Por primera vez en su vida Elio Caproni tenía problemas para levantarse de la cama. La primera hora de la mañana siempre había sido su momento favorito del día. Le gustaba el frescor del aire, la plaza desierta y el brillo cegador del sol que se filtraba por las vidrieras de la iglesia, por no mencionar la primera taza de café, uno de los grandes placeres de la vida.
Pero desde hacía unos días solo quería dormir. No se despertaba descansado y tenía que hacer un esfuerzo enorme para apartar las sábanas y arrastrarse hasta la cocina. Al principio pensó que se debía al ayuno, pero no era la primera vez que ayunaba. De joven había secundado a su predecesor, el padre Luigi Scavio, en un ayuno que duró dos semanas. Quizá solo fueron diez días, pero en cualquier caso era mucho tiempo, y aunque él, por su parte, habría seguido, el padre Luigi era mayor y se debilitó en exceso. Tal vez fuese eso. Tal vez estuviera ocurriéndole lo mismo que al padre Luigi. Tal vez fuera demasiado mayor para ayunar. No eran pensamientos agradables con los que despertar, y trató de rechazarlos. Una taza de café lo dejaría como nuevo.
Efectivamente, en menos de una hora (y tras una segunda taza) el padre Elio se sintió mejor. Lo que necesitaba para dejar de pensar era un poco de trabajo. Por lo tanto, pasó esa mañana como las dos anteriores, arrastrando cascotes del techo y apilándolos al pie de la escalinata. Se alegró de descubrir que muchas tejas eran aprovechables. En unas horas logró retirar todos los escombros y dejar únicamente algunas vigas que no podía mover solo. Tendría que buscar ayuda, pero todavía había mucho que barrer. Prefería hacer el trabajo durante la mañana, porque hacía mucho calor incluso dentro del templo, a causa del agujero del techo. También tuvo que reconocer que trabajar en la calle evitaba que viese lo mucho que había sufrido su pequeña iglesia.
Estaba barriendo la escalinata cuando observó que Maria Gamboni se acercaba lentamente por la plaza. Se extrañó, pues no era su día de confesión, y rezó para que la mujer no sufriese otro ataque de culpa y necesitara que la confesase de emergencia. No quería entrar en la iglesia. El sol estaba cambiando, y quería ir al lado norte y comprobar si había suficiente sombra para trabajar en el muro del jardín. A lo mejor se dirigía a otro lugar. Pero Maria llegó hasta él y se sentó en los escalones de piedra. El padre Elio apoyó la escoba en el suelo y la imitó. Maria Gamboni llevaba treinta años ardiendo de culpa, por lo que el cura no estaba preparado para encontrarse a esa triste anciana que se había sentado en silencio a la sombra del campanario.
—¿Qué tengo que hacer, padre?
—¿Hacer? —repitió él sin comprender.
—¿Por qué Dios no responde a mi arrepentimiento?
La pregunta era tan sencilla y profunda que el padre Elio no supo qué contestar.
—Llevo treinta años suplicando cada día su perdón —añadió Maria Gamboni—. He confesado mis pecados más de mil veces. He hecho penitencia hasta perder la voz y hacerme sangre en las rodillas. Usted sabe que es cierto.
Él asintió. Sabía que era cierto.
—Entonces, ¿por qué Dios no me perdona? ¿Qué tengo que hacer? Si mi Rico no va a volver, ¿por qué no puedo saberlo? Si está muerto, ¿por qué no puedo saberlo? ¿Qué hace una persona cuando lo único que ama en este mundo se niega a corresponderle? ¿Qué tengo que hacer para que Dios me escuche, para que me perdone?
El padre Elio se sumió en una reflexión tan larga y profunda que, de haber estado en el confesionario, Maria Gamboni habría pensado que había vuelto a dormirse. Pero no dormía. Le había dejado perplejo que la mujer hubiera expresado de forma tan elocuente sus propios miedos. Maria Gamboni se daba cuenta de que los ojos vidriosos del padre estaban absortos en una triste meditación, pero también presintió que carecía de una respuesta.
