Los turistas ingleses ya habían visitado las grandes catedrales de Milán, Florencia y Siena y tenían programado llegar a Roma al cabo de tres días para conocer la basílica de San Pedro. Por lo tanto, aunque nadie se mostró claramente grosero con el compañero de rostro caballuno que había negociado el trato, nada más entrar en la insulsa iglesia de Santo Fico le clavaron una mirada que parecía decir: «¡Quinientas mil liras por esto!».
Desde el estrecho pasillo Leo advirtió, pese a la distancia y la falta de luz, que los ingleses estaban descontentos, y lamentó el mal estado de la iglesia. No recordaba la suciedad de las ventanas, ni las telarañas de los candeleros ni la oscuridad del crucero. De repente se acordó de la frugalidad del padre Elio. Se volvió hacia el viejo cura, que estaba detrás de él tratando de calcular cuántos visitantes habían hecho la peregrinación hasta su iglesia.
—¿Hay bombillas en las lámparas del Misterio?
El padre Elio soltó una risita.
—¿Bombillas? ¿En las lámparas? Claro. —Volvió a reír y propinó a Leo una palmadita en la espalda. Leo, sin embargo, se percató de que el anciano se esforzaba por recordar. Finalmente dijo—: No lo sé… Puede que no… Creo que no… No.
—Visitaremos primero el jardín, el Milagro. Entretanto, trate de encontrar bombillas.
El padre Elio asintió.
—Es mejor visitar primero el jardín, ¿verdad?
Leo se encogió de hombros como diciendo «quizá, pero tampoco nos queda otra opción». El padre Elio también se encogió de hombros y siguió a Elio hasta la nave. Entonces vio por primera vez el tamaño del grupo: al menos una docena de forasteros y el doble de lugareños. Por lo visto, cuando los turistas habían salido del restaurante los curiosos del pueblo habían ido tras ellos y quienes estaban todavía comiendo agarraron sus platos y vasos de vino. Por tanto, aunque los nativos sonreían amablemente y asentían con la cabeza a la mínima oportunidad, los turistas seguían mostrando una expresión pétrea, como si desearan que en ese momento se abrieran las puertas de un ascensor gigante que los sacara de allí.
Leo se aproximó por el pasillo central con una amplia sonrisa y, agitando teatralmente la mano, exclamó:
—¡Bienvenidos a la cattedrale di Santo Fico!
Quizá fuese una exageración llamar catedral a ese revoltijo de arquitectura incompleta, pero deseaba permitirse cierta licencia poética. Con otro movimiento del brazo dirigió la atención de los turistas a la tímida figura que sonreía a su espalda, agitada como un escolar.
—Y este es el padre Elio, sacerdote de Santo Fico desde hace… por lo menos trescientos años.
Los turistas eran cristianos, y el abuelo, a fin de cuentas, sacerdote, de modo que rieron educadamente la broma de Leo. Él no tenía la culpa de la situación del grupo, y se diría que era un buen tipo. Además, parecía deseoso de complacerlos.
—Benvenuto!
Nada más decirlo, el padre Elio quiso morderse la lengua. Conocía la palabra en inglés. ¿Cómo era?
—Ha dicho bienvenidos —tradujo Leo.
El padre Elio aplaudió y señaló a Leo.
—¡Exacto! —Y con un entusiasmo casi aterrador, añadió—: ¡Sí, sí! ¡Bienvenidos! ¡Bienvenidos! —Respiró profundamente y procuró calmarse. Sabía que estaba demasiado nervioso. Hacía muchos años que no veía tanto forastero en su iglesia. En realidad, raras veces había en ella semejante cantidad de gente, excepto en determinados días festivos o en bodas, bautizos o funerales.
Leo se dirigió de nuevo al grupo en inglés, y el padre Elio, pese a ignorar qué decía, de vez en cuando pillaba alguna palabra. Captó ciertas referencias a Cosimo de Medici, por lo que supo que Leo les estaba relatando la historia de la iglesia, ¡y parecían entenderle! El padre Elio, como el resto de los lugareños, se sintió orgulloso del dominio que demostraba Leo de ese idioma extranjero.
Leo siguió hablando mientras conducía al grupo por el pasillo central hasta la puerta contigua al crucero norte, pero antes de salir al jardín susurró al padre Elio:
—¡Bombillas!
¿Bombillas? ¡Ah, sí… bombillas! El cura estaba seguro de que había una en el dormitorio y otra en el cuarto de baño.
El jardín era un pequeño rectángulo soleado de unos quince metros de ancho y poco más de largo. Dos de sus lados estaban delimitados por las paredes del crucero norte y el ábside, y los otros dos por muros exteriores obviamente construidos después de la iglesia original, pero así y todo con cientos de años de antigüedad. No había mucho en el reducido recinto que hiciera pensar en un jardín, y aún menos en el santuario de un suceso milagroso.
