13

A la una y media de la tarde siguiente Leo tenía la sensación de haber realizado un extraordinario milagro, y se dijo que en adelante cualquier nuevo milagro sería coser y cantar. Se había pasado la mañana impidiendo que Topo se cortara las venas o fuese a la policía y confesara todos los crímenes sin resolver de la Toscana.

Leo explicó a su cómplice, devorado por la culpa, que era Dios quien había destruido la pared, no ellos.

—Además —razonó—, si no hubiéramos salvado el fresco, habría terminado aplastado.

Se trataba de una cuestión de lógica: si Dios tenía intención de destruir el fresco, tal vez se debiese a que ya no lo necesitaba. En ese caso, ¿no tenía la gente derecho a aprovechar lo que Dios no quería? ¿No eran la casa y el taller de Topo prueba de esa lógica chamarilera? Por otro lado, espiritualmente hablando, quizá Dios tuviera un objetivo superior en mente. Quizá quisiera que el fresco saliese a la luz para que todo el mundo lo admirara. Y, de ser cierta alguna de estas opciones, ¿no era también posible que Dios hubiese querido que Leo y Topo llegaran a la iglesia exactamente cuando lo hicieron a fin de rescatar el fresco? ¿No llevaban una eternidad rezando con fervor para que se les permitiera escapar de Santo Fico? ¿Quién decía que esa no era la respuesta a sus oraciones? ¿Realmente tenía Topo la intención de interponerse en el camino de la voluntad divina?

Para cuando Leo hubo acabado con él, Topo estaba convencido no solo de la solidez de los razonamientos y la teología de Leo, sino de que el pueblo debía conocer su buena obra. Quizá recibieran una recompensa o, cuando menos, una cena honorífica, pero Leo lo persuadió enseguida de que estaba yendo demasiado lejos. Una vez que Topo se sintió razonablemente cómodo con la situación, su amigo decidió que había llegado la hora de emprender una tarea aún más difícil, de modo que le explicó su enfrentamiento con Marta.

Si Leo sentía respeto por la fuerte determinación de Marta Caproni Fortino, Topo sentía pavor. Siempre lo había sentido. No porque Marta le hubiera hecho algo que fuese más allá de un empujón o un puñetazo cuando eran niños. No. Lo que le horrorizaba era su potencial, quizá porque era una mujer, quizá porque era increíblemente hermosa, quizá porque poseía esos peligros desconocidos que tanto lo aterraban y excitaban.

Cuando Leo le contó que Marta los había visto salir de la iglesia con el Misterio y los había amenazado con la cárcel, no sabía si su amigo iba a llorar o a desmayarse. Leo vio en los ojos de Topo todos los horrores que este imaginaba que los esperarían tras los crueles barrotes de una cárcel. Por la tarde, con todo, Leo empezó a hacer auténticos progresos. Su principal obstáculo fue conseguir que Topo aceptara que no iban a pasar el resto de su vida en una prisión de Siena y que iban a quedarse con el fresco, venderlo y ganar una fortuna. Las semillas que Leo había plantado a lo largo de la mañana sobre la intervención de Dios en el asunto dieron fruto por la tarde y Topo hasta empezó a dar leves muestras de entusiasmo cuando llegó la hora de concebir un milagro capaz de devolver la fe al padre Elio.

Leo y Topo pasaron el resto de la tarde sentados a la mesa de la cocina del segundo, debatiendo un amplio surtido de posibles acontecimientos divinos. Trataron de mantener la conversación en un plano espiritual, limitando los milagros potenciales a sucesos que tuvieran un fundamento bíblico, si bien sus conocimientos sobre las Sagradas Escrituras eran aleatorios y los hechos que alcanzaban a recordar resultaban bastante imprecisos. Como consecuencia de ello, siempre acababan volviendo a sucesos sobrenaturales con los que estaban familiarizados. Los milagros que proponía Topo eran reminiscencias de películas de ciencia ficción de los años cincuenta, mientras que los de Leo parecían sacados de las páginas de la prensa sensacionalista estadounidense. Para colmo, las dos botellas de vino no contribuyeron a mejorar su inspiración ni su humor. Al caer la tarde un Topo temeroso y desalentado insinuó a Leo que debía irse.

