6

Al percibir nada más entrar los olores de la vieja iglesia —el moho que cubría las piedras, los siglos de incienso, el humo perpetuo de las velas—, Leo se sintió abrumado. Se detuvo en la entrada y apoyó la espalda contra la fría pared hasta que se le pasó el mareo. La penumbra le producía una agradable sensación de anonimato, como si un manto de invisibilidad lo protegiera del mundo exterior. ¿Era eso lo que experimentaban los curas?

Desde su regreso de América la simpleza de Santo Fico no había dejado de asombrarle. Durante su infancia no se había dado cuenta de lo exiguo que era todo. El pueblo era mucho más pequeño de como lo recordaba, y eso incluía la iglesia. De pequeño el tamaño del edificio siempre le había impresionado, pero años de andanzas le habían llevado hasta algunas de las grandes catedrales del mundo, y ahora veía cuanto lo rodeaba con ojos expertos. Había descubierto la insignificancia de Santo Fico durante su primer mes de exilio. Trabajando en Milán, con apenas diecinueve años, para comprarse un billete a América, vio las agujas de mármol blanco de la catedral al atardecer y tuvo ganas de llorar. Y en América hasta los templos públicos de Chicago confirmaban la nimiedad de su hogar… Cuando uno ha estado en lo alto de la torre Sears… El pueblo entero de Santo Fico, incluida la iglesia y su enano campanario, cabría en el estadio Wrigley Field.

América había constituido la cura. Una vez en América, y sobre todo en Chicago, Santo Fico pasó al fin a ser un sueño lejano que fue desvaneciéndose con el tiempo. Trabajó durante más de dieciséis años colocando placas de yeso para Steve Costello, el hijo de la esposa del hermano de su madre.

El trabajo era duro, pero le pagaban bien, y pronto pudo permitirse su propio apartamento, ropa nueva, un coche usado y, por fin, bares e incluso citas con mujeres para cenar o ir al cine. Y lo más importante, entradas para el estadio Wrigley Field. El primo Steve le dejó claro que tendría que aprender inglés y béisbol, y para el primo Steve béisbol significaba los Chicago Cubs. Con gran esfuerzo, Leo aprendió inglés y descubrió, para su sorpresa, que también le gustaban el béisbol y los Cubs. Y al cabo de poco tiempo, sin percatarse siquiera, Santo Fico se esfumó como la niebla.

Pero una fría mañana del último invierno, cuanto había dejado atrás regresó con una claridad dolorosa. El viento del lago Michigan soplaba con especial furia ese día, y se pasó la jornada luchando con planchas de yeso, primero contra el viento y luego a lo largo de tres tramos de escaleras. No era una situación inusual, pero esa vez, además de las pesadas placas, portaba la terrible carta del padre Elio arrugada en el bolsillo de la camisa. Ya tenía un año cuando la recibió. Su tía Sofia había tardado todo ese tiempo en encontrarle la pista. La carta, leída y releída a lo largo del día, le decía que había llegado tarde. Había fallado. Su padre llevaba casi dos años muerto y él lo ignoraba. La carta del padre Elio contaba que la granja había pasado a pertenecer a Leo y necesitaba cuidados. Leo no quería la granja. Quería diez minutos con su padre. Sus compañeros de trabajo creían que los ojos le lloraban a causa del viento helado.

Ahora, en la penumbra de la iglesia, Leo se dijo que no solo la familiaridad produce menosprecio, también el tiempo. No alcanzaba a entender que esa iglesia lo hubiera impresionado alguna vez. No tenía nada de extraordinario. Conocía cada rincón y cada pasillo. ¿Cuántas veces había cruzado a la carrera el oscuro corredor de la derecha y trepado por la tortuosa escalera de piedra hasta lo alto del campanario? De niño le encantaba explorar el mundo desde el pórtico de la torre. Él, Franco, Marta y Topo pasaban allí horas enteras, escondiéndose de los adultos de la plaza y haciendo concursos de escupitajos, pero sobre todo imaginando qué se extendía más allá del horizonte. Algunos días especialmente diáfanos, cuando la isla de Elba refulgía sobre el margen noroeste del mundo, hacían ver que era América y concebían planes para llegar hasta ella… ¡América!

