Cuando el guía vio entrar al tipo alto vestido con un traje de lino y detenerse en el vestíbulo para inspeccionar discretamente el comedor, supo de inmediato que había algo en él que no le gustaba, y no se trataba solo de su traje barato. Ese tipo no era ni agricultor, ni pastor, ni pescador. La manera fría y calculadora con que examinaba el salón sugería que tenía un cerebro y una intención. Además, parecía merecerse el que tuviese la nariz rota.
El guía no fue el único que vio a Leo. Carmen lo atisbó en cuanto cruzó el umbral. Estar en el vestíbulo ya constituía una imprudencia, pero ahora Leo Pizzola osaba entrar en el restaurante, y la hecatombe, por lo tanto, tardaría en llegar el tiempo que tardase su madre en salir de la cocina.
Todos los habitantes de Santo Fico repararon en Leo y su traje desaliñado y experimentaron un escalofrío de emoción por lo que podría estar a punto de ocurrir. Santo Dios, pensaron, ¡Leo Pizzola entrando en el hotel de Marta Fortino a plena luz del día! Semejante atrevimiento prometía un enfrentamiento trágico, ¡y lo verían desde primera fila!
Por fortuna para Leo, los ingleses estaban demasiado ocupados en sus platos para reparar en los codazos y gestos con la cabeza que acompañaron su trayectoria hasta un hueco de la barra situado junto al taburete del guía. Los dos hombres intercambiaron una sonrisa tensa y Leo observó que el sudoroso guía se esforzaba por concentrarse en su comida. Qué perspicacia la de Topo, pensó. Ese tipo era, efectivamente, un pazzo.
Un vaso de agua golpeó súbitamente el mármol de la barra y Carmen Fortino le habló a Leo por primera vez en su vida.
—¿Qué haces aquí? —susurró.
Leo miró el vaso de agua y se preguntó si la muchacha quería que se lo bebiera o se lo echara encima. No conocía a la hija mayor de su difunto mejor amigo. Topo, lógicamente, se la había señalado, y también a su hermana Nina. En más de una ocasión había notado que Carmen lo observaba desde el otro lado de la plaza o desde una ventana, pero él siempre había procurado ocultar su fascinación. Era como ver a su madre y a Franco al mismo tiempo, lo que producía una sensación muy extraña. Al tenerla delante, no pudo evitar sonreír, pues percibía que su genio todavía estaba en proceso de formación. Carecía de la profundidad y la pasión letal del de su madre. Todavía era una muchacha.
Leo vislumbró con el rabillo del ojo la sonrisa lasciva del guía, de modo que dijo en voz alta lo que ambos estaban pensando.
—¿No es preciosa?
Habló con voz dulce y sincera, y más que una pregunta era una afirmación. Carmen enrojeció y trató de contener una sonrisa tímida. Que semejante piropo fuera lo primero que ese célebre personaje le decía tras seis semanas de misterio la llenó de turbación. No era la respuesta que había esperado del hombre que su madre tanto odiaba; ese desconocido que había sido el mejor amigo de su padre; ese canalla que, en cierto modo, había traicionado a todo el mundo. Desde que era una niña había oído hablar de las hazañas de su padre y su camarada Leo Pizzola, el repentino odio mutuo de ambos y de la misteriosa desaparición de Leo el día que su padre se casó con su madre. Al parecer había habido una pelea, rumores acerca de un robo y años de rabia. Todo sonaba muy misterioso… y muy romántico.
—Preciosa… ¿eh?
El guía esbozó una sonrisa incómoda y una gota de salsa blanca se deslizó por la comisura de su boca. Soltó un gruñido de afirmación y sonrió provocativamente a Carmen.
La muchacha lanzó a Leo una mirada feroz y procuró no hacer caso de sus ojos tristes y su sonrisa amable. Se oyó decir con dureza «No deberías estar aquí», pero en realidad quería decir «¡Háblame de mi padre! ¡Dime por qué mi madre llora cuando se menciona tu nombre! ¡Háblame de América! ¡Y dime cómo puedo escapar de aquí yo también!».
Leo apuró el agua. Dejó el vaso en la barra y miró a Carmen.
—¿Dónde está tu madre?
—En la cocina, pero no tardará en salir…
Leo la detuvo con un ademán de la mano.
—No la molestes, la veré más tarde. ¿Podrías servirme un vaso de vino y llenar el de nuestro invitado? Yo invito.
¿Qué diablos estaba diciendo? ¿Se había vuelto loco? Carmen intentaba prevenirle y él se comportaba como si perteneciera a ese lugar, como si fuera el dueño.
Lo que Leo pretendía era que Carmen se alejara sin decir una palabra más. No podía permitir que esa cría lo desafiara delante del gordito raviolo[6] del taburete contiguo. Toda conversación con Marta sería peligrosa.
Cuando Carmen fue en busca del vino, Leo propinó un codazo a su vecino.
—Usted le gusta.
El guía estuvo en un tris de atragantarse, esta vez por una mezcla de fettunta y perplejidad.
—No lo creo.
—Vi la indiferencia con que lo trata —apuntó Leo, y atisbo una chispa de esperanza en el cerebro, probablemente diminuto, del guía.
—¿Usted cree?
