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El sueño era el enemigo. El anciano lo sabía. El calor no era más que un cómplice, y los abrasadores días de agosto resultaban especialmente peligrosos. Regañó a la vocecilla que le susurraba al oído que no tenía nada de malo apoyar por unos instantes la cabeza contra la fresca pared de piedra del confesionario. Con todo, la voz insistió en que descansar por unos instantes la vista le ayudaría a concentrarse en las lamentaciones de Maria Gamboni, que se filtraban por la negra celosía.

El hombre pensó en todos los años que llevaba escuchando esa confesión y no pudo evitar maravillarse de las incontables penitencias que la pobre mujer había pronunciado a lo largo de su vida. Los años se convertían en números que giraban en su cabeza como canicas en un cuenco rozándole los dedos, siempre fuera de su alcance o demasiado resbaladizas, y una vez más la vocecilla le sugirió que se sentiría mejor si cerraba brevemente los ojos. Enseguida, la voz de Maria Gamboni empezó a alejarse mientras lo envolvía el familiar manto de calor y penumbra, y él se preguntaba si la muerte se parecería a esa placentera sensación de abandono. Qué oportuno sería morir en ese pequeño cajón, pensó, mientras Maria Gamboni recitaba sus pecados. Qué acertado.

Solo cuando su cuello cedió y la blanca cabeza golpeó contra la dura piedra el sacerdote consiguió enderezarse.

—Santo Dios —farfulló el padre Elio, al tiempo que intentaba estirar las entumecidas piernas, algo verdaderamente difícil dado lo reducido del cubículo.

Se frotó enérgicamente el rostro con las manos, decidido a concentrarse en su labor. El sudor le resbalaba por la frente y le irritaba los ojos, lo que lo ayudó a despabilarse. Tiró de su sucio cuello blanco con la vana intención de aspirar más aire. ¿Cómo era posible que algo tan viejo y raído resultara tan sofocante? Recordó que de niño soñaba con lucir ese cuello blanco. Por entonces no había pensado que ser sacerdote fuese algo malo. Eso vino más tarde. Cuando regresó de Bolonia convertido en un hombretón de veintidós años que lucía por primera vez el rígido cuello blanco para que todo el pueblo lo viera, comprendió que había cometido una terrible equivocación. Qué orgulloso se mostraba todo el mundo de él; y él, sin embargo, qué avergonzado. Dios conocía su embuste. Ese día juró que dedicaría su vida a servir a sus vecinos como sacerdote de la iglesia de Santo Fico. De ese modo, se dijo, Dios tendría que perdonarle su horrible pecado.

El padre Elio había sido el cura de Santo Fico desde que él y todos en el pueblo tenían memoria. Durante cincuenta años mantuvo su secreto y se entregó a su promesa mientras esperaba que Dios le enviara una señal de que lo había perdonado. En la actualidad, sin embargo, su fe se hallaba tan desgastada como su cuello, y sentía el corazón igual de seco que la fuente que había en el centro de la plaza. Últimamente, si soñaba con algo ya no era con la esperanza de recibir una señal, sino con que llegase el final.

Al otro lado de la celosía Maria Gamboni seguía lamentándose.

—… Y el cielo sabe que merezco el castigo que Dios decida imponerme, pues Él conoce los espantosos pecados que cometí contra mi amado Enrico, que en paz descanse si verdaderamente está muerto.

Al padre Elio no le resultaba difícil recuperar el hilo. Llevaba treinta años escuchando la misma confesión como mínimo una vez a la semana, y no solo era capaz de ponerse al corriente enseguida, sino de introducir un reconfortante «cálmese» en el momento oportuno. Por lo menos no se había quedado dormido ni había roncado como el último jueves.

Enrico Gamboni, el marido de Maria, desapareció hacía casi treinta años. Una mañana de primavera descendió por la empinada carretera que salía de Santo Fico por el sudeste para tomar el autobús con destino a Grosseto y comprar allí una bomba de aceite para el motor de su barca de pesca. Nadie volvió a verlo. La policía rastreó las calles de Grosseto durante semanas pero no encontró ningún indicio de lo que había ocurrido.

Maria, en cambio, sí sabía qué había pasado. Había espantado al pobre hombre y era probable incluso que lo hubiera arrastrado a la muerte. Desde el día de la desaparición de Enrico sabía que Dios estaba castigándola por ser una mala esposa. Y el padre Elio tuvo que reconocer que podía haber algo de verdad en ello.

