La oscuridad le impedía a Leo distinguir si los daños de la iglesia eran más o menos serios de lo que imaginaba, pero no tenía prisa por volver a explorarla —al menos desde la entrada principal—, de modo que dirigió al grupo hasta la parte norte. Entraron por un boquete abierto en el muro del jardín. Debía de ser por ahí por donde había escapado el padre Elio.
La madera estaba exactamente donde el cura había indicado y a los pocos minutos los hombres que acompañaban a Leo cruzaron de nuevo la plaza portando tablas sobre láminas de contrachapado. Leo se rezagó con la excusa de buscar más madera, pero tenía otra cosa en mente.
El muro del jardín no mostraba signos de pandeo. Parecía que la sección del este simplemente se había cansado y había decidido tumbarse. Leo entró por el boquete temiendo el estado en que iba a encontrar la higuera. Sin embargo, el viejo tesoro retorcido estaba intacto. Al caer, el muro había evitado la higuera, y el negro tocón brilló bajo la luz de la lámpara. Por desgracia, la parte de la iglesia que sí se había cruzado en el camino del muro no había tenido tanta suerte. Gran parte del exterior aparecía cruelmente dañado y ahora el peso de casi todo el muro descansaba sobre el crucero norte. A la tenue luz de la lámpara Leo no vislumbró daños serios en el crucero, aunque desde donde estaba tuvo la impresión de que la base de la pared había adquirido una postura extraña, como alabeada. Imaginó el otro lado y sintió un repentino estremecimiento. Cruzó rápidamente el jardín y entró en la iglesia.
Leo no estaba acostumbrado a la iglesia por la noche. El cavernoso espacio, envuelto en la oscuridad, emitía ruiditos turbadores. Las hambrientas sombras engullían la luz de la lámpara, haciendo que el lugar le resultara aún más ajeno.
La principal pila de escombros comenzaba en la entrada de la iglesia y se adentraba unos diez metros. Después iba en disminución, pero aun así los cascotes se esparcían en todas direcciones hasta casi alcanzar el altar. La escena lo dejó sin respiración, pero su perplejidad aumentó cuando levantó la vista y vio un cielo negro cubierto de estrellas. Casi un tercio del magnífico techo se había venido abajo mientras el resto colgaba precariamente, amenazando con desprenderse sobre su cabeza con cada réplica. No obstante ello, Leo siguió mirando hacia arriba, hechizado por la serenidad del cielo nocturno. De todos los elementos de la iglesia, el techo siempre había sido su preferido. Ahora que se hallaba medio derruido, le embargó una curiosa sensación de liberación. Había algo extrañamente gratificador en ese enorme boquete que unía el interior de la iglesia con la extensión de una creación que siempre había existido fuera sin que nadie pareciese tenerla en cuenta. Las iglesias eran santuarios deliberadamente apartados del mundo real. Se diseñaban para ser algo más que un refugio terrenal; constituían el reflejo de una promesa que era posible vislumbrar pero no alcanzar, al menos en esta vida. Mientras contemplaba el cielo pensó que prefería la iglesia así. Se respiraba paz, y había algo maravillosamente desmitificador en todo ello.
Dudaba, con todo, de que el padre Elio compartiera su parecer. Al viejo cura se le rompería el corazón. En fin, qué se le iba a hacer, pensó Leo. La vida es decepción. Todo el mundo tiene que hacer frente a las heridas que reparte, ¿por qué Elio Caproni ha de ser diferente? ¿Porque es cura? Leo había descubierto mucho tiempo atrás que la gente puede huir o esconderse de los estragos de la vida solo durante cierto tiempo. Los santuarios permanentes no están permitidos en este mundo, ni en la oscuridad de Milán, ni en el lejano Chicago y aún menos en el insignificante Santo Fico. La calamidad siempre acaba encontrándolo a uno, y con un puño implacable derriba la puerta o, en este caso, el techo. Al viejo se le rompería el corazón, pero sobreviviría. Leo había sobrevivido.
