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El silencio del vestíbulo intimidó a Guido, que sintió la necesidad apremiante de orinar. Su nerviosismo se debía a algo más que su lógico temor a la propietaria, Marta Caproni Fortino. La causa era el hotel en sí. Los techos elevados y los suelos de baldosas eran propios de una gran mansión o un museo de categoría, y la majestuosidad de las habitaciones hacía que se sintiese fuera de lugar.

En otros tiempos el Albergo di Santo Fico había sido un espléndido caserón que, junto con la iglesia, había dominado el pueblo durante siglos. Siempre había pertenecido a la familia Caproni o, por lo menos, nadie recordaba que hubiera pertenecido a otra persona. Según la leyenda, la casa se había construido como residencia estival de Cosimo de Medici, pero el gran duque creía que estaba habitada por el espíritu de Eleonora, su difunta esposa, y se negó a visitarla. Cuándo y cómo pasó a manos de la familia Caproni es un detalle perdido en el tiempo y las fábulas.

En cualquier caso, la memoria es fiable aproximadamente a partir de 1873, cuando Giuseppe Caproni el Viejo (padre del padre Elio Caproni y abuelo de Marta Caproni Fortino) decidió transformar el deteriorado caserón de su familia en uno de los hoteles más elegantes de la costa toscana. El Albergo di Santo Fico era sin duda el más aislado, pero se hallaba en un lugar privilegiado de la plaza, justo delante de la confluencia de dos carreteras importantes. La más pequeña rodeaba el hotel y desembocaba en una callejuela adoquinada que descendía hasta el mar. Una hilera de tiendas y casas encaladas con tejados de terracota y postigos de colores flanqueaba un lado de la calle, mientras que el otro estaba formado por un muro bajo de piedra que impedía que los imprudentes y los borrachos cayeran por el acantilado que se alzaba sobre el puerto.

Con todo, era la otra carretera, la que pasaba por delante de las elevadas puertas del hotel —esa carretera que el autocar acababa de remontar entre coros de plegarias y maldiciones—, la que siempre había gozado de mayor importancia. Cortada a mano a lo largo de acantilados de granito, conducía al interior, hacia el río Ombrone, hacia Grosseto y, más allá, el mundo.

En aquellos tiempos Giuseppe Caproni el Viejo veía en Santo Fico un pueblo con futuro. Predijo que, algún día, procesiones de peregrinos de toda Italia subirían hasta allí para visitar el Milagro y el Misterio de la santa iglesia, y en cuanto el gobierno ampliara la maldita carretera del acantilado, su Albergo di Santo Fico sería una mina de oro. Pero la vieja carretera del este que debía traer el mundo a las puertas de su hotel nunca se amplió, y la autopista jamás pasó a menos de diecisiete kilómetros del pueblo. Muchos decían que la tragedia de Santo Fico era lo poco que esa carretera había cambiado en cuatrocientos años. Mas eso había ocurrido hacía mucho tiempo y ya casi nadie podía recordarlo. El pueblo, con el tiempo, abandonó sus sueños, decidió que la oportunidad había pasado y se arrellanó en una cómoda invisibilidad.

La ocasión, sin embargo, puede llegar alguna vez hasta al pueblo más insignificante, y esa mañana en concreto Guido Pasolini la creía estacionada delante del hotel. Y el tiempo apremiaba. Cruzó a toda prisa el vestíbulo y entró en el restaurante. No le sorprendió encontrar vacía la espaciosa estancia, pero, llamado por la prudencia, habló lo bastante alto para ser oído y lo bastante bajo para no resultar ofensivo.

—Marta…

Silencio.

Se volvió hacia la terraza. En efecto, los turistas estaban recogiendo sus pertenencias y preparándose para bajar del autobús. El motor diesel ya había anunciado con sus rugidos la llegada del vehículo a la mayor parte del pueblo, y Guido sabía que la plaza no tardaría en llenarse de vecinos curiosos. También era consciente del peligro de aventurarse hasta la cocina sin una invitación, pero ¿acaso tenía alternativa? Si quería ser el primero en informar a Marta de la llegada del autocar, debía darse prisa. Quizá obtuviera una buena recompensa, como un almuerzo. El hombrecillo abrió con cautela las puertas oscilantes y entró en la estancia prohibida.