—… Y padre —susurró Maria Gamboni como si estuviera desvelando un perverso secreto—, le juro que a veces pienso que si Dios me preguntara si debo vivir, respondería: «No, llévame de este mundo». Eso le diría. Le diría: «Adelante, llévame». ¿Es eso pecado?…

El padre Elio le habría respondido gustosamente, pero sabía que no era necesario. Maria no estaba interesada en las respuestas.

—… Ruego a Dios que me perdone por tener semejantes pensamientos, aunque en ocasiones hasta me pregunto si me oye. A veces creo que debería ir a una iglesia grande de Siena y encender una vela, porque Santo Fico es tan pequeño que tengo la sensación de que mis plegarias se pierden. Ya nadie viene por aquí. A veces hasta me pregunto si Dios lo hace. Sé que es pecado pensar de ese modo, pero no puedo evitarlo…

El padre Elio se apoyó contra la fría pared y sonrió. Maria Gamboni no era el primer habitante de Santo Fico que experimentaba la frustración de la insignificancia. Recordó otra confesión similar. Bueno, en realidad no fue una confesión en el sentido sacerdotal de la palabra. Habían pasado algunos años y se trataba más bien de la revelación de una verdad. Ocurrió accidentalmente durante un almuerzo, cuando su sobrina Marta Caproni Fortino al fin reconoció los hechos relacionados con el maravilloso verano de visitas milagrosas a Santo Fico.

Al padre Elio le gustaba recordar los días en que Marta era una muchacha despreocupada, miembro de una pandilla de cuatro que compartían un compañerismo raro y especial, que iba más allá de los lazos de sangre. Por un lado estaban Leo Pizzola y Franco Fortino. Más unidos que dos hermanos y rivales en todo, parecían empeñados en poner el mundo patas arriba. Luego estaba el menudo y nervioso Guido Pasolini —Topo, o Ratoncito, como le llamaban—, cuya lealtad hacia sus amigos le convertía en el Sancho Panza de todos ellos. Y en medio de este círculo dorado se encontraba su hermosa sobrina Marta, menor que ellos pero más sabia y fuerte de lo que exigía su edad. Los cuatro compartían un vínculo que duró mucho… quizá demasiado. El padre Elio suspiró. Ahora no quería pensar en eso.

Todavía recordaba el semblante serio de Marta mientras le explicaba lo sucedido tratando en vano de parecer arrepentida. Por lo visto, una tarde calurosa los cuatro amigos estaban holgazaneando en el campanario de la iglesia cuando, a fin de combatir el tedio estival… empezaron a inventar formas de conseguir dinero para huir de Santo Fico. Según Marta, Franco fue el primero en sugerir que Follonica y Punta Ala sabían hacer bien las cosas.

—¡Turistas! —exclamó Franco—. Santo Fico debería encontrar el modo de atraer turistas.

Marta juró a su tío que no había sido su intención proponer nada ilegal cuando comentó que «esos pueblos tienen cosas que los turistas quieren, es decir, ¡atracciones!».

—¡Santo Fico ya cuenta con atracciones! —replicó Leo casi en un susurro—. El Milagro y el Misterio son atracciones, y apuesto a que los turistas pagarían por verlos.

En fin, hay cosas tan increíblemente obvias que uno se pregunta cómo consiguen permanecer ocultas durante tanto tiempo, y mientras Leo desvelaba su astuta estratagema los demás solo alcanzaban a mirarlo boquiabiertos. Finalmente Marta (en su opinión, la única voz sensata) señaló que carecían de otro ingrediente básico: ¡publicidad! Los demás pueblos contaban con señales en la autopista para atraer a los viajeros.

Tenía razón. Tras un largo silencio un descorazonado Topo suspiró y dijo casi para sí:

—No es justo… ¡Deberíamos ir a la autopista y cambiar esas estúpidas señales!

Marta aseguró a su tío que nadie pronunció una sola palabra pero que Leo y Franco abrieron unos ojos como platos, y que Marta y Topo se sintieron asustados ante la tácita determinación de sus amigos y el peligro de tan insensato plan. De hecho, Topo recordó de pronto que debía ayudar a su padre y puso pies en polvorosa. Marta también recordó que tenía pendientes algunas tareas y se marchó, no sin antes, a pesar de sus diez años, soltar a los dos muchachos un severo discurso sobre la ley y el pecado.