Los visitantes arrastraron los pies por un caminito de piedra flanqueado de hierba, empujando a los que tenían delante a fin de dar cabida a todo el mundo. Para los más afortunados había unos bancos de piedra dispuestos de forma aleatoria. En medio del patio se alzaba un olivo que proporcionaba una extensa sombra. El árbol y el hecho de hallarse en el lado norte del edificio convertían el patio en un lugar sombreado e incluso agradable. La disposición era sencilla: senderos, bancos, matas de romero, albahaca, salvia, lavanda, toronjil y tomillo, el olivo y, al fondo, en el recodo formado por los dos muros exteriores y rodeado de un cerco de piedra bajo y antiguo, un tocón seco y ennegrecido. El tronco no medía más de dos metros, y dado su estado hacía años que hubieran debido arrancarlo. A media altura del tronco dos ramas partidas y deformadas apuntaban hacia el cielo, y el extraño retorcimiento de la madera muerta, semejante a una Y momificada, daba al patio un aspecto aún más descuidado. Los quisquillosos jardineros que formaban parte del grupo de ingleses desearon en secreto haber llevado consigo sus podaderas. Hasta la persona más inepta para la jardinería se habría dado cuenta de que el tronco estaba muerto, si bien muy pocos habrían sospechado que llevaba así varios siglos. Leo se sentó en el cerco que rodeaba el árbol y arrancó distraídamente un hierbajo mientras la extraña mezcla de ingleses de piel rosada y aldeanos curtidos se acercaba. Finalmente se aclaró la garganta y todos guardaron silencio. Su voz serena atrajo poco a poco a los oyentes mientras relataba la historia de ese promontorio antes de que existiera Santo Fico y un grupo de franciscanos construyese un monasterio en el siglo XIII. No era difícil imaginar la peñascosa cumbre frente al mar en aquel entonces, con campos, pastores y árboles frutales creciendo por doquier.
Mientras Leo hablaba, pocos se percataron de que su acento italiano, tan pintoresco y encantador, se había suavizado. Leo había vivido en América los años suficientes para adquirir un buen inglés, pero había descubierto que en ocasiones resultaba beneficioso representar el papel de sencillo paesano[8]. Eso le había sacado de más de un apuro, y en algunos casos hasta le había ahorrado dinero. En el restaurante exageró su acento para conferirle un aire rural, pero su relato adquiría vida propia por momentos, y no podía estar pendiente de semejante minucia.
Habló de san Francisco, el devoto santo que recorría el campo italiano con un grupo de frailes fieles que habían respondido a su llamada y seguido su visión: viajar a pie a palacios y cabañas sin tener en cuenta la estación ni las inclemencias del tiempo. Leo explicó que un cálido día de primavera, el buen santo abandonó Livorno con rumbo a Roma y decidió tomar el camino de la costa.
—Era primavera y todo estaba hermoso cuando el santo y sus discípulos echaron a andar rumbo al sur por la misma carretera que ustedes tomaron, bordeando los acantilados que se elevan sobre el mar. En aquellos tiempos había un pastor que tenía su casa cerca de aquí y utilizaba los pastos próximos al mar para sus ovejas y cabras.
»San Francisco y sus compañeros pasaron por delante de la choza del pastor. Este no los conocía, pero no era inusual ver monjes y hombres santos por allí. El buen hombre se disculpó por su pobreza y se ofreció a compartir con ellos cuanto poseía. Para san Francisco, que estaba cansado y enfermo, el ofrecimiento fue una bendición… Le preguntó al pastor si podía quedarse a descansar con sus compañeros unos días antes de proseguir su camino, si no era demasiada molestia. El pastor respondió que sería para él un honor. ¿Imaginan su sorpresa cuando descubrió que estaba compartiendo su choza nada más y nada menos que con san Francisco de Asís? Entonces todavía no era santo, pero ya en vida era célebre y muchas personas conocían sus milagros.
»No lejos de la casucha del pastor, en lo alto de una colina con vistas al mar, había una hermosa higuera. San Francisco subía cada día hasta la cima de la colina, se sentaba bajo el árbol y dejaba que su sombra lo refrescara. Entonces se ponía a contemplar el mar y a las gaviotas descender hacia el agua. Observaba al viento mecer los pinos y empujar enormes nubes blancas sobre las montañas remotas, y de vez en cuando alargaba un brazo, arrancaba un higo del hermoso árbol y se lo comía. Y entre una cosa y otra, descansaba y oraba, recuperando lentamente las fuerzas, lo cual fue de agradecer, pues el pastor no tardó en revelar a sus vecinos la identidad de su invitado.
