8

Hacia el oeste el horizonte todavía se aferraba a un arrebol naranja cuando Marta terminó los preparativos para el día siguiente y apagó las luces de su impecable cocina. Al día siguiente las cosas volverían a su cauce, seis o siete almuerzos sin contar el de tío Elio, cerveza por la tarde y vino por la noche. Cuando subía por las escaleras que llevaban a la primera planta oyó música. Nina tenía la radio encendida y una orquesta estaba interpretando una canción que Marta conocía. Era una melodía que relacionaba con un recuerdo agradable. ¿De qué recuerdo se trataba? No consiguió acordarse.

Al llegar al vestíbulo y doblar la esquina, golpeó contra un muro de aire caliente y rancio. En la cocina hacía calor, pero comparado con la planta superior, lo de abajo era un bálsamo. Esta noche no resultaría fácil conciliar el sueño. Recordó las noches como esa cuando era niña. Ayudado a veces por tío Elio, su padre, Giuseppe el Joven, subía viejos colchones del sótano y los distribuía sobre la hierba del jardín. En cuanto los colchones tocaban la tierra, Marta y su hermana Rosa saltaban de uno a otro, jugando a que eran islas en un mar de ácido hirviendo o picos montañosos rodeados de abismos. En ambos casos, el mínimo paso en falso significaba la muerte. Luego Caterina, su madre, las regañaba, pero siempre más a Rosa que a Marta porque aquella tenía catorce meses más de sensatez. Caterina estaba convencida de que esos viejos colchones contenían las enfermedades de todos los clientes que habían dormido sobre ellos desde que el primer antepasado Caproni se adueñara de esa casa, por no mencionar los ejércitos de bichos que vivían en el sótano. Caterina insistía en que nadie se acercara a los colchones hasta que los hubiese cubierto con sábanas limpias.

Eran unas noches maravillosas. El padre de Marta encendía una fogata y los vecinos acudían para beber vino y cantar. Jugaban a bochas hasta que oscurecía. Después toda la familia se tumbaba bajo el cielo confiando en ver estrellas fugaces y se quedaban charlando hasta entrada la noche.

Una vez que fallecieron Giuseppe el Joven y Caterina, y después de que Rosa se casara y se mudara a Cecina, cuando solo quedaban ella, Franco y las niñas, en las noches calurosas Marta intentaba convencer a Franco de que durmiesen en el jardín. Pero él contestaba que subir los sucios colchones del sótano era demasiado trabajo y que por la mañana, cuando el sol les golpeara en la cara, lo lamentarían. Después, mientras ella y las niñas sudaban y daban vueltas en la cama, Marta oía la moto de Franco arrancar y alejarse por la carretera. Al parecer, Franco tenía su propia manera de vencer el calor. Pero había pasado mucho tiempo, y esa noche Marta estaba demasiado cansada para pensar en Franco.

No había luz cuando se asomó al dormitorio de Nina y sus ojos enseguida se adaptaron al resplandor de la radio. Marta adivinó la silueta de su hija menor sentada frente a la ventana abierta. La noche aún tardaría varias horas en refrescar, pero por la ventana entraba una leve brisa procedente del mar. Envuelta en un fino camisón, Nina trabajaba diligentemente en su encaje de hilo, y cuando habló lo hizo sin alterar el ritmo de la aguja.

—¿Te vas a la cama?

Marta siempre se sorprendía de que, por muy sigilosa que procurara ser, nunca lo fuera lo suficiente.

—Sí. ¿Dónde está tu hermana?

—Creo que en su habitación.

—No permanezcas levantada mucho rato. —Marta se volvió hacia el pasillo. La sala de estar se hallaba a oscuras y en silencio. Le extrañó que a esa hora de la noche, siendo verano, Carmen no estuviera tumbada en el frío suelo de la sala viendo la tele. La puerta de su cuarto estaba cerrada y no se veía luz. Marta la abrió con sigilo e introdujo la cabeza. La luna, elevándose por el este, se filtraba por la ventana e iluminaba con su luz azulada el cuerpo de Carmen tendido sobre la cama. Tenía la sábana hasta el cuello y la negra melena extendida sobre la almohada blanca. Su respiración era profunda y regular.

