12

En la casucha de piedra el calor era sofocante. Leo se sentó sobre la única silla, apoyó los codos en la única mesa y dejó que el sudor le goteara de la nariz y rodara por las cerdas que cubrían su mentón. Se resistía a abrir la puerta o los postigos para que entrase la fresca brisa del mar. Era demasiado peligroso. Aunque improbable, alguien podría pasar por allí y asomar la cabeza. Prefería sudar a correr el riesgo de que descubrieran accidentalmente su delito. Así pues, dejó que su cuerpo se cociera poco a poco en el horno de piedra mientras su cerebro ardía lentamente bajo la mirada de los ojos santos que descansaban sobre el sucio catre, en el otro extremo de la estancia.

Había transcurrido cerca de una hora desde que Topo se marchara finalmente a su casa. Habían transcurrido más de tres horas desde que los dos bajaran resoplando por la carretera y atravesaran los campos con su premio. El trayecto había durado más de lo previsto. Cargada de piezas de yeso, la vieja puerta no solo era más pesada y difícil de manejar de lo que Leo y Topo habían calculado, sino que la diferencia de estatura resultaba brutalmente agotadora para ambos. A fin de mantener la puerta relativamente derecha y evitar que la delicada carga cayera al suelo, Leo tenía que inclinarse hasta tener el torso casi perpendicular al suelo y las piernas extrañamente arqueadas. Topo, por su parte, se veía obligado a levantar su extremo de la puerta casi hasta la altura del pecho y avanzar de puntillas.

Durante el primer tramo de la huida, cuando cruzaron a todo correr la plaza, el miedo y una breve sobrecarga de adrenalina les hizo creer que serían capaces de transportar la litera hasta Roma si hacía falta, pero al cabo de un rato de avanzar por la desierta carretera del norte, los brazos de Topo temblaban como hojas y las lumbares de Leo aullaban de dolor. Ambos deseaban desesperadamente detenerse a descansar, pero el temor a que alguien los viera y descubriese lo que habían hecho les hizo seguir caminando con toda la rapidez que les permitían sus mal emparejadas piernas.

No fue hasta que hubieron dejado atrás la carretera y cruzado el muro que conducía a la «hacienda Pizzola», que osaron dejarse caer detrás de una hilera de cipreses. Se tumbaron sobre la hierba seca, resoplando y riendo, embriagados por la certeza de que su travesura había sido un éxito. Aunque ninguno de los dos dijo nada al respecto, ambos eran tristemente conscientes de que sus cuerpos ya no aguantaban el ritmo de su infantil entusiasmo.

Hicieron el resto del trayecto aprovechando breves arranques de energía, el siguiente siempre más corto que el anterior. Dejaron atrás el caserón abandonado, el olivar desatendido, el viñedo cubierto de hierbajos y los caballos de los Lombolo, bajaron por el sendero de cabras y cruzaron la planicie hasta la cabaña con vistas al mar.

Pese a llegar completamente exhaustos, Leo se empeñó en guardar de inmediato todos los fragmentos del tesoro debajo del catre, salvo el panel del san Francisco recostado bajo el árbol. Por una extraña razón que Topo no comprendía ni compartía, Leo insistió en colocar esa pieza sobre su camastro con el envés apoyado en la pared. Topo encontró inquietante tener a san Francisco mirándoles fijamente desde el sucio lecho, pero Leo se negó a cambiarlo de sitio. Simplemente se sentó a la mesa y le devolvió la mirada al santo.

Necesitaron media hora y varios litros de agua para recuperarse de su odisea, pero al fin Topo dispuso de energía suficiente para plantear algunas preguntas. Por ejemplo: ¿cómo enfocarían la venta de los paneles? ¿Con quién debían ponerse en contacto? ¿Cuánto dinero iban a ganar? ¿Debían mencionarlo en su próxima confesión? ¿Iban a tener que tratar con criminales? ¿Se habían convertido en gángsteres? ¿Cómo iban a encontrar a una persona de los bajos fondos en Santo Fico? ¿Tendrían que abandonar el país o solo la región? Si los pillaban, ¿pasarían mucho tiempo en la cárcel? ¿Debían vender los paneles juntos o por separado? ¿Era demasiado tarde para devolverlos? ¿Les esperaba el infierno?