Eso devolvió bruscamente a Leo a la realidad. Al infierno su infancia. Su problema en ese momento era el padre Elio. Había hablado con él en varias ocasiones desde su vuelta. El viejo cura se mostraba cordial, pero siempre parecía querer decirle algo difícil o que Leo le confesara algo doloroso. Fuera lo que fuese, hacía que Leo se sintiera incómodo. Pero eso ahora no importaba.

Una rápida ojeada le bastó para advertir que el cura no estaba en la iglesia, de modo que tendría que ir en su busca. Al alcance de su mano había una pila de agua bendita. Leo pensó en santiguarse antes de adentrarse en el templo, pero como nadie le veía no tenía sentido hacerlo.

Caminando con paso vivo por el pasillo central, contempló el techo, su parte favorita de la iglesia. Rodeando la larga cámara y soportados por hileras de pilares macizos, los elevados muros sostenían ventanas emplomadas dispuestas para captar la mejor luz del día. Se detuvo frente al viejo altar que se elevaba humildemente por encima de los bancos. Suspendida del techo, una sencilla lámpara de velas cubierta de telarañas proyectaba un halo de luz sobre el altar. Al fondo, en el extremo este, cinco vidrieras sucias pero de vivos colores iluminaban el ábside. Debajo de las vidrieras descansaba una pequeña estatua de la Piedad, toscamente tallada en cedro varios siglos atrás.

Leo se detuvo a medio camino entre dos cruceros que invitaban a los feligreses a la meditación solitaria. A su izquierda, el crucero del norte era un pequeño nicho oculto en la penumbra y protegido por una barandilla de madera. Leo se esforzó por no prestarle atención. Sabía que detrás de las sombras de los pilares, envuelto por la oscuridad y seguramente por una de las viejas mantas del padre Elio, se hallaba el Misterio de Santo Fico. Hacía dieciocho años que no lo veía, pero había pensado en él. Ahora, de nuevo tan cerca, maldijo en silencio sus pensamientos y maldijo a Dios por haberlo hecho regresar a ese lugar. Si realmente quería salir de Santo Fico, ahí tenía su billete. Podía valer una fortuna, había dicho el hombre. Solo necesitaba un camión… Y uno o dos días para extraer un pequeño fragmento de la pared norte de la iglesia sin que nadie lo viera. ¡Absurdo! Debía encontrar al padre Elio cuanto antes.

Dos puertas de roble se miraban desde ambos lados de la nave. La puerta norte, la de la izquierda, daba a un jardín que había pertenecido al monasterio original, pero desde hacía muchos siglos más que un jardín era un patio destinado a proteger el Milagro: el santuario de la Higuera Seca. Leo sabía que el padre Elio pasaba mucho tiempo orando frente al santuario, de modo que quizá lo encontrase allí.

A su derecha estaba la puerta de la sacristía, donde él y Franco habían pasado muchas horas de monaguillos preparando al padre Elio para la misa. A veces, en América, cuando bebía, se jactaba burlonamente de haber sido «el mejor monaguillo de Santo Fico». Y era cierto. El padre Elio se lo había dicho.

De la sacristía partía un pasillo bajo que conducía a la cocina y a las estancias del viejo sacerdote, y fue a través del pasadizo de piedra que Leo oyó voces y recordó haber visto a Nina cruzar la plaza con la cesta que contenía el almuerzo.

El almuerzo era la comida predilecta del padre Elio. Para desayunar solo tomaba una taza de café y pan frito con miel o mantequilla. La cena no era mucho más copiosa: té, fruta, queso, pan y, a veces, un huevo. Estas dos comidas las preparaba él mismo, pero el almuerzo era otra cosa. No solo constituía su principal comida del día, sino que la preparaba Marta, su sobrina, famosa en toda la región por sus dotes culinarias.