Finalmente, rescató la incómoda situación señalando con un dedo la plaza y exclamando con incredulidad:
—Mire eso, padre. ¿Qué diantre estarán tramando?
Esta pregunta, aunque mundana, no era más fácil de responder que las otras. Vieron a Leo entrar en la plaza seguido de Nonno y el perro gris. Leo parecía tener mucha prisa e intentaba tirar del abuelo, pero la aristocrática cojera de este no admitía apremios. Cuando advirtió que el padre Elio y Maria Gamboni los observaban desde los escalones, sonrió incómodo y saludó con un ademán de la mano. Nonno quiso saludar cortésmente con la gorra, pero Leo lo arrastró impaciente por la plaza en dirección a la carretera del sur.
Cuando desaparecieron de su vista, Maria chasqueó la lengua y dijo:
—Menuda pareja.
—Maria, en cuanto a tu pregunta… No sé qué responderte.
La mujer se levantó y se sacudió el polvo de su vestido negro.
—Lo sé. No se preocupe. ¿Qué podría saber usted de un Dios que da la espalda? Usted es cura. Dios lo ama. —Bajó la escalinata y, por encima del hombro, agregó—: Hasta el jueves.
El padre Elio se quedó mirando la escoba que tenía entre las manos, pensando en las palabras de Maria Gamboni. ¿Qué sabía él de un Dios que daba la espalda? Él era cura. Dios lo amaba.
Topo no sabía qué le molestaba más, si que Leo diera crédito a la peculiar historia de Nonno o que hubiese metido en el taller a aquel chucho apestoso. El perro estaba buscando un lugar donde orinar. No obstante, cuando Topo consiguió al fin desviar su atención del animal, que estaba olfateando sus cajas y aparatos, el tiempo suficiente para escuchar la historia de Nonno, tuvo que reconocer que le sorprendió. Había oído historias misteriosas acerca de Santo Fico, pero los detalles del incidente que había relatado Nonno eran nuevos e intrigantes…
Corría el invierno de 1944, probablemente finales de enero o principios de febrero, cuando Nonno entró a rastras en Santo Fico procedente de algún lugar del norte. Estaba tan demacrado y ojeroso que la gente del pueblo pensó que no sobreviviría. Presa de constantes ataques de fiebre durante toda una semana, deliraba sobre sucesos terribles y casi todo lo que decía carecía de sentido, pero llegaron a la conclusión de que algo horrible le había ocurrido con los alemanes. Dedujeron que había formado parte de un grupo antifascista que, perseguido por los nazis, había llegado hasta los Alpes Dolomitas y solo él había conseguido sobrevivir. Cómo se las había ingeniado para cruzar media Italia en pleno invierno sería para siempre un misterio.
Para empeorar las cosas, un mes más tarde un destacamento de soldados alemanes fue destinado a Santo Fico. Subieron un día por la carretera del sur, estacionaron sus camiones en la plaza y se instalaron en el hotel. Formaban parte de un contingente más numeroso que había sido enviado a Italia para «alentar» a las desmoralizadas tropas del Duce. Aquel pequeño escuadrón tuvo como destino Santo Fico por el tranquilo puerto y la vista dominante sobre el mar. Por fortuna, la ocupación no duró mucho. A los habitantes de Santo Fico no les gustaba que su pueblo estuviera ocupado por arrogantes soldados alemanes que se quedaban donde querían, cogían lo que le apetecía y flirteaban con quien les venía en gana. Por lo tanto, opusieron resistencia… a su manera.
