9

Después de su largo día sudando en la cocina y del violento encuentro en el jardín con Solly Puce, Marta y Carmen estaban agotadas. Apenas si tuvieron energía para discutir durante una hora antes de retirarse a sus respectivas habitaciones, donde lloraron hasta dormirse.

En torno a esa misma hora el padre Elio terminaba sus plegarias y regresaba a la oscuridad de sus aposentos. Al entrar en el cuarto de baño recordó que no había bombilla. Estaba tan cansado por la actividad inusual de la jornada que no le importó saltarse algunas de sus abluciones habituales. Hizo lo estrictamente necesario y para cuando dieron las once ya dormía plácidamente.

En los cuartos atestados que ocupaban la parte trasera del Taller de Reparaciones Pasolini eran cerca de las dos y media cuando Topo logró por fin quitarse la ropa y deslizarse en las sábanas de su ansiada cama.

Topo amaba su casa y su taller. Había heredado de su padre el edificio, el negocio y la chatarra que abarrotaba las habitaciones. De su padre había heredado también el talento para hacer apaños y la renuencia a tirar cosas (o quitarlas de en medio). Latas de tornillos inservibles, cantidades ingentes de pernos sin tuerca y tuercas sin perno, zapatillas, alambres, tubos, cuerdas, cajas con piezas, piezas sin caja y todo aquello que su mano o la mano de su padre habían tocado en alguna ocasión permanecía en el taller, apilado en cada cuarto y armario disponibles. Llamar a la familia Pasolini chamarilera habría sido trivializar una forma de arte.

Todo lo que allí había era legado de su padre, exceptuando los «Clásicos del Cine Internacional Pasolini». Eso era obra de Topo. Había empezado a coleccionar películas antiguas siendo un adolescente, cuando un cine de Castiglione cerró el negocio. Más tarde descubrió a un distribuidor de Livorno que le vendía copias dañadas o descartadas. Ahora, tras casi veinticinco años coleccionando películas, tenía más de sesenta. Las enormes latas de celuloide estaban clasificadas y llenaban estantes especiales que cubrían las paredes del dormitorio. Años atrás había adquirido un proyector averiado que reparó con sus propias manos. Muchos sábados por la noche, si el tiempo lo permitía, Topo instalaba el aparato en la plaza del pueblo y proyectaba sus películas en el muro lateral de la iglesia. No lo anunciaba. No disponía de una programación. Sencillamente montaba el equipo cuando el corazón se lo pedía. Pero en cuanto corría la voz de que Guido Pasolini estaba tirando cables a lo largo de la plaza, uno tenía la certeza de que al ponerse el sol esta se llenaría de mantas y sillas.

Topo oía los ronquidos de Leo procedentes de la habitación contigua. La posibilidad de continuar viaje hasta la casucha del pastor había resultado demasiado intimidadora para ambos, y Leo enseguida aceptó la desganada invitación de Topo a pasar la noche en su casa. Se derrumbó en el sofá sin que lo desanimase la diferencia de longitud entre este y su larguirucha figura. En pocos minutos, primero Leo y después Topo conciliaron el sueño. Por fin todo el mundo en Santo Fico dormía.

Cuando la tierra empezó a retumbar todavía faltaban dos horas para que amaneciera. El rumor comenzó cuando el fondo marino se combó ligeramente a unos cincuenta kilómetros del litoral y avanzó con rapidez hacia el norte, pasando por la pequeña isla de Montecristo en dirección a la costa sur de Santo Fico. No fue lo que se dice un terremoto intenso. Al día siguiente los periódicos de la región mencionarían el suceso, señalando daños sin importancia en algunos edificios viejos de Grosseto, Follonica y Massa. Las noticias asegurarían a los lectores que «afortunadamente, el leve temblor no afectó a las grandes ciudades y causó daños relativamente leves».

Eran las 3.47 de la madrugada cuando el perro rucio se alborotó. Nonno ignoraba que fueran las 3.47 porque, como solía explicar, había perdido su reloj al hacer desaparecer el agua. Sabía que era de noche porque por la ventana del cuarto podía ver la oscuridad del exterior. Los arañazos en la puerta a esas horas de la madrugada le inquietaron, pues su sarnoso compañero siempre dormía de un tirón, y en ese momento gimoteaba como si fuera a tragárselo la tierra.