Cuando empezaron a llegar los almuerzos a la puerta trasera de la iglesia era algo que ni Marta ni el padre Elio recordaban con exactitud. Caterina, la madre de Marta, juraba que solo cocinaba para su cuñado porque verlo morir lentamente de inanición era demasiado cruel. Con el tiempo, Marta asumió esa responsabilidad, y el padre Elio jamás se cuestionó por qué, pues Marta era de la familia, la hija menor de su único hermano, Giuseppe el Joven. Cocinar para el tío abuelo Elio era algo que tampoco Carmen ni Nina se cuestionaban, y aunque el padre Elio adoraba los platos de Marta, podría haber cocinado de haberlo necesitado. Pero se trataba de su familia, y en cualquier caso la comida no era lo mejor de ese arreglo. Lo mejor era que le llegaba de la mano de Marta, Carmen o Nina, cada una de las cuales era su favorita por razones diferentes.

A Elio le gustaba que Marta le llevase la cesta porque tenía edad suficiente para recordar cosas de la familia. Casi todos sus parientes —hermano, hermanas, padre y madre— habían muerto. Las tres mujeres del Albergo di Santo Fico eran los únicos familiares que le quedaban, y de ellos solo Marta tenía edad suficiente para compartir algunos de sus recuerdos. Cuando le llevaba el almuerzo, hablaban de los padres y los abuelos de Marta o de personas y sucesos del pasado. Al viejo cura, no obstante, le habría gustado que su sobrina fuese menos seria. A veces, la gente mayor del pueblo hacía comentarios sobre la seriedad de Marta, pero solo porque recordaban a la niña alegre y enérgica de risa contagiosa. A quienes la habían conocido entonces les costaba reconocer a la mujer sin sentido del humor y ligeramente peligrosa en que se había convertido. Tenía que ver con el desengaño, y el padre Elio la comprendía, al menos en parte.

Primero fue la muerte de Giuseppe el Joven, hermano mayor de Elio y padre de Marta. Lo llamaron Giuseppe el Joven hasta que, con setenta y un años, falleció un domingo de primavera mientras desherbaba un arriate de perejil maduro. Elio solía agradecer a Dios que su hermano hubiera vivido una vida plena y gozado de una muerte tranquila. Marta, como es natural, estaba terriblemente afectada, pero su madre, Caterina, tenía el corazón destrozado. Desde el día de la muerte de Giuseppe el Joven empezó a planear su propio entierro, y en menos de un año, dando muestras de una determinación elogiable, llevó a cabo su deseo y siguió los pasos de su marido. Marta, pese a sentir profundamente la muerte de su madre, no se mostró sorprendida.

Lo de Franco era una historia que Elio no comprendía, pero cada vez que sacaba a relucir el tema un nubarrón se cernía sobre los ojos ya de por sí oscuros de su sobrina, indicándole que era mejor no indagar.

Franco había muerto a los dos años de fallecer Caterina y a los tres años de morir Giuseppe el Joven. Carmen tenía seis años y Nina apenas cuatro. Había sido algo repentino. Todos sabían que Franco era temerario con la moto, pero así y todo la noticia los conmocionó. En mitad de la noche, Franco, borracho, y además esa mujer que lo acompañaba… También había muerto. Durante meses Marta tuvo el aspecto de haber sido arrollada por un camión. Los habitantes del pueblo esperaban que tarde o temprano se derrumbara, pero no lo hizo. En lugar de eso, se volvió dura como la piedra. Que ellos supieran, ni siquiera lloraba, algo que las mujeres de Santo Fico esperaban que ocurriera. La mayoría de los vecinos lo atribuyeron a que tenía un hotel y un restaurante que regentar y dos niñas que criar, la pequeña cada vez más ciega. La gente murmuraba que no tenía tiempo de lamentarse o que aún no había asimilado lo ocurrido. Transcurridos seis meses, se derrumbaría. Pero muchos semestres habían pasado y Marta seguía sin llorar.

Al padre Elio también le gustaba que Carmen le llevase el almuerzo porque se trataba de una muchacha joven y vivaz. Era una brisa de aire fresco, aunque de vez en cuando percibía en ella un vago olor a azufre. Carmen tenía ese lado cruel que todos los hombres reconocían al instante, y el padre Elio no constituía una excepción. Era su tío abuelo, era cura y era viejo, pero no estaba ciego ni muerto. Veía el modo en que Carmen saludaba a los hombres del pueblo al cruzarse con ellos por la calle, la forma en que agitaba la melena y les sonreía, la astucia reflejada en sus ojos oscuros. Veía la reacción de los hombres jóvenes y no tan jóvenes a los encantos de su sobrina, y agradecía que la fuente de la plaza estuviese seca. De haber tenido agua, más de un idiota habría corrido el riesgo de ahogarse cada vez que Carmen cruzaba la plaza.