Para cuando Carmen regresó con el vino, Leo y el guía reían igual que viejos amigos. Como si eso no fuera suficiente, cuando ella depositó los vasos en el mostrador el grasiento guía le sonrió con desvergüenza y, para colmo, ¡le guiñó un ojo! Carmen decidió que pagaría por esa insolencia.
A Leo no le importó. Aunque Carmen había representado un obstáculo, había conseguido ganar tiempo. En menos de dos minutos comprendió que ese pazzo mantendría a su grupo de turistas en Santo Fico una semana entera si creía que tenía alguna posibilidad con Carmen.
Mientras Leo charlaba y reía con el guía, su atención se desvió hacia una interesante conversación procedente de una mesa cercana. Un inglés delgaducho con una espesa cabellera gris y demasiados dientes estaba haciendo un interesante comentario a dos mujeres mayores que él que habrían podido ser sus hermanas, pero que sin duda no lo eran. La mezcla de la comida y el vino y la seguridad que les otorgaba hablar en un idioma extranjero había hecho que la conversación adquiriera una indiscreción audaz.
—Pensándolo bien, ¿no os parece extraño? ¿Por qué detrás de cada curva inhóspita de la carretera aparece uno de estos pueblecitos que no tienen ninguna razón aparente para existir?
Las dos mujeres asintieron con la cabeza. Una bebió más vino mientras la otra añadía:
—Y se diría que cuanto más traicionero es el terreno, mejor. Ahí los tienes, colgados del borde de un precipicio o encaramados al pico de una montaña, lo que sea. Me pregunto en qué estaban pensando los primeros campesinos, me refiero a los fundadores de estos… ¿cómo llamarlos?… ¿puebluchos?
—O qué estaban bebiendo —intervino su achispada amiga. El trío rompió a reír y sus carcajadas fueron secundadas por las mesas vecinas.
Genial, pensó Leo. El volumen de la conversación era lo bastante alto y el contenido lo bastante burlón para que el trío se avergonzara si descubría que alguien los había entendido. No solo eso, sino que su mesa estaba dispuesta de manera que el grupo entero de turistas podía presenciar la humillación, y hasta ser incluido en ella. Más aún, la mesa la ocupaban un hombre y dos mujeres. Leo se acercaría primero al hombre. Era lo apropiado, un caballero dirigiéndose a otro caballero; pero enseguida desviaría la atención a las dos mujeres y luego al resto de comensales.
Leo abandonó la barra y se acercó a la mesa. Tras aclararse deliberadamente la garganta, se inclinó y, en un excelente inglés aderezado con un acento encantador y un tono algo elevado, dijo:
—Disculpe, pero no he podido evitar escuchar su conversación.
—¿Có… cómo dice? —balbuceó el pobre tipo, atragantado más por el susto que por la comida.
—He oído lo que ha dicho sobre nuestro pueblo.
El comedor se sumió en un silencio sepulcral. Probablemente más de un inglés deseó en ese momento que lo tragara la tierra, y Leo supo, por la mortificación reflejada en los rostros del trío caballuno, que su tono no había sido todo lo amable que pretendía. En realidad, lo que veía en sus caras era terror, Siempre le habían dicho que poseía la capacidad de producir ese efecto en la gente, pues por lo visto su sonrisa era una pizca sarcástica y sus ojos, tan próximos, resultaban algo amenazadores. La cicatriz que cruzaba su nariz no mejoraba las cosas. Pero se trataba de un efecto totalmente involuntario. Leo había querido ser amable.
Miró alrededor y observó la misma congoja en los demás turistas, que se esforzaban por recordar si también ellos habían dicho algo potencialmente ofensivo. Sus ojos recorrieron la multitud, estudiando los rostros y las manos curtidas de los agricultores, sus ropas pueblerinas y sus miradas inocentes. ¿Cuántos más, de esos enigmáticos campesinos italianos, hablaban secretamente su idioma?
Y ese tipo alto y de tez morena que estaba de pie junto a sus mesas parecía, en opinión de los ingleses, la clase de hombre con ganas de pelea. Todo el mundo había oído hablar de los temperamentales italianos y su exagerada masculinidad, de su feroz orgullo nacional y sus cuchillos. El agradable comedor se había convertido de repente en un lugar incómodo y peligroso.
—Todos ustedes se preguntan por qué existe este pueblo.
Qué humillación que los hubiera pillado insultando a su pueblo. No obstante, la pregunta tenía su lógica. ¿Por qué iba alguien a elegir un promontorio remoto e inaccesible —rodeado, en tres de sus costados, por pronunciadas laderas rocosas cubiertas de cactos y, en el cuarto, por afilados acantilados— para construir un pueblo? Parecía el error de algún maestro de obras, y lo era.
Un día de verano de 1555, poco después de conquistar su ciudad estado rival, Siena, tras un tremendo asedio de dos años, Cosimo I de Medici, duque de Florencia, estaba jugando con sus hijos alrededor de una de las fuentes de los jardines de Boboli, cuando un ministro se le acercó con unos mapas. El gran duque sabía que tenía decisiones que tomar relativas a sus nuevas posesiones toscanas, pero pocas veces gozaba de la oportunidad de disfrutar de sus hijos. El ministro insistió en que, al menos, decidiera dónde debían construir un puerto defendible.