Y esos vecinos hablaron con otros vecinos.
»Al principio solo acudieron algunos campesinos que confiaban en recibir una bendizione… perdón, una bendición, del hombre tocado por la mano de Dios, pero luego empezaron a llegar personas de todas partes. A san Francisco no le importaba. Estaba lleno de amor. Amaba a la gente. Amaba ese lugar sobre el mar. Y amaba la higuera.
»Un día, sin embargo, descubrió con tristeza que no quedaban higos en el árbol. Entre él, sus compañeros y los muchos visitantes se los habían comido todos. La historia cuenta que san Francisco se sentó bajo las ramas y abrazó el árbol como un padre sostiene a un hijo o un hijo abraza a una madre, y le dio las gracias por su generosidad. Después se disculpó por haberse comido toda la fruta y no haber dejado nada para los pájaros.
»Al día siguiente, cuando san Francisco regresó a su lugar bajo la higuera, un numeroso grupo de peregrinos lo esperaba para recibir su bendición y escuchar sus plegarias. Pero eso no era lo único que le aguardaba. El árbol estaba lleno de higos. Durante la noche había dado frutos y estos ya estaban maduros. Como habrán imaginado, esa mañana san Francisco ofreció una oración especial a su nuevo amigo, el santo fico…, la santa higuera.
»El santo pasó muchos días en este lugar, y durante ese tiempo llegaron peregrinos de todas partes y se produjeron muchos milagros. Gente que no podía caminar partió dando saltos de alegría. Gente que no podía hablar se marchó cantando alabanzas a Dios. Gente que no podía ver se fue maravillada por la belleza que captaban sus ojos. Y cada día, a lo largo de toda la primavera, todos comían el fruto de la higuera.
Y cada mañana encontraban las ramas repletas de higos nuevos.
»Llegó el día en que san Francisco tuvo que partir hacia Roma. Ni siquiera los santos hacen esperar demasiado al Papa. Pero dejó algo, pues la higuera siguió dando higos, y siguió haciéndolo durante los años que siguieron, sin importar la estación ni el clima. Se trataba, sin duda, de un milagro.
»Pero la gente es strani, quiero decir… extraña. El milagro que se convierte en un suceso ordinario deja de ser milagro. De modo que al cabo de un tiempo la gente empezó a buscar explicaciones por las que la higuera no cesaba de dar frutos. “Es un árbol tarado”, decían, “es la tierra”, o “el muy estúpido está desorientado”.
»Con el tiempo, todos se olvidaron del árbol y de su milagro salvo el anciano pastor. Cada día, a primera hora de la mañana, subía hasta lo alto de la colina y daba gracias a la higuera por los frutos y a Dios por su bendición. Y siempre compartía lo que tenía con sus vecinos e incluso buscaba a los pobres para compartir con ellos.
»Una fría mañana, cuando la escarcha lo cubría todo, el bondadoso pastor salió de su casa y subió, como de costumbre, hasta lo alto de la colina. Una vez arriba descubrió que el árbol no solo no tenía fruta, sino tampoco hojas. Durante la noche se había secado y muerto. El pastor se echó la culpa y lloró por su árbol.
»No fue hasta transcurridas unas semanas que unos viajeros le comunicaron la noticia. San Francisco había fallecido el tercer día de octubre de ese año. Nada más oírlo, el pastor se arrodilló frente a su vieja amiga, la higuera seca, y le dio las gracias por haber sido fiel hasta el final.
Leo se giró y acarició por primera vez el tocón seco y ennegrecido.
»… Pues el tercer día de octubre era el día que la santa higuera había fallecido.
El silencio invadió el patio. Algunos ingleses tenían la piel erizada. Las mujeres de más edad se enjugaron los ojos. Los lugareños se miraban las manos o contemplaban el cielo. Por el silencio de los extranjeros juzgaron que Leo había contado bien la historia, aunque muchos tenían la certeza de que se había dejado detalles importantes.
Leo se sentó en el cerco y jugueteó con el liquen que cubría la piedra. Estaba orgulloso de sí mismo. Había recordado muchas frases y detalles conmovedores, y hasta algunas fechas, si bien esperaba que nadie deseara comprobarlas.
Un carraspeo educado lo bajó de la nube. Tenía que terminar; ya seguiría recreándose más tarde. Hacía calor y se moría por una cerveza fría.
Levantó la vista y tropezó con la mirada empañada de una mujer cuya voz, aunque apenas audible, formuló la pregunta que estaba en la mente de todos. Leo conocía la pregunta y le sorprendió comprobar lo mucho que algunas cosas se resistían a cambiar. Pensaba que había sido explícito, como siempre, pero ahí estaba la pregunta exasperantemente previsible:
—¿Eso es, ejem… lo que queda de la…?