Leo estaba dispuesto a considerar cada una de esas preguntas, pero toda conversación tendría que esperar hasta que Topo terminara con sus ataques alternados de angustia y éxtasis. Bajo la mirada de Leo, el hombrecillo caminaba de un lado a otro cuestionándose con voz chillona todo, desde su mal concebida aventura al mal concebido nacimiento de ambos. Maldecía a Leo por haberse marchado a América y, a renglón seguido, por haber regresado. Maldecía a los dos gordinflones de Roma que habían mencionado al odioso Giotto. Maldecía, lloraba y se arrepentía al tiempo que agitaba los brazos como aspas de un molino. A continuación se sentó en un rincón con la espalda apoyada contra la pared y las rodillas flexionadas hasta el mentón, y empezó a mecerse.

Finalmente se tranquilizó. Sabía que no había escapatoria. Ya estaba hecho, y a lo hecho, pecho.

—No podré seguir viviendo aquí, ¿verdad? —preguntó.

Leo negó con la cabeza. Topo suspiró.

—Podría vivir en Florencia… o quizá en Milán.

—Milán está bien.

—Creo que Roma sería demasiado grande, ¿no crees?

Leo asintió.

Topo se levantó y se alisó la ropa.

—Tengo que irme. El taller está hecho un desastre, pero primero necesito dormir. —Se detuvo en la puerta y contempló el rostro del santo, que parecía mirar en su dirección pero sin llegar a encontrarle la mirada—. Dios mío, Leo, ¿qué hemos hecho?

—Lo hemos rescatado.

Topo rio para sí.

—Sí, eso hicimos. Lo hemos rescatado —repitió, y se marchó.

Una vez a solas, Leo pensó en sus propias palabras. «Milán está bien». Vivía en Milán la primera vez que había visitado un museo. No recordaba el nombre, pero era grande. Fue allí donde vio una tabla que le recordó al Misterio de Santo Fico, aunque no tan bonito. Una placa explicaba que lo había pintado alguien llamado Cimabue, que era «de estilo bizantino». También contaba que Cimabue había sido el maestro de Giotto di Bondone. Leo recordó que al leer el nombre de Giotto se sobresaltó. Conocía ese nombre. Era el que habían susurrado los dos gordinflones de Roma. Preguntó a una bonita muchacha de la tienda de regalos qué sabía de Giotto di Bondone y ella le dijo que si estaba interesado en el pintor, tenía que visitar una sala situada al final del museo.

Lo que encontró fue una estancia repleta de pinturas hermosas. Había pinturas hasta en el techo, pero no alcanzaba a verlas bien. El tema en todas ellas era la vida de Cristo y algunas pertenecían al mismísimo Giotto. Pero por hermosas que fueran, Leo no veía conexión alguna con el Misterio de Santo Fico.

Regresó a la tienda de regalos y le preguntó a la muchacha bonita si había otros museos en Milán que tuvieran frescos de Giotto. Ella le sugirió que consultara los libros de arte que había al fondo de la tienda. Sentado entre llaveros de Miguel Ángel, tazas de Leonardo da Vinci y platos de Botticelli, Leo procedió a pasar las satinadas páginas de un libro de arte tras otro. Estaba rezando fervientemente para que nunca volviera a oír el nombre de Giotto cuando vio algo que lo dejó sin aliento.