Pero eso no le preocupaba. El padre Elio estaba encantado con su sobrina nieta. Le recordaba a Marta de joven, cuando era ella quien atraía la atención de cada hombre de la costa e incluso, según creía recordar, de los hombres milaneses, tenidos por una autoridad en temas de belleza. Sin embargo, Marta, a diferencia de Carmen, nunca había sido consciente de sus encantos. Pero eso a él le tenía sin cuidado. Nunca había relacionado la crueldad juguetona de Carmen con una maldad auténtica, sino con su exuberancia juvenil. Lo había visto muchas veces y estaba convencido de que se le pasaría. No le preocupaba. Además, rezaba por ella constantemente.

Al padre Elio, no obstante, le gustaba, sobre todo, que fuera Nina quien le llevase el almuerzo, porque era la más tranquila y profunda. Poseía una especial sensibilidad para percibir lo que su tío abuelo pensaba y sentía, y aunque a veces eso asustaba al anciano, nunca era en un sentido negativo. No se debía únicamente al hecho de tener un oído más afinado o un tacto más sensible, sino a otra cosa. Nina sentía con más profundidad. Todo el mundo la consideraba una muchacha extraordinariamente bondadosa, mientras que Elio veía en ella la mano de Dios.

Nina, además, estaba llena de preguntas y hambrienta de respuestas. Sus interrogatorios solían desafiar a su tío abuelo en muchos temas: el sentido de la vida, la forma del universo, la dualidad de la naturaleza, las diferentes percepciones de Dios. Cuando hablaba con ella, el padre Elio tenía la sensación de estar nuevamente en un aula de la Universidad de Bolonia con un profesor sagaz oculto tras un manto de inocente curiosidad. Conocía la estrategia de Sócrates, la forma en que el viejo filósofo embriagaba a sus estudiantes mostrando un perpetuo asombro por sus astutas ideas, formulándoles cada vez más preguntas, rogándoles que le transmitieran su sabiduría, hasta que finalmente los estudiantes se desmoronaban bajo el peso de su propia ignorancia. Cuando Nina preguntaba, Elio meditaba detenidamente sus respuestas.

Aunque disfrutaba de esas conversaciones que a menudo se convertían en debates filosóficos, no eran estos sus ratos predilectos con Nina. Sus ratos predilectos tenían lugar cuando ninguno de los dos hablaba, cuando la muchacha permanecía absorta en alguna tarea, como recoger los platos, zurcir alguna prenda de su tío abuelo o acariciar al gato. Procuraba ser sigilosa, convencida de que el padre Elio estaba leyendo la Biblia u otra gran obra espiritual, o bien meditando u orando. Pero se equivocaba. La mayor parte de las veces el padre Elio la contemplaba. Cuando miraba a Nina, cuando escuchaba su canturreo suave e inconsciente, cuando observaba cómo la gracia de su alma envolvía hasta la tarea más nimia, su corazón se colmaba de serenidad.

Todo el mundo sabía que Nina era diferente. La mayoría de los habitantes del pueblo creían que su ceguera la limitaba, y algunos hasta pensaban que era algo ingenua. Otros pensaban que era infantil e inocente, porque Marta y Carmen la protegían con excesivo celo. Pero ni siquiera ellas comprendían realmente a Nina ni qué era eso que la hacía tan especial. Elio sí lo sabía. Solo él percibía la verdad. Nina vivía una vida de gracia, una gracia que él no poseía. Y últimamente, cada vez con más frecuencia, eso le asustaba y le hacía enfadarse. No con Nina, nunca con Nina. Ni con Dios, que no tenía la culpa. Se enfadaba consigo mismo. Después de tantos años esforzándose por expiar su pecado, le bastaba con percibir la gracia de la mano de Dios en Nina para reconocer su propio fracaso. Y desde hacía tiempo algo había comenzado a corroerle.