Nonno oyó entonces lo que supuso que el perro había oído y también se asustó. Un suave gruñido avanzaba hacia ellos como si un monstruo ancestral se desperezara en el fondo del mar, justo delante de su puerta. A continuación sintió como si el suelo se sumara a la protesta y la tierra bajo su cama gimió. Cuando el bramido ganó intensidad todo empezó a temblar. Los objetos pequeños rodaron por las mesas y estantes. El perro, presa del pánico, se puso a aullar y el anciano bajó arrastrándose de la cama. Intentó llegar hasta la puerta, pero el suelo y los muebles trepidaban a su alrededor. Su confusión en la oscuridad era tal que se descubrió aferrado a la pared desnuda donde estaba seguro de que había un picaporte. Apenas tuvo tiempo de asimilar el caos que lo rodeaba antes de que el techo y gran parte de las paredes del desvencijado edificio cayeran sobre él. El chucho aulló una vez y luego calló.

En el Albergo di Santo Fico el estruendo de los cuadros que se estrellaban contra el suelo despertó bruscamente a Marta. La luna se había puesto y el dormitorio estaba totalmente a oscuras. El rugido de la tierra, el desplome de los cuadros y las violentas sacudidas de la cama la convencieron de que alguien estaba atacándola. Irguiéndose, lanzó puñetazos para repeler el ataque, pero en cuanto recuperó el sentido se levantó y salió al pasillo dando voces.

—¡Carmen, Nina, levantaos, deprisa!

En la oscuridad del pasillo oyó gritar a Carmen. Utilizando la pared como guía, corrió hacia los gritos y se dio de morros con su hija, que también había salido como una exhalación de su cuarto. Perdieron el equilibrio y cayeron convertidas en un amasijo de extremidades sobre un suelo que temblaba y las sacudía. Marta se levantó con gran esfuerzo, tiró de Carmen y echó a correr hacia la que creía era la habitación de Nina. Su cara, sin embargo, se estampó contra la pared y sus ojos se llenaron de lucecitas al tiempo que caía de rodillas. Carmen chilló con más fuerza. De repente, unas manos serenas se posaron sobre los hombros de ambas mujeres y se oyó la voz de Nina por encima del estruendo.

—¡Por aquí! ¡Venid conmigo!

La joven las condujo por el pasillo mientras en las habitaciones sillas y mesas martilleaban sin control la madera del suelo. Marta y Carmen se aferraron al camisón de Nina y solo se concentraron en esa voz tranquilizadora que las guiaba por el negro terror.

Topo dormía plácidamente en su pequeño taller sin saber que la inclinación de su familia a acumular cosas estaba a punto de hacerle una mala jugada. El terremoto sacudió el taller como un torbellino azota un castillo de naipes. En cuestión de segundos recipientes, latas, años y generaciones de acumulación ecléctica llovieron en torno a él como una tormenta de granizo. Tostadoras irreparables, radios averiadas, chismes obsoletos y trastos abandonados se tambaleaban en su precario hacinamiento hasta venirse abajo.

Topo bajó de la cama buscando a tientas un interruptor mientras chillaba en un tono que generalmente solo oían los perros.

—¡Un terremoto! ¡Sálvame Dios! ¡Un terremoto!

Leo se revolvió en el sofá de la sala, pero su estado comatoso era profundo. Al oír aullar a Topo por segunda vez «¡Un terremoto!», alcanzó a enjugarse la baba de la mejilla e incorporarse. No había dormido ni de lejos lo bastante para recuperar la sobriedad, pero sí lo suficiente para desarrollar una jaqueca y una sed feroces. Deslumbrado por la luz que llegaba del dormitorio de Topo, también él se dio cuenta de que a su alrededor llovían objetos que se estrellaban contra el suelo. Topo tenía razón. Era un terremoto.

—Dios mío, Leo, ayúdame —suplicó Topo, frenético, desde el dormitorio.