El sol empezaba a ocultarse cuando Leo salió del taller y echó a andar por la cuesta. ¿Quién iba a pensar que crear un milagro podía ser tan difícil? A esas alturas no tenía claro con quién estaba más enfadado, si con Marta por su desmedida exigencia de que hiciera un milagro, con el padre Elio por su absurda huelga de hambre o con Topo por no haberle pedido que se quedara a cenar. La frustrante marcha lo llevó hasta el centro de la plaza sin que advirtiese que se había metido en la boca del lobo.

El padre Elio se hallaba en la escalinata de la iglesia hablando con Marta. Las puertas estaban abiertas y todo indicaba que el anciano había estado retirando escombros. Por lo visto quería seguir trabajando, pero Marta lo seguía a todas partes, tendiéndole una cesta que por fuerza debía de contener comida. Finalmente, el padre Elio tomó a su sobrina del brazo y la volvió suavemente hacia el hotel. Fue entonces cuando vislumbraron a Leo. Marta le miró airadamente, pero el viejo cura sonrió y lo saludó con un gesto de la mano mientras descendían la escalinata.

Para colmo, Leo se percató de que Nonno estaba sentado en el borde de la fuente. Con un vendaje en la frente, un feo cardenal debajo del ojo y cubierto de arañazos, descansaba sobre el recién prestado bastón como si lo hubiera utilizado toda la vida. El perro dormía a sus pies. Leo miró al viejo con el rabillo del ojo. Nonno lo observaba, y Leo supo que la mínima provocación haría que se acercase a él. Si hablaba con Nonno en presencia de Marta y el padre Elio podía verse metido en problemas, de modo que optó por no hacerle caso.

Frunció el entrecejo como si estuviera sumido en una profunda reflexión y siguió su camino con determinación y la mirada fija en los adoquines. Estaba seguro de que si fingía no haberles visto, lograría cruzar la plaza sin que lo abordasen. Pero por desgracia para él, el padre Elio pensó que una conversación con Leo era lo que necesitaba para que Marta dejara de acosarlo. Aunque amaba a su sobrina y comprendía su, inquietud, los embriagadores olores que emanaban de esa cesta estaban haciendo tambalear su decisión de ayunar.

—Buenas noches, Leo —dijo el cura, interponiéndose directamente en su camino.

—¡Ah, hola!…

Leo se esforzó por dar la impresión de que salía de una meditación profunda. Marta se limitó a suspirar y sacudir la cabeza, y Leo se sintió terriblemente transparente.

Por lo menos el padre Elio había conseguido su objetivo. Marta se apartó de él y se volvió hacia el hotel, pero entonces el cura decidió tener una pequeña charla con Leo.

—¿Cómo ha quedado tu casa después del terremoto?

—Oh, bien… Justamente me dirigía allí en estos momentos…

Leo señaló la carretera del norte y retrocedió hacia el lugar al que se dirigía. Marta no solo no pronunció palabra, sino que incluso se negó a mirarlo, lo que puso a Leo aún más nervioso. Se disponía a marcharse cuando lo detuvo una voz familiar.

—Hola, Nico.

Nonno había abandonado su puesto en la fuente y de pronto se hallaba, como por arte de magia, al lado de Leo, que levantó la mano a modo de saludo.

—¿Cómo estás, Nico? ¿Adónde fuiste la otra noche? —Leo quiso agarrarle del cuello y sacudirlo hasta que se le cayeran los pocos dientes que le quedaban, cualquier cosa con tal de hacerlo callar. Pero en lugar de eso, encogió débilmente los hombros.

—La casa se me cayó encima, ¿recuerdas? Tú me encontraste. ¿Adónde fuiste? Me prometiste que no te moverías de mi lado.

La noche anterior el padre Elio había estado demasiado ocupado para advertir la ausencia de Leo, pero Marta sabía dónde había estado, y Leo notó ahora su mirada. Eso no podía significar nada bueno.

—Fui a buscar unos maderos para sacarte.

—Eres un buen chico, Nico. Pensé que me habías abandonado, quizá por lo que pasó en las montañas. Pero yo no te abandoné, ¡tú lo sabes! Incluso en la nieve… cuando…

Nonno se dio cuenta de que estaba divagando. Le habían dicho que le ocurría a veces, de modo que le guiñó un ojo a Leo y le dio una palmadita en el hombro.