Desde una página lustrosa lo miraba fijamente la cara infantil y melancólica de san Francisco que había visto toda su vida; tenía los mismos ojos tristes y sabios, la misma boca delicada y el mismo aire de juventud e inocencia eternas. Eran la misma cara, el mismo hábito, el mismo pelo, pero faltaba la higuera. El fresco no tenía nada que ver con el Misterio de Santo Fico, pero la cara era la misma. La página contigua mostraba otro fresco y, una vez más, el mismo san Francisco, su san Francisco. Las leyendas lo identificaban como tal, pero en ninguno de los frescos aparecía el santo sentado bajo una higuera. Uno se titulaba La muerte de san Francisco, mientras que el otro representaba La aparición en Arlés. Según el libro, ambos eran obra del famoso Giotto di Bondone. Leo había encontrado la conexión que necesitaba a la frase «podría valer una fortuna». La había encontrado en el rostro bondadoso del santo.

Dedicó el resto del día a deambular por las salas del museo, si bien había perdido el interés por los cuadros y las estatuas. Se pasó el rato preguntando a todo el que podía sobre el posible valor de una obra de arte. En realidad quería saber cuánto podría valer un fresco de Giotto si, por la razón que fuera, se desprendía de una pared. Al finalizar la tarde había irritado lo bastante a los vigilantes del museo para que estos le insinuaran que ya era hora de que se marchase. Y tenían razón. Leo ya sabía cuanto necesitaba saber.

Dieciséis años más tarde, sentado en la casucha de piedra frente a esos enigmáticos ojos de yeso que parecían ver algo justo por encima de su hombro, la frase «podría valer una fortuna» volvía a atormentarlo. Se enjugó el torrente de sudor que le empapaba la frente con la manga de su traje de lino y al bajar la vista reparó en la mancha que acababa de dejar. El traje estaba destrozado. No debería habérselo puesto el día anterior. ¿Solo había pasado un día? Se quitó la chaqueta y le vino a la memoria la sastrería de State Street. Tenía una cita con alguien y necesitaba algo elegante. ¿Quién era? Las caras de las mujeres se mezclaban en su cabeza. Le pareció extraño que, con todo, lograra recordar la cara del sastre que le había vendido aquel traje de lino. Hasta recordaba la cara del camarero que atendía esa noche la barra cuando entró en el Chop House luciéndolo por primera vez, pero no conseguía recordar el rostro de la mujer que llevaba del brazo. No conseguía recordar las caras ni los nombres de las mujeres con las que había estado. Habían sido muchas. ¿Por qué no podía recordarlas? Recordaba el traje. Al infierno con él. Con lo que iban a darles por el fresco podría comprarse un armario repleto de trajes.

Topo había formulado un par de preguntas interesantes, y Leo puso la mente a trabajar, por muy extenuada que estuviera. Tenía claro que se enfrentaba a dos dificultades. La primera era encontrar la persona adecuada para dirigir la transacción. Conocía a tipos que conocían a tipos en Chicago, o quizá solo conociera a tipos que decían que conocían a tipos. Un día le señalaron en un bar a uno de esos tipos dudosos de los bajos fondos, conocido como Sally Bones. Leo se llevó una decepción al descubrir a un hombre menudo y nervioso que probablemente comerciaba con bisutería y relojes baratos. Pensó que Sally Bones se parecía a Topo después de muchas tazas de café. Pero para encontrar un buen encubridor en Italia, uno que supiera de arte del grande —porque aquello era, sin duda alguna, arte del grande—, probablemente tendrían que ir a Florencia o incluso a Roma.

La otra dificultad consistía en averiguar cuánto debían pedir. ¿Debían vender las piezas del fresco juntas o sueltas? Quizá hasta les conviniera romperlo un poco más. Con un par de martillazos rápidos tendrían el doble o el triple de pequeños Giottos. Leo enseguida desechó la idea. En cualquier caso, ¿cuánto valía un fresco original y desconocido de Giotto en el mercado negro? «Podría valer una fortuna» era un cálculo algo vago. Cuando llegara el momento de hablar realmente con alguien, Leo debería tener pensadas algunas cifras razonables. El día anterior, en el hotel, no le había ido nada mal con la frase «Oh, lo que a ustedes les parezca justo».