Sobre un enorme fogón descansaban dos ollas repletas de agua a punto de hervir. El lugar olía a ajo y albahaca fresca, a cebollas y orégano. La puerta que daba al jardín trasero estaba abierta, así como todas las ventanas. El suelo todavía se hallaba húmedo por el paso de la fregona, con lo que las baldosas ocres parecían más oscuras.

—¡Hola!… ¿Hay alguien? —exclamó con fingida jovialidad, aunque en realidad solo emitió un susurro. La cocina estaba vacía.

—Marta… Holaaa…

Silencio.

Hacía bien en mostrarse precavido. Marta Caproni Fortino tenía normas muy severas en lo que a la presencia de intrusos en su cocina se refería, y los amigos de la infancia no eran una excepción.

—¿Marta?… —repitió en voz más alta.

—¡Topo! ¿Qué haces aquí?

La voz sonó afilada por encima de su coronilla, haciendo que Guido girara bruscamente sobre sus talones. En lo alto de la escalera que conducía a la vivienda de la familia una joven lo miraba con cierta consternación mientras se recogía despreocupadamente el pelo con una cinta amarilla.

Cada vez que Guido veía a Carmen Fortino, la mayor de las dos hijas de Marta, se le cortaba la respiración por unos instantes. No era solo por su sensual cabello negro o su suave piel aceitunada, ni por esos ojos oscuros que parecían taladrarlo o esos labios rojos que no necesitaban que los pintase. No era solo por la forma en que su boca carnosa parecía siempre estar a punto de sonreírle o despreciarlo. No era solo por su porte altanero o la manera en que las suaves curvas de su figura se apretaban contra la ropa. Cierto que todas esas cosas hacían que sintiese la boca seca y un nudo en el estómago, pero el atractivo de Carmen poseía, además, un aspecto casi místico. La madre, Marta, ejercía el mismo efecto sobre él, y así había sido desde la infancia. En realidad, no solo se trataba de Marta y Carmen, sino de todas las mujeres hermosas. Ante las mujeres hermosas, Guido se sentía insignificante y feliz de estar vivo.

Carmen se daba cuenta del efecto que ejercía sobre el extraño Topo, y lo encontraba divertido. Era el mismo efecto que ejercía sobre la mayoría de los hombres, pero en el caso de Guido resultaba un poco más obvio, y su grado de adoración resultaba enternecedor. Carmen había empezado a percatarse de su poder con apenas quince años. Lo dedujo por la forma en que algunos chicos que siempre habían sido descarados e incluso crueles con ella un buen día empezaron a tartamudear. De pronto se mostraron incapaces de sostenerle la mirada, pero en cuanto se volvía notaba el calor de sus ojos que la seguían en silencio. Tras unos meses de desconcierto y angustia, Carmen advirtió que estaba adquiriendo poderes de sirena. Había pasado los dos últimos años practicándolos, y, a veces, como en ese momento con Topo, tenía la impresión de que su talento ya superaba al de su madre.

Carmen bajó lentamente por las escaleras con los brazos en alto, esta vez recogiéndose el cabello a conciencia. Sabía que debía darse prisa, pero la mirada de impotencia de Guido era demasiado tentadora y dejó que su cuerpo rebotase mientras descendía metódicamente un escalón tras otro.

—Sabes que mi madre no quiere a nadie aquí —dijo con cierto tono de reproche.

—Lo sé. Lo sé… Lo siento. Estaba buscando… a tu madre. Es importante. ¿Dónde está?

Guido tuvo la sensación de que Carmen bajaba en cámara lenta, y la forma en que lo miraba directamente a los ojos con esa leve sonrisa castigadora mientras sus manos tejían pausadamente la cinta amarilla entre la negra melena, se le antojaba sacada de una película. El sol se filtraba por las ventanas del este, reflejándose en la fina humedad del suelo recién fregado. La luz rebotaba y envolvía a Carmen en una neblina dorada. Guido se dijo que era puro Zeffirelli…

De repente, una pregunta formulada en tono de irritación tronó a sus espaldas y lo sacó de su ensimismamiento como un manotazo en la nuca.

—¡Topo! ¿Qué haces en mi cocina? Carmen, ¿por qué no estás en el comedor?

