Deslindando responsabilidades

A instancias reiteradas del autor, que se llama Mejuto, hago un lugarcito en mi boletín al curioso informe Vida y obras del Molinero, que nos ha llegado por correo aéreo y marítimo.

H. B. D.

VIDA Y OBRAS DEL MOLINERO

No sin un dejo de razón, algunos impulsivos, arrebatados por el más encomiable de los celos, han pretendido dar por tierra con el reciente opúsculo del doctor Puga y Calasanz: Rebusco en torno a las composiciones que por lo común se atribuyen a Maese Pedro Zúñiga, apodado asimismo el Molinero. Grande por cierto ha sido el escándalo de la prensa zaragozana, máxime en el Pregón de Pretilla. En hecho de verdad, no era para menos el caso. Apoyado en la erudición enjundiosa y en el acumen imparcial, el tesonero Puga acaba de probar que gruesa parte del querido volumen que la Casa Rivadeneyra consagrase ¡en pasta española! a nuestro Molinero es realmente obra de plumas menores, cuando no impertinentes. No hay tutía. Fuerza es negarle al Molinero los sabrosos romances de recio sabor popular Quesillos y requesones, De conejo el escabeche y Gran señora es la toronja que hicieron las delicias de don Marcelino Menéndez y Pelayo y de tanto otro crítico sagaz. Sin embargo, no arriemos demasiado pronto el pendón: tras la doliente merma se trasluce un fenómeno positivo, que nos robustece como el que más: ESTAMOS EN PRESENCIA DEL MOLINERO. Barrida la hojarasca, se erecta ante nuestros ojos el Hombre.

Bien es verdad que la discusión sigue en pie. Ningún iconoclasta, ni tan siquiera el mismo Calasanz, se atreverá a negar que interrogado el Molinero sobre la presunta maternidad de Quesillos y requesones, replicó en tozudas palabras que ha eternizado el bronce: «¿No se trata acaso de versos? ¿No es el poeta el que hace versos? ¿No soy yo el poeta?».

Examinemos con ponderada flema la cosa. El diálogo, según lo testimonia el Padre Buitrago, tuvo lugar el 30 de abril de 1799; Quesillos y requesones ya figuraba en el Cancionero baturra del 2 de enero de 1721, vale decir unos treinta años antes del nacimiento de Zúñiga. Inútil prolongar el debate. Cabe no olvidar, sin embargo, que Garrido ha detectado en el episodio un rasgo platónico: el Molinero, generoso y abierto, ha visto en los poetas al Poeta y desinteresadamente ha anexado el romance de marras. Brava lección para nuestro desorbitado egoísmo.

Antes de acometer el escrutinio que la gravedad del caso requiere, sea nuestra primera diana un saludo al prócer que supo discernir y publicar la cuantiosa labor, dispersa entonces, de Maese Pedro Zúñiga, el Molinero. Nos referimos, claro está, al conde de Labata. Henos, pues, en 1805. El conde señorea las tierras de pan llevar que ciñen las roquedas de Guarra; Zúñiga, humilde, no desaprovecha las aguas que rotan su molino. En el silencio aldeano tañe. Algo que nunca desentrañaremos ocurre. Quizás la brama de un laúd, tal vez el canto de sirena de una zampoña, acaso el verso repetido al desgaire y que el eco prodiga. El torreón secular no ha sido óbice. Labata, embelesado, cede al reclamo. La voz plebeya le conmueve hasta las entrañas más íntimas. Desde esa hora, cuya fecha precisa el calendario avaro nos hurta, el prócer no tendrá más horizonte que divulgar las trovas emanadas del pecho del villano. La fama apresta sus coronas. La letra de molde pulula: La Hoja de Alberuela brinda al bisoño su más franca hospitalidad; El Faro de Ballobar no siempre le excluye. Decididamente la cumbre del Parnaso corre a su encuentro. El conde, ufano, traslada a su protegido a la corte. Honores y saraos. Jovellanos dale un beso en la frente.

Tales bien merecidas alharacas no nos apartarán del tranco tranquilo que nos hemos fijado para este lance. Nadie, por singular que parezca, ha reparado hasta hoy en el más abultado de los rasgos del Molinero: su dominio ingénito de la lengua, su soberbio desdén de todas las leyes retóricas, aun de las promulgadas por él. Así en el pláceme que dirigiera al señor Larrañaga, elevado a suplente de la Academia:

Al que remude una voz

le darás con la bastona.

En el primero de estos versos, ya clásicos, el apresurado lector columbrará una sinalefa, figura repudiada por el afinado oído de Zúñiga; en el segundo, la palabra bastona puede entorpecer el andar. Dos conjeturas tientan al estudioso. Una que la palabra bastona, de manejo ahora infrecuente, constituye una reliquia preciosa del habla de la época, siquiera en los más rústicos aledaños; otra, la que mejor se compadece a su recia índole, es que el Molinero quiso afirmar, de una vez por todas, que la lengua era suya y que él la acomodaba al arbitrio de su talante.

Cierta vez un dómine pedantesco, de esos que nunca faltan, le echó en cara algún verso que, si nos atenemos a la sinalefa, resultaría mal medido. Famosamente Zúñiga replicole: «¿Mal medido? ¿Mal medido? Le conté con las dedas». El comentario huelga.

