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—Usted, Ustáriz, pensará de mí lo que quiera, pero soy más porfiado que el vasco de la carretilla. Para mí, el renglón libros es una cosa y el cinematógrafo es otra. Mis novelitas serán como el matete del mono con la máquina de escribir, pero la jerarquía de escritor la mantengo. Por eso la vez que me pidieron una comedia bufa para la S. O. P. A. (Sindicato de Operarios y Productores Argentinos) les rogué por favor que se perdieran un poquito en el horizonte. Yo y el cinematógrafo… ¡salga de ahí! No ha nacido el hombre que me haga escribir para el celuloide.
Claro que cuando supe que Rubicante gravitaba en la S. O. P. A. me dejé poner bozal y manca. Además, hay factores que usted le tiene que sacar el sombrero. Desde el anonimato de la platea, pierdo la cuenta de los años que yo he seguido, con interés francamente cariñoso, la campaña que hace la S. O. P. A. en pro de la producción nacional, zampando en cada noticiario de ceremonias y banquetes un tendal de tomas que usted se distrae viendo la fabricación del calzado, cuando no el sellado de los tapones o el etiquetado de los envases. Añada que la tarde que perdió Excursionistas, se me apropincuó Farfarello en el trencito del Zoológico, y me dejó pastoso con el notición que la S. O. P. A. tenía programada para su ejercicio del 43 una cadena de películas que aspiraban a copar el mercado fino, dando calce al hombre de pluma, para que despachara una producción de alto vuelo, sin la concesión de rigor al factor boletería. Me lo dijo y no lo creí hasta que lo dijo de propios labios. Hay más. A las cansadas me juré por un viejito que nos tenía medio fastidiados cantando Sole mio, que lo que es esa vuelta no me harían laburar, como las anteriores, sin otra resultante que un apreciable consumo de block Coloso. Los trámites se llevarían gran estilo: un contrato en letra de mosca, que a usted se la refriegan suave por las narices y después le pone una firma que, cuando sale a tomar aire, va con su collar y cadena; un adelanto sustancial en metálico, que engrosaría ipso facto el fondo común de la sociedad, de la que yo tenía derecho a considerarme adherente; la promesa, bajo palabra, de que la mesa directiva tomaría en consideración, o no, los argumentos sometidos por el firmante, que, previa aprobación de la Nena Nux (que para mí tiene su historia con un peticito gangoso que sabe circular en el ascensor), asumirían, a su debido tiempo, la forma de verdaderos anteproyectos de guión y diálogo.
Créame una vez en la vida, Ustáriz: soy todo un impulsivo, cuando conviene. Engolosinado, me lo apestillé a Farfarello: le obsequié una gaseosa que consumimos sotto la vigilancia del cebú; le calcé un medio Toscanini en el morro y me lo llevé, en un placero, entre cuentos al caso y palmaditas, al Nuevo Parmesano de Godoy Cruz. Para preparar el estómago, embuchamos hasta sapo por barba; después tuvo su hora el minestrón; después nos dimos por entero el desgrase del caldo; después, con el Barbera, se nos vino el arroz a la Valenciana, que medio lo asentamos con un Moscato y así nos dispusimos a dar cuenta de la ternerita mechada, pero antes nos dejamos tentar por unos pastelones de albóndiga y la panzada concluyó con panqueques, fruta mezzo verdolaga, si usted me entiende, un queso tipo arena y otro baboso y un cafferata-express con mucha espuma, que mandaba más ganas de afeitarse que de cortarse el pelo. En ancas del espumoso cayó el señor Chissotti en persona, en su forma de grappa, que nos puso la lengua de mazacote y yo la aproveché para dar una de esas noticias bomba, que hasta el camello de la joroba se cae de espalda. Sin gastarme en prólogos ni antesalas, me lo preparé suavito, suavito, a Farfarello, para cortarle el hipo con la sorpresa que yo ya disponía de un argumento que sólo le faltaba el celuloide y un reparto de bufos que el día de pago la S. O. P. A. entra en franca disolución. Aprovechando que uno de tantos caramelos pegote se le había incrustado en la cavidad, que ni tan siquiera el mozo de la panera se lo consiguió del todo extraer, principié a narrarle grosso modo, con lujo de detalles, el argumento. El pobre escucha se mandó cada bandera blanca y me rechinó en las orejas que ese argumento yo se lo había contado más veces que espinas había tenido el besugo. Tómele el pulso al sucedido: Farfarello me pasó el dato que una palabra más y que no me presentaría, el día menos pensado, al gobierno títere de la S. O. P. A. ¿Qué otro remedio me quedó, le pregunto, que abonar la consumición, acondicionarlo en un taxi y distribuirlo a domicilio en Burzaco?