El suelo tembló ligeramente bajo sus pies. Más que una sacudida, fue un estremecimiento casi imperceptible. Durante la última hora se habían producido una docena de réplicas, y aunque no tenían fuerza suficiente para provocar daños bastaban para ponerles a todos los pelos de punta. Unos cuantos ladrillos cayeron de la oscuridad y se estrellaron contra el suelo, obligando a Leo a alejarse del centro de la iglesia y volver a la seguridad de las paredes.
Se encontraba en la entrada del crucero norte cuando, quizá porque las sombras que proyectaba su lámpara le estaban jugando una mala pasada, vio algo que lo dejó sin habla. La manta se había caído del fresco y los rostros de la pared lo miraban desde extraños ángulos y con semblantes levemente pasmados. El fresco siempre había poseído la extraordinaria habilidad de parecer tridimensional, pero a la luz de la lámpara el cuadro parecía… en fin, cambiado. Era como si el terremoto hubiese sacudido a unos cuantos personajes para luego darles una posición nueva, algo ladeada.
Leo se adentró poco a poco, mirando muy bien dónde pisaba. Tenía que observar el fresco de cerca. Un polvo fino saturaba el aire, pero eso no explicaba por qué los personajes se veían tan torcidos. Sin duda se había equivocado en su valoración sobre el estado de la pared al contemplarla desde el jardín. En la oscuridad del exterior daba la sensación de que aunque había recibido una paliza la pared conservaba su solidez. Desde el interior Leo apreció que la base se había agrietado y el peso de la sección superior empezaba lentamente a derrumbarse hacia dentro. La pared del fresco se estaba desplomando delante de sus ojos.
Una nueva réplica sacudió la sala y la grieta de la pared expulsó una lluvia de cascotes sobre el suelo. Sujetando la lámpara por encima de su cabeza, Leo descubrió una resquebrajadura inquietante a lo largo del techo. El crucero se estaba partiendo en dos por arriba a medida que la pared cedía. De vez en cuando el techo gruñía, como si no soportara más la tensión de mantenerse en alto. Las caras del fresco parecían gritarle, como si también ellas supieran que el derrumbe del crucero era inminente. Leo imaginó que acabaría como Nonno.
¡Nonno! ¡Se había olvidado de Nonno! Había prometido al anciano que permanecería a su lado. Tenía que regresar junto a él enseguida. Los rostros de la pared estaban cubiertos de polvo y asombro, como Nonno, pero no había modo de ayudarlos. Aquel lugar estaba condenado a desaparecer, y ellos también.
Cuando se volvía para marcharse, un zumbido y una luz cegadora lo sobresaltaron. Las luces que apuntaban al fresco se habían encendido inesperadamente para luego apagarse con igual rapidez. Seguramente el padre Elio había intentado encenderlas antes de escapar. Segundos más tarde volvieron a encenderse. Parpadearon varias veces y fueron ganando intensidad hasta que, tras algunos impulsos fallidos, la luz de las bombillas se estabilizó. No brillaban, ni mucho menos, con toda su potencia, pero al menos Leo tenía luz. Por los gritos de alegría que se filtraron por el boquete del techo Leo dedujo que la corriente, aunque débil, había regresado al pueblo.
Cuando al resplandor de las lámparas contempló la pared agrietada, contuvo la respiración. Notó que el corazón se le aceleraba y un zumbido más potente que el de las bombillas en los oídos. Su sueño prohibido se había materializado. El pandeo de la pared estaba haciendo que las capas más superficiales del mural se desprendieran de su base. Como una fotografía antigua despegándose de una página amarillenta al girarla, las capas de yeso del delgado intonaco[9] y el grueso arricio[10] se estaban levantando de la vieja malla de listones. Las diferentes secciones se separaban como piezas de un rompecabezas dispuestas sobre una mesa cuya superficie se expandía. Aunque algunos fragmentos pequeños ya se habían desprendido y hecho añicos, las secciones principales todavía se aferraban a la celosía resquebrajada bien por determinación o pura costumbre.