Según palabras de Nonno, una noche, cuando en toda la región tenían lugar bombardeos navales y aéreos, algunos hombres salieron a escondidas y cerraron el agua de todo el pueblo. Por la mañana comunicaron a los alemanes que una bomba había destruido el pozo y los habitantes de Santo Fico morirían inevitablemente de sed antes de que pudiera repararse. Los aldeanos, naturalmente, habían almacenado agua suficiente para un mes. Suplicaron ayuda a los soldados. A los pocos días, los sedientos alemanes se marcharon para no regresar jamás. El agua se restauró en menos de veinticuatro horas, salvo en la fuente.
El caso es que, de acuerdo con Nonno, la fuente tenía su propia fuente de alimentación, muy antigua e independiente del pozo principal y los conductos que alimentaban al pueblo. La fuente tenía varios siglos de antigüedad y el suministro probablemente se había establecido al construirse la iglesia o incluso antes. El 1944 solo había un hombre, muy viejo, que sabía dónde nacía el conducto que alimentaba la fuente, y la noche que se cerró el agua fue Nonno quien lo acompañó y lo ayudó a cortar el suministro de la fuente.
Por desgracia para el pueblo, el anciano que sabía dónde nacía aquel conducto era muy viejo. Dos días después del sabotaje falleció. Durante los meses que siguieron Nonno fue de poca ayuda. No solo no pertenecía a la región, sino que solo había visitado la olvidada tubería una vez y en una noche sin luna. Para colmo, en aquellos tiempos su mente aún estaba más obnubilada que en la actualidad. Así pues, sus recuerdos acerca del viejo conducto eran imprecisos y la fuente permaneció seca y se convirtió en la única víctima de Santo Fico durante la Segunda Guerra Mundial.
En aquella época había preocupaciones más importantes que la fuente. Estaban en guerra y la vida era difícil. Luego, con el paso del tiempo, el agua que había brotado en el centro de la plaza pasó a ser tema de conversaciones ociosas, más tarde un recuerdo vago y, al final, la idea de que la fuente hubiera tenido agua se convirtió en una leyenda sobre la que los niños bromeaban.
Para Nonno, sin embargo, nunca había sido motivo de broma. Durante años se maldijo por no poder encontrar el lugar al que lo había llevado el anciano aquella noche de 1944. Durante años recorrió las colinas y se creó la fama de idiota oficial del pueblo por insistir constantemente en que un día haría brotar de nuevo el agua en la plaza del pueblo. Actualmente todavía aseguraba que de dar con el lugar sería capaz de conseguirlo.
Topo miró de hito en hito ambas caras de expectación. Se trataba de una historia interesante, pero ignoraba qué reacción esperaba Leo de él.
Este, con todo, sonrió con malicia y dijo:
—¿No sería maravilloso que de repente volviera a brotar agua de la fuente? Imagina al padre Elio sentado en el borde… rezando para que el agua vuelva… y de pronto…
Topo sonrió a su vez y asintió con la cabeza.
—De pronto empieza a brotar agua de la fuente. Sería fantástico. Sería…
—¡Un milagro! —gritaron al unísono.
Topo vio de inmediato la belleza de ese milagro y se puso con su amigo a elaborar un plan. Nonno también estaba entusiasmado, pero en ese momento solo quería sacar a su estúpido perro del taller antes de que Topo reparara en el charco que había en el suelo y en el goteo de una caja de cartón empapada que contenía piezas de una pulidora.
Era cierto que Nonno resultaba impreciso acerca de muchas cosas. Recuerdos borrosos de un pasado confuso llegaban a modo de evocaciones nebulosas que más valía olvidar, y decir que tendía a hacerse un lío era un eufemismo. Pero en cuanto al agua y la fuente, había detalles de los que el anciano se mostraba totalmente seguro. El primero era que el conducto estaba enterrado… tal vez. Recordaba con claridad haber cavado. Menos claro tenía si lo había hecho antes de encontrar la tubería o después, o antes y después. Por si acaso, Leo decidió que debían llevarse un pico y una pala. Otro detalle del que Nonno no dudaba era que la tubería se hallaba al sur del pueblo… O a lo mejor solo había buscado al sur del pueblo. Pero, por la razón que fuese, el «sur del pueblo» se repetía en su historia. Así pues, con grandes esperanzas y herramientas adecuadas, el trío se puso en marcha.