A gatas no había pasado un mes de orejearla en el banco de la paciencia, cuando vino la citación de apersonarme en un «edificio propio», en Munro, donde sabía roncar el tigraje de los que pisan fuerte en la S. O. P. A.
¡Qué muestrario que tiene su interés! Esa misma tarde logré repantigar la visual sobre las eminencias grises que dan su pauta a la pujante industria del cine. Estos ojos, en los que usted se refleja con esa cara de pan de leche, conocieron tiempos mejores, mirando como dos babosos a Farfarello, que es uno de esos rubios tipo ladrillo, con jeta de negro bozal; al doctor Persky, con la sonrisa de buzón y los lentes, que tira a sapo visto bajo el agua; a la señora Mariana Ruiz Villalba de Anglada, con la flacura que le exige Patou, y a la pobre hormiga Leopoldo Katz, que hace de secretario de la señora y usted piu tosto lo toma por japoneso. Como para tapar la boca al más insaciable, en cualquier momento podía comparecer el Pibe del Centro, el empresario de los grandes sucesos, el rey sin corona del Buenos Aires noctámbulo, el bacanazo del Pigall y de La Emiliana, ese porteño por antonomasia que se llama Paco Antuñano y Pons. No es todo: casi llegó también Rubicante, el bancario que dota a la quimera de una base en metálico. Hay más: no perdí la cabeza. Rápido me di cuenta que rolaba en un alto círculo y me reduje a mirar fijo, a toser, a tragar saliva, a venir brillante con el sudor, a poner cara de atención cuando estaba en Babia y a repetir sí, sí, ja, ja, como un coro griego. Después sirvieron el cognac en balones y yo pasé como valija diplomática a los cuentos más repugnantes, a la pantomima inequívoca y, en una palabra, a lo que se llama un derroche de idioteces y obscenidades.
Las consecuencias de esa patinada fueron luctuosas: el doctor Persky, que no aguanta que otro se luzca, se desfiguró con la envidia y desde entonces me rigorea que es un gusto; la señora Mariana, al calor de la performance, creyó descubrir en mí un pico de oro, una de esas máquinas de causeur que antes se estilaban en los salones y yo me veo en cada angostura que no abro la boca ni para papar una mosca.
Una tarde yo estaba más contento que con el premio de la reina Victoria, cuando cayó mi amigo Julio Cárdenas. No me venga con el globo cautivo que no lo conoce, usted que siempre formó, por derecho propio, entre la chusma y el negraje. Haga memoria: es hijo del viejo Cárdenas, un vejete de levita rabona, que nadando a lo perro y vigilando la pipa de porcelana que le adornaba el hocico, me salvó la vida hace un rato, cuando la última creciente del Maldonado. Julio, un mocito enlutado, con ojos de esos que dan gana de plantarle un termómetro, y que yo le garanto que lo miré con franca suspicacia por el vestuario baratieri y la pinta de miserable zanagoria, que si se acercaba a las grandes mecas del celuloide es con la triste idea de venderles un argumento. Literato habemos, me dije, y ya le hice la cruz, viendo en ese amigo-sorpresa un competidor peligroso. Tómese una vitamina y comprenda mi situación: si el giovinotto pone de manifiesto un cuaderno y nos repugna las orejas con un cinedrama en su forma de engedro inédito, soy capaz de resfriarme con la rabia. La cosa la vi negra, Ustáriz, pero el destino a última hora me ahorré el embuche de esa píldora amarga. Cárdenas no venía como literato, sino que revestía las características de un estudiante aficionado a las máquinas filmadoras. Anche a la señora Mariana, según la fábula que nos quiso embutir entre ceja y ceja ese pobre intruso de Farfarello. Yo le demostré hasta el cansancio (que gana no me faltó de echar un ronquido a la disparada en la cama jaula) que su ponencia carecía francamente de base, porque cómo, páseme el dato, le iba a importar la señora Mariana si yo dije que sólo le importaban las máquinas filmadoras. ¡Farfarello mascó el polvo de la derrota!