Leo y Franco explicaron su plan al padre Elio. Los chicos, ambos de doce años, se sentaron con el cura en la cocina y le contaron con solemnidad todas las ventajas de relatar a los turistas las historias del Milagro y el Misterio. El padre Elio, claro está, les dio permiso para llevar invitados a la iglesia —después de todo, eran sus monaguillos—, si bien les advirtió:

—No os hagáis demasiadas ilusiones, muchachos. Si alguien viene a Santo Fico, ¡será un milagro!

Imaginen su asombro cuando, al día siguiente, dos coches repletos de viajeros camino de la Riva del Sole aparecieron de repente en la plaza de Santo Fico por error. El padre Elio admiró el modo en que Franco aprovechó la situación para convencer a los desconcertados viajeros de que comieran en el hotel situado al otro lado de la plaza y que después permitieran que su buen amigo «Leo, el monaguillo» les enseñara «el Milagro y el Misterio de Santo Fico».

Para cuando la primera semana hubo tocado a su fin, media docena de automóviles y un puñado de autocares pequeños se habían detenido inesperadamente junto a la polvorienta plaza de Santo Fico. El padre Elio tuvo que reconocer que podría haber puesto más ahínco en la investigación de semejante prodigio, pero había algo maravilloso en la forma en que Leo narraba las historias. Día tras día, el cura se descubría sentado junto a los peregrinos —que donaban sorprendentes sumas de dinero a los muchachos—, escuchando los extraordinarios relatos de Leo.

La procesión de turistas continuó durante el resto del verano, y los chicos siempre entregaban a la iglesia parte de lo recaudado. Todos estaban contentos con el acuerdo. Hasta que un día, en otoño, los coches y los autocares repletos de turistas perplejos que se creían camino de Piombino, Orbetello o Punta Ala dejaron de llegar a Santo Fico. El padre Elio recordaba cuando el hombre del gobierno llegó al pueblo, detuvo su coche en la plaza y entró con paso firme en el hotel. De su interior salieron muchos gritos antes de que el hombre del gobierno volviera a subir a su coche y abandonara el pueblo echando chispas.

Al parecer, alguien había ido a la autopista y alterado algunas señales. Los viajeros que se dirigían a ciertos destinos se encontraban de repente en el centro de Santo Fico. El hombre del gobierno, cuyo trabajo consistía en reparar las señales, pensó que el artífice de ese acto ruin tenía que ser el propietario del único restaurante del pueblo. Más tarde se supo que había amenazado a Giuseppe Caproni el Joven, el hermano del padre Elio, con la cárcel si volvía a hacer de las suyas con las señales. Giuseppe Caproni, por su parte, amenazó al hombre del gobierno con castrarlo si ponía de nuevo los pies en su hotel…

El padre Elio no pudo evitar sonreír al recordar la advertencia que había hecho a los chicos: «Si alguien viene a Santo Fico, será un milagro». Cómo iba a saber él que lo que tenían en mente era todo un verano de milagros.

De pronto, el padre Elio se enderezó bruscamente y contuvo el aliento. Maria Gamboni había dejado de hablar. El viejo sacerdote ignoraba el momento exacto en que había guardado silencio, pero estaba seguro de haber oído algo que lo había sobresaltado. Maria Gamboni había gruñido. Fue un gruñido sordo y amenazador, y, en opinión del cura, inquietante. Aguzó el oído, pero solo alcanzaba a percibir la respiración pesada de la anciana al otro lado de la celosía.

Con los ojos muy abiertos, Maria Gamboni, presa del asombro y de un temor nada despreciable, también aguzó el oído. Que ella recordara, en todos los años que llevaba confesándose con el padre Elio este jamás le había gruñido. Pero estaba segura de haber oído un gruñido, y de pronto notó movimiento en la puerta contigua al reclinatorio. El padre Elio estaba abandonando el confesionario.

La mujer abrió la portezuela de su compartimiento y asomó la cabeza. En la penumbra de la iglesia distinguió la cabeza del padre Elio igualmente asomada a la puerta del confesionario y mirándola con curiosidad.

—Perdone, padre, pero ¿acaso me ha… ehh…?