Leo vio a su amigo dar vueltas por la habitación cual derviche tratando de sujetar las latas de películas, pero pese a sus esfuerzos estas caían una detrás de otra y golpeaban el suelo con un estruendo de platillos. Luego se abrían y las bobinas echaban a rodar por la habitación. Ejecutando un baile grotesco, Topo brincaba y se aferraba a su imperio cinematográfico. Algunos rollos rodaron hasta la sala de estar dejando a su paso una estela brillante de celuloide negro. Leo tuvo ganas de reír, pero sentía que su cerebro era tres tallas mayor que su cráneo.

De pronto, el peligro real del terremoto lo sacudió como una descarga eléctrica. De un salto, Leo salió disparado hacia la puerta agarrando por el camino un televisor mediano que había resbalado de su estante. La parada fue instintiva y puramente autodefensiva, pero desde el dormitorio Topo vio a su amigo salvar uno de los pocos televisores que funcionaban y agradeció su ayuda hasta que lo vio arrojar el aparato por encima del hombro y desaparecer por la puerta. Luego se fue la luz.

El padre Elio tuvo que arreglárselas solo. No hacía falta demasiado alboroto para despertar al anciano. Últimamente tenía el sueño ligero. El primer temblor lo sentó en la cama. Su cuarto tenía una puerta que conducía a la parte trasera de la iglesia, pero, ignorando qué camino era el más seguro, se dirigió hacia la cocina. Entretanto oía cosas a lo lejos que lo acongojaron.

Las manos del padre Elio tanteaban las paredes del oscuro pasillo mientras sus piernas avanzaban dando traspiés, como si los horribles ruidos que resonaban en la iglesia tiraran de él. Oyó estallidos de cristales y rezó para que al menos algunas de las hermosas vidrieras se salvaran. Luego un violento desgarro, que para el sacerdote sonó como un aullido de dolor, sacudió el edificio. A renglón seguido se produjo una especie de explosión y un temblor tan fuerte que derribó al padre Elio. Algo terrible había sucedido en la iglesia. Avanzando a cuatro patas, empezó a toser y jadear cuando una espesa nube de polvo engulló el pasillo.

Leo corría por la empinada callejuela a tal velocidad que no se dio cuenta del momento en que el terremoto cesó. De las elevadas casas que flanqueaban la calle cual muros de un desfiladero llegaban llantos y voces angustiadas llamando a seres queridos, pero Leo no vio a nadie.

Tropezaba y caía una y otra vez, y no solo por los restos de alcohol que estaba exudando rápidamente de su sistema. La calle se encontraba cubierta de fragmentos de loza, restos de macetas y tejas que se desprendían de los techados. La lluvia de cascotes que se estrellaban contra los adoquines lo obligaba a saltar de un lado a otro de la calle, haciendo que a menudo se diera de narices contra las fachadas. Se alegró de que nadie suplicara ayuda, porque no tenía intención de detenerse.

La adrenalina lo impulsó calle arriba, pero cuando alcanzó la cima el corazón le latía como un tambor colérico, los pulmones le ardían y tuvo la sensación de que habría vomitado si no lo hubiera hecho ya con tanta diligencia. Los temblores y el estruendo habían cesado; ya solo se oían los aullidos de perros distantes y los lamentos intermitentes de gente asustada.

Leo llegó hasta la fachada del hotel procurando no prestar atención a sus piernas temblorosas, su estómago revuelto y las ganas de un cigarrillo y una cerveza fría. La luna estaba baja, pero la claridad del cielo y las estrellas cercanas y brillantes le permitieron adivinar en la oscuridad formas y sombras fantasmagóricas. Nada más doblar la esquina se asomó al muro del jardín trasero del hotel con la esperanza de encontrar tres figuras acurrucadas, pero todo era una enorme sombra cambiante y no oyó nada. Cruzó la plaza desierta sin alcanzar todavía a discernir qué era real y qué no lo era. Al menos el hotel seguía en pie, pero cuanto más se esforzaba por ver más dudaba de lo que veía. ¿Dónde se habían metido? ¿Por qué no estaban en la calle? ¿Por qué no las oía? Si el tejado se había desplomado no podría verlo desde fuera, y quizá Marta y las chicas se hallaran en sus camas, enterradas bajo pilas de vigas, yeso y tejas.