Usted pensará que yo, entre tanta estrella, estaría como el que se atragantó con la sopa seca. Hágase a un lado. Yo me aceité el cacumen y lo hice trabajar que más que cabeza parecía ventilador con sombrero Borsalino. Me hubiera visto, con la brocha a dos manos, dando curso a un libreto gran suceso, en que se perfilaba el romance de una muñequita social, con chalet propio en la Avenida de Mayo, para no decir nada de la estanzuela donde para tentar de risa a las amiguitas, le hizo creer al gauchito protagónico que se había prendado de él y al fin —¡no se descole con la sorpresa!— se enamoró de veras y los maridó el capitán del piróscafo en que hacían un crucero a Ushuaia, porque antes hay que conocer lo nuestro. Una cinejoya con su interés para el docente; porque usted pasa echando chispas del pericón a la pampa y escolta a la simpática pareja que no desoye los imperativos telúricos y da pie a la cámara para sacar vistas de algunos parajes. La cosa es que a los tantos días vista los dejé preocupados con la noticia que había adornado con el punto final a una comedia bufa (inédita, eso sí). La cosa quisieron tomarla a broma, pero yo dele y dele y no les quedó más remedio que sacrificar una fecha para la lectura. Ipso facto promulgaron un estatuto con artículo único, donde se aconsejaba que el acto fuera a puerta cerrada para que yo no molestara con pesadeces.
Resentí el golpe, pero qué pucha si estaba más acorazado que una rodillera con ¡Terminaron casándose!, que así la pegué con el título que haría las veces de nombre para la comedia bufa de referencia. Yo estaba tranquilo, tranquilo, porque sabía que mi comedieta era un comprimido de esos que no fallan impacto y que el comité de lectura corría la fija de venir sin baba con el palpitante interés. Usted que me conoce no haga el triste papel de figurarse que yo me iba a perder tamaña función. Pasé unos días sin formalizar otra cosa que asomarme al reloj, con la comezón de engrosar la barra de escuchas, manteniéndome en el recinto, aunque más no sea de barriga en debajo de la piel con cabeza de tigre. En el pizarrón con letra de tiza vi que el rubro Lectura y Rechazo de ¡Terminaron casándose! lo habían postergado para el viernes a las dieciocho y treinta y cinco.
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—Una vez que yo estaba medio dormido usted me durmió todo con un cuento de una vistita para el celuloide. Supongo que lo sacaron carpiendo.
—No se haga ilusiones, Ustáriz. Le voy a contar el sucedido con suma prolijidad. Al viernes fijado para la lectura, a gatas lo postergaron tres meses. Eso sí, mantuvieron el reglamento que yo no pudiera asistir. El día fatal, para que mi manganeta se mantuviera muy por encima de las más bajas suspicacias, hice acto de presencia a las dieciséis y me dejé caer en el infundio que a las dieciocho y treinta y cinco se inauguraba en un localito ex profeso la Exposición Municipal de Productos Adulterados, que hasta usted, con esa pinta de falto, sabe que no me la pierdo ni por un Provolone, porque llevo la pichincha en la sangre, y la idea fija de comprar a precio manicomio me hace adquirir cada remesa de pasta de Mascarpone en desuso que si me aseguran en una trampera no hay un rodedor a la redonda que falte a la cita. Farfarello, que en materia de comprar munición de boca siempre está alerta, se me quiso enganchar y por poco el cuerpo directivo de la S. O. P. A. no se trasladó en masa al localito que yo había inventado en base a macanas fritas y la más pura patraña; por suerte el Poldo Katz cortó de raíz esa propensión y nos resultó el perro de la disciplina, porque nos recordó, a mí tan luego, que esa tarde tocaba rechazar ¡Terminaron casándose! como mandaba el pizarrón. Persky, que ni un caballo calculador le cuenta las pecas, me otorgó un plazo prudencial para salir como bicicleta enseguida. Yo no quería otra cosa, pero la máquina, ¿quién me la saca? Con un apreciable margen de error, que, en efecto, no perdonaba el depósito escobas y escobillones que es todo una muestra de cómo derrocha el centavito el jefe de personal de la S. O. P. A., saqué en limpio que la lectura obraría en el saloncete de la mesa redonda, donde está el mueble con esa forma. Por suerte que también está un biombo, de esos chinos, con animales dañinos, y detrás se constituye un recinto, medio escasany, pero tan oscuro que a usted ni lo localiza la mosca. Después del «Adiós, adiós, corazón de arroz», que impone el más frío convencionalismo, salí haciendo visajes y ainda mais, para dejar bien sentado que ganaba la calle, pero lo más cierto es que después de pasearme en el ascensor de servicio, entré a lo anguila en el saloncete de la mesa ídem y me embosqué —si lo adivina le obsequio este boleto usado— en la retaguardia del biombo.