Por alguna razón la mujer no pudo decir «higuera», como si la mención de esa palabra fuera una profanación. Leo asintió con la cabeza, sonrió y terminó la frase por ella.
—Esto es lo que queda de la santa higuera. —Se levantó, porque a partir de ese momento iban a ocurrir dos cosas con suma rapidez. En primer lugar, alguien se atrevería a hacer la segunda pregunta más popular y él asentiría antes de hacerse a un lado. Luego, mientras se agolpaban para tocar el tronco, quizá donde san Francisco lo había acariciado, surgirían otras preguntas, tímidamente al principio para poco a poco tomar carrerilla hasta pisarse unas a otras. Apenas se había puesto de pie cuando una mujer alta y corpulenta (que podría haber sido la gemela del caballero caballuno) pronunció valientemente la segunda pregunta más popular.
—¿Podemos tocarlo?
Leo asintió y se hizo a un lado. Y el ritual comenzó. Los turistas avanzaron educadamente, esperando con paciencia su turno para acariciar la oscura madera. Muchos se sorprendían, cuando les llegaba el turno, de que al tacto pareciese barnizada. En realidad el viejo tocón tenía incontables capas de laca, algunas de cientos de años de antigüedad. Era la única forma de proteger la madera del viento, el sol, la lluvia y, sobre todo, los bichos.
Mientras caminaba entre los turistas respondiendo a sus preguntas, Leo pensó: «Increíble, tantos años y, sin embargo, es como montar en bicicleta».
Pero por muy bien que fueran las cosas había llegado el momento de pasar al Misterio. No tenía escapatoria. Al abrirse paso entre la gente para regresar al interior de la iglesia, algo extraño ocurrió. Los vecinos que lo conocían de toda la vida y que le habían dado la espalda durante seis semanas, tratándolo como a un leproso, de pronto lo miraban con aprobación. Algunos incluso le dieron palmadas en la espalda.
Una vez en la puerta, y recurriendo a su acento más seductor, dijo:
—Damas y caballeros, síganme por aquí. —Y penetró en la fresca penumbra de la nave.
Los turistas aún tardarían unos minutos en regresar del Milagro, de modo que Leo se sentó en un banco y pensó en su siguiente desafío. Lo del Milagro había sido sencillo, pero lo del Misterio resultaba más complicado. No porque la historia fuera difícil de narrar. De hecho, en muchos aspectos era más fácil y decididamente más corta; pero a Leo le desagradaba la forma en que el Misterio le hacía sentirse y los pensamientos que le provocaba.
Topo fue el primero en entrar, y casi se puso a bailar de entusiasmo. Leo se acordó de la infancia, de las ocasiones en que Topo se emocionaba o asustaba tanto que se orinaba encima. Llevaba muchos años sin frecuentar a su amigo y confiaba en que hubiera corregido ese problema. Topo no pareció notar la presencia de Leo cuando se colocó junto a un pilar estratégico pero discreto. Desde la penumbra del banco, Leo observó entonces algo que no había previsto. Cuando Topo dirigió la mirada hacia el fondo del crucero, reconoció en su cara una expresión que lo dejó perplejo, en parte porque nunca lo habría imaginado de su viejo amigo, pero también porque ponía rostro a lo que él sentía por dentro: codicia. La expresión pasó como una nube borrosa por la cara de su amigo, pero pasó. En ese momento, como si hubiera sentido que sus pensamientos pecaminosos estaban siendo observados, Topo volvió la mirada hacia Leo y por un instante pareció avergonzado. Entonces el resto del grupo empezó a entrar y el momento se esfumó, pero Leo había visto el secreto que anidaba en el corazón de Topo, y ambos lo sabían.
El eco de pies arrastrados y murmullos respetuosos retumbó en la iglesia, y los extranjeros trataron de intuir dónde debían detenerse y hacia dónde debían mirar. Leo vio entrar al padre Elio acompañado de Marta. Estaban hablando en voz baja de algo que les hacía sonreír. Transcurridos unos segundos, Marta advirtió que Leo la miraba, y su sonrisa se desvaneció. Para Leo, sin embargo, el daño estaba hecho, pues por un instante había visto los ojos de Marta brillar y sus blancos dientes resplandecer. Por primera vez desde su regreso la había visto como era antes, y lamentó su presencia.