Justo cuando él se disponía a hacerle la misma pregunta, de la calle llegó un gruñido sordo cada vez más audible. El padre Elio, seguido de cerca por Maria Gamboni, corrió por la nave central hasta la entrada. Quienquiera que fuese la bestia que gruñía de ese modo, estaba a punto de pasar por delante de las puertas de la iglesia.

Fuera les recibió una ola de aire caliente, un sol cegador y un pequeño autocar de turistas azul y blanco que luchaba por salvar la última calle empinada que conducía al centro de Santo Fico. Las marchas chirriaron lastimosamente y el motor gimió de dolor cuando el vehículo pasó frente a la iglesia. Parecía de otra época. Era demasiado grueso y demasiado alto, tenía unas ventanillas enormes y solo medía un tercio de la longitud reglamentaria. Desde los escalones de la iglesia, el padre Elio y Maria Gamboni contemplaron boquiabiertos la expresión alelada de una docena de desconcertados viajeros atrapados detrás de las ventanillas cubiertas de polvo.

Lentamente, el autocar dio una vuelta exploratoria a la plaza, utilizando la fuente de mármol del centro como pivote. En otros tiempos la fuente había sido la principal atracción de la plaza. El pequeño pedestal de mármol blanco sostenía en la cumbre un querubín sonriente con una jarra en las manos que, antiguamente, derramaba un chorro inagotable de agua sobre el estanque circundante. Pero la jarra llevaba seca muchos años y ahora la única agua que embellecía la fuente caía durante la estación lluviosa. Ahora el monumento cumplía las funciones de punto de giro para los autobuses extraviados y de banco para los ancianos.

Un abuelo sentado en el borde de la fuente observaba el autocar girar en torno a él como un tiovivo de una sola pieza. Estirado a sus pies había un perro gris y enclenque. Cuando el vehículo pasó por delante de ellos envuelto en una nube de polvo y humo negro, el animal levantó la cabeza con curiosidad. El anciano se frotó la barba blanca y rala, y, al parecer, decidió que era apropiado saludar, pues en ese momento agitó amistosamente la mano. El perro volvió a dormirse.

Los turistas que ocupaban los asientos de la primera fila gozaban, a través de la luna achicharrada por el sol, de una vista maravillosa de los edificios principales de Santo Fico que circundaban la plaza. En primer lugar, naturalmente, se alzaba la iglesia de Santo Fico, en lo alto de cuya escalinata había un viejo sacerdote con una mata de pelo blanco alborotado y una sonrisa que, como su pelo, parecía presa de una perplejidad perpetua. Era una lástima, pensaron los turistas, que la espalda del anciano cura padeciera semejante joroba, pero tras un detenido examen repararon en unos ojos que los miraban asustados. Si el padre Elio era bajo, Maria Gamboni lo era aún más y estaba flaca como un fideo. Y dado que ella y su sacerdote solían vestir la misma tonalidad de negro y que en ese momento la mujer estaba aferrada a la espalda del cura como una excrecencia, de modo que por encima del hombro sacerdotal solo asomaba su cabeza, el error era comprensible.

El autocar continuó su prolongado giro a la izquierda en dirección al edificio más moderno de Santo Fico: el palazzo Urbano. Construido a finales del siglo XIX para albergar las oficinas gubernamentales, el descolorido edificio, de dos plantas, se hallaba ahora vacío y deteriorado. Casi todos los postigos estaban cerrados y, al parecer, hacía muchos años que nadie mencionaba la palabra «pintura» en su presencia. Una pequeña estancia de la planta baja permanecía abierta para que el desagradable joven que venía de Grosseto los martes y los viernes depositara allí el correo.

El resto de la rauda excursión en torno a la plaza adoquinada mostraba un revoltijo de casas y tiendas minúsculas que rodaban por las inhóspitas pendientes del pueblo. La mayor parte de Santo Fico se aferraba con uñas y dientes a los acantilados que se alzaban sobre el mar y, al igual que estos nuevos visitantes, muchos de los edificios viejos parecían preguntarse: «¿Cómo he llegado hasta aquí?».

