Topo se precipitó por la carretera norte de la costa tratando de vencer la fuerza de la gravedad. Nadie podía negar que Guido Pasolini reconocía una oportunidad en cuanto aparecía, y se puso a calcular los beneficios que obtendría con su plan. Por desgracia, ignoraba cuánto dinero debía cobrar. Leo Pizzola era el experto en esos temas, o por lo menos lo había sido. Después de tantos años quizá estuviese algo oxidado.
Llegó hasta un modesto boquete abierto en el viejo muro de piedra que bordeaba la carretera. Aunque en otros tiempos había alojado una verja elegante, ahora no era más que un agujero entre la maleza. Giró, pero su velocidad y la fuerza de la gravedad se habían aunado finalmente hasta crear una inercia que lo arrancó del camino. Como un torpedo galopante, atravesó un mar de cardos secos, llevándose por delante un tosco letrero escrito con letras rojas, que rezaba «EN VENTA». El letrero desapareció entre los matorrales, pero Topo no podía ocuparse ahora de eso. Sus cortas piernas rasgaron maleza, vadearon cactos y chutaron piedras. Finalmente logró frenar, regresó al camino y echó a correr hacia los pastos que la familia Pizzola tenía a la vera del mar.
No lejos de la carretera, sobre una pradera inclinada y oculta bajo la sombra de una arboleda de alcornoques y tilos se dibujaba la figura fantasmal de una casa en otra época admirable y en la actualidad sumida en un estado ruinoso. Topo pensó que las oscuras manchas de las paredes de yeso y las ramas de los árboles que se abrían paso entre las tejas otorgaban al lugar el aire de una mujer madura con el maquillaje corrido y el pelo desaliñado, tristemente perpleja por la pérdida de sus encantos.
Bajó por un sendero que circundaba unas hileras de olivos verdes plantados con esmero. Las nudosas ramas necesitaban con urgencia una poda, y Topo imaginó lo molesto que se sentiría el señor Pizzola si levantara la cabeza. A esas alturas las ramas deberían haber rebosado de aceitunas jugosas, pero solo sostenían olivas diminutas y duras como la piedra, que no merecía la pena cosechar.
A continuación, pasó por delante de un viñedo desatendido cuyas uvas moradas lidiaban con la maleza y se cocían bajo un sol despiadado. Topo mantuvo la mirada fija en el sendero, procurando no prestar atención a las moribundas vides. Le indignaba comprobar que el viñedo corría la misma suerte que el olivar y la casa.
Resoplando con fuerza, cruzó un prado seco habitado por cabras y ovejas descarriadas, sin dejar de mirar con nerviosismo hacia atrás. La familia Lombolo arrendaba esos campos a Leo para que apacentaran sus caballos, y a Topo le daban miedo los caballos. Los de la familia Lombolo eran de pura sangre española, fieros y fuertes, y Topo los consideraba traicioneros. Por fortuna, no vio ninguno, de modo que echó a correr hacia lo único que rompía el paisaje de los alrededores, un cobertizo de piedra rodeado de media docena de esbeltos cipreses.
Llamarlo casa habría sido un cumplido. Era poco más que una choza espaciosa situada sobre una elevación con vistas al mar, y si la dirección del viento era la adecuada hasta ella llegaba el murmullo de las olas. Probablemente construida siglos atrás por algún antepasado de los Pizzola, sus paredes de piedra y yeso daban la impresión de encerrar un hogar acogedor. Pero pese a su encanto no dejaba de ser una choza de una sola habitación sin electricidad ni agua corriente. Por qué Leo había elegido ese lugar para vivir en lugar del caserón de lo alto de la colina donde se había criado era algo que Topo tendría que preguntarle algún día. Intuía que estaba relacionado con la negativa de Leo a entrar en el olivar o atender el viñedo, y con su misteriosa huida a América dieciocho años antes. Algún día se lo preguntaría, pero ese no.
Se apoyó contra la puerta y llamó una vez antes de abrirla y gritar:
—¡Leo!
La estancia estaba vacía, lo cual, más que un fastidio, constituía una catástrofe. ¿Dónde se habría metido Leo con ese calor?
¡Claro! ¡Era lunes! Topo sintió que el alma se le caía a los pies. Molestar en semejante día a Leo podía ser problemático e incluso peligroso. Leo le había revelado el secreto de sus lunes como algo sumamente confidencial y sin acompañarlo de invitación alguna. Seguro que se enfadaría.
—Pues que se enfade —dijo Topo con un bufido—. Los negocios son los negocios.
Y echó a correr en dirección al mar.