Independientemente de que el error se debiera a la negativa de Cosimo a abandonar el juego del escondite, a un problema ocular o a que en ese momento el duque no conseguía recordar el nombre del pueblo en concreto, el caso es que dejó caer su índice sobre un punto del mapa con un firme «¡Aquí!». Para asombro del ministro, el dedo había caído en el diminuto promontorio de Santo Fico. Si la memoria no le fallaba, allí solo había un insignificante monasterio. El ministro señaló que quizá no existieran buenos caminos para acceder al lugar.
—Pues que los construyan —bramó Cosimo antes de regresar a la fuente—. Y haz de él un buen lugar para mi familia. Queremos pasar el verano allí.
Entonces su esposa Eleonora, a quien amaba y que lo observaba desde la sombra de un tilo, se burló juguetonamente de las canas de su barba y las risas estallaron de nuevo. Sin más objeciones, el ministro se retiró a redactar notas para la creación de un puerto, un camino y una casa de verano en… Santo Fico.
Aquella diáfana y cálida mañana ni el ministro ni el gran duque cayeron en la cuenta de que el apresurado dedo había caído a más de cinco centímetros del punto deseado. Pero llegó un día, transcurridos unos años, en que, harto de intrigas y preocupado por la posibilidad de una guerra con Francia y una molesta alianza con España, Cosimo pidió que enviaran a un arquitecto a Livorno para inspeccionar las fortificaciones del puerto. Cuando le informaron de que el arquitecto solicitado no estaba disponible porque se hallaba en Santo Fico escogiendo los mosaicos para la casa de verano, la reacción de Cosimo fue de desconcierto.
—¿Dónde?
—En Santo Fico, señor.
—¿Dónde demonios está Santo Fico?
Por mucho que ahondara en su memoria, el gran duque no recordaba haber dado órdenes de construir un camino, un puerto o una casa de verano en «un risco dejado de la mano de Dios, en un tramo totalmente inservible de la costa toscana».
Ese día su irritación se convirtió en ira al enterarse de que el proyecto llevaba en marcha tres años, y a punto estuvo de matar a alguien cuando le comunicaron lo que llevaban gastado por la mera desviación de un dedo. Había que detener las obras de inmediato. Había que abandonar los edificios sin esperar a que se terminasen. Había que dejar las carreteras como estaban, antes de que las ensancharan o incluso llegaran a su destino. Demasiado tarde, Para cuando Cosimo canceló sus órdenes, su pequeño error en la costa oeste ya era una realidad. El destino había decretado un pequeño puerto con una digna calzada que llegaba hasta lo que podría haber sido una excelente iglesia, los cimientos de una hermosa mansión y casi una carretera al mundo exterior… además de casas, gente y un pueblo llamado Santo Fico.
Leo Pizzola, naturalmente, no sabía nada de la ineptitud de Cosimo para leer mapas, y aunque lo hubiera sabido no lo habría mencionado, pues su versión servía mejor a sus propósitos. Así pues, permitió que su comentario «todos ustedes se preguntan por qué existe este pueblo» flotara como una mortaja sobre la estancia, aguardó y probó un par de sonrisas, con suerte menos amenazadoras.
Por fin, el azorado inglés al que se había acercado farfulló penosamente una disculpa y, para su sorpresa, en lugar de sacar un cuchillo, el italiano de aspecto inquietante le dirigió una generosa sonrisa.
—No, por favor, no se disculpe. Tiene razón. Ocurre con muchos pueblos de esta región. A menudo hasta nosotros mismos nos preguntamos por qué existimos. —Alzó las manos al aire con un encogimiento de hombros y una carcajada exagerada.
Los aliviados turistas rieron con él tras comprender que la intención de aquel hombre no era pelear ni regañarlos. Estaba siendo amable, y el hecho de que hablara inglés implicaba que, aunque no muy culto, al menos era civilizado y quizá hasta supiese leer. Después de todo, vestía traje y corbata como algo natural.
El trío de ingleses le rogó enseguida que se sentara con ellos, ofrecimiento que Leo rechazó con igual celeridad. No tenía intención de renunciar a su posición dominante. Sí aceptó, en cambio, que lo invitaran a vino, y justo a tiempo un turista de otra mesa le preguntó dónde había aprendido su excelente inglés. Leo habló de sus años en América. Le decepcionó que nadie entre el público hubiera estado en Chicago ni tuviese idea de béisbol, pero al punto se dijo que aunque hablar de Chicago y de béisbol sería maravilloso, solo le desviaría de su auténtico objetivo. Los negocios eran los negocios.
Los lugareños de mayor edad habían intuido qué iba a suceder en cuanto vieron entrar a Leo, y los llenaba de orgullo el que uno de los suyos se relacionara con aquel batallón de extranjeros pese a no entender ni una palabra de lo que decían. Leo estaba hablando en hombre de todos y demostrando que ellos eran personas inteligentes y con mundo, que tenían educación y algunos incluso trajes de lino y corbatas. En realidad, la única persona con problemas en ese momento era el guía, que estaba preguntándose por qué, si gustaba tanto a Carmen, esta acababa de derramarle una jarra de chianti en los pantalones.