Había empezado a sentir su propia mortalidad. Sabía que el tiempo se acababa y estaba cerca el día en que tendría que pagar por su arrogancia y su impostura, y tenía miedo. Siempre había sabido que ese momento llegaría y estaba listo, casi impaciente por que todo acabara, pero temía que su merecido castigo fuera más allá de su persona. No quería que el precio de su pecado salpicara a sus seres queridos, a quienes más deseaba proteger y servir, pero no lograba librarse del presagio de que el pueblo de Santo Fico tendría que pagar.

Fue Nina la primera en oír los pasos de Leo. El padre Elio estaba demasiado concentrado en su excelente plato de pasta sumergida en un mar de salsa blanca y gambas. Todavía se reía del relato de Nina sobre la excitación provocada por el autocar de turistas, el cual era la razón de que estuviese disfrutando de aquella cremosa salsa con gambas. Los lunes solía tocar pasta con salsa de tomate y salchichas. Cuando Nina levantó una mano para indicar que por el pasillo se acercaban pasos, Elio supo enseguida de quién eran. Esa mañana, al ver el autocar de turistas, había pensado en Leo Pizzola.

El mes anterior, apenas una hora después de que Leo apareciera por la carretera del norte, unos once vecinos habían corrido hasta la iglesia con la noticia de que «el hijo conflictivo de Tony Pizzola» había vuelto de América, probablemente «en busca de jaleo». Pero el padre Elio sabía qué buscaba en realidad ese peregrino, aunque él lo ignorase. No era jaleo, pero tendría que averiguarlo por sí mismo.

El padre Elio incluso fue a la granja de los Pizzola y descubrió que Leo no estaba viviendo allí. Se había instalado en una vieja choza de pastor cerca de los acantilados. El cura confió en que hubiera regresado para adecentar la granja, pero Leo solo deseaba venderla y regresar a América. Mantuvieron una conversación tan educada como poco amistosa. El padre Elio quiso que fuera amistosa, pero su presencia incomodaba a Leo, probablemente porque Tony Pizzola había sido uno de los mejores amigos del cura desde la infancia. Leo, con todo, era un buen chico… Un poco idiota, pero buen chico. Nunca había habido en el pueblo mejor monaguillo que él… y además poseía una magia especial para contar historias.

—Hola.

Leo se detuvo en el umbral de la cocina esbozando el maravilloso remedo de una sonrisa que había creado por el pasillo. También había preparado un par de ocurrencias, pero el viejo cura ya se había levantado para ir a su encuentro. Le dio un fuerte abrazo y le bajó la cabeza para besarle las mejillas. Se trataba de la misma bienvenida al «hijo pródigo» que había ofrecido a Leo al verlo en la choza.

Leo siempre había considerado al padre Elio como la mano de Dios en la tierra, pues había notado muchas veces la fuerza de esa mano en la cabeza y en regiones más bajas. Para él, el rostro del sacerdote pertenecía a algún lugar del techo de la capilla Sixtina, quizá con un dedo autoritario extendido hacia la mano abierta de un Adán soñoliento. Que su pelo se hubiera vuelto blanco antes de la cincuentena reforzaba esa imagen y el hecho de que Leo siempre le hubiera visto como un hombre mayor. Pero en ese momento, al notar su cuerpo menudo y frágil bajo la holgada americana negra, se dio cuenta de que su percepción del cura había sido equivocada. ¿Por qué lo recordaba como un hombre alto si le sacaba una cabeza entera? Y estaba en los huesos. El padre Elio era, sencillamente, un hombre, un hombre inesperadamente envejecido y sorprendentemente frágil.

El cura hizo las presentaciones con Nina y, a renglón seguido, Leo empezó a carraspear y titubear con impaciencia mientras la joven recogía los platos del almuerzo. Sabía que la muchacha era ciega, pero quería que se diese prisa porque su presencia lo perturbaba. Por fuera Nina no parecía prestarle atención y seguía absorta en su tarea, pero Leo no podía sacudirse la sensación de que lo oía, no lo que decía, sino lo que pensaba, de que le oía el corazón. Eso ya era de por sí desconcertante, pero al verla al lado del padre Elio, un escalofrío le recorrió la columna vertebral. Eran sus ojos. Tenían los mismos ojos azules y asombrosos. Hacer frente a un par de esos ojos fantasmales era inquietante, pero a dos pares resultaba tétrico.