Cuando se puso en pie, se hizo el silencio, y aunque habló quedamente, su voz resonó en la estancia. Tras narrar la curación milagrosa de Cosimo y la historia de san Francisco y el Santo Fico, a Leo le gustaba ser breve con el relato del Misterio. En realidad, se trataba de un relato casi superfluo, pues el verdadero poder del Misterio era visual. De modo que no tardó mucho en hablar del rico mecenas cuyo hijo libertino había perdido la vida en una guerra fútil. A continuación habló de una hermosa dama que una noche había aparecido misteriosamente ante la puerta de un gran pintor. Unas veces el anónimo pintor vivía en Siena, otras en Florencia, pero en esta ocasión vivía en Roma. La hermosa dama, hablando en nombre del apenado padre del soldado fallecido, ofreció al gran pintor una generosa suma de dinero por hacer un retrato del hijo perdido. El gran pintor rechazó la oferta porque, según dijo, tenía previsto salir de viaje. A partir de ese día, la hermosa dama apareció en su puerta cada noche a la misma hora durante una semana para rogarle que cambiara de parecer. Y cada noche el pintor rechazó la oferta, hasta que finalmente partió de viaje.
—Debía ser un viaje fácil relacionado con el encargo generoso de un trabajo oscuro y olvidado. No obstante, a lo largo del día el caballo del pintor tomó una y otra vez desvíos equivocados, los desconocidos le daban indicaciones erróneas y faltaban letreros en los caminos. Para cuando cayó la noche el gran pintor se encontraba totalmente perdido, vagando por una inhóspita región de la costa toscana conocida como Santo Fico. Para colmo, del mar llegó una violenta tormenta y el hombre tuvo que refugiarse en un pequeño monasterio situado en lo alto de un promontorio.
»Desde la abadía el gran pintor oía el rugido del viento, el estruendo de los truenos y el fuerte martilleo de la lluvia contra el suelo. Finalmente, no obstante, consiguió conciliar el sueño.
Bajando la voz hasta convertirla en un susurro, Leo contó que «en mitad de la noche, la tormenta cesó de súbito y el aterrador silencio despertó al pobre hombre. Imaginen su perplejidad cuando abrió los ojos y vio, brillante como el sol, a la hermosa dama que había llamado tantas veces a su puerta. Era un ángel. Junto a ella había un apuesto soldado también rubio que, aunque tenía el cuerpo cubierto de heridas fruto de una terrible batalla, brillaba asimismo con una luz celestial. Y en medio de los dos, fulgurando como una trompeta de cobre, estaba la figura de san Francisco».
—El santo le dijo al pintor que era voluntad de Dios que pintase un fresco en memoria del apuesto soldado, pues el muchacho había sido malo como san Francisco de joven, pero antes de la terrible batalla había renunciado a sus fechorías y pedido al santo que lo bendijera. Para conmemorar la conversión, el gran pintor debía representar el milagro de la santa higuera.
»Por lo tanto, al día siguiente, inspirado por la visión que había tenido por la noche, el gran pintor realizó un cuadro milagroso. Luego se marchó sin pedir remuneración ni dejar su nombre. El autor de esta obra maestra de Santo Fico será siempre… un misterio. —Llegado a este punto, Leo asintió con la cabeza y el padre Elio encendió las lámparas de los pilares. Varias exclamaciones audibles acompañaron esta última operación, no por la luz repentina, sino por la fuerza del fresco finalmente revelado.
Nadie pareció notar que la historia de Leo desafiaba toda lógica. Independientemente de donde residiera el gran pintor —Siena, Florencia o Roma—, era imposible que hubiese llegado a Santo Fico en un día, y menos aún teniendo en cuenta todos los contratiempos. Pero menos creíble resultaba aún que alguien fuese capaz de pintar un fresco en un día. Además, ¿por qué el humilde san Francisco iba a querer un retrato de sí mismo y la higuera para conmemorar la conversión de un soldado arrepentido? En lo único en que Leo había acertado era que llevaban cuatro siglos sin conocer la identidad del pintor, «un misterio».
Había muchas cosas que no tenían sentido, pero nada de eso importaba una vez que el padre Elio hubo conectado las luces. Todo interés por los hechos se esfumó ante el esplendor del fresco.
Los turistas ingleses y los numerosos lugareños guardaron un silencio reverencial. No porque nunca hubiesen visto una pintura mural. En apenas una semana esos extranjeros habían visto probablemente frescos suficientes para el resto de su vida. Pero el que tenían delante en ese momento era diferente. Habían tropezado con muchas pinturas murales descascarilladas y cubiertas de siglos de mugre. Esa pared, sin embargo, era lisa y regular, y permanecía intacta a la acción del tiempo y el hombre. Por otra parte, existe una reacción química maravillosa entre el pigmento y el yeso rico en cal que da a los colores una luminosidad no encontrada en otras formas de pintura. Los colores de ese fresco todavía conservaban su brillo original. Por su aspecto, en lugar de cuatro siglos podía tener cuatro meses. Al descansar en ese recodo oscuro, la luz del sol no se había comido el tinte, y dado que la extraña iglesia había permanecido olvidada durante generaciones, el humo de las velas y el incienso no había apagado los colores.