Al fondo del edificio —la zona con vistas a la bahía— estaba la escalera que conducía directamente a la vivienda de la familia. De niño Leo había subido y bajado por esa escalera miles de veces y ahora volvió a decidirse por ella. Empujó la reja y cruzó la terraza cuando vio tres apariciones apretadas entre sí descender lentamente los escalones como espíritus flotantes. Nina iba en cabeza palpando las barandillas con mano firme. Marta y Carmen seguían sin despegarse de ella, aferrando con fuerza el camisón de la que tenían delante.

—¡Marta!

Marta odió reconocer su voz, pero más odió alegrarse de oírla.

—¿Qué quieres?

—¿Estás bien?

—¿De nuevo has venido a rescatarme? La última vez que apareciste aquí en mitad de la noche para rescatarme llegaste demasiado tarde y te rompí la nariz. Márchate o volveré a rompértela.

Leo no esperaba menos, pero los enigmáticos comentarios de Marta despertaron la curiosidad de Carmen y Nina. Aunque ambas querían saber más sobre rescates fallidos y narices rotas, Nina tenía una preocupación más urgente, y le preguntó a Leo:

—¿Has visto al tío Elio? Oí un gran estruendo en la iglesia. ¿Puedes verle?

Aunque fue Nina quien le habló a Leo, fue Marta quien ganó la temeraria carrera por la traicionera plaza. En las calles adyacentes asomaba el brillo de linternas y faroles. Los vecinos se llamaban entre sí aterrorizados, necesitados de ayuda o, sencillamente, para escuchar otra voz.

Leo alcanzó a Marta en la puerta de la iglesia, cuya puerta, naturalmente, estaba abierta. Al padre Elio jamás se le habría ocurrido cerrar con llave una iglesia. Cuando Leo la empujó, los recibió una ola de polvo que descendió como una niebla espesa por la escalinata.

—¡Tío Elio! —gritó Marta pese al polvo asfixiante—. ¡Tío Elio!

En la iglesia, sin embargo, reinaba el silencio.

Marta se adentró en la espesa niebla, pero a los pocos metros tropezó con cascotes, baldosas y vigas. Cada vez que llamaba a su tío recibía como única respuesta el ruido de más escombros al caer. Fragmentos enormes de yeso se precipitaban desde treinta metros de altura para estallar como bombas e inundar el aire de más arenilla. Alguien gritó su nombre, pero el fino polvo le anegó los pulmones y los ojos y Marta perdió el sentido de la orientación. Estaba trepando por una montaña de cascotes en el pasillo central cuando topó con un bloque de yeso y cayó violentamente sobre algo dentado. Sintió un dolor punzante en la cadera e intentó gritar, pero le faltó el aliento. El tiempo y el espacio se volvieron borrosos y en su mente apareció la imagen de su tío atrapado bajo los escombros. Se arrastró como pudo, pero volvió a oír a alguien gritar su nombre desde lo profundo de un pozo negro. Intentó responder, mas solo consiguió aumentar sus náuseas. Algo la cogió por la pierna y empezó a tirar de ella. Mientras era dolorosamente arrastrada por las montañas de cascotes y lanzaba patadas contra aquello que tiraba de su pierna, se fue hundiendo en una oscuridad confusa. De repente, todo en ella cedió. Algo la levantó del suelo igual que a un saco de patatas y Marta se preparó para la caída. A donde quiera que fuese, tarde o temprano aterrizaría, y solo entonces se preocuparía de eso. En ese momento un manto de polvo la envolvió y obnubiló su mente.

Marta despertó sobre los escalones de la iglesia bajo un cielo negro y estrellado. Carmen y Nina estaban arrodilladas a su lado. Alguien tosía y jadeaba, y Marta pensó que era ella hasta que cayó en la cuenta de que se trataba de Leo. Era él quien había entrado en la iglesia a buscarla, quien había forcejeado con ella y la había devuelto a un lugar seguro. A Marta le escoció pensar que Leo finalmente había conseguido rescatarla. Intentó hablar, pero tenía la boca llena de polvo. Tragó saliva con dificultad y probó de nuevo:

—¿Dónde está tío Elio?

De la esquina del edificio llegó una voz débil.

—Estoy aquí.

