El ambiente en la cocina del Albergo di Santo Fico era movido. Las encimeras se iban llenando rápidamente de bandejas repletas de ciruelas, uvas y rodajas de melón. En el centro de la estancia, sobre el gigantesco fogón, una gran olla de cobre hervía frenéticamente, como si se le agotara el tiempo. En dos cacerolas contiguas, burbujeando como magma toscano, se cocían a fuego lento una salsa de color rojo oscuro y otra blanca y cremosa. Al lado, en una enorme sartén de cobre cubierta de una fina capa de aceite de oliva, trocitos de ajo siseaban y estallaban a medida que se doraban. Bandejas de lenguado y gambas, de pollo y salchichas, se agolpaban en el horno a la espera de un baño de salsa. La cocina era una combinación sorprendente de olores que penetraba en el comedor; los ingleses sentían que se les hacía agua la boca y sus estómagos protestaban.
Marta estaba en el fregadero cortando peras en rodajas que luego introducía en un cuenco de barro lleno de ruchetta[3], nueces y trozos de queso feta. Solo faltaba la vinagreta. Carmen se hallaba a su lado cortando lonjas de queso, salchichón y rábanos, y colocándolas en fuentes junto a hileras de aceitunas, pimientos y diminutos tomates amarillos. En el otro extremo de la estancia, Nina, la hija menor de Marta, de vuelta ya de la panetteria[4], cortaba hábilmente rebanadas de pan sobre una gran tabla de madera para después repartirlas en cestas de mimbre.
Las mujeres trabajaban en silencio, salvo Nina, quien tarareaba quedamente una melodía que solo ella escuchaba. Le encantaba trabajar en la cocina, sobre todo en las raras ocasiones, como esa, en que les faltaban manos. Su hermana mayor, por el contrario, lo consideraba una consecuencia más de su repugnante y absurda existencia en Santo Fico y lo archivaba como otra estúpida actividad rutinaria de la que escapar algún día. Marta no tenía tiempo para pensar ni una cosa ni otra. Como todo lo demás en su vida, sencillamente ahí estaba. Se acercó a los fogones y removió con una cuchara de madera su salsa roja, famosa en todo el pueblo. Estaba en su punto. Vertió un chorrito de aceite de oliva en la gran olla que contenía agua hirviendo y echó puñados de pasta quebradiza.
—Hay que llevar el pan a las mesas.
Las raudas manos de Nina recorrieron la bandeja contando las cestas. Había suficientes.
—Estoy lista —anunció, procurando disimular su nerviosismo.
Le encantaba servir cuando el comedor se encontraba lleno. Cogió la bandeja del pan y entró con desparpajo por las puertas oscilantes.
—Ve al comedor y comprueba cómo andan de vino… —le dijo Marta a Carmen por encima del hombro—. Y cuenta los moscones que han venido a comer… Y dile a tu hermana que la cesta del tío Elio está casi preparada.
Carmen sabía perfectamente por qué su madre la quería en el comedor. Deseaba asegurarse de que nadie le dijese cosas crueles a Nina. Era una estupidez. Ninguno de los comensales haría tal cosa. Se trataba de ingleses. En fin, por lo menos eso le permitía dejar de cortar verduras.
Cuando Nina entró en el comedor con la bandeja del pan no puede decirse que todas las conversaciones cesaran. Siguió oyéndose un breve murmullo, si bien mezclado con audibles exclamaciones de asombro a medida que los comensales reparaban en la joven. En primer lugar, hay que decir que Nina era muy alta para sus quince años. No tan alta como su madre, pero sí tanto como Carmen. También poseía el cabello sedoso y negro como el azabache de las mujeres Fortino. Pero ahí terminaba su parecido con la familia. Nina era, en fin… Nina era un cisne. Aunque su grácil figura ya dejaba entrever una mujer en ciernes, estaba claro que siempre tendría el cuerpo de una bailarina. Algunas de las señoras inglesas que contemplaron su cuello largo y elegante, sus pómulos elevados y su delgada nariz, recordaron los rostros clásicos y encantadores que habían visto esculpidos en los camafeos de sus abuelas. Lo cierto era que esa tímida y modesta camarera parecería en su elemento forjada en alabastro o porcelana.