Apenas aguaité mis tres cuartos de hora, Tic-Tac en mano, cuando por orden alfabético fueron cundiendo los susodichos, pero ni sueñe que ese rabonero de Katz, porque para mí que se resertó como el que no hace honor a su firma. Se sentaron a silla por barba y alguno detentó un sillón giratorio. El parlamento al principio era caprichoso, pero Persky los devolvió a la realidad con la ducha fría de «lean, ufa». Todos querían no leer, pero el inexorable Zeta balleta favoreció a la señora Mariana, que empezó a leer a trompezones, con un hilo de voz y a cada rato se volvía a perder. Farfarello, que tiene chapa de olfa, ya tuvo que someter la ponencia:
—En la voz de la señora de Ruiz Villalba, terciopelo y cristal, el matete más horroroso deviene transitable. La jerarquía, la distinción nata, el rango, la belleza si se quiere, doran la píldora y nos hacen embuchar cada bodrio. Yo más bien propondría que leyera este mocito Cárdenas, que por lo mismo que es carente de simpatía contagiosa, permitirá, a trueque que quedemos como embalsamados, un juicio aproximativo.
—Chocolate por la noticia —dijo la señora—. Yo ya estaba por decir que ya se sabe que yo leo regio.
Persky opinó ponderadamente:
—Que lea Cárdenas. A lector malo, guión pésimo. Arreglado al carancho es el nido.
Se rieron que daba gusto. Farfarello, que no sabe más que apoyarse en la opinión general, emitió un juicio que era todo un insulto sobre mi conducta y sobre mi facha. ¡Viera el suceso que logró! Lo menos que dijeron es que yo tenía más de tarugo que de otra cosa. Lo que no se podían palpitar esos pobres cristos era que yo estaba a la escucha detrás del biombo, y que los sobraba lo más cafisho y no les perdía palabra. Todo palideció cuando el inaguantable latero se puso a leer con esa vocecita de robinete descompuesto. Dejalos que se mofen, yo me decía, que ya la obrita se va a imponer, por su propio peso. Así fue. Principiando se reían como descolados y después se cansaron. Desde mi biombo, yo seguía la lectura con notable curiosidad, aquilatando en su valor cada pincelada, hasta que en menos tiempo de lo que usted se figura también me agarró el sueño como a los otros.
Me despertaron las puntadas en todo el cuerpo y el gusto a cebo en la boca. Al manotear la mesa de luz, tropiezo con el biombo. No se veía sino negro, Después de un rato que monopolizara Mieditis capté la sincera verdad. Todo el mundo se había retirado y yo había quedado encerrado adentro, como el que pasó la noche en el Zoológico. Vi claro que había sonado la hora de jugarme el todo por el todo y avancé gateando en la dirección de lo que yo creí la puerta y resultó cocazo. Las aristas de la mesa ratona cobraron su tributo de sangre y después casi quedo asimilado a los debajos del sillón-otomana. Gente sin voluntad, que se cansa súbito —usted, Ustáriz, pongamos por caso— hubiera tentado elevarse sobre las patas traseras y prender la luz. Yo no, yo soy de fabricación especial y no me parezco al común denominador: seguí lo más cuadrúpedo en el oscuro, abriendo cada brecha con los chichones que todavía me duele la razón social A. Cabezas. Con el movimiento de la nariz giré el picaporte y en eso, mama mía, oigo que en el inmueble sin un alma, sube el ascensor. ¡Un Otis de capacidad reforzada! El gran interrogante era cerciorar si eran cacos que me desvalijarían hasta la caspa o un sereno a la antigua, capaz de no mirarme con buenos ojos. Las dos chances me dejaron sin gana de tomar un completo con medias lunas. A gatas tuve tiempo de recularme cuando apareció el ascensor, comparable a una jaula iluminada que descargó dos pasajeros. Entraron sin fijarse en un servidor, cerraron, chau, la puerta y me dejaron solito en el pasillo, pero ya los tenía catalogados. ¡Qué cacos ni qué sereno! Se trataba más bien del mozo Cárdenas y de la señora Mariana, pero yo soy un caballero y no ando con cuentos. Pegué el ojo en la cerradura: negro, negrini, negrotto. Ni sueñe, Ustáriz, que me iba a plantificar para no ver nada. Poniéndolos como un suelo, en voz baja, tomé las escaleras por mi cuenta, no fueran a oír el ascensor. La puerta de calle se podía abrir por dentro y a todo esto ya era la medianoche pasada. Salí como el trencito de trocha angosta.
No le voy a mentir que dormí esa noche. En la cucha estaba más inquieto que la urticaria. Será que la chochera me anda mezzo rondando, pero hasta que aboné el desayuno en la pizzería, no tuve cabal noción de las posibilidades del evento. La mañana entera la insumí en machacar y machacar la idea fija y cuando me despaché los al plato en el Popolare de Godoy Cruz ya tenía incubado el plan de campaña.