Leo Pizzola tenía que hacer un esfuerzo enorme para deslizar el cuerpo por la hierba y, al mismo tiempo, mantener las rodillas y los codos alejados del suelo. ¿Por qué demonios no se había cambiado? Menuda estupidez, arrastrarse por el campo embutido en un traje de lino. Se alegró de hallarse en posición horizontal porque así no podía propinarse un puntapié. Era el único hombre de Santo Fico con clase suficiente para tener un traje de Uno, y allí estaba…
Una pulga de mar saltó sobre su nariz y Leo sintió que su cuerpo sufría un espasmo.
—He aquí el precio que has de pagar por arrastrarte por su territorio con una nariz tan grande —se dijo.
Giró sobre la espalda y se sacudió los codos y las rodillas. Por fortuna, la arena y el polvo de esa región tenían un tono similar al de su traje blanquecino, de modo que Leo se convenció de que las delicadas sombras de polvo contribuirían al aire informal de la arrugada tela.
Ya era demasiado tarde y solo él tenía la culpa. Esa mañana había olvidado una vez más qué día era, y, cuando procedió a vestirse para su acostumbrada e inútil visita al pueblo, un antojo inexplicable le instó a ponerse el traje de lino. Se encontraba a la altura del olivar cuando recordó que era lunes, y la carrera de regreso a la costa lo había dejado sudoroso y sin aliento. Y allí estaba, con treinta y seis años y manchas de hierba en los codos y las rodillas de su único traje, arrastrándose por el prado igual que un adolescente.
Con un último gemido, Leo alcanzó el borde de un pequeño risco que empalmaba con una playa de arena blanca y una laguna. Tras separar cuidadosamente las altas briznas de hierba, escudriñó el agua.
Una mujer atractiva pero algo gruesa descansaba sobre una roca lisa de la orilla. Sus bucles decolorados se extendían sobre una toalla plegada y el fino vestido de algodón que cubría su cuerpo estaba recogido, dejando al descubierto unas piernas rellenas y hermosas. Leo advirtió que con las prisas se estaba volviendo descuidado. Aún no se había quitado el jipijapa, que sobresalía como una bandera blanca por encima de la hierba, por lo que procedió a deslizado rápidamente por su cabeza de una forma extrañamente caballerosa.
Angelica Giancarlo tenía problemas para mantener abiertos los párpados de sus enormes ojos pardos bajo el sol de agosto. Sabía que tanto sol no era bueno para la piel, pero en ese momento no tenía otro temor que dormirse. Se desperezó sobre la cálida piedra para despejarse. ¿A quién pretendía engañar? Estaba claro que Leo Pizzola había perdido el interés. No había venido. De todos los lunes transcurridos desde el día que lo había descubierto espiando sus baños secretos, ese era el primero que faltaba.
Sintió la tentación de regresar al pueblo y echarse una siesta. Ya tendría tiempo de nadar más tarde, quizá por la noche. Le gustaba nadar bajo la luna llena. Cuando contemplaba su cuerpo desnudo sobre la arena húmeda, la neblina plateada de la luz de la luna y el brillo del agua ocultaban las marcas del tiempo y la perpetua batalla perdida de Angelica contra la gravedad, lo cual hacía que se sintiera más joven.
Justo cuando había decidido hacer acopio de energía para ascender la cuesta que la llevaría a casa, vislumbró un ligero movimiento en lo alto del risco. A continuación observó la rauda desaparición de un sombrero que le resultaba familiar.
—Ya era hora —murmuró para sí.
Si ambos hubieran sido capaces de confesar ese drama, no habría dudado en reprenderlo por haberle hecho esperar con aquel calor. Pero la mejor oportunidad para mostrarse indignada la había tenido hacía un mes, la primera vez que había sorprendido a Leo espiándola a través de la hierba. A veces se preguntaba por qué consentía ese juego infantil. No podía decirse que conociera a Leo Pizzola. De hecho, ni siquiera se hablaban. No le importaría hacerlo, pero a esas alturas resultaría demasiado embarazoso.
Angelica se incorporó con un esfuerzo poco grácil y esta vez se desperezó de forma mucho más deliberada. ¿Por qué se molestaba? Apenas si lo conocía, y encima llegaba tarde. Tal vez estaba empezando a aburrirse; todos los hombres se aburrían con el tiempo. Pero ella sabía por qué se molestaba. Por vanidad. A esas alturas pocas cosas la hacían sentirse atractiva, seductora o deseada. Desechó de inmediato la idea de reprenderlo. En lugar de eso, extendió la toalla sobre la roca. Luego se adentró en el agua poco profunda y sintió su frescor en los pies y los tobillos. Ah, justamente lo que necesitaba para despertarse. Con cada paso que daba iba levantando un poco más el vestido. No llevaba ropa interior. La ropa interior era incómoda y vulgar. Sin ella sus movimientos parecían mucho más ágiles. Cuando alcanzó suficiente profundidad para justificarlo, tiró del vestido hacia arriba, lo sostuvo en el aire e hizo con él una pelota. Con un experto movimiento de muñeca, el vestido sobrevoló el agua y aterrizó sobre el borde de la roca. Angelica permaneció inmóvil por un instante antes de sumergirse.