—Mi casa se vino abajo, pero tú me encontraste, ¿verdad?

Leo encogió de nuevo los hombros e intentó apartar de su mente la cara polvorienta de Nonno enterrada bajo los escombros y la sangre y las lágrimas mezclándose con su sonrisa confiada. Leo lo había abandonado, pero no lo había interpretado desde esa perspectiva hasta ese momento. Marta, naturalmente, había ignorado los hechos hasta ese momento y la idea de que Leo hubiera dejado al anciano enterrado bajo los escombros de su casa para robar el Misterio de la iglesia le provocó náuseas. Deseaba volver a pegarle, o gritarle, pero se contentó con presenciar su nerviosismo.

El padre Elio se sentía cansado, así que se despidió de todos alegando que debía regresar a la iglesia para orar. Marta asintió y, mientras su tío se alejaba, miró brevemente a Leo. Fue solo un instante, pero bastó para que él detectase en esa mirada algo más que ira. Había visto asco. Marta se acercó y con un susurro tan indiferente como una brisa, dijo:

—Tres días. Si no has hecho algo para devolverle la fe a mi tío en tres días, llamaré a la policía. Tres días. Luego, haré lo que haga falta para asegurarme de que seas castigado por lo que hiciste. Tres días.

Sin dirigirle otra mirada, cruzó la plaza y entró en el hotel casi al mismo tiempo que el padre Elio desaparecía en el interior de la iglesia. Leo se quedó en medio de la plaza a solas con Nonno y el perro. No quería mirar al anciano porque sabía que si lo hacía este le hablaría, y en ese momento Leo no tenía ganas de hablar. Estaba demasiado furioso con él por haber mencionado la otra noche delante de Marta, y también estaba enfadado con Marta por su nuevo ultimátum, y estaba enfadado consigo mismo por no haber ideado aún un milagro que arrojarle a la cara. De modo que, sin hacer caso a Nonno, echó a andar por la calle que conducía a la carretera del norte.

Lamentaba haber abandonado al viejo la noche del terremoto, por supuesto, y se alegraba de que estuviera bien, pero Nonno no era su problema. ¡Solo había querido cruzar la plaza! ¿Por qué Nonno no había mantenido el pico cerrado? Ahora Marta estaba dispuesta a servir su cabeza en una bandeja, asada con salvia y albahaca dulce, si no hacía un milagro en los próximos tres días. ¡Tres días! Por primera vez desde que «rescatara» el fresco, Leo creyó oír en esa frase el sonido metálico de las rejas de una prisión. Necesitaba pensar. Necesitaba un milagro que ni el escéptico más acérrimo pudiera rebatirle. Necesitaba un suceso que tuviera lugar delante de testigos. Necesitaba algo inesperado, algo imposible. Necesitaba… Necesitaba… ¡Necesitaba saber por qué demonios Nonno iba detrás de él!

Había llegado a las afueras de Santo Fico antes de reparar en el ruido de los pies que se arrastraban a su espalda. Nonno y el perro le seguían a unos veinte metros de distancia. Cuando Leo se detuvo y se volvió, ellos también se detuvieron y fingieron estar por otras cosas. Leo reanudó su camino con renovada determinación, pero enseguida se dio cuenta de que su pesadilla personal y el maldito chucho todavía lo escoltaban. Se detuvo una vez más. Nonno hizo otro tanto y empezó a golpear distraídamente las piedrecitas del camino con su nuevo bastón, pero el perro no captó la señal y siguió andando. Al descubrir su error, retrocedió y se desplomó a los pies de Nonno. Leo retrocedió con paso firme.

—¿Qué?

Nonno no entendió la pregunta y arrastró inocentemente los pies, buscando algo que decir.

—¿Qué pasa? —espetó Leo.

—No lo sé. ¿Qué pasa, Nico?

—Oye, lamento lo de la otra noche. Lamento no haber regresado. ¡Lo lamento!

Nonno sonrió y dio a Leo un empujoncito en el hombro.

—No importa —dijo—. Eres un buen chico. ¡Tú me encontraste!

—Entonces, ¿qué pasa? ¿Por qué me sigues?

