11

Antes de que la mayoría de los habitantes de Santo Fico se molestaran en advertir que amanecía, ya lo había hecho. Y como suele ocurrir, los horrores de la noche no eran tan tremendos una vez que los bañaba la luz del sol. Había desperfectos, desde luego, pero no tantos como la gente había imaginado en la oscuridad. Lo mejor de todo, no obstante, era la ausencia de muertos. Nonno fue rescatado de los escombros con algunos cortes y magulladuras y una herida en la rodilla. Cojeaba y por un tiempo necesitaría bastón, pero se esperaba que se repusiera. De hecho, muchos comentaron que, dada su edad y sus excentricidades, una cojera y un bastón constituían el toque que le faltaba.

El auténtico milagro de la noche, con todo, fue el perro. Cuando los trabajadores retiraron los cascotes, el animal no apareció por ningún lado. Era como si se hubiese desvanecido. Entonces, justo cuando habían decidido que estaba enterrado a demasiada profundidad y tendrían que recuperar el cadáver más tarde, el chucho salió de debajo de la cama de Nonno, donde había aguardado pacientemente desde que la habitación se había venido abajo. El animal se desperezó, cruzó con tiento el boquete de lo que había sido la puerta del cuarto y se alejó por la calle buscando un lugar familiar donde evacuar.

Las velas de las ventanas del Albergo di Santo Fico se extinguieron y las últimas víctimas de la tremenda experiencia nocturna se marcharon exhaustas a sus casas para comprobar los destrozos y, con suerte, dormir toda la mañana. Marta no podía evitar por más tiempo hacer lo que sabía que debía hacer. Tenía que volver a la iglesia.

Puso a Nina a ordenar los dormitorios mientras ella y Carmen afrontaban el caos de su otrora impecable cocina. Harían falta varios días para devolver las cosas a su sitio, semanas para que se evaporaran los olores de los frascos de salsas y hierbas rotos y meses para reemplazar la loza rota. Trabajaban codo con codo, agradecidas de que las circunstancias les impidieran tener que mencionar el desagradable incidente con Solly Puce, ahora tan lejano. Además, Marta estaba mucho más preocupada por tío Elio que por el coqueteo de su hija con el grasiento cartero.

El cielo se había vuelto rojizo hacia el este cuando, desde la ventana del hotel, Marta vio a su tío subir la cuesta del puerto. Le había observado contemplar su deteriorada iglesia a la luz del día. Un tercio del techado había desaparecido. Aunque daba la impresión de que lo había atravesado una bomba, el resto del edificio parecía intacto. Marta, como el padre Elio, sabía dónde estaban los escombros. Quiso correr hacia él y abrazarlo para llorar juntos, pero no podía. Había visto a Leo y a Topo y sabía que lo que aguardaba a su tío dentro de la iglesia era una profanación mucho mayor que todos los escombros juntos. Lo vio sentarse en el borde de la fuente y hundir el rostro entre las manos. Su corazón debía de hallarse en el mismo estado que su iglesia, pensó Marta. Se acordó de la pistola de su padre, que guardaba en la cómoda, debajo de la ropa interior, y en las balas, y en lo que le gustaría hacer al maldito Leo Pizzola y al estúpido de Topo. Pero en lugar de eso observó que su tío se restregaba los ojos, cruzaba con paso cansado la plaza y desaparecía en el interior de la iglesia.

Marta aguardó una hora. Quería darle un tiempo de intimidad, se dijo, para que llorase tranquilo. «Quizá venga al hotel», pensó. La verdadera razón de su espera, naturalmente, era que no podría soportar ver la cara del cura cuando descubriese la desnudez de la pared. Con todo, una hora era mucho tiempo, y había llegado el momento de ver cómo se encontraba su tío. Cuando salía del hotel pensó una vez más en Leo Pizzola. Sabía exactamente dónde se hallaba la pistola, pero no estaba tan segura con respecto a las balas.