Tumbado detrás de la cortina herbácea, Leo apoyó el mentón sobre las manos y contempló la silueta rosada de Angelica deslizarse por el azul translúcido de la laguna. En opinión de Angelica, Leo todavía no había superado la inocente adoración que de niño sentía por ella. Aunque algo menor, ¡cuánto había suspirado ese muchacho de doce años por aquella «mujer mayor» de dieciséis primaveras y pecho generoso que de vez en cuando le regalaba una sonrisa furtiva! De niños, Leo, Topo y Franco Fortino habían sido incapaces de ocultar su fascinación por la voluptuosa Angelica. Lo cierto era que todos los hombres del pueblo reparaban en ella cuando pasaba cerca y que todas las mujeres la odiaban por ello. A aquellos tres muchachos les gustaba seguirla para ver cómo contoneaba las caderas cuando subía por las callejuelas del pueblo, cómo se apartaba la melena decolorada cuando reía, cómo parpadeaba o cómo se acariciaba despreocupadamente las costillas justo debajo de los pechos. Todo ello era importante y representaba una educación extraordinaria para tres adolescentes púberes.
Leo tenía trece años cuando Angelica se había marchado de casa. Él y todos los varones de Santo Fico lamentaron su partida, pero ser la principal femme fatale[1] del pueblo probablemente se había convertido en una situación demasiado incómoda para la generosa Angelica y una vergüenza para su madre y su severo padre. Angelica dejó Santo Fico a los diecisiete años para, según se dijo, buscar fortuna como actriz de cine en Roma.
Un año después Leo, Franco y Topo fueron a Grosseto haciendo dedo porque Topo les había asegurado que estaban proyectando una película donde Angelica salía enseñando el pecho.
La película iba de jeques y sultanes, desiertos y harenes, y era bastante absurda, pero Topo juró que la rubia rellenita del harén era Angelica. Si lo era, no había duda de que enseñaba los senos y que estos eran hermosos. Por desgracia, las muchachas del harén llevaban máscara, y Franco insistía en que no se trataba de Angelica. Topo sostenía que sí. Leo no estaba seguro, de modo que se puso del lado de Franco, sencillamente porque de ese modo funcionaban entonces las cosas. Así y todo, antes de que retiraran la película Leo regresó una tarde a Grosseto, en secreto, porque existía la posibilidad de que Topo tuviera razón. Ya de niño Guido Pasolini sabía más de películas que cualquier otro habitante de Santo Fico. Al tomar asiento en el cine, Leo divisó a Topo unas filas más adelante. No dijo nada porque de repente se avergonzó de estar allí, pero también porque, iluminado por el parpadeo grisáceo que proyectaba la pantalla, quedó perplejo ante la expresión de arrobamiento de su pequeño amigo al contemplar la imagen gigante de, según él, Angelica Giancarlo. Leo tuvo la sensación de haber invadido el santuario sagrado de Topo y se marchó antes de que acabara la película.
Un movimiento en la hierba sacó a Leo de sus reflexiones sobre los contoneos y deslizamientos de Angelica en el agua. Se volvió bruscamente, convencido de que tendría que espantar a una cabra o, en el peor de los casos, un caballo de los Lombolo. En lugar de eso, encontró un ratón.
—Topo, ¿qué demonios haces aquí? —susurró indignado.
El hombrecillo solo alcanzó a saludarlo débilmente con una mano al tiempo que se esforzaba por recuperar el aliento.
—Lárgate. Sabía que no debía contártelo. —Leo lanzó a su amigo una patada infructuosa.
Topo asestó un golpe igualmente ineficaz al pie de Leo y recuperó suficiente aliento para farfullar:
—Un autocar de turistas.
Leo se volvió como si hubiera recibido una descarga eléctrica.
—¿Cuántos?
—No lo sé; más de diez.
—Atrás, atrás, atrás.
Esta vez dos pies se abalanzaron sobre Topo, que rodó hacia un lado y dejó pasar a Leo.