Nonno reflexionó por un instante antes de decir con voz queda:

—Mi casa se me cayó encima la otra noche…

—Lo sé, yo te encontré.

Leo advirtió que había algo más, pero por alguna razón el viejo no quería decirlo, como si él debiera saberlo y Nonno estuviese dándole la oportunidad de mencionarlo primero. Leo, no obstante, ignoraba eso que Nonno quería que dijera, de modo que permanecieron quietos, mirándose, esperando que el otro hablara.

Por fin fue Nonno quien habló, y lo hizo con voz vacilante y evitando la mirada de Leo.

—El caso es que… ya no tengo casa. ¿Puedo quedarme contigo, Nico?

Parecía avergonzado, y Leo se sintió peor por haber obligado al anciano a pronunciar las palabras en voz alta que por haberlo abandonado entre los escombros. Enterrado bajo los cascotes de su pequeño cuarto, Nonno había sido un hombre atrapado que luchaba por sobrevivir a la catástrofe, pero un hombre al fin y al cabo. Incluso debajo de las ruinas había conservado su dignidad. Ahora era un anciano desamparado con bastón, un anciano que pedía caridad en medio de la polvorienta carretera.

Las palabras salieron antes de que Leo tuviera tiempo de pensarlas, pero parecían un final adecuado para ese día de fracasos.

—Claro. Vamos.

Esa noche la casucha de piedra del pastor estaba más concurrida de lo que Leo podía soportar. La culpa no era de Nonno. De hecho, el viejo resultó ser una compañía sorprendentemente agradable. Una vez que hubo ocultado los fragmentos del Misterio debajo de la cama e indicado a Nonno que entrara, Leo se sorprendió de su amabilidad. El abuelo no solo alabó cada detalle de la vieja casucha y su pelado entorno, sino que agradeció profundamente la cama que improvisaron para él en el rincón. Incluso se ofreció a preparar la cena, y para regocijo de Leo resultó ser un cocinero sumamente ingenioso.

No, no era Nonno quien estaba sobrepasando los límites de la hospitalidad. Era el chucho, el cual, por lo visto, había dado por sentado que la invitación también lo incluía. Aunque Nonno juró que no solo nunca alimentaba al animal, sino que jamás lo había visto comer, estaba claro que algo comía. Y ese algo no le sentaba nada bien. Nonno suponía que se trataba de saltamontes, lagartijas y escorpiones. Fuera cual fuere el menú, en torno a las diez de la noche los gases del perro se habían vuelto tan feroces que Leo tuvo que salir de la choza en busca de aire. Nonno le siguió disculpándose por la mala educación del animal. Él, lógicamente, estaba acostumbrado, pero para los extraños resultaba un poco excesivo.

Al salir fueron recibidos por un amplio cielo sin luna tachonado de estrellas y una suave brisa marina. La noche era tan agradable que encendieron una pequeña fogata y sacaron unas mantas. Al rato el perro salió con la cola baja y fue perdonado, y los tres se tumbaron en el suelo a contemplar el cielo. La conversación fue dispersa al principio, pero un comentario llevó a otro y muy pronto estuvieron charlando animadamente de esto y aquello. La memoria y las observaciones de Nonno dejaron perplejo a Leo. Hasta ese momento lo había considerado un excéntrico que uno debía tolerar y luego dejar de lado al pasar por la plaza, pero para su sorpresa Nonno no solo era una compañía interesante y agradable, sino llena de historias y aventuras. Solo muy de vez en cuando caía atrapado en los recuerdos confusos de una tragedia borrosa y enigmática en unas montañas nevadas. La mayor parte del tiempo permanecía relativamente lúcido, aunque seguía llamando a su anfitrión «Nico».

Debía de estar cerca la medianoche cuando Nonno le contó la historia más extraña de todas y, sin embargo, la que más sentido tenía. Era extremadamente sencilla y lógica. Se trataba de una variación de una historia que Leo, y el resto del pueblo, le habían oído muchas veces pero siempre en fragmentos imprecisos y deshilvanados. Leo no había oído al abuelo reunir todas las piezas hasta ese momento. Y mientras escuchaba la historia junto al fuego, supo que había tropezado con algo excepcional. Había encontrado su milagro.