Pero no era hasta que Nina se detenía en cada mesa para servir el pan, que los forasteros descubrían su rasgo más sobresaliente. Entonces podían contemplar los ojos azules más hermosos que habían visto en su vida. Los extraordinarios ojos de Nina parecían atrapar el color del cielo en primavera, solo que más distante; el color del mar Egeo, solo que más profundo; el azul acuoso del hielo, solo que más frío. Pero únicamente cuando su mano recorría ágilmente la bandeja buscando la siguiente cesta caían en la cuenta de que esos extraordinarios ojos no veían. La primera reacción era de sorpresa, luego de vergüenza, y, por último, de rabia contra Dios por semejante injusticia. Muchos se descubrían dando las gracias a la jovial muchacha con un nudo en la garganta.
Nina, naturalmente, percibía el cambio de actitud en la sala, pero lo atribuía a la llegada del ansiado pan. El grupo de extranjeros le parecía agradable y educado, y cuando charlaba desenfadadamente con ellos en una hermosa lengua que no entendían, su voz parecía música. De vez en cuando se oía el tintineo de su risa, y los turistas no tardaron en relajarse y reanudar sus conversaciones, seguros de que habían experimentado una bendición. Nina producía ese efecto en todo el mundo, incluida su familia.
Cuando Carmen entró, el comedor ya había recuperado la normalidad. Contó las cabezas recorriendo el salón, que poco a poco se iba llenando de lugareños que habían acudido para ver la gran atracción: ¡extranjeros! Para sorpresa de Carmen, casi todos pidieron algo, muchos hasta el menú completo. Iba a ser un buen día. Pasó unos minutos en el bar intercambiando bromas y sirviendo vino a los vecinos antes de coger el botellón de chianti y dirigirse a las mesas. Revisaba las jarritas de barro y, mediante gestos y ruiditos (la muchacha, por supuesto, no hablaba inglés y los visitantes apenas entendían el italiano), decidía si necesitaban o no más vino. Carmen era especialmente hábil llevando la cuenta exacta de las jarras que consumía cada mesa. Sería muy fácil cobrar de más a los estúpidos extranjeros que siempre acababan medio adormecidos por el alcohol, pero si su madre llegaba a pillarla timando a un cliente la desplumaría como a un pollo.
Carmen se acercó a Nina cuando terminó de repartir las cestas de pan.
—Mamá dice que el almuerzo de tío Elio está listo.
El semblante de Nina se ensombreció. Los almuerzos con tío Elio eran la atracción principal de casi todos los días, pero no ese en particular. Adoraba el sonido de las voces extranjeras y el ajetreo del concurrido comedor. No obstante, su rostro volvió a iluminarse cuando comprendió que si se daba prisa con tío Elio, podría regresar a tiempo para servir el postre. Además, era su plato favorito, pues todo el mundo solía mostrarse especialmente alegre y cordial tras una comida preparada por su madre. Asintió con la cabeza y se encaminó hacia la cocina.
Para cuando alcanzaron la carretera de la costa, Topo ya se conformaba con llegar al pueblo sin sufrir un infarto. Se desplomó sobre una roca y exclamó:
—¡Eh, espera un momento!
Cuando Leo se detuvo en mitad de la cuesta, Topo le indicó con una mano que retrocediera, pero Leo, que conocía las intenciones de su amigo, decidió proseguir su camino. No tenía intención de desandar lo andado solo para regatear, de modo que se limitó a gritar:
—¡Diez por ciento!
Topo lo miró indignado.
—¡Cincuenta! —replicó.
No era una competición. Leo no estaba obligado a darle ni un céntimo.
—¡Quince por ciento o nada!
—¡Cuarenta! No sabrías lo del autocar de no ser por mí.
—Veinte. O quizá prefieras hacerlo tú.
—De acuerdo, no es tan difícil.
—Muy bien, adelante. Me encantará oírte hablar. ¡Sobre todo en inglés!
Inglés… Merda!
Topo no tenía escapatoria. Nadie del pueblo podría hacerlo como Leo, ni siquiera en italiano. Ni aun el padre Elio. Tal vez Franco Fortino, pero de eso hacía mucho tiempo, y jamás en inglés. Además, Franco estaba muerto. Topo utilizó su último recurso, su gran arma.
—Venga Leo, treinta por ciento. ¡Sé justo!
Leo sintió que se le caía el alma a los pies. Debió imaginar que Topo acabaría recurriendo al «sé justo». De repente volvían a tener nueve años. Leo estaba en lo alto de la cuesta. Topo se había rezagado y las lágrimas resbalaban por sus mejillas sucias mientras exigía que la vida fuera justa con él. Solo faltaban Franco Fortino y Marta Caproni al lado de Leo, riéndose del sufrimiento del pobre Topo.
—Veinticinco por ciento, Topo. Una palabra más y no verás nada.
Topo levantó las manos. Tras su patentada petición de justicia, sabía que un veinticinco por ciento era cuanto iba a conseguir y, en realidad, más de lo que había previsto.