Mientras estuvieron sentados en el fresco y sombreado taller de Topo, la empresa les había parecido razonable, pero cuando llevaban diez minutos caminando por la carretera, con el canto del sol toscano acuchillándoles la camisa, Topo, por lo menos, empezó a tener sus dudas. Además, no le gustaba transportar la pala. Se quejó de que el mango de madera se estaba calentando demasiado, y no conseguía encontrar una forma cómoda de cargar con la herramienta, de modo que Leo se la cambió. Al rato Topo encontró el pico demasiado pesado y quiso recuperar su pala.
Los dos hombres estaban tan enfrascados en lanzarse mutuamente quejas que no vieron el momento exacto en que Nonno, que los había guiado por la carretera, se detuvo de repente y levantó una mano. Leo y Topo estuvieron a punto de llevárselo por delante. Independientemente de que Nonno viera algo, recordara algo, olfateara algo o simplemente sintiera el espíritu de alguna aventura anterior, el caso es que fue un momento místico. Acababan de salvar la última curva de la carretera, la que dejaba atrás unos riscos y despeñaderos peligrosos. El calor casi crujía en la maleza y las cigarras gritaban lo que parecía una advertencia. A su derecha, una ladera breve se precipitaba hasta un acantilado y el mar. A su izquierda se extendía una llanura de cardos, cactos y rocas. La estrecha carretera proseguía apenas medio kilómetro antes de desviarse tierra adentro y atravesar la llanura en dirección a una arboleda que, desde esa distancia, parecía una borla verde en el horizonte.
Nonno echó un vistazo a las diferentes opciones mientras se rascaba la barba blanca y mascullaba algo para sí. El resto, incluido el perro, aguardaba con expectación. El abuelo estaba sintiendo algo. Esperaron lo que les pareció una eternidad. Dos veces empezó Topo a hablar y dos veces Leo le dirigió una mirada severa para indicarle que no interrumpiera las cavilaciones de Nonno. Al final, este exhaló un suspiro de entendimiento. Giró hacia el este y echó a andar por la maleza. Leo lo siguió.
Topo también lo siguió, pero estaba inquieto. Durante muchos años Nonno y el chucho habían sido inseparables. Donde iba uno, allí iba el otro. La gente siempre había supuesto que el animal se pegaba fielmente a los talones de Nonno porque esa era su naturaleza. Sin embargo, Topo se sentía inquieto. ¿Acaso nadie salvo él había observado que el perro se había adentrado en el campo en pos de un saltamontes justamente unos segundos antes de que Nonno recibiera su inspiración? Topo no pudo evitar preguntarse quién estaría siguiendo a quién en aquella relación entre hombre y bestia.
Y así quedó establecida la pauta para el resto del día. Nonno o el perro «percibían» algo y allá iban. Normalmente Nonno se detenía, estudiaba una roca y se preguntaba si debían cavar en ese lugar. Luego, por lo general, cambiaba de parecer y seguían avanzando. Topo, no obstante, mantenía los ojos bien abiertos para ver si pillaba al perro asintiendo o negando con la cabeza. Muy de vez en cuando Nonno señalaba una piedra con su bastón y eso significaba que tenían que apartarla y cavar. Topo detestaba la tarea de apartar la piedra y se alegraba de tener su pala. Las serpientes le daban asco y pánico, sobre todo las negras. De niño, su madre solía contarle la historia de la serpiente negra que había mordido a su propio hermano pequeño. Nunca se cansaba de describir la forma en que el niño se había hinchado, se volvió azul y, con los ojos fuera de las órbitas y la lengua morada, empezó a decir locuras mientras le salía espuma por todos los orificios del cuerpo (y otros síntomas horribles que variaban según el estado de ánimo de la mujer). El joven Topo y sus hermanas veían con recelo las contradicciones en la descripción de los padecimientos del chiquillo y se preguntaban cuántas locuras podía decir un niño de apenas tres años, pero la historia tuvo su efecto. La familia Pasolini al completo tenía pánico a las serpientes, detalle que Leo y Franco nunca se cansaban de exprimir cuando eran niños. Si gritaban «¡UNA SERPIENTE!», al tiempo que aparecía un trozo de manguera deslizándose por el suelo, el joven Topo les garantizaba como mínimo un salto espástico, un chillido afeminado y un torrente de lágrimas e insultos. En fin, una fuente inagotable de entretenimiento.