Obtuve, con carácter de préstamo, la ropa nueva del lavaplatos del Popolare, indumento que no tardé en redondear con el rancho negro del cocinero, que es un mundano de esos que viven para la figuración. Una pasada en la barbería de la vuelta me puso en condición de abordar el trangua 38. Me evacué en el cruce de Rodríguez Peña y con toda naturalidad desfilé frente de la farmacia Achinelli, para fondear al fin en Quintana. Dar grosso modo con el número de la casa fue cosa de palpitar un poco las chapas. El portero, con la autoridad que le otorga el bronce de los bronces, de buenas a primeras no se avenía a departir conmigo en un terreno de fraterna igualdad; pero el vestuario rindió efecto: el celta se allanó a que yo remontara en el ascensor de servicio, tomándome tal vez por nada menos que por el cobrador de la Higiénica. Llegué lo más cafisho a destino. Abrió la puerta del 3.º D un cocinero, que bien pudo pensar que mi objetivo era restituirle el pajizo, pero que resultó, sometido a examen, ser otro: el chef de la señora de Anglada. Lo engrupí con una tarjeta de Julio Cárdenas, en la que puse una figurita confidencial, cosa que la señora me diera paso creyendo que yo era Cárdenas. Al rato, dejando atrás piletas de lavar y heladeras, arribé a un saloncito en que usted goza de los últimos adelantos, como ser luz eléctrica y canapé para la señora acostada, que le daba masaje uno de los japoneses y otro con pinta de foráneo le cepillaba el pelo, que era, como vulgarmente se dice, un ensueño de oro, y un tercero, que por lo aplicado y chicato debía ser profesor, iba poniéndole de plata las uñas de los quesos. La señora portaba sobre el cutis un batón de entrecasa y la sonrisa que lucía resultaba un timbre de honor para su mecánico dental. Los ojos claros me miraban como si fueran otros tantos amigos con pestaña postiza. Medio trastabillé cuando computé más de un masajista y a gatas pude mascullar entre los bigotes que el más pasmado con la zafaduría de la tarjeta era yo, que ni soñaba que le hubieran puesto el dibujo.
—Esa figurita es un rico y no me venga con prejuicios —contestó la señora con una voz que me cayó como una barra de hielo en el estómago.
Suerte que soy un hombre de mundo. Sin perder el conocimiento me puse a pincelar a toda furia un gran sinóptico del historial de Sportivo Palermo y tuve la bolada que los japoneses me corrigieran los errores más crasos.
La señora, que para mí no es deportiva, nos interrumpió al rato largo:
—Usted no vino para hablar como la radio que da los partidos —me dijo—. Para eso no se presentó nadando en la ropa con olor a bife a la criolla.
Aproveché ese puente que me tendiera y le chanté con renovado brío:
—¡Goal de River, señora! Mi móvil era hablar de la vista, o sea del libreto, que ustedes enfrentaron anoche. Un Gran Libro, Producto de un Cráneo Gigante. ¿No le parece?
—Qué me va a parecer esa opiata. Nada, pero nada, le gustó a Telescopio Cárdenas.
Me permití una mueca mefistofélica.
—Esa opinión —le contesté— no me altera el metabolismo. Lo que yo hago hincapié es la promesa conjunta de que usted se va a emplear enteritis para que la S. O. P. A. filme mi vista. Júrelo y cuente con el eterno silencio de este hombre tumba.
No tardé en obtener respuesta:
—El eterno silencio es atacante —dijo la señora—. Si a una mujer lo que la vuela es que no reconozcan que valgo más que Petite Bernasconi.
—Yo conocí un Bernasconi que los calzaba de horma 48 —le retruqué—, pero deje tranquilo el renglón zapatos. Lo que a usted le importa, señora, es colocar mi cinejoya en la S. O. P. A., no sea el diablo que un pajarito le vaya con el cuento a su señor esposo.
—Ya me perdí —opinó la señora—. Para qué tuvo que decir lo que no le entiendo.
El merengue se brindaba difícil, pero estuve a la altura.
—Esta vuelta me va a entender. Hablo de la pareja delictuosa que usted compone con ese susodicho de Cárdenas. Es menudencia que puede interesar a su maridito.
Mi frase bomba se apuntó un fiasco. Los japoneses se rieron que daba gusto, y la señora, entre la chacota, me dijo:
—Para eso se costeó con la ropa grande. Si le va con la historia al pobre Carlos, le dirá chocolate por la noticia.