La segunda característica, y la más notable, era la viveza de la escena representada. En el centro, naturalmente, había un magnífico árbol cubierto de hojas e higos maduros. Bajo la sombra de sus ramas, reclinado muy cómodo sobre el suave tronco, descansaba un san Francisco joven y sorprendentemente hermoso con un brazo alargado y los dedos a unos centímetros de la madura fruta. La postura yacente del santo constituía una mezcla paradójica de sensualidad e inocencia. Representaba un hombre maduro y, sin embargo, juvenil y delicado de un modo extraño. Lo más asombroso era su rostro infantil. Aunque la mano apuntaba hacia la fruta, tenía la mirada baja, ligeramente desviada del espectador, y llena de bondad y una profunda tristeza. La boca, pequeña y bien formada, esbozaba un amago de sonrisa, ya fuera de entendimiento o de aceptación. Cada parte de su semblante expresaba alegría y pesar a la vez.
Leo miró fijamente el rostro de aquel muchacho/hombre, santo/Dios, y se le aceleró el pulso. Había temido ese momento desde su regreso. Esa cara le había impedido entrar en la iglesia durante las últimas seis semanas. Esa cara y el fresco. Ahora lo tenía delante y una vez más el maravilloso rostro de san Francisco le cortaba la respiración. Contempló los ojos radiantes que se negaban a mirarlo, seductores, ratificadores, acusadores, y esa maldita boca enigmática que parecía sonreírle solo a él, como si compartieran un secreto. Leo, no obstante, le devolvió la sonrisa, como diciendo: «Te conozco. No constituyes ningún misterio para mí». A continuación respiró hondo y se obligó a desviar la mirada. Él, Topo y san Francisco compartían un secreto, y no podía hacer nada al respecto. Así pues, se limitó a examinar el resto de la pintura que tan bien conocía.
Reunidos en torno a la higuera había otras siete figuras: cuatro a la izquierda y tres a la derecha. De los cuatro personajes de la izquierda, uno era un mendigo que, de rodillas, extendía una mano hacia san Francisco con gesto de súplica. Detrás, tres discípulos conversaban animadamente sobre temas sin duda profundos. Leo supuso que eran discípulos porque lucían el mismo hábito marrón y la misma tonsura que su maestro.
A la derecha del árbol había otras tres figuras igualmente ocupadas. Una parecía un pastor, pues sostenía un cayado y a sus pies había dos ovejas. Con el cabello y la barba blancos como la nieve, una expresión humilde en el rostro y los ojos azul claro, el anciano miraba hacia arriba con asombro y adoración. Los otros dos personajes también eran mendigos a la espera de una audiencia y, seguramente, de algún milagro de san Francisco. Uno estaba apoyado en una muleta y el otro, con los ojos cubiertos de harapos, parecía ciego. Por encima del grupo, en el cielo azul cobalto, tres ángeles con túnicas doradas y alas blancas formaban la cúspide del triángulo que rodeaba al santo. Y más allá de los ángeles, siete estrellas plateadas refulgían en el cielo nocturno.
Es difícil determinar cuánto tiempo el grupo de cultivados ingleses y sencillos aldeanos permaneció en silencio frente al fresco.
Por fortuna, mientras los turistas estaban entretenidos con el Milagro y el Misterio, el guía había cumplido con éxito su misión. Una veloz carrera por una bajada tortuosa lo había llevado hasta el puerto y Cario Serafini, capitán de la trainera Emilia. El viejo pescador, que llevaba años sin alejarse más de dos kilómetros del puerto, aún podía darse cuenta de cuándo tenía delante una buena oportunidad. Cobró al desesperado guía una suma escandalosa por dos cubos de gasóleo y volvió a cobrarle por devolverle a la plaza en su viejo camión. Para cuando los peregrinos ingleses abandonaron la fresca atmósfera de la iglesia, casi habían olvidado lo que les aguardaba fuera. Al salir al sol abrasador de la tarde, una ráfaga de aire caliente los recibió casi con un rugido.
El grupo notó que su chófer estaba un poco más grasiento de lo normal y apestaba a gasóleo, pero no les importó. Por fin iban a ponerse en marcha. Era probable incluso que llegaran a Piombino a tiempo para darse un baño frío, cambiarse de ropa y pasear por la bahía antes de la cena.