Marta cerró la puerta con cuidado y echó a andar por el pasillo. Pensó en ver la tele, quizá algo que la hiciera reír, pero estaba demasiado cansada. Entró en su dormitorio y se dejó caer en la cama sin encender la luz, algo que enseguida lamentó. Iba a costarle mucho esfuerzo levantarse de nuevo. Había tenido un día tan ajetreado que había olvidado abrir las ventanas, de ahí el bochorno.

Tras levantarse con gran esfuerzo, abrió la ventana y se dejó envolver por la suave brisa de la noche. Quizá debiera darse un baño. Un baño sería maravilloso. Quizá debiera quitarse la ropa y sentarse frente a la ventana. O quizá debiera correr desnuda por las calles de Santo Fico hasta alcanzar el puerto. Luego se sumergiría en el mar y nadaría sin parar hasta la línea carmesí del oeste. No tenía fuerzas para reírse de su descabellada ocurrencia. Además, seguramente ya no era capaz de correr hasta el puerto. Prefería la idea del baño.

No comprendía que Carmen pudiera dormir bajo esa sábana. Su habitación estaba tan caliente como la de Marta. Debía de estar muy cansada. Había trabajado duramente y por la noche la había ayudado a limpiar. No obstante, dormir bajo esa sábana…

Un sonido familiar, casi cómico, interrumpió sus reflexiones. Por la empinada carretera ascendía esforzadamente una vieja escúter. Sonaba como la moto de Salvatore Puce, el desagradable joven de Grosseto que traía el correo dos veces por semana. Pero ¿qué hacía ese porco deficiente en Santo Fico a estas horas? No le gustaba la forma en que ese pervertido granujiento miraba a Carmen, pero todavía le gustaba menos que Carmen se empeñara en coquetear con él.

El motor de la escúter se detuvo a menos de cien metros.

Menos mal que Carmen se había acostado temprano y en ese momento dormía… con la puerta cerrada… ¡y la sábana hasta el cuello!

Marta se apartó bruscamente de la ventana y echó a correr como un rayo por el pasillo.

Entró en el cuarto de Carmen y encontró la cama vacía. Al ver el pasillo despejado, dedujo que la idiota de su hija se hallaba en la cornisa de la ventana y se dirigía a la espaldera de los rosales, ahora desnuda de flores.

Con los zapatos en el bolso, Carmen avanzaba por las viejas tejas del alero que rodeaba la parte trasera del hotel con toda la rapidez de que era capaz, pero a cada paso las tejas resbalaban o se rompían bajo sus pies descalzos. La vía de escape no era tan sólida como recordaba. El tejado gimió y Carmen pensó que si caía se haría una seria magulladura o incluso unos cuantos arañazos, y quizá hasta se desgarrara el vestido. Solo tenía que alcanzar la espaldera que había junto a la puerta de la cocina y bajar por él.

Al concebir esa escapada nocturna no había incluido peligro, sufrimiento ni el desgarramiento de ropas. La idea de una noche con Solly Puce ni siquiera le resultaba atractiva, pero tenía sus motivaciones. Sabía perfectamente lo que Solly quería de ella, o por lo menos creía saberlo. Había visto bastantes besos en las películas y sus amigas no hablaban de otra cosa. Carmen conocía las intenciones de Solly, pero este tendría que aprender a vivir con la decepción. Le había prometido llevarla a Grosseto, y Grosseto tenía cines y salas de fiesta y bares donde la gente bailaba. No tardaría en dejar a Solly por un hombre rico con un coche elegante.

Cuando descendía por la espaldera oyó a Salvatore Puce detener su ridícula escúter al pie de la carretera, tal como habían acordado. Llegaba en el momento justo. Por detrás del muro apareció su figura iluminada por la luna. No había luz suficiente para vislumbrar su cara, pero hasta en la oscuridad los espasmos de Solly Puce eran inconfundibles.