Recibí el impacto como un romano. Apenas si atiné a manotear el sillón giratorio para no rodar insensible bajo el quillango. ¡La manganeta que yo labrara con tanto cariño, destruida, tristemente aventada, por el eterno femenino! Como decía el dientudo de la otra cuadra: con las mujeres es matarse.
—Señora —le dije con la voz tembleque—, yo seré un incorregible, un romántico, pero usted es una inmoral que no recompensa mi desvelo de observador. Estoy francamente desencantado y no le puedo prometer que me repondré de este golpe en un término prudencial.
Mientras daba curso a estas palabras sentidas, ya me había encaminado hasta la puerta. Entonces, accionando con el rancho negro del cocinero, me di vuelta despacio para espetarle con amargura y dignidad:
—Sepa que yo no pensé contentarme con que usted me apoyara para la vista; encima, iba a sacarle plata. Yo soñé que en ciertas esferas los valores se respetaban. Me equivoqué. Salgo de esta casa como he entrado, con las manos limpias. No se dirá que he percibido un solo vintén.
Chantado que le hube estas verdades, me encasqueté a dos manos el rancho negro hasta tocar los hombros con las alas.
—¿Para qué quiere plata si de cualquier modo es de familia mamarracho? —me gritó la oligarca desde el diván, pero yo había ganado la antecocina y no le oí.
Le juramento que gané la salida en estado de avanzada efervescencia, con la materia gris hecha un ventilador y la transpiración que ya licuaba la pechera que me emprestó el mozo nochero del Popolare.
So pena de encrostar el indumento de mis patrocinantes, atravesé con rectitud de bólido humano el tráfico liviano de las dieciséis y tantas p. m., hasta perder presión. Diga lo que diga el positivismo, súbito se produjo el milagro: tranquilo, bonancible, profundamente bueno, humano en el más fecundo sentido de la palabra, pleno de perdón por todo lo creado, me encontré de golpe en la Pizzería Jardín Zoológico, embuchando como un hombre sencillo una temeridad de ensaimadas, que (seamos alguna vez sinceros) me sentaron más gustosas que todos los menús a la francesa de esta triste Mariana. Yo era como el filósofo encaramado al último travesaño de la escalera, que ve a sus semejantes como hormigas y se ríe ja ja. La consulta alfabética de la guía de los teléfonos argentinos me confirmó la dirección del joven Cárdenas, que yo sabía hasta el cansancio. Constaté un facto que me olió feo: el miserable se domiciliaba en un barrio de lo más misho que se puede pedir. Pato, patógeno, patuso, dije con amargura. La penosa confirmación arrojaba un solo saldo favorable: Cárdenas vivía a la vuelta de casa.
Confiado que los prestamistas del Popolare no me reconocerían fácil, en base a que yo portaba un vestuario que no era el habitual, repté como la solitaria frente a las propias puertas del mencionado establecimiento de restaurant.
Entre el garaje de Q. Pegoraro y la fábrica de sifones registré de visu un inmueble de planta baja y proporciones netamente modestas, con sus dos balconcitos de imitación y la puerta con llamador. Mientras medía ese inmueble con la mirada, para insultarlo bien, abrió la puerta una persona de respeto, sexo femenino y calzado chancleta, que identifiqué, malgrado los años, como viuda de mi salvador y mamá de mi amigo. Le pregunté si Julito, en la ocasión, hacía acto de presencia. Lo hacía y pasé adentro. La señora me hizo revistar cuatro tinas locas y dijo no sé qué aburrimiento de que se estaba poniendo vieja —¡miren la novedad!— y que ya no servía más que para cuidar al hijo y a los jazmines. Así, entre insulseces, llegamos al comedor, que también daba al otro patio, donde alcancé muy pronto a verificar al mocito Cárdenas, que, favoreciendo a la producción extranjera, se hallaba ensimismado en el tomo 3 de la Historia Universal de Cantú.
En cuanto la señora mayor se batió en retirada, le palmié la espalda a Julio que casi sacó boleto para Cosquín con la tos de perro, y le espeté con el aliento encima:
—¡Pum, pataplúm! Se descubrió el pastel y a vos, m’hijito, me parece que se te acabaron los cortes. Vengo a tributarte mi pésame.
—Pero ¿de qué me habla, Urbistondo? —dijo tratándome por mi apellido, como si no me conociera bastante para llamarme Catanga Chica.