Unos golpes repentinos en la puerta le hicieron saltar de la silla. Todo en la habitación se estremeció, en especial su delicado cerebro. Temió que los golpes destrozaran la puerta y estuvo a punto de blasfemar contra Topo, pero a esas alturas Topo ya debía de estar en casa. Además, Topo nunca aporrearía la puerta de Leo con semejante furia. En su cabeza empezaron a girar toda clase de posibilidades con demasiada rapidez para atraparlas.

¡El fresco! San Francisco descansaba cómodamente sobre el catre mirando algo por encima del hombro de Leo. Los golpes se reanudaron, esta vez con mayor insistencia, y de pronto, por primera vez en su vida, Leo supo qué estaba mirando y qué estaba pensando san Francisco. El santo miraba por encima de su hombro la puerta, pensando: «¿Por qué no abres, estúpido?».

—¡Un momento!

Leo corrió hasta el camastro, tumbó el panel y lo tapó con una sábana.

Cuando asomó la cabeza por la puerta, el sol del mediodía lo cegó con la violencia de un faro, pero así y todo logró adivinar el contorno de la mano de Marta antes de que se estampara en su mejilla. La bofetada le escoció, pero más le dolió el golpe que recibió su cabeza contra la piedra de la pared al intentar esquivar la mano.

—¡Jodido hijo de puta!

Leo salió y cerró la puerta. Teniendo en cuenta su desconcierto, se hizo cargo de la situación con admirable presteza.

—¿Por qué demonios has hecho eso?

—¡Lo sabes muy bien, hijo de puta!

Marta lanzó otro golpe, pero esta vez Leo consiguió esquivarlo. Enfrentado a la furia de Marta, armada con la verdad y la tenacidad de un ángel vengador, Leo optó por la única estratagema segura: mentir como si la vida le fuera en ello.

—No tengo ni idea de qué estás hablando —espetó indignado, sin abandonar su más sincera expresión de perplejidad.

La furia de Marta lo envolvió todo. Era por esa ridícula expresión de inocencia en el rostro larguirucho de Leo, desde luego, pero también por tantos años de decepción, de miedo por sus hijas, de una vida de soledad profunda y, ahora, por el dolor que le producía tío Elio. Leo vio una suerte de locura adueñarse de los ojos negros de Marta mientras esta le gritaba en un tono que le estrujaba la cabeza como un torno. El estruendo le dañaba los dientes, y tuvo la sensación de que las uñas de Marta crecían a medida que se acercaban a sus ojos. Ella luchaba por expresarse, pero de su boca solo salían horribles aullidos y sonidos que en mejores momentos tal vez hubiesen guardado alguna relación con el habla. Finalmente, después de piafar el suelo y escupir como una cafetera demente, Marta le dio un puñetazo a Leo en el estómago. Curiosamente, el ambiente se aquietó mientras él se doblaba en busca de aire y ella saltaba en círculos cogiéndose la muñeca que temía haberse partido.

Para cuando Leo recuperó el aliento, su irritación era tan intensa que se atrevió a desafiar a Marta.

—¿Qué demonios te pasa? ¿Te has vuelto loca? ¡No tengo ni idea de qué estás hablando!

Ella había llegado a la conclusión de que su muñeca no estaba rota y luchó contra el impulso de volver a golpear a Leo, pero conservó la calma lo suficiente para poder hablar.

—¡El Misterio! ¡Has robado el Misterio!

Leo, cuya mandíbula cayó hasta la altura del pecho, farfulló, pasmado:

—¿Han… robado… el Misterio? —Sabía que había exagerado.

—¡Tú lo has robado, hijo de puta! —masculló Marta.

—¡Oye, vigila tus palabras! Conocías a mi madre y sabes que su recuerdo no merece ese trato. No deberías llamarme así.

Tenía razón. La madre de Leo había sido hermosa y buena, y Marta la había querido como a su propia madre.

—Lo orgullosa que la pobre estaría ahora de ti… Mira que robarle a la iglesia, maldito… —Quería llamarlo bastardo, pero habría sido una calumnia para con la madre y el padre de Leo.