El viejo cura resoplaba; estaba cubierto de polvo, pero vivo, y se acercaba por la escalinata. Las tres mujeres se abalanzaron sobre él mientras las lágrimas mezclaban el polvo de sus caras con el que cubría la cara de su tío.

—Algo se desplomó… Creo que fue el techo… Debe de haber sido el techo. Quise encender la luz, pero creo que nos hemos quedado sin corriente. Todo estaba muy oscuro. Tuve que salir por el jardín. Parte del viejo muro se ha caído, pero no pude ver… no pude ver si… no pude verlo.

Se le quebró la voz. Todos sabían qué era eso que no había podido ver y que tanto temía. Si el muro del jardín se había desplomado, ¿era posible que hubiese aplastado la higuera? ¿Habría destruido el Milagro? Antes de que alguien atinase a responder, un grito de alarma horadó la oscuridad.

—¡Padre Elio!

Una linterna corría por la plaza hacia ellos. Al llegar al pie de la escalinata advirtieron que se trataba de Frankie, el nieto flacucho de Angelo de Parma. Descalzo y en calzoncillos, tenía los ojos como platos y jadeaba.

—¡Padre Elio, mi abuelo me ha enviado a buscarlo! ¡La casa de Nonno se ha derrumbado! ¡Él y su perro han quedado atrapados!

Elio se frotó la cara y respiró hondo para aclararse la mente. Había mucho que hacer en el pueblo y eso le impediría pensar en… ¡No pienses en eso! Hay demasiado que hacer.

Dividió de inmediato las tareas con una serenidad pasmosa. Leo debía reclutar voluntarios. Unos irían a casa de Nonno para cavar y el resto se dispersaría para comprobar si había más vecinos atrapados bajo los escombros. Quizá hubiese heridos. Mucha gente estaría asustada y necesitada de refugio. Marta y las chicas debían abrir el hotel para todo el mundo y preparar café. Había mucho que hacer. No obstante, cuando se disponían a partir cayeron en la cuenta de que Frankie permanecía quieto como una estatua.

Al principio el muchacho se había sentido humillado al advertir que estaba en calzoncillos delante de Carmen Fortino. Carmen, acostumbrada a la admiración que le profesaban los adolescentes, percibió el azoramiento del muchacho y jugó con él por puro hábito. Frankie, con todo, había descubierto que si sostenía la linterna a la altura adecuada, conseguía adivinar muchos aspectos secretos del cuerpo de Carmen a través del fino camisón, y no pudo evitar sonreírle con inocente lascivia. Pero antes de que Carmen alcanzara a comprender las intenciones del muchacho y este obtuviera lo que consideraba una estupenda panorámica, el padre Elio ya le estaba azuzando en dirección a la carretera del puerto.

La información sobre quién había sufrido qué no tardó en correr por Santo Fico. Había incontables cortes y magulladuras, mucha histeria y la sospecha de un infarto que al final resultó ser una indigestión nerviosa. Los heridos y los atemorizados se congregaban instintivamente en la plaza. Una vez allí descubrían las velas y los faroles en cada ventana del hotel y entraban atraídos como mariposas nocturnas. Marta y las chicas estaban ocupadas sirviendo café, té, vino y cuanto necesitaran los vecinos.

Enseguida comprendieron que toda la gente del pueblo, y probablemente de la región, tendría mucho que limpiar. Durante algunas semanas habría gran demanda de tejas. Por fortuna para Santo Fico, los únicos edificios seriamente dañados eran el cobertizo de Nonno y la iglesia. Pero todavía se desconocían los desperfectos de esta última, y así sería hasta que amaneciese. El padre Elio se negaba a pensar en ello. Su única preocupación en ese momento era Nonno.

Una docena de trabajadores en pijama avanzó con prudencia por los escombros que Nonno y el perro gris habían llamado hogar. Las sombras de las lámparas de petróleo reflejadas en el muro posterior de la casa de dos plantas de Angelo de Parma contribuían a producir una atmósfera fantasmal. Los hombres trabajaban con presteza, pero debían ser cuidadosos. Según de dónde viniera la luz, el muro parecía inclinarse en dirección al mar. Como si desearan frustrar la labor, unas tejas enormes resbalaban intermitentemente del techado de la casa de Angelo y se estrellaban contra los adoquines, cerca de los trabajadores.