Con el propósito de ponerlo cómodo, me saqué la dentadura que me emprestara el pinche del Popolare y la descargué sobre la mesa, amenizando la maniobra con un festivo y alarmante guau-guau. Cárdenas vino de color ámbar pálido y yo, que veo bajo el agua, acaricié la viva sospecha que se iba a desmayar con el susto. En vez me convidó con un cigarrillo, que rechacé de plano, para aumentar la nota de suspenso y de alta zozobra. Pobre desorientado, venirme con cigarrillos a mí, habituado a rolar en el Buenos Aires residencial, por no decir en el piso de lujo de la señora de Anglada esa misma tarde, sin ir más lejos.
—Llego directo a los concretos —le dije, anexando su cigarrillo—. Hablo de la pareja delictuosa que componés con una casada de nuestra élite. Es menudencia que puede interesar al maridito de la esposa de Carlos Anglada.
Se puso mudo como si le hubieran rebanado la carne de la garganta.
—Usted no puede ser tan miserable —me dijo al fin.
Le jugué una risa bromista:
—No me chumbes si querés sacarlo barato —le respondí con el amor propio picado—. O me concretás una interesante cuota en metálico, o la reputación de esa dama que mi pundonor se niega a nombrar quedará, si você m’entende, empañada.
La gana de castigarme y el asco parecían disputarse la voluntad del pobre irresoluto. Yo estaba consagrado a sudar frío las ensaimadas que asumí frente al Zoológico, para no decir nada de un fideo fino que prestigió el almuerzo, cuando, ¡viva yo!, ganó el factor asco. El contrincante se mordió los labios y me preguntó, como hablando con otro sonámbulo, cuánto pedía. Pobre de él. No sabía que soy duro con los blandos y blando y servicial con los duros. Claro que, como sistema nervioso, mi primera consigna fue marcha atrás. Cegado por la propia cudicia, no había previsto la pregunta u no podía materialmente salir a consultar a un asesor, de esos que nunca faltan en el Popolare, que me indicara la tarifa correcta.
—Dos mil quinientos nacionales —dije de golpe, con la voz engrosada.
Al ventajero se le demudó el color y en vez del correctivo que yo esperaba me pidió una semana. Yo soy el enemigo del pichuleo y lo emplacé a dos días vista.
—Dos días. Ni un minuto, ni un día, ni un año más. Pasado mañana, a las diecinueve y cincuenta y cinco clavadas, en la cabina telefónica número dos de Constitución, te venís con el toco en un sobre. Yo llevaré un pilot de goma y clavel rojo en el ojal.
—Pero, Catanga —protestó Cárdenas—, por qué nos vamos a costear si usted vive a la media cuadra.
Comprendí su punto de vista, pero llevo por lema no aflojar.
—En Constitución he dicho, pasado mañana, en la cabina dos. De no, no te acepto un centavo.
Descargué esas palabras inexorables, lustré la dentadura con el tapete verde, me la calcé con un segundo guau-guau, y, sin darle tan siquiera la mano, salí rápido, como el que teme que se le enfríe la sémola.
El lunes, a la hora combinada, cuál no sería mi sorpresa al encontrarme en plena Constitución con el mozo Cárdenas que, con el semblante severo, me hizo entrega de un sobre. Cuando lo abrí donde usted sabe, ahí estaba la plata.
No sé por qué salí con la mente puesta en chorizo y en chocolate. Detuve en seco a un 38 y en mi calidad de uno de los 36 pasajeros sentados, pero parado, no cejé hasta que el coche de tranvía me repatrió en la esquina de Darragueira. La serata pintaba favorable: como quien no quiere la cosa, me dejé caer en el Nuevo Parmesano, donde antes de encerrarme en la cama jaula quise festejar la victoria, recorriendo, sin tanto apuro, el renglón sopas. Pavesa, cultivadora y de arroz ya eran etapas superadas y el regusto de la buseca se abría camino entre la cebolla cuando, al portar a mis fauces un Semillón último modelo, vi que en la puerta giratoria se estaban riyendo unos masajistas.