Leo se hallaba junto a la puerta del pequeño autocar despidiendo a sus nuevos amigos y aceptando agradecimientos. El inglés con cara de caballo se acercó, posó una mano sobre el hombro de Leo y expresó su sincero agradecimiento. Al estrecharle la mano, Leo notó la presión de un fajo de billetes en la palma. Qué discreto. Qué educado. Qué inglés. Dándole las gracias, deslizó prudentemente el dinero en el bolsillo del pantalón sin contarlo. La confianza era fundamental en esa clase de acuerdos.
Finalizada la transacción, el inglés subió al vehículo y la puerta de este se cerró. Con una explosión de humo negro, el autocar volvió a la vida, rodeó la plaza y abandonó el pueblo por una calle cubierta de baches. Los pocos habitantes que se habían quedado para contemplar el espectáculo hasta el último acto se despidieron agitando una mano mientras el autocar descendía por la colina. En Punta Ala enlazarían con una carretera decente que bordeaba el golfo Di Follonica hasta Piombino.
Al poco rato el polvo se aquietó y el motor dejó de oírse. Se hizo el silencio, roto únicamente por los ladridos distantes de perros sobresaltados que protestaban por el paso del autocar por sus dominios. Luego, también los perros callaron. La gente regresó a sus casas y la monotonía volvió a Santo Fico.
Leo pudo al fin contar el dinero. La confianza es fundamental, pero también la contabilidad precisa. Tras un rápido recuento descubrió doscientas mil liras de más. ¿Un error? ¿Una propina? Poco importaba, pues ya se habían ido. Echó una rápida mirada alrededor. Marta lo observaba desde las ventanas oscuras del hotel. El padre Elio lo aguardaba en los escalones de la iglesia y Topo ya se acercaba por la plaza para recoger su parte. Introdujo raudamente en el bolsillo los billetes de más y confió en que nadie lo hubiera visto. No porque tuviese algo que ocultar, pero ¿para qué provocar preguntas?
Desde el interior del hotel, Marta vio desaparecer los billetes en el bolsillo de Leo, suspiró y dijo:
—Como de costumbre.
¿Por qué había vuelto Leo a Santo Fico? Tras años de duro trabajo y rechazo, Marta había llegado a un punto en su vida en que los desengaños casi habían dejado de herirla. Lentamente había cerrado una puerta tras otra en su corazón, dejando fuera aquellos recuerdos y personas que le traían a la memoria sus equivocaciones. Había adoptado una especie de parálisis gris que prefería a la roja ira o la negra desesperación. Y desde luego no necesitaba esta reminiscencia del mayor de sus errores de nuevo en el pueblo.
Observó a Topo correr hasta su viejo amigo y bromear sobre algo, tal vez sobre el dinero. De pronto, el rostro del hombrecillo se puso serio y, acto seguido, colorado. Marta se conocía la escena de memoria, pero hacía muchos años que no la veía representada y no pudo evitar sonreír. Leo estaba diciéndole a Topo que los agarrados turistas les habían timado o que Topo había oído mal la cifra o que había esperado demasiado o que quería más de lo que le correspondía, lo que fuera con tal de atormentarlo. Y con cada irritante reivindicación Topo se alteraba un poco más, dando saltos en torno a un Leo imperturbable que permanecía al parecer ajeno al dilema de su amigo. Marta rio a su pesar cuando Topo al fin pateó el suelo y articuló las palabras que ella tan bien conocía: «¡Sé justo!». Era el final. Leo entregó un fajo de billetes a su amigo, quien, tras un rápido recuento, soltó un grito de alegría que resonó en toda la plaza. Hasta Marta lo oyó desde el pequeño y desordenado comedor.
Topo se puso a bailar en torno a su amigo mientras este se dirigía hacia la iglesia. Cuando el padre Elio recibió su parte, dio a Leo una palmada en la espalda y un cálido abrazo que irritó a Marta todavía más. Con toda esa amabilidad solo conseguirían que Leo se quedara más tiempo.
La risa de Carmen en la cocina arrancó a Marta de sus pensamientos. Al infierno con Leo Pizzola. No permitiría que le estropeara el día. Había sido una buena tarde. Había ganado suficiente dinero para estar tranquila unas semanas, pero, más importante aún, había tenido a Carmen y Nina trabajando a su lado en la cocina y hasta habían reído juntas. Marta se permitió un suave tarareo mientras se ponía de nuevo a recoger platos y tazas de café. ¿Por qué no iba a tararear? Había triunfado con su almuerzo. Habían ganado dinero. Ella y sus hijas habían reído juntas, como en los viejos tiempos. La tarde había sido un éxito.