Por mucho que el padre Elio intentara apartar de su mente el destino de su hermosa iglesia, imágenes de la capilla anegada de polvo y la horrible grieta del muro del jardín atacaban su cerebro. Cada vez que una teja estallaba cerca oía el terrible desplome de su bello techo abovedado al caer sobre el mosaico del suelo. Cuando pisaba los cascotes de la habitación de Nonno, imaginaba el muro derruido de su jardín. Había esperado un castigo, pero nada parecido a eso. Eso era demasiado.

Llevaban casi veinte minutos apartando escombros cuando Leo levantó una tabla y la tenue luz de la lámpara iluminó un trozo de yeso en el que detectó algo parecido a una nariz. Al inclinarse para inspeccionarlo, el trozo de yeso abrió los ojos y parpadeó. Luego sonrió y dijo con voz jadeante:

—Hola, Nico.

—Hola, Nonno.

Los ojos del viejo se llenaron de lágrimas.

—Sabía que me encontrarías… Estás encima de mi estómago.

Leo avisó a sus compañeros, que acudieron enseguida e iniciaron el lento proceso de desenterrar a Nonno.

—Nico, no me dejarás solo, ¿verdad?

—No, Nonno, no me moveré de aquí —respondió Leo.

Pero el viejo no las tenía todas consigo, de modo que cuando Leo retrocedió para dejar paso a sus compañeros, dijo entre sollozos:

—¡Esto no es la montaña, Nico! ¡Yo no quería abandonarte! Juro por Dios que no quería. No me dejes aquí, por favor. No me dejes…

Nadie conocía las ideas que atormentaban a Nonno, pero su pavor era peligroso, porque con cada ademán corría el riesgo de que se derrumbase la única pared que quedaba en pie. Si eso ocurría, una tonelada de ladrillos y yeso aplastaría a Nonno contra el suelo como una flor seca entre las páginas de una Biblia. Leo se inclinó sobre el viejo y trató de calmarlo.

—No te preocupes, estoy aquí y me quedaré contigo, pero tienes que estarte quieto y dejarlos trabajar, ¿de acuerdo?

—De acuerdo. —Nonno se tranquilizó, pero sus ojos seguían arrasados en lágrimas cuando susurró—: Leo, lamento lo que ocurrió en las montañas. Debí meterme en la nieve y quedarme contigo y tus hermanos. Todo me ha ido mal desde que te dejé. Y ahora se me cae la casa encima.

—Lo sé.

—¿Vas a dejarme?

—No, me quedaré aquí.

—Gracias, porque cuando la casa se me cayó encima, me asusté. Creo que el perro ha muerto.

—No te preocupes. Todo irá bien.

Estabilizar la casa requeriría su tiempo. Entretanto, las tejas que caían del techado de Angelo de Parma cual proyectiles de mortero dificultaban la labor. Había que hacer algo antes de que alguien se rompiese la crisma. Era preciso reunir maderos para apuntalar la pared y proteger a los rescatadores y al indefenso Nonno. Así pues, la mitad de los trabajadores se dispersó en busca de tablas y vigas mientras la otra mitad se quedaba para proteger al anciano vigilando el tejado de Angelo de Parma y esgrimiendo tapaderas de latón de cubos de basura para repeler los proyectiles de barro cocido.

El padre Elio le pidió a Leo que fuera con algunos hombres a la iglesia para recoger vigas inservibles. Cuando Leo le sugirió que sería preferible que fuese él quien acompañara a los hombres, el cura sacudió la cabeza y dijo:

—No puedo mirar. Todavía no.

Leo comprendía al cura, pero le había prometido a Nonno que no se movería de su lado. En ese momento Frankie de Parma se encontraba sentado sobre una pila de cascotes sosteniendo una tapadera de latón encima de su cabeza a modo de paraguas. A sus pies, la cara polvorienta de Nonno, que conservaba con él, brillaba como un plato de porcelana. Nonno estaba bien acompañado y el viaje a la iglesia solo duraría unos minutos, de modo que Leo cogió una lámpara, reclutó a dos hombres y echó a correr hacia la plaza.

Tenía intención de regresar.