Estaba claro que solo podían ocurrir dos cosas. Una réplica violenta derribaría el techo y destruiría el fresco o sacudiría los paneles dañados y los destrozaría. En ambos casos el fresco, al igual que la estancia que había sido su hogar durante más de cuatrocientos años, estaba condenado a la destrucción. Si quería salvar algo, Leo debía actuar de inmediato.
Algunas tentaciones son tan arrolladoras que no requieren deliberación. Conocemos el resultado antes de iniciar el debate, pero, no obstante, llevamos a cabo todo el proceso mental porque sabemos que debemos seguir viviendo con nosotros mismos. En los días venideros, Leo se agarraría a sus endebles razonamientos para justificar lo que sabía que se disponía a hacer. De hecho, se dijo, probablemente ni siquiera tuviese la culpa. La culpa la tenían aquellos dos malditos gordinflones de Roma que habían hablado más de la cuenta. Ese momento era, sencillamente, la cosecha del fruto de una semilla que habían plantado en el corazón de Leo veinte años atrás.
Fue un día en el verano de sus catorce años cuando aquel Lancia hizo su entrada en el pueblo. Leo y Topo estaban sentados en el borde de la fuente vacía, discutiendo los pros y los contras de robar algunos cigarrillos al padre de Topo para llevárselos a Brusco Point y aprender a fumar. La discusión no estaba conduciendo a ningún lado cuando el coche pasó por delante de los dos muchachos y se detuvo frente al hotel. Cuatro pasajeros entrados en carnes se apearon, extendieron un mapa sobre la capota y lo estudiaron. Acto seguido lo doblaron y entraron en el hotel. Aunque Topo le suplicó a Leo que le dejara hacer el papel de Franco, este sabía que debía hacerlo solo. Sí aceptó, no obstante, que Topo deambulara por los alrededores, decisión que lamentaría el resto de su vida.
Seguido de Topo, Leo encontró al grupo sentado a una mesa del restaurante. Como era de esperar, los dos hombres (ambos bajos, rollizos y calvos) y sus esposas (igualmente bajas y rollizas, y con el pelo totalmente enlacado) constituían un grupo más de turistas extraviados que se dirigían a Follonica pero habían ido a parar a aquella plaza polvorienta. Leo se alegró de averiguar que estarían encantados de ver el Milagro y el Misterio y escuchar su historia.
Todo transcurrió con la monotonía acostumbrada hasta que Leo los hizo entrar en la iglesia para que viesen el Misterio. Apenas había arrancado su parloteo y encendido las luces cuando los dos hombres soltaron una exclamación al unísono. Y al unísono extrajeron sus gafas y apartaron a Leo para echar un vistazo más atento. El muchacho, desconcertado, no tuvo oportunidad de contarles la milagrosa historia que él mismo había concebido, porque los dos hombres se pusieron a cuchichear. Formularon preguntas difíciles, y Leo tuvo problemas para estar a la altura del entusiasmo que manifestaban. Le hacían repetir determinadas partes de la historia y luego dejaban de prestarle atención para reanudar su ansioso cuchicheo. Hablaban de cosas como «perspectiva de tres puntos», «naturalidad de la curva», «tonos y matices» y otras cosas que Leo no entendía. Finalmente sus impacientadas esposas les dieron un ultimátum ineludible y el cuarteto abandonó la iglesia, pagó a Leo sus honorarios más una modesta propina, subieron al coche y pusieron rumbo al norte.
Leo no volvió a verlos, pero habían dejado una huella tras de sí. Habían hablado del «gran Giotto», un nombre que Leo y Topo enseguida reconocieron como célebre, aunque ninguno sabía por qué. Los maridos también habían descrito el fresco como «un tesoro sin descubrir». Y lo más importante, Leo les había oído decir: «Podría valer una fortuna».
Cuando el coche desapareció finalmente por la carretera, Topo se puso a dar saltos y gritos de alegría, y Leo tuvo la certeza de que su amigo acabaría orinándose encima. Entonces cayó en la cuenta, muy a su pesar, de que todo lo que él había oído también lo había oído Topo, y Topo estaba impaciente por contárselo a Franco y Marta. Peor aún, también quería contárselo al padre Elio y luego a su madre. El muy chismoso estaba deseando que el pueblo entero conociera la noticia, naturalmente de su boca.