Leo reanudó su camino, pero recorridos unos pasos se volvió de nuevo hacia el hombrecillo.
—¿Estás bien?
Topo asintió y le hizo seña con el brazo de que continuara. El tiempo era oro.
En un pueblo como Santo Fico las noticias vuelan. Para cuando las cestas de pan quedaron vacías y se recogieron las fuentes de entremeses, el comedor del hotel se había llenado de curiosos que, agolpados junto a la barra y los rincones sombríos del salón, observaban boquiabiertos a los forasteros. En el aire se respiraba una tensión queda. Los agotados turistas, que se sentían atrapados en sus mesas, miraban incómodos sus manos y manteles mientras una invasión de aldeanos mudos los contemplaba con descarado asombro. De vez en cuando Carmen se veía obligada a cruzar la silenciosa estancia con nuevas provisiones de vino y pan, y sus zapatos resonaban contra las baldosas del suelo como disparos de rifle. Hasta el carraspeo de una garganta resonó como una explosión de mortero.
Finalmente, para alivio de los ingleses, cuyo sentido innato de la etiqueta había sido forzado al límite, las puertas de la cocina se abrieron y Marta apareció cargada de fuentes humeantes. Carmen la seguía con cestas de fettunta[5]. ¡Salvados! Las bandejas de pasta fresca con trozos de lenguado y gambas, bañados en una salsa blanca y cremosa, y de pollo y salchichas con salsa roja ofrecieron una tregua. La tensión se evaporó y ambos equipos, visitantes y locales, se pusieron a charlar animadamente, cada uno con su respectivo bando, por supuesto.
Cuando cruzaba la plaza Leo oyó el vocerío procedente del comedor. Dedujo entonces que disponía de tiempo para recuperar el aliento y analizar los obstáculos, de modo que se sentó en el borde de la fuente, al otro lado del anciano y el perro rucio. El guía era un factor desconocido, pero Topo le había llamado pazzo y tendría que conformarse con eso. Más difícil iba a resultarle camelarse al pazzo en el hotel de Marta. Imaginó el trato que recibiría de ella. Era posible que le arrojase una jarra de agua a la cabeza. No sería la primera vez. Era posible que le gritase, señalara la puerta y le ordenara que volviese a la calle como un perro malo. Marta podía complicar las cosas. La mente de Leo se demoró en ella más de la cuenta, recordando su desastroso encuentro seis semanas antes, cuando regresó a Santo Fico…
Había un largo camino a pie desde Punta Ala por la carretera que discurría al norte de la costa. Agotado por la diferencia horaria, los viajes en autobús y el peso de la destartalada maleta, Leo solo aspiraba a llegar a casa de Topo sin encontrarse a nadie conocido por el camino, y menos aún a Marta Caproni Fortino. Así pues, era lógico que la primera persona con la que tropezara nada más poner el pie en la plaza fuese Marta.
Leo alcanzó la plaza poco después del mediodía, justo cuando Marta salía del hotel con una cesta en dirección a la iglesia. Leo la reconoció de inmediato. Marta, en cambio, tardó en identificar al forastero alto de la maleta de cartón atada con cuerda y cinta adhesiva. No era más que un desconocido con un bigote negro y un traje de lino arrugado, y se preguntó si necesitaría una habitación. Un buen baño y un afeitado no le harían ningún daño, pensó. El rostro alargado y la nariz rota le resultaban familiares, pero había algo inquietante en los ojos tristes de aquel individuo y la familiaridad con que la miraba.
Cuando Marta cayó en la cuenta de que era Leo Pizzola quien la observaba, tembló como si hubiese visto un fantasma y soltó la cesta de comida allí mismo, en plena calle. La sopa y el pan, la fruta y el queso, la jarra de vino, los platos y los cuencos se estrellaron contra los adoquines.
—¿Por qué has vuelto? —gritó desde el otro lado de la plaza—. ¡Ya no perteneces a este lugar!
Su voz retumbó contra las paredes de los edificios y trepó por los tejados proclamando a los campos su indignación. Leo no habló, no se disculpó por su regreso. Las lágrimas se abrieron paso con tanta rapidez que Marta apenas tuvo tiempo de echar a correr hacia el hotel, abandonando el caos de lo que hubiera debido ser la comida del padre Elio.
Leo había esperado regresar discretamente, arreglar sus asuntos y marcharse con igual discreción. Había esperado ser la sombra de un estornino, que desaparece antes de que puedas verla. En lugar de eso, llevaba en Santo Fico menos de dos minutos y ya había sobresaltado a una mujer hasta hacerla llorar, recibido públicamente su rechazo y provocado que el cura probablemente se quedara sin almuerzo. Pero al menos había encontrado respuesta a una incógnita que le carcomía: Marta no lo había perdonado.