—¿Crees que robé el Misterio de la iglesia? —preguntó él.

—No lo creo, lo sé.

Leo caminó hasta la casucha, abrió la puerta y retrocedió con desdén.

—¿Te gustaría comprobarlo por ti misma?

El corazón le latía ferozmente. Si Marta entraba, era hombre muerto. No dudaría en enviarlo a la cárcel si se le presentaba la oportunidad. La mirada audaz de Leo y su actitud belicosa, con todo, la acobardaron, y por un instante Marta dudó. Si Leo tuviera el fresco, ¿la animaría a comprobarlo? La oscura habitación que había al otro lado de la puerta parecía prohibida. Había algo que Marta encontró amenazador, inquietante. La cabeza le decía que entrara en la pequeña pocilga, recuperara el fresco y demostrase que Leo Pizzola era un embustero en toda regla. Pero algo en su corazón, algo más misterioso y siniestro, le aconsejó que obrase con prudencia.

Leo había contado con el recelo de Marta. Tentó a su suerte un poco más.

—Venga, entra.

—¿Huele tan mal como tú?

—Yo no he robado el fresco —insistió Leo, y cerró la puerta con un silencioso suspiro de alivio.

—Te vi hacerlo.

Él se había preparado para llevar ese juego lo más lejos posible, pero había algo en el tono sereno y controlado de Marta que le dijo que acababa de lanzarle un strike[11]. Consiguió aclararse la garganta mientras decía:

—¿Me viste?… ¿A qué te refieres?

Oteó el mar y ese instante quedó suspendido en el aire como una nube baja sobre el horizonte. Le sorprendió lo callado que estaba todo. No se oía el graznido de las gaviotas que volaban sobre el acantilado. No había cigarras gritando desde los cardos de los campos. Hasta la brisa había dejado de soplar. Todo estaba en calma, y su sueño se había terminado. Se sentía agotado y solo quería dormir.

—De acuerdo, nos viste. Llama a la policía.

—No voy a llamar a la policía.

—De acuerdo, no llames a la policía. Lo devolveré a la iglesia mañana.

—No lo devolverás a la iglesia mañana.

—¡De acuerdo! ¡No lo devolveré mañana! ¡Lo devolveré esta tarde!

—¡No lo devolverás y punto!

—¡De acuerdo! ¡No lo…! ¿Te importaría decirme qué demonios quieres?

—Quiero que repares el daño que has hecho.

Hasta ese momento Marta no había comprendido lo que esperaba conseguir, ni siquiera por qué estaba allí, pero de repente lo supo. Leo había provocado un dolor y tendría que repararlo. ¿Cómo había podido ser tan egoísta? ¿Acaso estaba fingiendo que no lo entendía?

—¿Tienes idea de lo que has hecho?

La boba mirada de Leo, sin embargo, hablaba por sí sola: no tenía la menor idea. Así pues, Marta le contó que había encontrado al padre Elio sentado a solas en la iglesia mirando fijamente la pared vacía. Le habló de las lágrimas y el sentimiento de culpa del viejo cura, le explicó que se consideraba el responsable de la profanación, que sentía que Dios estaba castigándolo por no haber sido un buen sacerdote. Dios se había llevado el Misterio del pueblo por el pecado del padre Elio, fuera el que fuese. El padre Elio sabía que era una señal de que Dios lo había abandonado y que necesitaría un milagro para recuperar su amor. Marta también le habló de la decisión del anciano de expiar su pecado con un acto de contrición consistente en ayunar y orar hasta que Dios lo perdonara. Y eso fue cuanto Marta pudo decir antes de que la rabia le arrebatara la voz y se le llenaran los ojos de lágrimas.

El padre Elio era más necio de lo que imaginaba, pensó Leo. Así y todo, no le gustaba la idea de que se echara la culpa y dejara de comer.

—¿Cuánto tiempo piensa ayunar?

—El que haga falta.