No obstante, Topo se descubrió repentinamente aplastado contra la pared de la iglesia con los pies elevados del suelo y el puño de Leo hundido en su mejilla. La voz de Leo fue queda y, para tratarse de un muchacho de catorce años, increíblemente aterradora.
—Si se lo cuentas a alguien, si cuentas una sola palabra, te mato.
Topo no creía que Leo fuera realmente a matarlo, y Leo tenía la certeza de que no mataría a Topo, pero ambos sabían que, en cuanto al ánimo de la amenaza, Leo no había hablado tan en serio en su vida.
De vez en cuando Topo sacaba a relucir la frase «podría valer una fortuna», pero Leo se negaba a hablar del tema. Topo no entendía por qué. Fue más adelante, después de que Leo se marchara y el propio Topo se hartara de la insulsa vida que le ofrecía Santo Fico, y después de haberse vuelto lo bastante cínico para comprender la mediocridad de su futuro, que comenzó a entender el sentido de la frase «podría valer una fortuna». Significaba esperanza. Significaba salvación.
El suelo se estremeció de nuevo, la estancia gimió y sobre la cabeza de Leo llovió más polvo. Si pensaba hacerlo, no podía demorar más. Situó la lámpara de petróleo al lado de la pared y rezó para que las parpadeantes bombillas no se apagaran. Luego, arrodillándose en el suelo como un discípulo, envolvió con sus dedos un bloque de yeso roto. El yeso estaba frío. La superficie pintada, cubierta de una fina capa de polvo, era tan suave al tacto como el terciopelo. El hecho de tocar una sección del vulnerable fresco provocó en él una extraña emoción, y Leo se dio cuenta de que las manos le temblaban. Tuvo la sensación de estar acariciando a una mujer que había deseado toda su vida pero que siempre había estado fuera de su alcance. Pensó en Marta y supo que si precipitaba los acontecimientos, si obraba con torpeza o estupidez, arruinaría ese momento para siempre. El fresco lo rechazaría, se desmenuzaría entre sus dedos y caería al suelo. Le temblaban las manos.
—Más despacio —dijo para sí.
Se secó el sudor de las palmas con la chaqueta, asió cuidadosamente el panel que parecía más propenso a caer —el central, en el que san Francisco estaba reclinado bajo la higuera— y tiró de él. Leo siempre había tenido la impresión de que el santo lo contemplaba con una extraña expresión de tristeza y gratitud, de comprensión o, tal vez, sencillamente de paciencia. Pero en ese momento solo veía decepción.
Por desgracia, al tirar del panel se sorprendió de lo frágilmente que estaba adherido y tanto la repentina liberación del mismo como su peso le cogieron desprevenido. Casi se le había escapado de las manos cuando lo apretó contra su pecho. Lo tenía. Leo se olvidó de respirar mientras acariciaba y examinaba el panel —apenas un metro de ancho y poco más de un metro de alto—, su «tesoro sin descubrir» que «podría valer una fortuna». Abrazándolo como a un niño herido, se marchó del crucero a toda prisa y salió al jardín.
Por las montañas del este asomaba un suave resplandor, y una luz azul muy tenue lo cubría todo. El alba todavía quedaba lejos, pero se estaba acercando con rapidez, y ese era un trabajo que debía realizarse a oscuras. Leo buscó un lugar alejado del muro dañado y finalmente extendió su tesoro sobre un macizo de hierbabuena. Poco después se hallaba de nuevo en la iglesia, arrodillado frente al fresco, deslizando con cuidado los dedos debajo de otro panel.
La estresante labor estaba durando demasiado, pensó Leo a medida que desprendía las secciones y las trasladaba con ternura hasta un lugar seguro entre las hierbas del jardín, pero no debía apresurarse. Dos réplicas habían sacudido la frágil habitación mientras Leo se hallaba en plena labor. Tras la primera, un trozo de yeso se desprendió del techo, le rozó la cara y se estrelló contra su hombro. En lugar de buscar refugio, Leo cubrió el panel con su cuerpo para proteger la pintura. No obstante, cuando vio el tamaño del yeso que casi le había partido el cráneo decidió que el instinto de supervivencia era valioso y tenía que estar dispuesto a utilizarlo.