Y ahí estaba, seis semanas más tarde, luciendo una vez más su traje de lino y preguntándose, también una vez más, por qué demonios había pensado que volver a casa era una buena idea.
—¿Tienes hora, Nico?
La voz llegó del otro lado de la fuente y pertenecía al anciano a quien todos llamaban Nonno. No era necesario responderle, de modo que Leo pasó por alto la pregunta, pero, como era de esperar, Nonno prosiguió:
—Perdí mi reloj cuando hice desaparecer el agua.
Como tanta gente mayor que se viste por pura costumbre, sin tener en cuenta las estaciones, Nonno llevaba en pleno verano un abrigo deshilachado sobre su cuerpo enclenque. El andrajoso sombrero todavía conservaba cierto garbo. Leo siempre había recordado a Nonno sentado en el borde de la fuente seca. Excéntrico crónico, el viejo era extrañamente selectivo a la hora de mostrarse simpático con la gente. Había personas a las que siempre trataba con un misterioso cariño y cuya compañía buscaba lo quisieran ellas o no. A otras, inexplicablemente, les gritaba desde el otro lado de la plaza «fascistas» o «nazis» o las enviaba al infierno. Ya de niño Leo había pertenecido a la primera categoría; pero solo desde su regreso, y por alguna razón desconocida, al viejo le había dado por llamarlo Nico.
Una figura que salía por detrás del hotel distrajo la atención de ambos, y Leo reconoció el paso vacilante pero grácil de Nina Fortino, que cargaba una cesta de comida. La observó cruzar la plaza calculando los pasos hasta la iglesia y subir por la escalinata. Era evidente que en la cesta llevaba el almuerzo del padre Elio, su tío abuelo, detalle que le recordó otra situación con la que no había contado.
Leo no solo tenía que enfrentarse a Marta en el hotel y recordar cómo narrar las historias del Misterio y el Milagro en inglés, sino conseguir la autorización del padre Elio. Pensó seriamente en olvidarse de todo y regresar a la playa. Quizá Angelica siguiera allí haciendo piruetas en las azules aguas de la laguna. ¿Qué demonios hacía intentando resucitar un plan que él y Franco habían ideado cuando tenían, cuántos… doce años?
Uno de los turistas ingleses debió de decir algo gracioso en el comedor, porque se oyeron unas carcajadas que retumbaron en la plaza. Hubo un tiempo, recordó Leo, en que era bien recibido en los restaurantes llenos de risas y amigos joviales. Desde su regreso a Santo Fico había vivido como un proscrito. Ahora, cuando se acercaba a un grupo de gente se hacía el silencio. Con excepción de Topo, nadie visitaba su casucha de piedra frente al mar y, desde luego, no era invitado a casa de nadie.
—¿Sabes qué hora es, Nico?
Leo levantó la vista y advirtió que Nonno se había ido desplazando por el borde de la fuente hasta darle alcance.
—No.
—Perdí el reloj cuando desapareció el agua.
Leo asintió con la cabeza como si entendiera. El eterno compañero de Nonno, el chucho enclenque, se acercó y se desplomó a sus pies.
—Hice desaparecer el agua —confesó el viejo en voz baja.
Leo asintió de nuevo con la cabeza.
—Lo sé, Nonno —dijo, pero en realidad no estaba escuchándolo.
—No debí hacerlo.
—Hay cosas que no se pueden cambiar.
Leo suspiró, todavía absorto en sus propias lamentaciones.
El viejo asintió con la cabeza.
—Hay cosas con las que no tenemos más remedio que vivir —murmuró.
Leo pensó en la verdad que encerraban esas últimas palabras y asintió.
Nonno tenía razón.
Se puso en pie y se sacudió el traje. Se atusó el espeso bigote y dio a su sombrero una inclinación más desenfadada. Se enderezó la corbata verde lima, se reajustó el pañuelo amarillo del bolsillo y se lustró los zapatos restregándolos contra las perneras.
—Deséame suerte —dijo a Nonno con un guiño.
—Por supuesto, Nico. ¿Por qué no? Eres un chico muy guapo. Todas las chicas pensarán que te quieren.
Leo rio para sí. Con Nonno, solo contaba la intención, aunque a veces se preguntaba quién demonios era ese Nico.
Leo Pizzola cruzó la plaza con paso firme y entró en el Albergo di Santo Fico por primera vez en dieciocho años.