Si bien católico castizo a macha martillo, el Molinero no desoyó los bocinazos democráticos que aturdían el siglo. Sintió la democracia profundamente, aunque la galicada palabra, si alguna vez la oyese, le asqueara ad nauseam. Desde el principio recabó para cada letra su plena independencia. Vaya este par de muestras del formidable aragonés. Trátase, según es patente, de versos que el estragado gusto de nuestro tiempo, insensible a su música, no entonará con plena eufonía. El primero, bajo el seudónimo de Garduña, corresponde a la pieza que intitulase Aviso respetuoso al Señor Alcalde de Magallón. Reza el octosílabo:

Se te huele, Manuel

que por de contado debemos escandir:

Se/te/hu/e/le, /Ma/nú/el.

Otro ejemplo, aún más arrollador, es el que copiamos:

Acude, alada hembra

(El que zancuda).

El aleccionado lector escandirá de esta suerte:

A/cu/de/a/la/da/hem/brá.

¿Pensar que el modernismo de Rubén, tan cacareado por la crítica de ultramar, no se arriesgó jamás a tales bizarrías y alardes?

Aquí de un testimonio fehaciente. Campea en la segunda columna de la página decimonónica del boletín anónimo El complutense, año de 1795, que los eruditos más aplomados vacilan en atribuir a la pluma del Padre Terranova. Transcribimos el párrafo de la hoja arrancada al ejemplar que sin tardanza devolvimos a la Biblioteca Episcopal de Alicante.

«Hallándose en la corte el sujeto Zúñiga, que es de uso apellidar el Molinero, asistió este último a la lectura de un ovillejo del marqués de Montúfar, que juzgó defectuoso en la medida. El marqués, hombre de pocas pulgas, le endilgó: “Chitón, so animal”».

En llegando a este momento decisivo el texto queda trunco. Cuán tremenda habrá sido la reacción, cuando no las puñadas, de nuestro Molinero, que el cronista, aunque oculto en la anonimia, no se ha animado a registrarla ni tan siquiera a sugerirla en un leve guiño o indicio. Ciertamente, no soñaré en suplir lo que falta; la carne se engallina.

Pasemos en el acto a un episodio marcial, que está a la altura de los Disparates de Goya. El general Hugo, durante el curso infausto de la vandálica invasión napoleónica, entró en el caserío de Labata, donde el conde de igual apodo recibiolo con suma hospitalidad, para dar al gabacho[5] una lección de rancia cortesía. Apenas el insólito caso tuvo cabida en los oídos de Zúñiga, éste halló modo de allegarse a la presencia del malhadado extranjero. Cuál no sería el asombro del mismo al columbrar al gigantesco gayán tratando de besarle el anillo y gritando, mientras bailoteaba una jota:

Oui, oui, musiú. ¡Viva Napoleón!

Otro ejemplillo. A partir de mil ochocientos cuarenta y tantos, la estampa que nos hacemos de su figura es la de un gigantón que en la diestra empuña el garrote y en la zurda el pandero con sonajas. Según se sabe, la imaginación popular da siempre en el blanco. No embargante, la única vera efigie que suministra la editio princeps de sus obras, publicada en 1821 por su hermano de leche, Pedro Paniego, es la de un hombre de apocada estatura, ojos amodorrados, nariz roma y provista de una librea de tela basta, con botonería de bronce. ¡El artista, no menos que el Padre Terranova en su cronicón, hurta el cuerpo a la robusta verdad y apostata del pincel!

Nuestra pluma, en cambio, se regodea en entregar a la imprenta el lance que registra el Acopio de pullas y de gracejos (Madrid, 1934) de don Julio Mir y Baralt. Ni un adarme que añadir al saleroso texto que exhumamos; el hecho luce en su integridad más cabal:

«De paso el Molinero por Jaca, unos bribonazos le divisaron de palique en la calle con un sujeto de modales muy distinguidos y, para hacer burla de su simplicidad, le gritaron:

»—¿Hombre, con qué hombre estás?

»A lo que Zúñiga, sin demudarse ni perder la color, replicoles al punto:

»—Con Rebajino.

»Púdose luego averiguar que se trataba de un comisionista de quien él esperaba, simple, obtener alguna rebaja».

Otra instancia de pro que nos alzaprima. Al propio Calasanz, que algunos tildasen de culpada y mal encubierta ojeriza, harto bien se le alcanza, según lo pone de relieve la pág. 414 del citado Rebusco, que el entremés A buen toro mejor buey, de Cornejo, atesora no pocas líneas de la propia dehesa del Molinero. Primus inter pares, el imponente endecasílabo, que aún ahora sobrecoge y espanta a los auditorios:

Saco la espapapapapapada

que los actores, arredrados por tamaña valentía, redujeron a:

Sasasaco la espapapapapapada

como en día de hoy retumba en las tablas.

Espapapapapapada pinta en nuestro caletre la imagen descomunal del montante[6].

Mencionaremos, para finiquitar, una hipérbole sugerida por el nombre plural de Behemot, que la Escritura (Job, XL, 10) da al hipopótamo y que vale por animales: el Molinero confiere al garañón que endilgó una atrevida coz al conde de Jaca, el gallardo verso que le helaba la sangre a don Marcelino:

es más grande que dos o tres conejos.

¡Así rumiaba el Molinero la Palabra de Dios, unciéndola a su carro de vencedor, cuando lo reclamaba la Musa! ¡Y pensar que hay menguados que le niegan las credenciales de poeta!

Alberuela, 25 de mayo de 1972