La expresión de Carmen se heló más deprisa que la escarcha de noviembre. No tardó ni un instante en atarse la cinta y llegar al pie de la escalera. Guido se volvió hacia la mirada encendida de Marta Caproni Fortino, que en ese momento entraba desde el jardín con una cesta llena de verduras. El marco de la puerta flanqueaba su alta figura y la piel le brillaba de sudor. Los mechones ondulados de su espesa cabellera negra no se dejaban atrapar del todo por la cinta roja. Al igual que Carmen, Marta tenía el aspecto matriarcal de las mujeres Caproni: ojos oscuros, pómulos altos, mandíbula ancha, nariz delgada y piel suave y aceitunada. Pero Marta era más alta que sus dos hijas y, a diferencia de ellas, poseía un cuerpo atlético y muy sensual. En un instante, con la luz de la mañana contra la espalda, Guido no pudo evitar pensar que lo que tenía delante no era una ninfa de Zeffirelli. Marta era una mujer terrenal, una mujer de pasiones contenidas que se captaban mejor en blanco y negro, a lo De Sica o Rossellini.

—Hay que poner la mesa cuanto antes.

—Voy —respondió indiferente Carmen mientras salía de la cocina con deliberada lentitud.

Guido había crecido como único hijo varón rodeado de cinco hermanas, de modo que captaba de inmediato la tensión tácita del antagonismo que suele estallar entre una madre y una hija. Había observado que la tensión entre su madre y sus hermanas se debía, generalmente, a lo mucho que se parecían. Y también sabía que si trataba de hacérselo ver a esas dos mujeres, ambas se sentirían tan insultadas por la comparación que unirían sus fuerzas para hacerlo trizas. Así pues, prefirió callar. En su opinión, no obstante, Carmen y Marta eran dos brazos de un mismo río. La diferencia residía en que Carmen se hallaba cerca del nacimiento, donde las gargantas eran estrechas y la corriente joven e inquieta. El río, fresco y raudo, se estrella y precipita impaciente por los abismos rocosos, incapaz de esperar a que su curso lo lleve al siguiente recodo. A un río joven no le importa adónde va. Solo sabe que debe irse de donde está y que todos los giros y meandros se encuentran llenos de promesas. Marta era el mismo río, solo que ancho y profundo. El tiempo había recorrido una trayectoria más larga con Marta, que había salvado suficientes recodos para dejar de pensar en la promesa del siguiente meandro. Las aguas de su río se mostraban serenas y tranquilas, pero quienes observaban con detenimiento la superficie intuían remolinos y corrientes anunciadores de aguas profundas e inseguras. Bajo la quietud de la superficie había peligros ocultos, riscos dentados y corrientes que era preferible no explorar. Solo un loco se arrojaría de cabeza a unas aguas tan oscuras.

—¿Ha regresado tu hermana de la panadería?

—No —contestó Carmen con aspereza antes de entrar en el comedor.

Cuando Marta pasó por delante de él para dejar la cesta sobre el mármol, Guido percibió el perfume de su jabón de baño. Olía a lavanda, y aspiró profundamente mientras su imaginación sonreía. Eso le hizo recordar que, pese a los poderes embriagadores de Carmen, la joven no dejaba de ser un facsímil del original. Aunque encantadora, todavía era demasiado joven y desenfrenada. Su madre era una mujer. Todo en ella resultaba natural y genuino: su belleza, su elegancia, su sensualidad, su pasión, su genio, su mordacidad. Nunca se burlaba de él ni le hacía sentir pequeño y feo. Claro que tampoco le hacía sentir especialmente bienvenido, pero eso no le importaba.

—Tengo mucho trabajo, Topo. ¿Qué quieres?

—Quería avisarte de que ha llegado un autocar de turistas.

—Lo sé. Lo vi subir por la cuesta.

—Seguramente se ha perdido.

—Seguramente —repuso Marta, y eligió con despreocupación algunos tomates—. Pero dime, ¿qué quieres?

—Quería avisarte. A lo mejor desean comer.

Marta dejó de lavar los tomates y miró con incredulidad al hombrecillo que sonreía a la altura de su hombro. La sonrisa era de disculpa, pero los ojos oscuros de Guido rebosaban expectación.

—¿Has venido corriendo hasta aquí, con este, calor, para decirme eso?

Guido ensanchó su estúpida sonrisa al tiempo que le subían los colores. Se encogió de hombros y, como de costumbre, se sintió como un idiota. Marta regresó a sus tomates. Eso era todo. La audiencia había terminado. Guido no sabía cómo marcharse salvando, al mismo tiempo, su dignidad. A medida que el silencio se fue haciendo más incómodo, la percepción de su propia idiotez se agravó, haciendo que el rubor le bajara de las mejillas a la nuca y, de ahí, a las puntas de los pies. Finalmente, Marta habló.