Solly tenía un desagradable rasgo que no se limitaba a una serie perturbadora de espasmos. Parecía más bien un ritual incomprensible. Sin previo aviso, a veces en medio de una frase, echaba la cabeza hacia atrás como si se apartara de la frente un mechón de pelo exuberante. Luego volvía la cabeza a la izquierda y dibujaba un gran círculo con el hombro derecho, como un estiramiento ideado para liberar la tensión de un cuello o un hombro musculoso. Esta secuencia transcurría con extraordinaria rapidez y era seguida de una brusca sacudida del torso, como si su cuerpo fuera un saco de huesos inconexos y eso lo devolviera todo a su sitio. Lo malo era que Solly no poseía un mechón de pelo exuberante. Sus negros cabellos formaban un copete grasiento de absurdas dimensiones que ni un vendaval lograba alterar. Y no tenía ningún músculo al que liberar de tensiones. No solo era más bajo que Carmen, sino que una de sus peculiaridades más asombrosas consistía en que nadie podía estar tan flaco y, al mismo tiempo, vivo. En realidad, los extraños espasmos que realizaba con una regularidad metronómica tenían su origen en las películas roqueras estadounidenses de los años cincuenta, y si la secuencia convulsiva no hubiese sido tan extraña, habría resultado hasta cómica. Pero en opinión de Solly sus contorsiones proyectaban una virilidad poderosa y peligrosa, y las mujeres las encontraban irresistiblemente seductoras; prueba de ello era la figura de Carmen Fortino corriendo hacia él por el camino.

Cuando la tuvo cerca, Solly abrió la boca para hablar, pero de pronto una expresión de pánico apareció en sus ojos. Acto seguido representó lo que semejaba una extraña variación de sus habituales convulsiones. En ese momento Carmen habría jurado que algo similar a una piedra rebotaba en su frente granujienta con un golpe sorprendentemente seco, pero era difícil asegurarlo a la tenue luz de la luna. Por alguna razón sus piernas flaquearon y Solly se llevó las manos a la cara y se tambaleó en círculos. Cuando por fin se detuvo y miró a Carmen, estaba blanco como la nieve salvo por un manchón oscuro en medio de la frente. A continuación aulló de terror y Carmen se volvió a tiempo de ver una aparición gigantesca que se abalanzaba sobre ella blandiendo lo que parecía un hacha, o quizá fuera una guadaña. El siniestro segador se movía deprisa y su intención era, sin duda, matar. El grito de Carmen se mezcló con el chillido afeminado de Solly y la muchacha cayó de espaldas sobre el huerto de hierbas, aterrizando dolorosamente sobre una espinosa mata de romero.

Marta agitó la pala en dirección a la cabeza de Solly con todas sus fuerzas, pero la comadreja cayó de espaldas sobre la tierra del camino y la pala se estrelló contra el muro de piedra con la resonancia de una campana y levantando una explosión de chispas. En cuanto Marta se hubo recuperado, alzó de nuevo la pala y esta vez la dirigió hacia el suelo, donde el muchacho gritaba aterrorizado. Con todo, para cuando la pala atizó el camino Solly ya había empezado a rodar. Marta fue tras él con intención de alcanzarle el trasero, pero Solly ya huía por la carretera a galope tendido. Marta le gritó algo ininteligible. Aunque ni siquiera ella sabía qué había dicho exactamente, la intención era clara: «¡Vuelve y serás hombre muerto!».

Para entonces Carmen se había levantado y estaba despotricando contra su madre por semejante agresión a su independencia, pero ni toda la indignación adolescente del mundo habría superado la ira de Marta. Cuando su madre se volvió, con la pala todavía en alto, deseosa aún de cavar la tumba de alguien, Carmen se dio cuenta de lo mucho que la aventajaba. La voz de Marta sonaba tan atolondrada e intensa, sus amenazas tan sinceras, que su hija se estremeció de miedo. A lo lejos, entre sollozos, el pobre Solly Puce prometía débilmente desquites aterradores mientras su vieja Vespa traqueteaba colina abajo. Carmen oía su oportunidad de luces brillantes y una noche de locura esfumarse en la oscuridad. En medio de una lluvia de maldiciones y lágrimas, entró en la casa.