—No era mi intención interrumpir su almuerzo —prosiguió Leo dirigiéndose al grupo—, pero pensé que su pregunta era buena. ¿Por qué? ¿Por qué Santo Fico? ¿Por qué aquí? Pues bien, la respuesta es bien curiosa. Ocurrió hace mucho tiempo, cientos de años atrás. Es, de hecho, una historia… mágica que habla de fe y de santos, de nobles, guerras y milagros… ¿Les gustaría escucharla?…
La respuesta fue unánime y sincera. Ese personaje de aspecto agradablemente desastrado no solo no iba a causar problemas, sino que les ofrecía un maravilloso entretenimiento, la historia de la región.
Entre exclamaciones de aprobación, Topo llegó hasta el último taburete de la barra, guiñó un ojo a Leo y levantó el pulgar. Fue un gesto breve, pero Carmen lo vio y recordó que un rato antes Topo había salido a toda prisa del hotel. Algo se estaba cociendo, y no le gustaba. Leo advirtió que Carmen se encaminara hacia la cocina y pensó: «Maldita sea, va a decírselo a Marta». Pero ya no podía hacer nada, porque un silencio expectante reinaba en el salón. Leo cerró los ojos, respiró hondo y se volvió extrañamente distante, como si estuviera rememorando un recuerdo borroso.
—Hará más de cuatrocientos años… este mes. El gran Cosimo de Medici era el duque de Firenze, lo que ustedes llaman… Florencia. Hubo un tiempo en que Firenze estuvo en guerra con la gran ciudad de Siena. Dicha guerra duró muchos años y, como todas las guerras, fue causa de muchos pesares, muchas tragedias e incluso algunos milagros…
Leo se movía por la estancia tejiendo un relato conmovedor sobre cómo el valiente duque Cosimo fue la llama que encendió la terrible y última batalla de Siena. Contó que los agotados soldados de Cosimo, tan lejos de casa y durante tanto tiempo enfrentándose a la muerte, perdían el ánimo y, día tras día, arrojaban sus cuerpos contra los obstinados muros de Siena. Leo entusiasmó a su público con la historia del día en que, a lomos de su valeroso semental blanco, Cosimo inspiró a sus tropas con un discurso heroico, el cual, no obstante, algunos de los oyentes ingleses lo encontraron sorprendentemente parecido a la llamada a las armas de Enrique V antes de la batalla de Azincourt.
Leo explicó que Cosimo, encabezando su ejército, atacó con su caballo y, blandiendo la espada como si fuera una daga, combatió contra los perplejos defensores. Los corazones del público latían con fuerza cuando Leo, como si hubiera sido testigo de tan decisivo momento, describió cómo un arquero disparó desde su torre una flecha que se hundió en el pecho del gran Cosimo.
En el comedor no se oía ni el zumbido de una mosca. La agonía del gran duque en la ciudad que los oyentes habían visitado hacía apenas un día tenía acaparada toda la atención. A muchos turistas los sorprendió que ningún guía ni ningún libro turístico mencionara esa maravillosa historia. Hasta la gente del pueblo, que no comprendía ni una palabra de lo que Leo decía, reconocía algunas cosas. Sabían que hablaba del gran duque Cosimo, sabían que hablaba de Siena y probablemente de la gran batalla, y tenían la certeza de que estaba relatando una historia maravillosa con gran habilidad.
La voz de Leo se convirtió en un susurro emotivo al explicar que los oficiales de Cosimo trasladaron el cuerpo moribundo de su amado duque hasta la catedral de Siena y lo tendieron con delicadeza sobre el mármol negro y blanco del suelo, bajo la gran cúpula, para que recibiese la extremaunción. El duque, sin embargo, los detuvo bruscamente con un murmullo…
Y Leo hizo otro tanto.
Desde el fondo del comedor dos ojos oscuros lo quemaban como clavos candentes. Sin previo aviso, Leo había tropezado con la mirada enfurecida de Marta Caproni Fortino y enseguida supo, por la tensión de la mandíbula y la curva de sus cejas, que su cólera era profunda. Como una Medusa congelada, de los ojos de Marta salieron dos rayos que le abrasaron el cerebro y por un instante lo convirtieron en piedra. Las palabras de Leo eran ahora soldados aturdidos que tropezaban entre sí en un esfuerzo por recuperar su lugar en el hilo de la historia. Pero, sobre todo, Leo sentía que la ira de Marta lo ahogaba. Siendo italiano, comprendía esa rabia hirviente, pero había vivido tanto tiempo en América que ya no estaba acostumbrado a ella. Los americanos nunca han conseguido aprender algo que los italianos han perfeccionado, esto es, el valor de la indignación justificada abierta, sin tapujos. Y dado que en ese momento Marta hervía de furia, su fuerza estuvo a punto de derribar a Leo.
Entretanto, el embelesado público inglés permanecía ajeno a su dilema. En realidad, el titubeo de Leo les pareció sumamente dramático. Era evidente que al pobre hombre lo conmovía la difícil situación del duque Cosimo. Los nativos de Santo Fico, en cambio, no pasaron por alto el momento. Estaban siendo testigos de una lucha de poder aterradora y, al mismo tiempo, fascinante.
Por fin, cuando la tensión entre los dos contendientes fue tan grande que la mitad de los presentes estaba a punto de gritarles que lo dejaran y la otra mitad se disponía a pedirle a Leo que terminara la historia, Marta parpadeó. Después suspiró. Iba a permitirle continuar.