—Debes de estar muerto de calor —dijo, y alzando la voz por encima de su hombro en dirección al comedor, gritó—: Carmen, sirve a Topo un vaso de vino.

Guido se encaminó hacia el comedor.

—No importa, no te molestes. —Había confiado en que le invitaran a comer.

—Venga. Estoy muy atareada.

Y era cierto. Debía servir al grupo de comensales más numeroso que había visto en varios meses. Y no solo a los perplejos turistas, sino a todos los habitantes del pueblo que se presentarían en el restaurante para contemplar a los perplejos turistas. Tenía mucho trabajo y Nina aún no había vuelto con el pan.

Carmen dejó a un lado las servilletas y los cubiertos para dirigirse a la barra del comedor y servir un vaso de chianti. Guido observó que a la joven le temblaba ligeramente la mano y desviaba una y otra vez la mirada en dirección al vestíbulo vacío.

—Aquí tienes, Topo. Y ahora, quítate de en medio. —Le alargó el vaso con una sonrisa nerviosa que indicaba que no tenía tiempo de coquetear. Quizá más tarde.

Guido asintió con la cabeza y echó un vistazo a la estancia. Ya oía el murmullo de voces de los turistas que iban entrando en el vestíbulo. Conocedor de la vista que ofrecía cada taburete de la barra, eligió el más alejado, el que ofrecía la mejor posición para observar la acción.

Esta comenzó lentamente, de la manera indecisa en que se comportan todos los turistas extraviados que temen invadir el lugar que no deben. La habitación empezó a llenarse con una docena de cuerpos sudorosos y cansados, algunos de mediana edad y otros más maduros, que agradecieron a Giuseppe Caproni el Viejo la frescura de sus suelos embaldosados y sus paredes de piedra. Llegaron arrastrándose hasta las mesas y se derrumbaron en las sillas.

Su joven y corpulento guía no fue tan afortunado, pues aún tenía mucho que hacer. Sonrió al grupo y dijo… en fin, algo dijo. Guido ignoraba qué, pero se percató de dos cosas: en primer lugar, que muchos de los términos eran ingleses, y, en segundo lugar, que sus palabras no habían logrado impresionar a sus protegidos. El guía estaba experimentando un bochorno que superaba con creces el calor del verano toscano. El pobre se hallaba muy lejos de donde debía, en un pueblo que le resultaba desconocido, en medio de una ola de calor con un grupo de ingleses descontentos, y solo él estaba al corriente de su desesperada necesidad de combustible. ¿Por qué había pasado de largo la última gasolinera de Grosseto?

El autocar, naturalmente, había tomado un desvío equivocado cuando el inexperto guía-conductor trató de idear un atajo entre Grosseto y Piombino. Para cuando se dio cuenta de su error, ya era demasiado tarde. La estrecha carretera que conducía a Santo Fico se convertía bruscamente en una tortuosa cuesta flanqueada por riscos calcáreos a un lado y por acantilados marinos al otro. Y para colmo, a fin de aumentar el tormento de tantos conductores inocentes, no ofrecía ningún lugar donde dar la vuelta. Los automovilistas solo tenían dos opciones: conducir marcha atrás durante varios kilómetros de despeñaderos, o seguir adelante y rezar para que la calzada se ensanchase antes de que se acabara la gasolina, o la carretera. Era tal la frustración y el temor a los peligros que encerraba cada curva que para cuando llegaban al pintoresco promontorio de Santo Fico casi todos los viajeros se sentían agradecidos. Y ese era el caso de este grupo de turistas y su desconcertado piloto.

Carmen estaba examinando aquella colección inglesa de cuerpos achacosos y abotargados y caras rosadas y aleladas cuando el pobre guía se dirigió a ella con unas palabras que pretendían ser educadas. Pero esa no era la clase de invasión del mundo exterior con la que sueña una joven de diecisiete años condenada a cadena perpetua en Santo Fico. Apenas había el hombre pronunciado dos palabras cuando Carmen frunció el entrecejo, se dio media vuelta y regresó a la cocina. Si había algo que no necesitaba el guía en ese momento era una camarera impertinente. Su credibilidad ante los pomposos ingleses ya pendía peligrosamente de un hilo. Tampoco le habría importado que el tipo apocado sentado a la barra dejara de mirarlo.