Entonces Leo lo entendió todo. Aquel viejo idiota iba a morir de inanición. Por eso Marta lo había atacado.

—Te he dicho que lo devolveré.

—¡Tío Elio no quiere recuperarlo! No soporta la idea de que alguien de Santo Fico haya robado el Misterio. Prefiere creer que Dios se lo llevó.

—Pero cuando comprenda que quien se lo llevó fue una persona…

—¡Maldita sea, él ya sabe que se lo llevó una persona! ¡No es ningún idiota! ¡Probablemente en el fondo hasta sepa que fuiste tú! ¿No lo entiendes? El hecho de que alguien del pueblo se haya llevado el Misterio es una prueba más de que su vida ha sido un fracaso. Para él, tú sencillamente cumpliste la voluntad de Dios de castigarle. ¡No se te ocurra devolverlo! ¡Hablo en serio! —Marta hundió un dedo en el pecho de Leo como si fuera una daga y su voz se redujo a un susurro perturbador—. Si lo devuelves, llamaré a la policía.

Leo miró alrededor en busca de algo a lo que darle un puntapié.

—¿Qué demonios quieres que haga?

—Quiero que repares lo que hiciste. Haz que tío Elio sepa que Dios lo ha perdonado… y que todavía lo ama.

—¿Y cómo voy a conseguirlo?

—Haz un milagro. —Hasta Marta se sorprendió de la inocente naturalidad con que emitió su orden, como si le hubiese pedido que cerrara la puerta o removiera el cocido. Sin embargo, nada más decirlo supo que un milagro era justamente lo que quería y esperaba. De lo contrario…

Leo tragó saliva. La había oído bien y contempló que hablaba en serio. Era evidente. Marta esperaba que él hiciera un milagro.

—¿Cómo?

—Lo ignoro. Tú eres el listo. —Se volvió con brusquedad y echó a andar, pero entonces se detuvo. Permaneció un instante de espaldas antes de volverse lentamente. Esta vez su voz sonó suave y sincera, y eligió las palabras con cuidado—. Leo, hay mucho… mucho dolor entre nosotros… entre tú y yo. Parte del dolor… no sé, quizá yo… no sé. Pero voy a hablarte con el corazón: si tío Elio muere por este asunto, si muere creyendo que Dios lo ha abandonado, haré… haré algo.

Lo señaló con el dedo y Leo comprendió que acababa de recibir la amenaza más peligrosa de su vida. Marta haría algo y sería algo horrible.

—Haz un milagro. —Le dio la espalda y reanudó su camino.

—¿Qué hago con el fresco? —gritó Leo.

Marta se encogió de hombros y, sin volverse, dijo:

—Por mí, como si lo tiras al mar. No quiero volver a verlo. —Y se fue.

Lo primero que Leo hizo fue abrir la puerta y todos los postigos de la casucha. Ya no había necesidad de ocultarse en la sofocante oscuridad. Por lo que a Marta se refería, el fresco era ahora de él. «Por mí, como si lo tiras al mar», había dicho. El único testigo de su delito no quería volver a ver el tesoro. Este volvía a pertenecerle, y ahora con unas migajas de aprobación solapada. El aire procedente del mar refrescó la habitación.

Leo se acercó al camastro y levantó la sábana. Examinó el fresco y por primera vez en su vida le trajo sin cuidado lo que la cara del santo estuviera pensando. Ya no importaba. Colocó el panel sobre la mesa, para que todo el que pasara por allí lo viese, y cayó rendido sobre la cama. Nadie pasaría por allí. Ya había tenido su visita. Disfrutando de ese instante previo al sueño, pensó en Marta y el milagro. Sabía que era un reto, pero lo afrontaría gustoso. Un milagro equivalía a un billete para salir de Santo Fico… y dinero. No tenía la más remota idea de qué milagro iba a hacer, pero tampoco podía ser muy difícil.

Segundos después dormía profundamente, soñando con Chicago, el béisbol y la hierba verde y fresca del estadio Wrigley Field.