Leo se recuperó con la agilidad de un gato que ha resbalado de una mesa. Recordaba muy bien en qué punto de su inverosímil historia se había quedado y, como un gran actor, supo exactamente qué hacer para sacar provecho de la difícil situación. Con voz entrecortada se lanzó a describir el último deseo del agonizante duque, y de repente esa larga pausa que en realidad solo había durado unos segundos adquirió un sentido por completo nuevo. El sensible narrador había necesitado ese momento para controlar sus emociones, y en un abrir y cerrar de ojos había recuperado el hilo de la tragedia del pobre duque Cosimo. Era tal su alivio que incluso se permitió la fugaz presunción de que aquello se le daba mucho mejor que colocar planchas de yeso.
Marta, por supuesto, no sabía nada de los años que Leo había pasado en Chicago colocando planchas de yeso (a saber qué era eso); solo alcanzaba a preguntarse: «¿Cómo se atreve a hacer eso en mi hotel? ¿Cómo se atreve a esperar a que mi restaurante se llene de gente para llevar a cabo su plan infantil?».
Aunque nadie del pueblo fue lo bastante insensato para mirarla de manera abierta, Marta notaba sus ojos, y con una reacción entrenada de la que ya ni era consciente, cerró su corazón y su mente a todo sentimiento. No permitió que nada entrara ni escapase, pues sabía lo que estaban esperando, lo que querían, y se dijo con placer que ese día no lo obtendrían. No la verían enfrentarse a Leo Pizzola. Además, demasiadas cosas de su vida ya habían sido objeto de habladurías. Demasiadas veces su dolor se había convertido en un mero escándalo en voz baja o en un rumor exagerado para entretenimiento de sus vecinos. Se comportaban romo si comprendieran su vida mejor que ella, y a lo mejor así era. No había duda de que conocían muchos secretos sobre Marta y Franco, y quizá incluso sobre Leo. Pero hoy iban a quedarse sin espectáculo, siempre y cuando Leo Pizzola no le echara a perder el negocio. De ser así, lo machacaría como un bistec barato y le traería sin cuidado que el pueblo lo viera.
Los ingleses, por su parte, estaban impacientes por conocer los últimos momentos del duque Cosimo en la tierra, pero por lo visto su sino era otro…
—Como todo el mundo en aquellos tiempos, el gran duque conocía las historias sobre el diminuto monasterio oculto en algún lugar de la costa toscana. El monasterio se erigió porque en ese lugar se habían producido numerosos milagros y, según la leyenda, un poderoso milagro persistía allí junto con un maravilloso misterio. Cosimo presentía que si lograba permanecer vivo el tiempo suficiente para llegar al santo lugar, lograría sobrevivir.
Leo explicó a su cautivada audiencia que un escuadrón de soldados devotos cabalgó durante tres días bajo el sol abrasador del verano toscano mientras la vida del pobre duque se columpiaba entre este mundo y el otro. Finalmente llegaron al mar Tirreno y treparon por los despeñaderos hasta un monasterio casi inaccesible, levantado en el punto más lejano de un promontorio.
—Cuando los humildes monjes franciscanos vieron al gran duque, lo invitaron a pasar y tendieron su debilitado cuerpo en un catre frente al santuario: el Milagro de Santo Fico. Pero a pesar de la fiebre el pobre duque Cosimo vio al otro lado del patio, brillando en la oscuridad, como si poseyera una luz interior, el Misterio de Santo Fico. Durante la larga noche, con el Milagro divino a un lado y el hermoso Misterio de Santo Fico al otro, los frailes velaron con sus oraciones y remedios secretos.
»¿Imaginan —prosiguió Leo con un suspiro— la perplejidad de los fieles soldados cuando, al entrar en la iglesia al día siguiente, descubrieron que el duque ya no tenía fiebre y que la herida infectada había sanado? ¡El duque se había salvado! En fin, quizá para los soldados ese milagro bastara, pero no para el gran duque, que acababa de regresar de las puertas de la muerte con… ¡una visión!
Con una mezcla de asombro y respeto, Leo explicó que san Francisco había visitado al duque Cosimo en plena noche y, con suma ternura, le besó la frente ardiente y le acarició la herida. En tono exaltado, Leo contó la decisión del duque de crear un pueblo en ese mismo lugar…
—Para que peregrinos fatigados procedentes del mundo entero, como ustedes, vieran el santuario del Milagro y el esplendor del Misterio de Santo Fico. Y así fue como nació el pueblo que lleva ese nombre.
El salón permaneció un rato en silencio. En opinión de Leo, demasiado rato. Hacía muchos años que no contaba la historia y era la primera vez que lo hacía en inglés. Quizá había perdido facultades. Finalmente se produjo un suspiro general. Luego alguien empezó a aplaudir (Topo para ser exactos) y la ovación pronto creció en entusiasmo. Leo sonrió e hizo una modesta reverencia, satisfecho de lo mucho que aún recordaba de la versión original y de los numerosos detalles conmovedores que había sido capaz de elaborar sobre la marcha.
Con todo, no dispuso de tiempo para disfrutar de su éxito. Al ver que Marta caminaba hacia él, regresó rápidamente a la barra, lejos de sus admiradores. Carmen estaba llenándole el vaso de vino cuando de repente notó junto al hombro a su madre y solo precisó un gesto de esta para desaparecer.