Entró en el templo, como siempre, por la cocina, y de inmediato advirtió que su tío no había pasado por allí. La cocina del anciano cura era una versión reducida del caos que Marta había encontrado en la suya. Rezó para que su tío estuviera en el dormitorio. La noche había sido larga y agotadora, y debía de estar tan molido, que quizá había decidido acostarse. Dormir era lo que más le convenía en ese momento. Pero cuando se asomó a la diminuta celda y encontró la cama vacía, enseguida supo dónde estaba.

Se dirigió a la iglesia; el sonido de sus propios pasos por el pasillo se le antojaba una intromisión. El simple hecho de estar allí hacía que se sintiera una intrusa, y quiso dar marcha atrás, pero no pudo.

En efecto, daba la impresión de que una bomba había caído sobre el tejado del templo. El principal destrozo había tenido lugar en el lado oeste. Una enorme pila de vigas, ladrillos, yeso y baldosas descansaba en el vestíbulo y pequeñas estelas de cascotes se extendían por todo el pasillo. Bajo sus pies crujían cristales rotos. Ninguna vidriera estaba totalmente distribuida, pero muchas habían perdido algunos pedazos, como si unos niños les hubieran arrojado piedras. Sorprendentemente, la parte este del edificio, desde el altar hasta el fondo del ábside, aparecía intacta. La hermosa vidriera cuatrifolia fulguraba con el sol de la mañana y el único daño era la fina capa de polvo que la cubría. Pero lo que más alarmó a Marta al dejar atrás el oscuro pasillo fue la luz casi cegadora que inundaba el espacio. El techo abovedado que había visto toda su vida se veía interrumpido por un desconcertante parche de cielo azul que ocupaba gran parte del extremo oeste.

El padre Elio estaba sentado en uno de los bancos de madera, en el otro extremo de la estancia, con los hombros caídos y las manos dobladas sobre el regazo, en ademán sereno. Podría haber sido el abuelo de alguien aguardando pacientemente en una estación la llegada de un tren o quizá un feligrés despistado que llegaba tarde a una misa que ya se había celebrado. La luz que se filtraba por el boquete del techo iluminaba el crucero norte, por lo general el recodo más sombrío. Ahora se apreciaba cada detalle: el techo agrietado y hundido, la pared resquebrajada y la herida abierta que semejaba un grito.

Pero el padre Elio no dirigía la mirada hacia el crucero ni hacia el desaparecido Misterio. Estaba mirando al frente, absorto en sus pensamientos y aparentemente ajeno a la presencia de su sobrina. Marta se sorprendió de lo pequeño que le parecía su tío y de la intensidad con que la luz hacía brillar su pelo. Nunca había reparado en la translucidez de su piel, en ese tono gris blanquecino que casi hacía juego con su cabello, y se preguntó si se trataría de un efecto de la luz o tal vez de una capa de polvo que lo cubría todo, incluido su tío.

El viejo cura sonrió cuando su sobrina se sentó a su lado. Marta buscó algo que decir, alguna palabra de alivio. Sabía que su tío se llevaría otra decepción cuando le hablara de Leo y Topo. Quería gritarle esos nombres a la cara. Quería cogerlo de la mano y caminar con él hasta la casucha donde había oído que se alojaba Leo. Juntos lo molerían a palos. Devolverían el Misterio a la iglesia, tío Elio ya no volvería a estar triste, ya no lloraría, y Leo Pizzola tendría su merecido. Pero en lugar de eso, permaneció callada, incapaz de hablar.

Fue el padre Elio quien lo hizo. Su voz sonaba rasposa por la fatiga, y tuvo que aclararse la garganta, reseca por el polvo, antes de poder emitir sonido alguno. Finalmente, señaló al frente y dijo:

—Siempre he adorado estas vidrieras a la luz de la mañana.

Las vidrieras fulguraban como calidoscopios, proyectando alegres colores y arcos iris en las paredes y el suelo. Marta se sumó al estudio de la forma en que el sol hacía que las vidrieras brillaran con una intensidad casi dolorosa.

—A veces me hace daño a los ojos —añadió el padre Elio, y se los frotó en un intento vano de ocultar las lágrimas.