En cuestión de segundos el autocar se detuvo con un chirrido de frenos frente a un hermoso caserón, poniendo fin a la gira. Sobre la verja que se abría a la terraza de la casa un cartel desgastado anunciaba con elegantes caracteres pintados en tonos rojos, amarillos y verdes, que habían llegado al Albergo di Santo Fico. El motor se apagó con un suspiro de gratitud y, salvo por un perro que seguía ladrando sus quejas en la distancia, el pueblo recuperó el silencio. Los rostros brillantes de los turistas miraban por el cristal como si hubieran aterrizado inesperadamente en la parte oscura de la luna. Aunque no tenían la más remota idea de dónde estaban, presentían que ese lugar no aparecía en ninguno de sus lustrosos folletos impresos a cuatro colores.

La novedad del autocar enseguida perdió interés para Maria Gamboni, que estaba impaciente por recibir su penitencia.

—Creo que hoy cincuenta, padre, ¿no le parece? ¿No cree que hoy deberían ser cincuenta?

El padre Elio notó un tirón insistente en la manga, pero tenía la atención puesta en el autocar. ¿Qué estaba haciendo en Santo Fico? Seguramente se había extraviado, pero qué extraño que después de tantos años volviera a extraviarse otro autocar de turistas, y apenas seis semanas después de que Leo Pizzola hubiera regresado al pueblo. «Sospechosa coincidencia», pensó. Con un suspiro, también pensó en los infortunios que podía prever que ocurrirían antes de que el día tocara a su fin, todo debido al regreso de Leo Pizzola.

Desde su vuelta, los rumores y conjeturas sobre cuál iba a ser su siguiente trastada se extendían como el fuego. Las habladurías acerca de escándalos y calamidades siempre resultaban atractivas y los lugareños gustaban de comentarlas como si fueran presagios. Aun en las mejores épocas los sucesos insignificantes bastaban para, cuando menos, generar un debate informal entre los 437 habitantes. Y por qué no. Durante un tiempo Santo Fico había admitido a regañadientes el paso de las décadas, y la segunda mitad del siglo XX solo de vez en cuando había pasado por ahí y, como este autocar, generalmente por error. Los habitantes de Santo Fico ya no se preocupaban de asuntos intrascendentes como el futuro. Tenían cosas mejores que hacer, entre ellas pasar la noche en una terraza con un amigo, un vaso de vino y jugando al dominó, o charlar sobre los vientos y las formaciones nubosas, o sentarse frente a una ventana y observar cómo las tormentas distantes cambiaban el azul del mar Tirreno.

Finalmente el padre Elio no tuvo más remedio que responder a los insistentes tirones de manga, de modo que dio a Maria unas palmaditas en su huesuda mano y dijo:

—Cincuenta son excesivos. Hace demasiado calor. Con diez hay de sobras.

—¿Diez? ¡Diez serían un insulto a Dios!

—De acuerdo, veinte. Pero ni uno más.

Mientras regresaba con Maria al interior de la iglesia para que la mujer pasase la siguiente hora saboreando cada instante de su penitencia, el cura echó un último vistazo a los curiosos estacionados frente al hotel de su sobrina. Le gustaba la idea de que esos turistas se quedaran a comer. Eso significaba que Marta adornaría el menú, y la boca se le hizo agua solo de pensarlo.

En ese momento divisó una figura enjuta que corría calle arriba siguiendo el autobús. El padre Elio pensó en lo acertado del apodo de Guido Pasolini. No era solo su baja estatura o su constitución menuda. Era su andar, esas cómicas sacudidas que Topo daba al caminar cuando estaba exaltado. Más que correr parecía que se escurriera, igual que un ratoncito nervioso.

Guido Pasolini no reparó en que el padre Elio lo observaba desde el otro lado de la plaza. Cuando llegó al hotel, jadeaba de manera inquietante. Había corrido casi un cuarto de kilómetro cuesta arriba y ahora sus flacas piernas apenas conseguían sostenerlo. Pero Guido Pasolini era la clase de tipo que reconocía una oportunidad en cuanto aparecía, de modo que nada más oír el rumor de ese motor diesel, se había puesto en marcha. En cuanto el vehículo pasó por delante del Taller de Reparaciones Pasolini, Topo abandonó el tocadiscos averiado de la señora Morello, agarró su sombrero y salió disparado. Ahora, mientras se tambaleaba agitado frente al autocar azul y blanco, se esforzó por aparentar desinterés.

Se acercó con indiferencia al vehículo, sabedor de que los viajeros no tardarían en bajar y que las oportunidades tal como llegaban se iban. Así pues, cruzó a toda prisa la terraza y desapareció tras las puertas del Albergo di Santo Fico.