Marta miró a Leo de arriba abajo. Ese encuentro no sería como el de seis semanas atrás en la plaza, cuando se había mostrado tan sorprendida de verlo. Aquel día no estaba prevenida y las emociones la habían atacado con una violencia que no logró controlar. Esta vez era diferente. Esta vez Leo se hallaba en su hotel y ella tenía el control.
Por primera vez desde que él regresara, Marta tuvo la oportunidad de mirar de cerca el rostro de Leo. Había cambiado. Era el rostro de un hombre. Tenía más arrugas y cicatrices, probablemente producto de algunas peleas. Los ojos eran los mismos pese a las arrugas, pero la nariz estaba rota y una cicatriz dentada le atravesaba el caballete. Marta se preguntó si se lo habría hecho ella la noche anterior a su boda, cuando agarró una jarra de agua de la mesita que tenía junto a la cama y la lanzó contra Leo. Su intención era que se estrellase contra la pared, pero en la oscuridad de la noche y cegada por las lágrimas, falló. La jarra de agua golpeó a Leo en plena cara, haciéndolo retroceder y precipitarse por la ventana del dormitorio de Marta situado en la segunda planta. Leo aterrizó sobre el huerto, entre los rábanos… Marta pensó que había tenido suerte. Leo había estado en un tris de caer sobre las tomateras, cuyos rodrigones lo habrían atravesado.
Asomada a la ventana, Marta lo vio desaparecer del huerto cojeando y sosteniéndose el rostro. Dieciocho años se habían cumplido el mes anterior. Tal vez esa fractura en la nariz fuese obra suya, pensó Marta. Por lo menos, eso esperaba.
Leo, por su parte, jamás había interpretado el aterrizaje sobre los rábanos como un golpe de suerte. A menudo se decía que su vida habría sido mucho más fácil si hubiera aterrizado en los rodrigones de las tomateras, y eso mismo pensó cuando también él tuvo la oportunidad de estudiar un rostro que no había tenido cerca desde hacía dieciocho años. La muchacha con quien había crecido ya no estaba. Ahora tenía delante la cara de una mujer que, no obstante, todavía le quitaba la respiración, una cara que siglos atrás se habría cincelado en piedra para admirar su belleza. Siempre había sido hermosa, pensó Leo, pero ahora percibía algo más. Alrededor de los ojos oscuros y la boca tensa se apreciaban pequeñas arrugas que, aun cuando la gente las llamaba líneas de la risa, Leo intuyó que no se debían a años de felicidad. Marta siempre había poseído una intensa determinación que, sin duda, seguía ahí, pero eso no era todo lo que Leo veía en ese momento. También veía pesar y resignación. Conocía esos rasgos porque eran viejos compañeros de su propia vida.
Junto a la barra, Topo rezaba como un poseso para que Marta no lo echara todo a perder. Estaban tan cerca de conseguirlo… Algunos ingleses interrogaban al guía señalando a Leo. Todo iba como la seda, pero de pronto Marta se disponía a estropearlo por un estúpido… ¿qué? Ni siquiera él lo sabía. Él, Guido Pasolini, que había estado allí dieciocho años atrás, ignoraba qué había ocurrido para que se produjera una separación tan desgarradora entre sus tres mejores amigos. Solo sabía que después de la terrible despedida de soltero de Franco, le prohibieron que volviese a mencionar el nombre de Leo Pizzola delante de Marta. Lo averiguó al día siguiente, durante la boda. Franco, lógicamente, también estaba enfadado por la pelea en Grosseto de la víspera. Pero con el tiempo se le pasó el enfado. En una ocasión, hallándose borracho y melancólico, hasta le confesó a Topo que la culpa era suya. A veces, él y Franco se ponían a recordar y se preguntaban cómo le iría a Leo. Sabían que estaba en algún lugar de América… y de vez en cuando fingían que un día también ellos huirían de Santo Fico. Se encontrarían con Leo en América, tal como habían soñado de niños… Pero cuando Marta estaba cerca debían callar sobre el tema. Cuando Marta estaba cerca no podían mencionar el nombre de Leo. Ni Topo ni Franco sabían lo de Leo en la ventana de Marta la víspera de la boda. Marta no se lo había contado a nadie. De modo que Topo no entendía nada. Solo sabía que en ese momento los turistas ingleses estaban hablando entre ellos y señalando a Leo. A veces la amargura de Marta podía complicar enormemente las cosas.
Leo y Marta seguían mirándose en silencio. Leo estaba esperando a que ella reaccionara. A fin de cuentas, era su hotel. Pero por el momento Marta estaba ocupada detestando su sombrero andrajoso, el traje arrugado, el estúpido bigote y todo lo demás. «Está ridículo con ese traje raído —pensó—, con esa corbata verde tan fea y ese absurdo pañuelo amarillo; parece una bandera italiana descolorida».
—Carmen, ¿ha pagado el vino? —preguntó Marta.
—Sí, mamá —mintió Carmen sin vacilar.
Marta echó otro vistazo a Leo.
—Bonito traje.