Marta le rodeó los hombros con un brazo, pero permaneció en silencio. Al poco rato notó que su tío volvía a respirar y, finalmente, recuperaba la voz.

—No es justo que otros tengan que ser castigados por mi pecado.

—Nadie ha sido castigado. Fue un terremoto, nada más.

—No —musitó él con firmeza—. Fue mi pecado. Sabía que no lograría eludirlo, pero no entiendo por qué… esto. —Levantó los brazos hacia la destrucción que lo rodeaba, esforzándose por expresar un desconcierto que no encontraba palabras.

—Tío Elio, tú no has cometido pecados, y nadie está castigándote.

—Pecados no, pecado. Uno, y monstruoso. No lo conoces. —Observó sus propias manos, que estaba retorciéndose y bajando la voz agregó—: Hace muchos años… tú todavía no habías nacido… hice algo horrible, horrible. Sabía que no debía hacerlo, pero deseaba mucho algo. Lo deseaba más que… Lo deseaba demasiado. Pensé que era algo bueno, pero sentí que Dios me daba la espalda. Y he aquí mi castigo.

Por primera vez desde la llegada de Marta, Elio reunió valor para volver la mirada hacia la triste pared y, con el brazo de su sobrina sobre los hombros, notó que volvía a faltarle el aire.

—¿Por qué se ha llevado Dios algo así? Una pintura no hace daño. Una pintura no puede pecar. Una pintura es inocente. Sobre todo una pintura como esta, tan llena del espíritu y la alegría de Dios… No lo entiendo. ¿Por qué se la ha llevado? Tiene que haber otra forma de castigarme. Puedo aceptar que Dios me haya dado la espalda, lo merezco, sabía lo que estaba haciendo. Es cierto que pequé, pero pequé solo. Entonces, ¿por qué esto? No lo entiendo. —De repente se irguió, presa de una súbita inspiración, y tragó aire—. Quizá… un acto de contrición… una penitencia.

Marta, que no comprendía las palabras de su tío, trató de consolarlo, pero este siguió divagando sobre su «pecado» y lo que tenía que hacer para evitar que Dios la castigara a ella, a las niñas y a sus amigos de Santo Fico. Sintiéndose impotente, Marta le daba palmaditas en el hombro, le ofrecía endebles palabras de ánimo y negaba débilmente lo que interpretaba como devaneos provocados por el cansancio. Pero el padre Elio seguía afirmando que él era el culpable de todos los sufrimientos y desastres que padecía Santo Fico, y eso incluía la desaparición del Misterio. Lo que más alarmó a Marta, con todo, fue que a medida que aumentaba su angustia el anciano parecía más convencido de que tenía que realizar algún acto de expiación por su oscuro pecado.

Era la primera vez que Marta oía a su tío hablar así, y la idea de que hubiese cometido un pecado le parecía absurda, sobre todo un pecado que hubiese apartado a Dios de su lado. Era inconcebible. Con todo, la desesperación del anciano parecía tan profunda y su decisión de llevar a cabo un acto de expiación ardía con tal furia en su interior, que cuando se irguió como un palo y agarró con fuerza el brazo de su sobrina, Marta se asustó.

—¡Un ayuno!

—¿Un qué?

—Un ayuno. Tengo que ayunar y orar.

—¿Cuánto tiempo?

—El que haga falta.

Para Marta, la idea de que aquel anciano demacrado dejase de comer era absurda e inaceptable, pero sus ojos proyectaban un destello de absoluta determinación.

—Tío Elio, no puedes ayunar. Ya eres de poco comer.

—¡Un acto de contrición!

—¿Qué ibas a conseguir con eso?

—¡La expiación! Puede… No lo sé. Puede que nada. Puede que devuelva el espíritu de Dios a este lugar, a Santo Fico. Puede que devuelva a la gente a esta iglesia. ¿Te acuerdas de cuando la iglesia rebosaba de feligreses? Probablemente seas demasiado joven para recordarlo. Hubo un tiempo en que no quedaba ni un asiento libre, ni una vela sin encender, y la música… oh, la música… Puede que devuelva a Dios… Puede que devuelva el Misterio. No lo sé. Tal vez no sirva para nada. No lo sé, pero debo intentarlo.