A Guido, en cambio, le encantó la muestra de soberbia de Carmen. No le había gustado la arrogancia con que el forastero la había abordado. El guía se apoyó en la barra y dijo con una sonrisa mirando a Guido.

—Muy bonita.

Guido asintió.

—¿Volverá?

Guido se encogió de hombros.

—¿Sabe a cuánto estamos de Follonica?

Guido negó con la cabeza y bebió un sorbo de vino. En realidad conocía la distancia exacta, pero no tenía intención de revelársela a ese tipo, y aún menos después de haber subido la cuesta a la carrera para obtener un mísero vaso de vino. Al infierno con él. Además, quería ver la reacción de ese engreído cuando viera a Marta. Y no lo decepcionó. Supo, sin necesidad de girarse, que Marta había entrado en el comedor. Si el guía encontró atractiva a Carmen, quedó perplejo ante la voluptuosidad de Marta y el salvaje destello de peligro que ocultaban sus ojos oscuros. Guido llevaba toda la vida viendo ese destello.

Marta, consciente del apuro en que se encontraba el guía, enseguida se hizo cargo de la situación y se puso manos a la obra con eficacia y diligencia. El hombre necesitaría trece comidas. Ella necesitaría cuarenta minutos. Acordaron el precio. Él pregunto dónde podía conseguir gasóleo. Ella le aconsejó que bajara al puerto para ver si algún pescador le vendía unos litros. Entonces, justo cuando Marta se dirigía a la cocina, el guía le formuló una pregunta que hizo saltar a Guido del asiento.

—¿Hay algo interesante que ver aquí…? Algo que nos ayude a pasar el rato.

Marta lo estudió por un instante antes de responder, casi con despreocupación:

—No, la verdad es que no.

Entonces reparó en la presencia de Guido al final de la barra. Se había olvidado de él. Ignoraba si había oído este último intercambio de palabras, de modo que señaló su vaso vacío.

—Topo, ¿quieres otro?

Guido esbozó una sonrisa y negó con la cabeza. Marta regresó a la cocina.

Le gustaba la forma en que Marta le llamaba Topo. Le hacía sentirse especial. Lo decía con un desenfado que reforzaba la percepción que él tenía de su eterno apodo. No lo relacionaba con su estatura diminuta ni con sus rasgos ratoniles. Para él constituía un término cariñoso y una prueba de su inteligencia. No era en absoluto consciente de que su estrecha nariz era una pizca demasiado larga y arqueada, su mentón una pizca demasiado débil, su grandes ojos pardos una pizca demasiado próximos, su boca una pizca demasiado pequeña y sus dientes frontales una pizca demasiado protuberantes. A veces, bajo la luz adecuada, si sonreía y al mismo tiempo agitaba la nariz, no faltaban quienes habrían jurado que había olfateado queso.

No obstante, en ese momento, en la penumbra que había al fondo de la barra, lo que Topo creía olfatear era dinero. ¿Y por qué no? ¿No había sido él uno de los creadores de «Los cuentos del Milagro y el Misterio» junto con Leo Pizzola y Franco Fortino? De hecho, si presionaba a Leo Pizzola, este tendría que reconocer que gran parte del plan original había salido del cerebro de Guido. Al menos una parte… O, como mínimo, una pequeña parte. Sí, en cuanto a astucia e ideas geniales, él y Leo estaban cortados por el mismo patrón. La prueba era la excelente idea que rondaba ahora mismo en su cabeza.

¿Cómo hubiera podido predecir los terribles sucesos que su excelente idea iba a desatar? ¿Cómo iba él a saber que un pensamiento tan inocente contribuiría a convertirle en un experto ladrón? ¿Quién podía prever que una idea tan inofensiva traería tantas complicaciones?

En ese momento su sencillo plan le parecía excelente. ¿Cómo había sido tan ciego? ¡Esperar un almuerzo gratis! ¿En qué estaría pensando? ¿Dónde tenía el cerebro? ¡Leo Pizzola había vuelto! ¡Sería como en los viejos tiempos!

Topo agarró su sombrero y salió disparado del comedor. Sabía qué debía hacer. Tenía que encontrar a Leo Pizzola cuanto antes.