Leo asintió con cierta suficiencia y por un momento pensó que iba a recibir un bofetón, pues la mano de Marta había salido disparada hacia él. Pero, para su vergüenza, Marta se limitó a tirar de una brizna de hierba que le asomaba por debajo de la solapa.
—¿Qué has estado haciendo, revolcándote por el campo?
El sentido común de Leo forcejeó con el pánico. ¡No era posible que Marta supiera que se había arrastrado entre la hierba! Leo se esforzó por dominar la contracción nerviosa del labio mientras Marta proseguía.
—¿Has hablado con el tío Elio?
Marta supo la respuesta por la expresión de culpa que nubló el rostro de Leo. El muy idiota ni siquiera había hablado con el padre Elio. Había puesto en marcha su elaborado plan sin cruzar una sola palabra con el viejo cura.
—Me lo imaginaba.
Marta rio con tristeza, y Leo trató de apartar de su mente la imagen de Marta carcajeándose como una loca mientras echaba tierra sobre su tumba.
En menos de un minuto y con apenas tres frases breves había establecido su autoridad sobre él, reconocido un pecado secreto y señalado el principal defecto de su plan. Leo se dijo que cien años atrás la habría hecho quemar por bruja sin ningún problema. Marta tenía razón en una cosa: existía la posibilidad de que el padre Elio no le diera su visto bueno.
Por fortuna para Leo, el guía se estaba acercando y era preciso poner fin a la conversación.
—Sé lo que estás haciendo y no me gusta —añadió Marta entre dientes—. Si no tuviera el comedor lleno… ¡te echaría de una patada! Tienes dos minutos. Después te quiero fuera de mi hotel. —Se volvió lentamente y sonrió al guía, que llegaba en ese momento—. Señor, el postre está a punto de llegar. Zabaglione y café.
—Bien…
Marta se marchó a la cocina sin mirar a Leo.
El guía se alegró de saber que el postre estaba al caer, pero no era esa la razón por la que se había acercado.
—Parece ser que a algunas personas de mi grupo les ha gustado su relato. —Con una amplia sonrisa, citó a Leo—: «El santuario del Milagro y el esplendor del Misterio de Santo Fico». Muy bueno. Esas personas están interesadas en verlo… Si dispone usted de tiempo… quizá podría acompañarlos.
Leo arrugó la frente. Se frotó fatigosamente la cara sin afeitar y suspiró.
—Lo veo difícil.
El guía se inclinó y susurró:
—Creo que están dispuestos a pagar. Tal vez varios cientos de miles de liras. —Alentó a Leo con un guiño.
Leo se levantó con toda la indignación que permitía su estatura (que era mucha) y miró al guía con una ferocidad que a este le puso los pelos de punta. Para todos los presentes era obvio que Leo estaba decidiendo si pegar o no a ese descarado tunante. Los lugareños que recordaban el salvajismo y la violencia que caracterizaban a Leo y a Franco reconocieron la situación apurada del guía.
Lo cierto era que, aunque a Leo no le caía bien el pazzo, la mente le daba vueltas como una peonza. Hasta ese momento no había pensado en números. La propuesta del guía era previsible, pero ahora agradecía este farol momentáneo porque tenía que hacer algunos cálculos rápidos.
Miró al guía con la ferocidad del gran duque Cosimo y trató frenéticamente de hacer números en su cabeza… «Doce personas… a… digamos veinte mil liras por cabeza, hacen… estooo… doscientas mil liras y… pico. Menos un veinticinco por ciento para Topo y otro veinticinco por ciento para el padre Elio… eso hacen cien mil liras y… pico».
Su cerebro ansiaba disponer de papel y lápiz y un minuto a solas. ¿Debería pedir cuatrocientas mil liras…? «¡Cuatrocientas mil liras! ¡Demasiado!». Intentó recordar el cambio con respecto al dólar y su cerebro gritó: «¿A quién le importan los dólares? ¡Necesitas libras!». Perdió el hilo de sus cálculos y advirtió que todos lo miraban fijamente. Antes de hablar debía decidirse por una cifra, y la gente aguardaba.
Lógicamente, los turistas no podían discernir el significado de las ininteligibles palabras en italiano que habían intercambiado el memo de su guía y aquel agradable nativo. Pero para todos los ingleses era obvio que aquel hombre de buen corazón que los había cautivado con su historia había vuelto a ofenderse, y de nuevo ellos tenían la culpa. Los pobres turistas sintieron una punzada de vergüenza nacional por el malestar que, al parecer, no cesaban de causar a tan amables personas.
Los del pueblo, por su parte, experimentaron un arranque de orgullo colectivo por lo bien que Leo estaba manejando la situación, sobre todo después de tantos años sin practicar. Y aunque no tenían ni idea de lo que había dicho a los ingleses o lo que estaba sucediendo en ese momento, apoyaron a Leo bajando educadamente la mirada por el monumental paso en falso, fuera el que fuese.
Hasta ese momento todo había ido sobre ruedas. Leo no recordaba una ocasión tan rodada, ni siquiera cuando él y Franco trabajaban juntos de niños. Pero ahora necesitaba a otra persona con quien hablar que no fuera el guía, y todos en la estancia seguían callados. Se dijo que quizá había ido demasiado lejos. Tal vez su plan había funcionado durante todos aquellos años solo porque era un niño.