Una vez sola, Marta soltó la pala y cayó de rodillas sobre el camino mientras el silencio la envolvía. No acostumbraba llorar, pero cuando abría las compuertas el río solía desbordarse. El diluvio pasó con la misma rapidez con que había llegado y cuando estuvo serena levantó la vista al cielo y sencillamente dijo: «Ayuda».

Eso fue todo. Ayuda. No se trataba de una súplica. Ni siquiera había sido su intención decirlo, pero a través de ese sencillo ruego su corazón astillado habló de pesares, temores y preguntas. Era una petición de soluciones a miedos tan densos e intrincados que las palabras se enredaban en su interior como pelo enmarañado y no era capaz de pronunciarlas, solo de sentirlas.

El padre Elio estaba cansado, le dolía el pecho y deseaba acostarse, de modo que su andar por la iglesia vacía fue lento. Apagó las luces, desenchufó el cable de alargue y echó la manta sobre el Misterio, todo ello sin mirar una sola vez los ojos de las figuras que lo observaban desde la pared. Tenía práctica en ello. Las bombillas estaban calientes y él demasiado cansado para hacer malabarismos con ellas. Lo que tuviera que hacer en el cuarto de baño y el dormitorio podía hacerlo a oscuras. Nina lo hacía todo a oscuras cada día y vivía en todo momento con armonía.

Apagó las velas del altar que había encendido al anochecer y la iglesia se sumió finalmente en la oscuridad. La luz de la luna se filtraba por los ventanales proyectando diminutos estanques plateados en el centro del templo. Elio se sentó en el suelo de piedra, en uno de esos estanques, y pensó en su misa especial. No se había presentado nadie. Ni una persona. Se había vestido solo, aunque con esperanza. Había preparado la Eucaristía solo, aunque con expectación. Arrodillado en el presbiterio, había orado durante dos horas aguzando el oído por si alguien entraba. Nadie entró. Esta noche había descubierto una nueva emoción. No era soledad. Estaba acostumbrado a ella y ya no le molestaba. Era algo diferente. Por primera vez se sentía abandonado.

En medio de la noche estallaron unas voces iracundas. En algún lugar unas mujeres discutían por algo, pero el padre Elio no alcanzó a discernir en qué consistía el problema, y se alegró cuando callaron. Era gente que discutía, solo eso. La gente discute. La gente riñe y dice cosas que no piensa, aunque las dice. Cuando él era joven y vivía en Bolonia, por las noches oía a la gente pelearse. A veces llegaban gritos distantes. Estaba estudiando para ser sacerdote porque quería ayudar a la gente, y los gritos significaban que la gente sufría. Se suponía que los sacerdotes debían mejorar las cosas.

El eco de su propio gemido lo sobresaltó y, sin previo aviso, las lágrimas bañaron la vieja piedra. De sus labios brotó un ruego inesperado.

—Ayuda.

¿Ayuda para quién? ¿Para él? No. Él era un fracaso y sabía por qué. Dios lo había rechazado. Negarle el privilegio del Espíritu Santo había sido una decisión justa. Elio había cometido su monstruoso pecado cada día durante casi cincuenta años. No, su ruego iba dirigido a los habitantes de Santo Fico. Ellos no habían pecado y sin embargo estaban siendo castigados. Ni siquiera habían perdido la fe. Sencillamente ya no tenían interés. La apatía no era sinónimo de rechazo. No obstante, parecía como si Dios los hubiera abandonado, y era por ellos que suplicaba ayuda.