El padre Elio daba muestras, a veces, de una astucia sorprendente. Sabía que Leo estaba allí por un motivo e intuía cuál. Leo no sería capaz de ir al grano hasta que se hallasen a solas los dos, y hasta él tuvo que reconocer que Nina se estaba haciendo la remolona. Así pues, mientras conversaban, procedió a empujar los platos y cuencos hacia los inseguros dedos de la muchacha.

Cuando Nina comprendió las intenciones de su tío abuelo, aceleró el ritmo, pero también manifestó su disgusto dejando caer ruidosamente las cosas en la cesta con una indiferencia tal que el anciano temió por la loza. Quería quedarse a escuchar, no porque le interesara lo que Leo tuviese que decir, sino por su voz. Era melodiosa y estaba repleta de secretos, y después de tantos años en América poseía un acento extraño. Pero deseaba escuchar, sobre todo, porque su voz era como sumergirse en un estanque profundo de aguas misteriosas. Intuía que las palabras de Leo raras veces guardaban relación con lo que en realidad estaba pensando. Si pudiera escucharle el tiempo suficiente, si pudiera sumergirse en esas aguas oscuras, tal vez lograría vislumbrar su secreto. Nina no tenía modo de saber que eso era precisamente lo que hacía que Leo se sintiera tan incómodo en su presencia.

Una vez que la muchacha se hubo marchado, Leo no tardó en ir al grano. El padre Elio escuchó pacientemente. Cuando hubo terminado, Leo esperó en silencio mientras el cura reunía con meticulosidad las migas de la mesa. Por fin, tras una profunda reflexión, habló.

—De modo que son ingleses.

Leo asintió y siguió esperando. Algunas cosas nunca cambian. Incluso de niño era consciente de las pausas legendarias del padre Elio. El viejo cura jamás se precipitaba, y la duración de sus reflexiones dependía de la importancia que otorgara a la situación en concreto. Quienes deseaban su bendición o su opinión debían armarse de paciencia. Leo llegó a la conclusión de que o bien su propuesta era especialmente importante o, a causa de su larga ausencia de Santo Fico, debía un montón de pausas. Al cabo de un rato ya no sabía si el padre Elio estaba todavía despierto o siquiera si respiraba.

—¿Son católicos? —preguntó el sacerdote al fin.

Leo se alegró de poder responder con total franqueza que no lo sabía, pero por dentro tenía sus dudas. Sabía que eso no habría cambiado las cosas. El padre Elio iba a aceptar, y el hecho de que los turistas ingleses fueran católicos solo habría sido la guinda del pastel, como lo de Chicago o el béisbol. Entonces, sin más preámbulo, el cura lo sorprendió con una pregunta increíblemente directa y mercenaria.

—¿Cuánto están dispuestos a pagar?

Por lo visto, algunas cosas sí cambian. El viejo lo había soltado con tal brusquedad que pilló a Leo desprevenido. No le dio tiempo para pensar.

—Cuatrocientas mil liras —mintió.

¿Por qué mentía? No había planeado hacerlo. ¿Por qué había salido esa cifra de su boca? ¿De dónde provenía? Por desgracia, había vacilado durante una fracción de segundo. ¿Lo habría notado el cura? Sin embargo, ya no podía rectificar alegando que se había equivocado, de manera que sonrió.

El padre Elio regresó a su puñado de migas. No le importaba el precio. No estaba pensando en el dinero ni en los turistas ingleses. Su mente había viajado hasta aquel primer verano milagroso y los dos muchachos de doce años sentados con él frente a esa misma mesa de madera. El padre Elio sacudió las migas y suspiró.

—Cuatrocientas mil liras. Qué buen precio.

Leo sonrió y asintió.

—Sí… muy bueno.

Oyó su propia voz confirmando su buena fortuna, pero creyó ver una expresión de censura en los brillantes ojos azules del cura, y volvió a ser un niño al que pillaban mintiendo. Se le agrió el estómago y los músculos de la cara empezaron a dolerle de tanto forzar una sonrisa. Se odió a sí mismo por haber pensado alguna vez que aquello era una buena idea.