Topo se secó el sudor de la frente con la manga y rezó para que alguien hablara; de lo contrario Leo tendría que abofetear al tipo o, peor aún, ¡marcharse! ¿Es que esos ingleses no tenían corazón? El silencio, sin embargo, permanecía infranqueable.
Leo acababa de resolver que tenía que cortar por lo sano cuando las dos mujeres caballunas que ocupaban la mesa a la que se había acercado al principio empujaron a su compañero. Leo oyó entonces el sonido que tanto había esperado. El hombre se aclaró la garganta.
—Perdone, señor… Eh… signore.
Leo se volvió.
El caballero inglés dio un paso al frente y farfulló:
—Signore, verá… no estamos seguros de cuál es… el problema, pero no era nuestra intención ofenderle. Le ruego que acepte nuestras disculpas.
—No, no, no, no, no, amigo mío. Ustedes no me ofendieron.
Leo subrayó la palabra «ustedes» y miró con disgusto al desconcertado guía. Los turistas ingleses se volvieron y también miraron con disgusto al guía. Luego los lugareños se volvieron y miraron con disgusto al guía. Pero, por primera vez en todo el día, Carmen le sonrió. El pobre hombre miró en silencio a los presentes.
—Me temo que no me he explicado, señor —prosiguió Leo—. Nuestro pueblo es pobre, pero digno. No tenemos demasiado en lo referente a, cómo se dice… opulenza laica[7]… riqueza material. Lo que tenemos son dos obsequios de Dios. Pagar para verlos parecería, no sé, un… sacrilegio.
—¿Sacrilegio?
—Sí, sacrilegio. Nuestro sacerdote, el padre Elio, hombre piadoso, jamás lo permitiría. Lo lamento.
La pena nubló el semblante de los turistas, pero Leo tuvo una inspiración repentina. Con una exclamación, levantó el dedo como si señalara la maravillosa idea que flotaba sobre su cabeza.
—A no ser que… —susurró. Se apretó contra el inglés y le habló en un tono confabulador, si bien lo bastante alto para que los demás pudieran oírle—. No creo que haya nada de malo en preguntarle al padre Elio si puedo invitar a unos buenos amigos al interior del santuario y compartir con ellos nuestro Milagro y nuestro Misterio. Después, si lo desean, podrían hacer una… ¿cómo lo llaman?… una donación a la iglesia. Yo se la entregaría al padre Elio en cuanto ustedes se hubieran marchado. Como ya se habrán ido, ¿qué podrá decir? No es lo mismo que vender entradas, ¿verdad?
—Desde luego que no. Solo se trataría de unos buenos amigos intercambiando… regalos.
El inglés se volvió hacia el grupo y todos asintieron con la cabeza. Los de más edad incluso añadieron un «claro, claro». Menudos linces estaban hechos.
—¿Cuánto cree que sería… en fin… una donación adecuada?
A veces es posible que las cosas vayan demasiado bien. La suerte, cuando es constante, en ocasiones vuelve negligentes a los hombres, y a esas alturas Leo se sentía casi embriagado. Tenía un plan. Había decidido un buen precio. Lo había hecho muchas veces, y aunque llevaba años sin ejercitarse hay cosas que no se olvidan. No era un buen momento para improvisar. Por ello no dio crédito a sus oídos cuando de su boca salieron estas terribles palabras:
—Oh, lo que a ustedes les parezca justo.
Estuvo a punto de aullar. Quería gritar. Quería saltar y arrancarse el pelo. Pero en lugar de eso esbozó una sonrisa de hielo y esperó.
Desde el fondo de la barra Topo le guiñó un ojo. Leo agradeció a Dios que su amigo no entendiera inglés, pues de lo contrario en ese momento lo tendría encima rajándole el cuello.
El caballero inglés se volvió hacia su grupo y a partir de ahí hubo una secuencia interminable de susurros, asentimientos, sonrisas y señas secretas. Leo estuvo tentado de insistir en la pobreza del pueblo, la piedad del padre Elio o incluso su desesperación por huir de Santo Fico, pero tenía que esperar. Había arrojado los dados y debía dejar que cayeran. Finalmente, el hombre de los dientes grandes y el cabello alborotado se volvió hacia él casi disculpándose.
—¿Sería… ejem… aceptable una donación de quinientas mil libras?
Lo que más les preocupaba era insultar por tercera vez a Leo, cuya reacción temían; pero cuando este logró recuperar el aliento y el control de su flácida mandíbula, susurró palabras de gratitud con genuina sinceridad.
—Eso es… demasiado. —Y lo decía en serio.
Los ingleses casi soltaron una exclamación de alivio.
—Tonterías —repuso el inglés mientras le daba una palmada en la espalda.
La cabeza le daba vueltas. Leo parecía tener problemas para respirar, pero la imagen de Marta regresando de la cocina lo devolvió rápidamente a la realidad. Marta tenía razón. Debía hablar con el padre Elio cuanto antes. Sin su bendición el magnífico castillo que acababa de construir corría el riesgo de desmoronarse. Leo explicó apresuradamente a los ingleses que debía ir a la iglesia a disponer lo necesario y que estaría de regreso para cuando hubieran terminado el postre.
Con un vivaz gesto de despedida cruzó a toda prisa el comedor y salió a la calle. Instantes después, Topo partía disimuladamente tras él.