Por la tarde, tanto Leo como Topo habrían cambiado una buena parte de su fortuna potencial por un vaso de agua y cinco minutos a la sombra de un árbol o de un sombrero. Poco después, el perro los abandonó. Llevaba unos minutos errando por la llanura en dirección al pueblo cuando Nonno también se marchó. Topo tuvo entonces el convencimiento de que el perro había llevado la batuta desde el principio. Lo cierto era que Leo también se había desanimado con el invariable sonsonete de Nonno: «Aquel lugar me resulta familiar». Empezaba a preguntarse por qué siempre aquello que resultaba familiar estaba tan lejos. ¿Por qué las cosas cercanas nunca resultaban familiares? Al final, el trío al completo siguió los pasos del perro.
Estuvieron un largo rato sentados en el taller, bebiendo agua en silencio. En el campo, se habían hallado en un tris de pillar una insolación, cuando Nonno finalmente dijo:
—La verdad es que hace tiempo que no busco, pero creo recordar algo… Me parece que el anciano y yo nos alejamos más del pueblo.
—¿Cuánto más? —preguntó Leo, deseoso de mostrarse alentador.
—Oh, puede que cruzáramos toda la llanura… pero sin llegar al bosquecillo. No había árboles… creo.
Topo tembló ante la idea de recorrer toda esa distancia a pie y con la pala a cuestas. Por suerte, Leo tuvo una idea mejor.
—Mañana cogeremos el camión y vendremos temprano, cuando no haga tanto calor.
—Traeros un sombrero, muchachos —aconsejó Nonno.
—Y agua —apuntó Leo.
Topo estaba demasiado cansado para hablar o protestar. Quería quejarse. Quería gritarle a Nonno que estaba loco. Quería decirle a Leo que cuando había ofrecido «el camión», estaba ofreciendo su camión, y que la idea de volver a pasar por ese infierno era más de lo que podía soportar. Quería decirle a Leo que devolviera el fresco a la iglesia, regresase a Chicago y lo dejara en paz. Estaba molido y necesitaba descansar, sobre todo si a la mañana siguiente iba a tener que repetir todo el proceso.
El segundo día fue mejor. Tenían el camión, tenían agua y llevaban sombrero. Por ese lado habían mejorado. No obstante, la memoria de Nonno con respecto al lugar adonde había ido aquella noche sin luna de 1944, seguía siendo borrosa.
El abuelo quiso viajar con el perro en la parte trasera del camión. Al chucho le gustaba asomarse por el costado y husmear en busca de olores misteriosos con el morro contra el viento. Nonno viajaba de pie detrás de la cabina, con la cara también contra el viento, buscando en el horizonte el misterioso lugar. El plan era tomar la carretera y recorrer la llanura hasta el lugar que Nonno había señalado el día anterior. El trayecto, con todo, fue más lento de lo esperado, pues cada treinta metros Nonno aporreaba el techo de la cabina y gritaba:
—¡Para! Ese lugar me resulta familiar.