Nonno había terminado de cenar en su pequeña habitación frente al embarcadero cuando oyó lo que parecía la escúter del chico del correo y se preguntó quién recibía cartas a esas horas de la noche. Lo cierto era que el perro la oyó primero, y cuando Nonno lo vio aguzar el oído, él hizo otro tanto. El tiempo le había enseñado a prestar atención a su compañero. En realidad no era el perro de Nonno, pero hacía muchos años que vivían juntos en esa habitación. Esta había formado parte, en otros tiempos, de la casa de Angelo de Parma, pero un siglo atrás alguien había sellado la puerta de conexión y Angelo llevaba tantos años permitiendo que Nonno y el perro vivieran allí que ambos habían olvidado el contenido del acuerdo original. De todos modos, a ninguno le importaba ya. Las paredes, como muchos edificios antiguos, eran gruesas y acogedoras, pero a Nonno el lugar le gustaba sobre todo porque se hallaba frente a la bahía, y él adoraba el mar. El perro tampoco se quejaba.

Nonno ignoraba por qué le gustaba tanto el mar. Probablemente tuviera algo que ver con su pasado, y por ello había llegado a la conclusión de que nunca lo averiguaría. Había tantas lagunas en su pasado que había dejado de hacerse preguntas, no porque no le interesase, sino porque resultaba demasiado desalentador. Era como intentar llenar el sombrero de niebla. Uno cree que lo ha conseguido hasta que lo comprueba a la luz del sol y la niebla desaparece. ¡Cuántas cosas sobre él se habían evaporado bajo el sol toscano! Como su nombre. La gente llevaba tanto tiempo llamándole Abuelo que probablemente su nombre verdadero había quedado olvidado para siempre. Pero ya no le importaba.

La gente mayor todavía recordaba a Nonno vagando por la ciudad en pleno invierno, hambriento y delirando por la fiebre. Ya entonces dudaba de su nombre y su procedencia. No había olvidado que tenía una mujer y tres hijos, pero, que la gente supiera, toda su familia había muerto, probablemente asesinada. Nadie lo sabía con certeza porque el exceso de guerra, matanzas y dolor le habían hecho perder el juicio. En aquella época Nonno hablaba airadamente de matar alemanes, conversación poco prudente en la Italia de la Segunda Guerra Mundial. Con todo, los habitantes de Santo Fico lo acogieron y ahora la mente del anciano vagaba por sus recuerdos del mismo modo que él vagaba por el pueblo, como un hombre perdido en el desorden de su propia casa buscando algo importante de lo que solo se acuerda cuando lo encuentra. Por qué se culpaba de la falta de agua en la fuente era un misterio, pero casi todo en Nonno era un misterio. Solía hablar enigmáticamente de épocas mal fechadas, o de soldados y batallas, o de guerra en las montañas. Divagaba sobre mujeres que había conocido, sobre el reloj de pulsera extraviado o sobre los hijos perdidos. Nonno sabía que a veces estaba confuso, pero otras veces no lograba entender por qué la gente que lo rodeaba se mostraba tan confusa.

—Como Nico esta tarde —pensó en voz alta mientras secaba el plato de la cena con un trapo sucio—. Nico es un buen muchacho, pero siempre está triste —explicó al perro gris que dormía en un rincón. Se sentó en el borde de la cama y, al tirar de los zapatos, confesó a su compañero—: No entiendo por qué a veces actúa como si no me conociera.

Pero le bastaba con estar cerca de él después de todos estos años. Nico era lo único que le quedaba, de modo que no le molestaba en exceso que el chico actuara como si no conociese su propio nombre. Leo aceptaba que lo llamara Nico como apelativo cariñoso, y por desgracia nadie en el pueblo sabía el nombre del hijo menor del viejo. Tampoco nadie podía reconocer el parecido de Leo con el apuesto muchacho que Nonno había enterrado con sus manos congeladas cuarenta años atrás, en las nieves de los Alpes Dolomitas, donde él y sus dos hermanos habían combatido contra los alemanes.

Una vez que hubo apagado la luz, tumbado en el camastro, decidió que lo que debía hacer era rezar más por el muchacho. Y eso hizo.

