ella osaba acercarse a aquello que había en el camión, ya fuera un fantasma o un demonio. El cura posó un brazo sobre sus hombros temblorosos y tiró de ella con firmeza.
—Hay alguien que desea saludarlo.
Maria agitó débilmente sus huesudos dedos.
—Hola, Rico… —dijo apenas en un susurro—. ¿Te acuerdas de mí?
Al fontanero se le iluminó el rostro. Bajó del camión y tomó la trémula mano de Maria.
—Vaya, por fin alguien que no ha cambiado. Estás tan bonita como siempre.
Maria Gamboni se sonrojó.
Hacía muchos años que la plaza no estaba tan concurrida como esa tarde. Había mucho que hacer. En primer lugar, todos los habitantes de Santo Fico sintieron la necesidad de ayudar a limpiar el barro y las décadas de polvo que cubrían la fuente. Luego, cada hombre, mujer, niño y perro del pueblo sintió la necesidad de sentarse en el borde de la fuente, remojarse los pies en el agua, caminar hasta las cascadas y probar el agua. Los más jóvenes, como Carmen, Nina y los nietos de la familia De Parma, sintieron la necesidad de bailar en la fuente, salpicarse unos a otros y echar agua a los transeúntes. Y Nonno, al igual que el perro gris, sintió la necesidad de explicar cien veces cómo había encontrado su reloj y reparado la tubería, añadiendo de vez en cuando cómo había hecho girar la llave. A Enrico Gamboni había que felicitarlo, agradecerle que hubiera reparado la fuente y darle la bienvenida a casa. Sobre todo, había que confirmar que era carne y no espíritu, como si su tamaño diera lugar a dudas. Hacía muchos años que el padre Elio no veía tanta felicidad en Santo Fico. Solo había tres personas que no parecían compartirla.
Topo fue el primero en marcharse. Musitó que tenía trabajo en el taller. Después Marta regresó al hotel, pues tenía un caldo de carne al fuego. Leo intentó hablarle, pero ella estaba tan decepcionada que no pudo ni dirigirle una mirada de furia. Él quería decirle que la culpa no era suya y gritarle mientras se alejaba que a ella también le había gustado el plan, pero había demasiada gente en la plaza.
Emilio Gamboni seguía sentado en el estribo de su pequeño camión blanco con su recientemente recuperada novia. Leo los oyó hablar en voz baja.
—Tienes un olor extraño —dijo ella.
—He sido fontanero.
—Ah, será eso.
—¿Es malo?
Maria lo olfateó y se detuvo a pensar.
—Al menos no hueles a pescado.
Leo se dispuso a marcharse cuando el padre Elio, sentado en los escalones de la iglesia, le hizo seña de que se acercara. Leo estaba deseando llegar a casa, pero obedeció.
—Gracias por lo que has hecho.
—No he hecho nada repuso Leo.
—Nonno no opina lo mismo. Quería agradecértelo.
El padre Elio le dio una palmada en el brazo y Leo notó que su delgada mano temblaba. El anciano le sonrió, pero Leo solo vio unos pómulos demacrados y unas ojeras bajo unos ojos cansados. El ruego de Marta de que salvara a su tío antes de que fuera demasiado tarde resonó en su cabeza y quiso marcharse.
—Yo no he hecho nada —espetó, e hizo ademán de irse. Lo último que necesitaba en ese momento era que el padre Elio le diese las gracias por algo.
No obstante, mientras se alejaba, el cura le dijo:
—Mira la felicidad que has traído. Mira la fuente. Mira a todas estas personas. Mira a Maria Gamboni. Mira la felicidad que has creado.
Leo bajaba con paso firme por la pendiente, esforzándose por no escuchar las palabras del viejo cura. No estaba de humor para que le hablaran de buenas obras o de la felicidad de Santo Fico, y, sobre todo, no quería que el padre Elio se la atribuyera a él.
—Felicidad —gruñó para sí—. Veremos lo contenta que se pone Maria Gamboni cuando descubra que su marido tiene otra esposa y cinco hijos en Piombino.