El camión frenaba bruscamente, levantando una nube de polvo, y todos se apeaban. Luego caminaban entre cardos y zarzas —Topo siempre con la pala en alto, preparado para defenderse de posibles serpientes— a la espera del momento mágico en que Nonno vería la luz. Transcurridos veinte minutos, regresaban al camión para arrastrarse otros treinta metros antes de que Nonno aporreara de nuevo la cabina del Fiat con su bastón. Siguieron este ritual a lo largo de toda la carretera, mientras el bosquecillo empezaba lentamente a ser algo más que un seto bajo en el horizonte.
Era por la tarde cuando ya no les quedaron más campos que rastrear. El camión se había detenido en el punto donde la carretera abandonaba la llanura del sur de Santo Fico y giraba para adentrarse en las colinas que proseguían hasta la autopista. Aunque ni Leo ni Topo habían reparado en ello, se encontraban prácticamente en el mismo lugar donde el segundo se había detenido la noche en que Leo había necesitado vomitar a su regreso de Grosseto, horas antes de que se produjera el terremoto. Se habrían percatado de la coincidencia si hubieran dejado de discutir el tiempo suficiente para mirar alrededor. Pero el peso del calor y la tensión fue excesivo para ambos. Eso y un inocente comentario de Nonno que, en fin… que a Topo no le sentó nada bien.
Nonno había aporreado la cabina, como de costumbre. El camión, como de costumbre, se había detenido. Como de costumbre, Leo y Topo habían seguido al abuelo por la maleza. Habían esperado pacientemente mientras, como de costumbre, se rascaba el mentón rasposo y deliberaba. Entonces Leo mencionó, sin darle importancia, que estaban muy cerca de la arboleda y apenas les quedaban campos que rastrear. Nonno miró alrededor, reflexionó sobre la acertada observación de Leo y respondió en voz baja:
—A lo mejor fue al norte del pueblo.
Mientras que la conjetura tranquilizó a Leo, Topo estalló. Soltó tal aullido que Leo pensó que finalmente había visto una serpiente. Topo se encaminó hacia el camión sin otra intención que abandonar allí mismo a sus dos compañeros (tres si contaba al perro). Leo corrió tras él y se enzarzaron en un enfurecido debate sobre numerosos temas, desde trastadas de la infancia hasta ganancias inesperadas y planes insensatos. Nonno no entendía nada de todo aquello, de modo que no les prestó atención.
El abuelo estaba perplejo. ¿Cómo era posible que durante tantos años recordara que la tubería se hallaba en el sur cuando en realidad estaba en el norte? Tenía que meditar, así que buscó un lugar donde sentarse. Divisó una roca alta y delgada que parecía volcada no hacía mucho. La parte que había estado enterrada en el suelo presentaba tierra incrustada y se hallaba junto a un hoyo. Nonno la miró con los ojos entornados y se rascó el mentón, tratando de comprender. Finalmente tomó asiento en la roca que Leo había volcado días antes y examinó el hoyo donde antaño había descansado. Entonces vio un pequeño destello metálico. Había algo hundido en la tierra. Escarbó con el dedo.
—Mira lo que tenemos aquí —masculló.
Leo y Topo no vieron lo ocurrido, y fue únicamente el respiro que se tomaron antes de seguir con los gritos lo que les permitió darse cuenta de que Nonno les estaba hablando. Estaban acostumbrados a sus incongruencias, pero lo que decía en ese momento les pareció especialmente extraño y, casi al unísono, exclamaron:
—¿Qué?
—Decía que deben de ser los árboles. En aquellos tiempos seguramente eran más pequeños. Puede que hayan crecido. Aunque también es posible que fueran así de grandes, o que ni siquiera los viera. Estaba oscuro, como sabéis. —Sentado en la roca, frotaba con una mano un objeto brillante.
—¿Qué dices de los árboles? —Leo se acercó al abuelo.
—Creo que esos malditos árboles me han tenido despistado todos estos años. A lo mejor no eran tan grandes. —Nonno le mostró un trozo de metal deslustrado—. He encontrado mi reloj. Ya no funciona. Lo perdí aquella noche. Lo busqué por todas partes, pero estaba oscuro. Cuando terminé de enterrar la tubería, levanté esta piedra para marcar el lugar. Por lo visto la coloqué justo encima de mi reloj. Algo debió de derribarla.