En la planicie que se extendía al sur del pueblo, desde la cuneta de la carretera, Topo trató de comprobar si Leo todavía estaba consciente, pero las estrellas y la luna no proyectaban luz suficiente para confirmarlo, y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Al menos las asquerosas náuseas de Leo habían cesado, pero ahora el silencio lo inquietaba. Pensó en abandonar la seguridad del camión para ir en busca de su amigo, pero temía que hubiera serpientes. Volvió a llamarlo.

—¿Leo?

Silencio.

El camión se hallaba estacionado justo donde la carretera dejaba atrás los árboles y giraba hacia el oeste a través de campos que alcanzaban la costa. Entre ese lugar y el punto de encuentro de los acantilados con el mar solo había algunos kilómetros de llanuras cubiertas de maleza, cactos y rocas. La carretera giraba luego al norte y recorría otro kilómetro de riscos estrechos y traicioneros hasta alcanzar Santo Fico. Topo veía algunas luces a lo lejos y casi adivinaba la silueta del campanario bajo la luz de la luna. Podría estar en su cama en cuestión de minutos si Leo regresaba de una vez por todas al camión. No había sido una noche divertida, y se negaba a terminar.

Topo detestaba Grosseto. No la ciudad en sí, sino los lugares que atraían a Franco y a Leo. Cuando dejó que este lo convenciera para ir a Grosseto con su nueva fortuna y divertirse, también le hizo prometer que no se acercarían a Il Cavallo Morto. Topo odiaba ese lugar más que cualquier otro.

Probaron muchos bares en busca de uno que tuviera la mezcla adecuada para Leo de ruido, humo y compañía. Topo notaba que su amigo estaba cada vez más irritado por no dar con el lugar idóneo.

Así pues, fueron saltando de bar en bar, cada vez más cerca del local al que Topo había temido que se dirigían antes incluso de salir de Santo Fico a regañadientes. Para cuando llegaron a Il Cavallo Morto, Leo no solo estaba borracho, sino agresivo.

Habían pasado dieciocho años desde su última visita al sórdido bar situado en los arrabales del barrio ferroviario de Grosseto. Pese al tiempo transcurrido desde la horrible despedida de soltero de Franco, el garito seguía siendo el mismo, nadie lo había limpiado y la clientela no había mejorado. Topo no lograba comprender por qué alguien querría llamar a un bar «el caballo muerto», pero Il Cavallo Morto había sido el abrevadero favorito de Franco, y por alguna razón Leo se sintió empujado hacia él.

«No será por los buenos recuerdos», pensó Topo, y la evocación de su última visita le desgarró por dentro. La víspera de la boda… Habían pasado cuatro horas sentados a una gran mesa redonda del fondo, ocho o diez amigos, bebiendo y cantando. Empezaba a hacerse tarde. Sofia de Salvio estaba sentada sobre las piernas de Franco llorando y suplicándole que no se casara, y Franco reía. Y cuanto más reía él, más lloraba ella. Entonces Franco le dijo algo. Topo no pudo oírlo, pero fue algo que hizo reír a Sofia de Salvio. Leo se encontraba al otro lado con la cabeza sobre la mesa, todos pensaban que durmiendo, pero cuando Franco susurró ese algo a Sofia y ambos se echaron a reír, Leo se levantó de golpe. Con un gruñido saltó por encima de la mesa y se abalanzó sobre Franco. Los tres —Leo, Franco y la pobre Sofia de Salvio— cayeron y empezaron a pelear sobre el suelo mugriento. Leo y Franco batallaron durante casi veinte minutos, y puede decirse que destrozaron el bar, aunque poco había que destrozar. Fue la única ocasión en que Topo vio a Leo ganarle una pelea a Franco, pero la cólera del segundo era aterradora. Terminada la reyerta, Franco quedó tendido en la calle y Leo se llevó el camión de Topo. Franco y Topo tuvieron que llegar a Santo Fico haciendo autoestop. Al día siguiente, en la boda, Franco cojeaba. Tenía un ojo cerrado por la inflamación y la mandíbula tan hinchada que no logró pronunciar las palabras «Sí quiero». Todo lo que pudo hacer fue asentir con la cabeza. El camión de Topo estaba tirado a las afueras del pueblo y Leo había desaparecido. Topo, que tuvo que hacer de padrino, perdió la alianza. Marta no paraba de llorar. Por la tarde empezó a llover. En fin, un espanto de boda.