Marta era consciente de que el anciano había tomado una decisión, y que esta podía matarlo.

—Quizá el Misterio no haya desaparecido.

—Sí ha desaparecido. Me pasé una hora buscándolo entre los escombros. Pensé que a lo mejor sería capaz de repararlo, pero solo encontré algunos pedazos rotos. Ha desaparecido. Dios se lo ha llevado.

—Quizá no haya sido Dios.

—¿A qué te refieres?

—Quizá haya sido una persona.

El viejo cura abrió los ojos como platos. Por primera vez en su vida, Marta vio algo en el rostro de su tío que jamás creyó que pudiera existir: ira.

—¿Una persona se llevó el Misterio?

Marta comprendió que se hallaba en terreno peligroso. Sabía que debía proceder con tiento. No quería consternar a su tío en exceso, de modo que eligió sus palabras con cuidado y evitó utilizar un tono acusador. Habló del mismo modo que hablaba a sus hijas cuando eran pequeñas y estaban asustadas.

—Sí. Es probable que en mitad de la noche, cuando tú no estabas, alguien entrase y lo robara. No se lo llevó Dios. Probablemente haya sido una persona. De hecho, fue…

El padre Elio estalló.

—¿De qué estás hablando? ¡Por supuesto que fue una persona! ¿Me has tomado por imbécil? ¿Crees que pensé que la mano de Dios bajó del cielo cuando yo no miraba, arrancó el Misterio y se lo llevó por el boquete del techo? ¡Soy viejo, pero no idiota! ¿Crees que soy idiota?

Su voz cargada de furia rebotó contra los muros de la iglesia y sacudió las frágiles vidrieras antes de fugarse por la cavidad del techo. Luego se hizo el silencio.

Marta estaba sin habla y el viejo cura advirtió miedo y dolor en sus ojos. Jamás le había gritado. Marta nunca había visto a su tío descargar su ira sobre un ser vivo. Ahora era ella la que respiraba con dificultad, porque tenía el corazón en la garganta. Se sentía ridícula y estaba avergonzada por haber tratado a su tío con tanta condescendencia, como si realmente fuera idiota.

En ese momento el padre Elio la abrazó, besó las lágrimas que corrían por su rostro y le pidió perdón por haberle levantado la voz.

—Sé que alguien se llevó el fresco —dijo con suavidad—. La otra explicación habría sido un milagro maravilloso, pero mi vida no… En fin, yo no soy objeto de milagros. Sin embargo, la persona que se llevó el fresco actuó siguiendo la voluntad de Dios. ¿Lo entiendes? Si Dios no hubiera querido que se llevaran el Misterio de esta iglesia, no habría ocurrido.

—Pero a veces la gente sencillamente… obra mal. A veces no tiene nada que ver con Dios.

—Lo sé. —El cura sonrió con tristeza—. Yo mismo lo he hecho y he aquí mi castigo.

—Tío Elio, si encontrara a la persona que lo robó…

—¡No! —La voz del cura retumbó como un latigazo. El anciano respiró hondo y repitió con suavidad—: No… Tener que enfrentarme a uno de mis hijos después de haber hecho algo así… Tener que mirarlos a la cara y comprender que han robado a Dios… No. Dios también estará pendiente de la vida de quien lo hizo y… y no quiero saber quién es. No quiero recuperar el fresco. ¡No quiero saber quién es y no quiero recuperar el fresco! Solo quiero… —Su voz se apagó y su mente se dejó arrastrar de nuevo por el brillo cegador de las vidrieras.

Marta le acarició la mano.

—¿Qué quieres, tío Elio?

Él siguió absorto en sus confusos pensamientos, hasta que al fin repuso con voz queda:

—Quiero que Dios vuelva a amarme.

—Dios te ama.

Elio sonrió y negó con la cabeza.

—Pues te amará —insistió Marta—. Te prometo que te amará.

Con una voz tan tenue que su sobrina apenas alcanzó a oírlo, el cura susurró para sí:

—Eso sí sería un milagro.