A medida que ascendía por la pared, alejándose de la base agrietada, observó que el fresco se hallaba menos afectado por el pandeo y se resistía cada vez más a despegarse. Le dolían los brazos y el sudor se le metía en los ojos mientras separaba una enorme tabla que iba cediendo poco a poco. Cuanto más se esforzaba, más temía el resultado de sus esfuerzos. ¿Qué ocurriría cuando ese colosal fragmento se desprendiera por completo? Sabía por experiencia que se soltaría bruscamente y caería como granito contra el suelo. ¿Cómo iba a sujetarlo, equilibrarlo y trasladarlo a un lugar seguro? Si liberaba un panel de ese tamaño, lo destrozaría. Había decidido detener la labor y concebir un plan razonable cuando se produjo la última réplica.
El temblor duró poco, pero lo suficiente para arrojar a Leo contra la pared. Tenía los dedos encajados en los cantos del panel y al precipitarse hacia delante notó que el fresco se desprendía de su débil amarradura y que una grieta se abría en el cielo azul en dirección ascendente. Segundos más tarde, cuando el temblor cesó, Leo se dio cuenta de que el enorme panel no solo se había soltado, sino que ahora lo integraban dos piezas que resbalaban hacia el suelo igual que toboganes gemelos. Apretó la cara y el cuerpo contra la pared en un intento desesperado de detener la caída. Empezó a notar calambres en las piernas. Era evidente que la gravedad iba a ganar la batalla. Entonces oyó que alguien entraba en la iglesia.
—¿Hola?… ¿Hay alguien ahí? Leo… ¿eres tú?
El bisbiseo de Topo provocó en Leo un conflicto que no había experimentado antes. ¿Debía gritar de alegría, de rabia, de necesidad? Los paneles se estaban separando por la grieta que cruzaba el cielo y deslizándose lentamente hacia el ombligo de Leo. Este apretó la barriga contra la pared para frenar el descenso y trató de hablar en tono de indiferencia, pero le resultaba difícil ocultar su desesperación.
—¡Estoy aquí!
Oyó a Topo avanzar por el jardín dando traspiés y rezó para que ese patoso entrometido no pisara los paneles rescatados. Lo oyó tropezar y caer al cruzar la puerta. Lo oyó deambular por la iglesia. Y luego lo oyó chasquear la lengua con desaprobación.
—¡Dios mío, Leo, has roto el san Francisco!
Leo se alegró de que en ese momento no pudiera rodear con sus manos el cuello del pequeño roedor.
—No lo he roto, idiota. Ha habido un terremoto.
—¿Sabe el padre Elio lo que has hecho? Se pondrá como una fiera.
—¡No lo he roto, maldita sea! ¡Lo encontré así!
El esfuerzo que requería sostener los paneles del fresco y, al mismo tiempo, justificarse ante Topo fue excesivo para Leo. Las dos secciones resbalaron un poco más y Leo aplastó dolorosamente la pelvis contra la pared. Topo ofreció lo que, en su opinión, era un buen consejo.
—Yo en tu lugar no los dejaría caer.
Nunca se sabrá si Topo habría comprendido o no por sí solo el dilema en que se encontraba Leo, pues en ese momento este estrelló la frente contra la pared y gruñó con tal furia que Topo cayó en la cuenta de su situación y actuó. Juntos bajaron el fresco hasta el suelo.
La luz del alba bañaba el paisaje de fuera cuando Topo examinó el fruto del esfuerzo de su amigo. Colocadas con sumo cuidado, entre matas de romero, hinojo, tomillo, salvia y lavanda, descansaban nueve secciones del fresco, el Misterio casi en su totalidad. Esparcida por el suelo había una docena de fragmentos más pequeños. El huerto se había convertido en un museo surrealista, y todo parecía tan inadecuado y al mismo tiempo tan sereno que Topo no logró articular palabra, aunque Leo sabía en qué estaba pensando.