Ahora, mientras aguardaba a que su amigo dejara de vomitar, Topo comprendió que esa noche se había parecido más a «los buenos tiempos» de lo que esperaba. Las copas, las canciones, los recuerdos habían sido buenos, pero a medianoche Topo quiso irse a casa; el alcohol se había agriado en su estómago y le dolía la cabeza. Fue entonces cuando Leo decidió sumarse a una timba en una habitación trasera. Ganaría suficiente dinero para largarse de ese «agujero». Por lo menos, eso fue lo que Topo creyó que su amigo había gangueado. Más tarde empezaron los empujones y los gritos en la mesa de juego después de que Leo perdiera todo su dinero. Luego llegaron los puñetazos y a continuación los echaron a patadas del bar. Después siguieron las protestas porque lo habían timado y un regreso a casa con amenazas constantes contra todos los varones de Grosseto. La autocompasión de Leo alcanzó su punto álgido cuando le pidió a Topo que detuviera el camión y, sin esperar a que parara del todo, bajó y entre arcada y arcada se perdió en la oscuridad de la noche. De eso hacía veinte minutos.

Topo solo alcanzaba a adivinar con la vista bultos formados por rocas y cactos. Sabía que uno de esos bultos inmóviles debía de ser Leo, pero como los vómitos habían cesado, no podía asegurarlo.

—Leo, ¿estás bien?

Silencio.

Leo se arrodilló con esfuerzo y celebró la oscuridad que le rodeaba. Su aspecto era horrible, de eso no tenía duda. Recordó que durante la lucha le habían desgarrado la chaqueta y que el pantalón se le había roto en una de las rodillas cuando se desplomó en la calzada. Había perdido todo el dinero y su traje estaba destrozado. Se llevó una mano a la cabeza. Por lo menos conservaba el sombrero. Trató de levantarse pero no lo consiguió.

Topo volvió a gritar su nombre desde el camión. Arrodillado frente a una roca, Leo dejó escapar un sonido. Quiso que fuera una palabra, quizá una frase, algo que comunicara a Topo que estaba bien, pero en lugar de eso salió el grito de un animal dolorido y aterrado. Leo gimoteó con rabia en dirección al cielo. Era lo más parecido a una oración que había pronunciado en muchos años. ¿Por qué había regresado? ¿Por qué Dios había vuelto a atraparlo en ese lugar? ¿Por qué Dios continuaba humillándolo y burlándose de él? Quizá sus gemidos se pareciesen a una plegaria, pero Leo descubrió con sorpresa que también eran una provocación, porque mientras se aferraba a la roca sintió crecer en su corazón el desafío y arrojó su desprecio hacia el cielo. Ni palabras ni pensamientos, solo una rabia abstracta que invadió la mente y le hizo lanzar el reto contra los dientes de Dios. No aceptaría ese destino, no aceptaría una vida entera de descrédito en Santo Fico. Costara lo que costase, escaparía, y esta vez nada conseguiría engatusarlo para que regresara. Desafió a Dios a que lo detuviera.

Se levantó penosamente y buscó en la carretera la silueta del camión.

—Estoy bien. Voy hacia allí.

Su voz seguía sonando gangosa, pero había recuperado cierta dignidad. Se sacudió el traje y se enderezó la corbata. Luego dio una docena de pasos vacilantes antes de tropezar con una roca alta y delgada que se sostenía extrañamente en el suelo por uno de sus extremos. Leo cayó sobre un cacto y las espinas lo instaron a levantarse de un salto, acción que acompañó con un alarido y una serie de maldiciones. Poco después volvía a dar traspiés por el campo en dirección al camión.

Leo no se molestó en prestar atención a la roca que le había hecho la zancadilla, y sin duda estaba demasiado borracho para reparar en el destello metálico que la luz de la luna reveló enterrado debajo.