El padre Elio estaba pensando lo mismo cuando regresó al frescor de su iglesia. «Qué tarde tan maravillosa», se dijo. Primero llegan los turistas y obligan a Marta a cambiar el menú. Luego Leo los trae a la iglesia para ver el Milagro y el Misterio, algo que no ocurría desde hacía muchos años, antes incluso de que Leo huyera. También acudieron muchos habitantes del pueblo. Y, por último, la agradable sorpresa de que los ingleses habían pagado a Leo más de lo acordado. Setecientas mil liras, no obstante, era un exceso.
El viejo cura llegó hasta el Misterio y apagó las luces. Pensó en devolver las bombillas al cuarto de baño y el dormitorio, pero cambió de parecer. Tampoco cubriría el fresco con la manta. Lo dejaría destapado y por la noche encendería de nuevo las luces para todo aquel que quisiera ver el Misterio una vez más.
El dinero era una maravillosa bendición, pero no lo mejor de la tarde. Lo mejor había sido que su vieja iglesia se llenara de gente. Bueno… no se llenó del todo, pero hacía mucho que no veía tantas personas reunidas en el templo, y muchas eran del pueblo. Se mostraron algo avergonzadas por haberse saltado la misa durante tantos meses… o años. Con todo, ¿había ido demasiado lejos? ¿Se había dejado llevar en exceso por la alegría del momento? Mientras los extranjeros se ponían en marcha, había anunciado a todos sus vecinos que esa noche habría una misa especial. ¿Por qué lo había hecho? ¿Qué lo había poseído para decir eso? Las palabras habían salido de su boca sin que pudiera evitarlo. Lo más asombroso, no obstante, había sido que todos habían prometido asistir… o casi todos. Bueno, muchos lo hicieron… o más bien asintieron con la cabeza y dijeron que intentarían asistir. ¿No sería maravilloso que la gente volviera a ir a misa? Eran tardes como esa las que hacían creer al sacerdote que algún día Dios lo perdonaría.
No abundaban las ocasiones en que Topo estaba plenamente de acuerdo con Maria y el padre Elio, pero esa era una de ellas. Qué tarde tan maravillosa. Por primera vez desde su regreso Leo sentía aquella vieja camaradería. Durante seis semanas las conversaciones en el pueblo sobre «el regreso del joven Pizzola» habían sido, por lo general, desfavorables. La mayoría de los habitantes lo encontraban «reservado», «arrogante», «peligroso» o «dándose humos americanos», o sencillamente opinaban que «hablaba de una forma muy rara». Topo lo veía de otro modo. Leo no se sentía feliz. Echaba de menos América y hablaba constantemente de vender la granja y regresar a Chicago. Ese día, sin embargo, la situación era distinta. Era como los viejos tiempos, solo que mucho mejor. En los viejos tiempos, Topo observaba a Leo y a Franco desde lejos y luego los veía repartirse el dinero, pero en esta ocasión él había realizado el trabajo de Franco… más o menos. Poco importaba que no hubiera hecho todo lo que Franco acostumbraba hacer, pues había recibido mucho más dinero que él. ¡Cien mil liras!
Su alegría aumentó con la alegría de Leo. Era la primera vez que veía feliz a su viejo amigo desde el regreso de este. Había olvidado lo contagiosa que era su sonrisa. Sus ojos tristes y su rostro alargado le conferían a veces un aire entre peligroso y lerdo, pero cuando sonreía su rostro se iluminaba con un alborozo tan genuino e inocente que quienes lo observaban no podían evitar sonreír también. Y eso era lo que le había ocurrido esta vez a Topo. Después de que el padre Elio entrara en la iglesia con su parte, Leo se había vuelto hacia Topo con una sonrisa tan amplia que en un primer momento este se asustó. Luego entrelazó su brazo con el de Topo y empezaron a bailar dando vueltas torpes pero enérgicas. Los gritos resonaron en la plaza mientras los dos amigos agitaban sus respectivos fajos de billetes en la cara del otro. Topo disfrutó de ese momento de regocijo con toda su alma.
Sentados en el borde de la fuente, Nonno y el chucho contemplaban las payasadas de Leo y Topo como si estos hubieran perdido la cabeza.
La alegría de Topo, sin embargo, solo duró, en realidad, hasta que Leo se detuvo bruscamente y anunció con entusiasmo:
—¡Tengo una gran idea!
Topo no pudo ocultar su temor. Sabía por experiencia que las grandes ideas de Leo eran impetuosas y casi siempre peligrosas. También sabía que acabaría sumándose a ella. Esa sonrisa era más fuerte que él. Ese entusiasmo era más fuerte que él. Su camaradería era más fuerte que él. Estaba perdido.
Su congoja aumentó cuando Leo, tras anunciar que tenía una gran idea, añadió:
—¿Tienes gasolina en el camión?
¡Estaba perdido!