Por un instante Topo permaneció a solas con la idea de que justo detrás de esa cortina de hierba la espléndida desnudez de Angelica Giancarlo resplandecía bajo el agua. Sin embargo, no podía mirar.
Otra mujer quizá… pero Angelica Giancarlo no. Suspiró y siguió el trasero de Leo.
Los dos hombres gatearon en dirección al camino mientras proseguían con su emocionante conspiración.
—¿Dónde están? —susurró Leo.
—En el hotel. Van a comer.
—¿Marta aún no les ha servido?
—Cuando me fui no lo había hecho —contestó Topo, y empezó a temer que le faltaran las fuerzas para el camino de vuelta.
Cuando finalmente llegaron al sendero, invisibles ya desde la playa, Leo se levantó, se sacudió la ropa y comprobó el estado de su traje. Algunas manchas de hierba, pero nada importante. Topo se desplomó a sus pies.
—¿Sabe ella que me lo has contado? —preguntó Leo.
—Creo que no. —Topo sabía qué estaba pensando, y temiendo, su amigo… Marta era la propietaria del hotel, y a ninguno de los dos se le escapaba cuál sería su reacción si Leo Pizzola entraba en el restaurante. Desde su regreso, Leo y Marta habían mantenido las distancias como dos animales que se vigilan desde los extremos de una llanura, mirándose intensamente, desafiando al otro a dar el primer paso. A Leo le aterraba la idea de entrar en el restaurante de Marta. Sabía que ella no lo había perdonado. Nunca lo haría. Pero el autocar de turistas ofrecía la posibilidad de ganar dinero, y él se hallaba en una situación económica cada día más crítica.
Vender la finca de su padre no estaba siendo tan fácil como esperaba. Leo había planeado un viaje rápido a Santo Fico, una venta igualmente rápida y un regreso a América más rápido aún. En lugar de eso, había visto sus ahorros desaparecer en una serie de aeropuertos, estaciones de trenes y autobuses y bares, demasiados bares. Había invertido dinero en anuncios de periódico de Follonica y Orbetello. Había pagado honorarios absurdos a agentes inmobiliarios de Grosseto y Siena. Las razones que le daban por la falta de interés en su FINCA TOSCANA FRENTE AL MAR, HUERTOS Y VIÑEDOS eran tan variadas como las personas dispuestas a coger su dinero. Unos argumentaban que la finca se hallaba en un estado demasiado ruinoso. Otros decían que Leo pedía demasiado. Y los había que aseguraban que la temporada había pasado o la temporada no había llegado o el anuncio no era lo bastante grande. Pero todos coincidían en una cosa: la maldita finca era demasiado inaccesible. Un agente incluso había utilizado la expresión «dejada de la mano de Dios». A menos que algo sucediera pronto, Leo sabía que terminaría atrapado una vez más en Santo Fico, quizá para siempre. El dinero constituía la respuesta, y para escapar de Santo Fico estaba dispuesto a enfrentarse a algo mucho peor que la ira de Marta Caproni Fortino.
—Háblame del guía.
Topo seguía tirado en el suelo.
—Es un pazzo[2]. No sabe nada. Preguntó a Marta si había algo interesante que ver.
Leo contuvo la respiración.
—¿Y?
—Marta respondió que no.
Leo soltó una sonora carcajada. Si Marta llegaba a saber que eso era exactamente lo que él le habría suplicado que dijese, jamás se perdonaría a sí misma.
—¿Americanos?
—Quizá, aunque podrían ser ingleses.
El entusiasmo de Leo decayó ligeramente. Le habría gustado charlar con algún americano. Habrían podido hablar de béisbol. Era agosto y no tenía ni idea de cómo les iba a los Cubs.
Se encogió de hombros y suspiró.
—Debemos darnos prisa.
Por el camino Leo trató de recordar las frases. Hacía muchos años que no las pronunciaba ni pensaba en ellas, pero sabía que seguían allí, en algún lugar de su nebuloso cerebro italiano. Se frotó la barba de tres días y consideró la posibilidad de pasar un momento por la choza para afeitarse. No había tiempo. Tendría que quedarse como estaba. Se sacudió el traje con optimismo y enderezó su corbata verde lima. ¿No era increíble que por alguna razón extraordinaria, por un extraño antojo, esa mañana hubiera decidido ponerse el traje? Qué suerte. Algunas personas realmente nacían con buena estrella.
Angelica Giancarlo, de pie junto a la roca de la laguna, aferrada a su toalla, vio que el sombrero de paja de Leo Pizzola se alejaba sendero arriba. Suspiró y se secó el cabello. Hubo un tiempo en que no tenía problemas para retener a su público.