—La habitación está a punto de desplomarse. Es obvio.
Topo deambuló por el jardín sacudiendo la cabeza y chasqueando la lengua con expresión de incredulidad. Leo recordó que la madre de Topo solía chasquear la lengua de ese modo.
—Era la única forma de salvarlo. Es obvio.
Topo se rascó la cabeza y suspiró. Tenía que preguntárselo.
—¿Piensas quedártelos?
Había algo en la quietud del alba que hizo que la pausa de Leo pareciera eterna. Leo había sabido desde el principio lo que quería hacer, pero en ese momento Topo estaba pidiéndole que lo pronunciara en voz alta. Quería que Leo reconociera que iba a robar algo que pertenecía a la iglesia, que iba a llevarse el único elemento valioso del pueblo, que iba a sacar dinero suficiente para huir de Santo Fico y no regresar jamás.
—Sí.
La quietud volvió a envolverlo todo como un velo, pero esta vez era Topo quien, sintiéndose entre la espada y la pared, se atormentaba en silencio. Leo sabía lo que su pequeño amigo estaba pensando mientras examinaba el fantasmagórico y fragmentado fresco. Las palabras de los dos gordinflones de Roma resonaban también en su cerebro. Finalmente, exhaló un profundo suspiro y dijo:
—Bueno, supongo que mi padre tenía razón cuando decía que no hay mal que por bien no venga.
—Hay una puerta vieja apoyada sobre el cobertizo de detrás de la iglesia —susurró Leo.
Topo desapareció en un abrir y cerrar de ojos. Leo regresó al interior del templo y encontró la manta que el padre Elio había utilizado para tapar y proteger el Misterio desde que tenía memoria. Las lámparas seguían iluminando la triste pared, ahora una cicatriz de yeso desnudo y listones rotos. Leo pensó que se parecía a Nonno, abandonada y confusa. Tiró del cable de alargue y la luz se apagó. Pese a la repentina oscuridad, sabía que la pared seguía allí, mirándolo fijamente, preguntándole por qué. Sería un alivio cuando el crucero se viniera totalmente abajo.
Al regresar al jardín vio que Topo estaba arrastrando la puerta por el boquete del muro derruido, y sin más demora procedieron a colocar encima los cadáveres del Misterio. Como sistema de amortiguación plegaban con sumo cuidado la manta sobre cada pieza del rompecabezas a medida que iban apilándolas.
Cuando hacia el este el horizonte mostró los signos ineludibles de la mañana, cruzaron con la carga el boquete del muro y se dirigieron hacia la plaza. La carga era pesada, la puerta inestable y como equipo no eran una buena combinación. Además, Topo era demasiado bajo para Leo y Leo demasiado alto para Topo. Topo daba pasos cortos y prestos y Leo solo lograba conservar el equilibrio si daba largas zancadas.
Se detuvieron antes de doblar la esquina de la iglesia y Leo echó un vistazo en dirección a la plaza. Estaba vacía. Tras unos cuantos cuchicheos, la cruzaron a toda prisa y giraron a la derecha para tomar la calle que descendía hasta la carretera que discurría al norte de la costa y, de ahí, a la finca de Leo Pizzola y la vieja casucha junto al mar.
De pie en la escalinata de la iglesia, oculta por las sombras de los portalones, Marta vio a sus dos amigos de la infancia desaparecer por la esquina con su original carga, e instintivamente supo qué estaban haciendo sin necesidad de entrar en la iglesia. Los maldijo por ello.
Maldecir a Leo Pizzola se había convertido casi en un hábito, pero eso era diferente. Lo maldijo por lo que estaba haciendo al pueblo y a la iglesia. Lo maldijo por Topo, siempre tan dispuesto a seguirlo a todas partes. Lo maldijo por su tío, que no sabía maldecir. Y lo maldijo por ella, porque le había permitido que presenciase su delito y ahora tendría que hacer algo.