Leo y Topo se miraron.
—¿Insinúas que…?
—Oh, desde luego, es aquí. Nunca busqué por este lugar porque está demasiado cerca de la arboleda. Qué curioso, no recuerdo ningún árbol. Debía de estar demasiado oscuro. En fin… ¿queréis cavar aquí?
Al rato los tres se encontraban de pie frente a un agujero que dejaba al descubierto un viejo conducto de barro, dos metros del cual estaban destrozados, y un extremo taponado con piedras y toda clase de extraños detritos.
—Este conducto está roto —observó Topo.
—Lo rompisteis —señaló Leo.
Nonno sonreía de oreja a oreja.
—Y que lo digas. No veas cómo se nos resistió. Tardamos un buen rato, pues solo disponíamos de piedras. Esa tubería es vieja pero dura.
—Dijiste que cerrasteis una llave de paso.
—¿Eso dije? No, creo que no dije eso. Dije que cerré el agua. No había ninguna llave. Rompimos la tubería con piedras bien grandes. Luego… ¡ja!… ¡había agua por todas partes! Pensé que iba a ahogarme. No podíamos detenerla, de manera que empecé a meter cosas por la tubería. Comencé con mi sombrero, luego mi abrigo. Entonces saqué el reloj de los pantalones porque no quería perderlo y los metí también, pero seguía saliendo agua. El anciano también se desvistió. Metimos toda la ropa por la tubería y al final conseguimos taponarla. Pero la ropa no quería quedarse, así que metí piedras, palos y barro. Luego puse esa gran piedra en la punta y el agua al fin se detuvo. Enterré el conducto y regresamos al pueblo empapados y cubiertos de barro. Solo conservábamos los zapatos. No hacía mucho frío, pero el anciano enfermó y se murió.
Los tres contemplaron el boquete.
—Vamos a necesitar un fontanero, ¿lo sabes? —dijo Topo. El tono de su voz dejaba bien claro que culpaba a Leo de que Nonno hubiera roto la tubería.
—Oh, ya lo creo que necesitaréis un fontanero. Hicimos trizas a esa hija de puta. —Nonno soltó una carcajada.
La mente de Leo no descansaba ni un minuto. Lo conseguirían. Esa misma tarde Topo iría a la ciudad y conseguiría un fontanero para el día siguiente. Un fontanero de Follonica… ¡No! Follonica estaba demasiado cerca. Tendría que ir hasta Piombino y buscar un fontanero que nunca hubiese estado en Santo Fico. Un fontanero que nadie conociese. Leo desenterraría un poco más de tubería y luego la camuflaría. Al día siguiente el fontanero repararía la tubería, esta vez con una llave de paso. Luego, con un poco de planificación, buen cronometraje y suerte, harían girar la llave y… ¡milagro!
Nonno no entendía nada de lo que Leo y Topo estaban maquinando. Él tenía sus propios planes.
—Veréis cuando se lo contemos al pueblo. Veréis cuando oigan que vamos a devolver el agua a la fuente.
Leo y Topo se apresuraron a explicarle a Nonno que lo de la tubería, el agua y la fuente tenía que ser un secreto. Sería una sorpresa para todos, especialmente para el padre Elio. De hecho, jamás debía decírselo a nadie. Nonno lo entendió. Le gustaban los secretos y le gustaban las sorpresas y, sobre todo, le gustaba el padre Elio. Podían contar con él.
Desde la ventana de su dormitorio, Marta vio que el pequeño camión rojo tomaba la carretera levantando una nube de polvo y se adentraba en el bosquecillo. Topo se dirigía a la autopista. Marta había estado observándolos intermitentemente desde su ventana durante casi toda la mañana, y aunque ignoraba qué estaba tramando Leo, no le daba buena espina.