Previo examen me pudieron identificar: yo era el señor del saco inmenso, con olor a comida, que pasó a extorsionar a la señora Mariana y ellos los japoneses de la misma ocasión. Por el puro aburrimiento de comer solo y para dejar bien sentado que estaba en fondos, multipliqué las manifestaciones de afecto y antes que me pudiera desdecir, ya degustaban en mi mesa, en número de cuatro, el pastel de fuente. La torta pascualina los entretuvo mientras yo embolsaba la sémola. Los tintoreros meta Bilz, hasta que me dio un poquito de rabia la contumacia. Para inculcarles lo que es bueno pasé del vino Toro al vino Titán, regando el minestrón con sidra La Farruca. La raza amarilla, en las primeras de cambio, se hacía dura para seguirme, pero yo como fierro. A lo campeón de estilo pecho mandé a rodar de un saque circular los envases de Bilz, que a no ser por el calzado de doble suela usted se lastimaba los pieses. Medio acalorado, vaya usted a fantasear por qué, lancé mi primer guau-guau de la noche y emplacé al mozo a que fuera reponiendo los vidrios rotos con sus buenas botellas de espumante. ¡Lo que es conmigo van a aprender a distinguir un Moscato de un café con leche con medias lunas! les grité a mis amigos. Había elevado, lo confieso, la voz y los pobres nipones, aturullados, tuvieron que vencer la repugnancia y besar los golletes. ¡A beber tocan, a beber tocan! les gritaba con la cara encima este energúmeno, uniendo el ejemplo al precepto. ¡El escorchador veterano, el farrista en forma, el gran bufón de las cuchipandas de Villa Gallinal, renacía en mí, formidable! Los pobres me miraban desinteresados. Yo no quise exigirles muy mucho esa primera noche, porque el japonista no tiene aguante y viene como embriagado con el mareo.
El martes de matina el mozo me dijo que cuando rodé por tierra los japoneses me cargaron y me dejaron en mi propia cama. Esa noche luctuosa manos desconocidas me aligeraron de dos mil quinientos pesos. La ley me amparará, tenté decir con la garganta, como lengua de loro y en menos tiempo que usted tarda en hacer unos buchecitos, ya estaba yo en la seccional auxiliando con franco desinterés a las fuerzas del orden. Señor Auxiliar, repetí, yo sólo pido que descubran al desorbitado que me robó los dos mil quinientos pesos y que me devuelvan el importe del hurto y que descarguen todo el peso del código sobre ese vil malandra. Mi petitorio era simple, como toda melodía arrancada a un gran corazón, pero el Auxiliar, que es un detallista que ama andar por las ramas, me vino con preguntas del todo ajenas y para las que yo, sinceramente, no estaba preparado. Sin ir más lejos ¡pretendió que yo le explicara el origen de ese dinero!
Comprendí que nada bueno podría salir de esa curiosidad malsana y abandoné la comisaría a toda furia. A las dos cuadras, en el negocio que puso N. Tomasevich, que es la eminencia gris del Popolare, ¿con quiénes me topo? Cuando lo sepa le viene la conmoción cerebral. Con los japoneses, muertos de risa y con ropa nueva, que se estaban comprando bicicletas. ¡Un japonés en bici, hágame el obsequio! Infantiles, irremisiblemente infantiles, no sospechaban la tragedia que carcomía mi pecho de hombre y apenas contestaron con la risita al superficial guau-guau que les arrojé desde la otra vereda. Se alejaron a impulso del pedal, la urbe indiferente los tragó, sin una sola mueca.
Yo vengo a ser como la pelota de goma, que cuando la patean, rebota. Luego de permitirme un alto en la ruta (cosa de atracar en mi mesita del Popolare, para cargar un litro de sopa), llegué marcando un tiempo meritorio a la casa, por lo demás hipotecada, de Julio Cárdenas. El propio interesado me abrió la puerta.
—¿Sabe, compañerazo —le dije, ensartándole el índice en el umbligo— que los dos ayer nos costeamos al puro ñudo? Así es, Julito, y no llore. Hay que ponerse a tono con la época, hay que ir a los papeles. El que no corre, vuela. Para que el asunto tome color me tenés que abonar la segunda cuota. Aprendete el guarismo de memoria: mangangases, dos mil quinientos.
El punto vino de una tesitura terrosa que parecía el monumento a la miga y balbuceó no sé qué despropósito que no le quise oír.
—Nuestra consigna debe ser no fomentar sospecha —le recalqué—. Mañana miércoles, a las diecinueve y cincuenta y cinco te espero en el pie de la estatua de D. Esteban Adrogué, en el foco suburbano del mismo nombre. Yo iré de rancho negro, prestado; vos podés agitar un diario en la mano.
Salí sin darle tiempo en que me estrechara la mía. «Si mañana percibo», me dije, «hago promesa de volver a invitar a los japoneses».
Esa noche casi no dormí con la gana de acariciar el papel moneda. El larguísimo día tocó a su fin. A las diecinueve y cincuenta y cinco en punto ya hacía un rato largo que circulaba, bajo el rancho negro de referencia, por los perímetros de la estatua. La lluvia, que a las diecisiete y cuarenta no superaba los ribetes de una persistente garúa, revistió contornos enérgicos a partir de las cuarentinueve y temí que el farol y el propio señor Adrogué, juguetes del pampero huracanado, se me pusieran de sombrero.
Del otro lado de la plaza, cerca del eucalipto que no ostentaba ni un rato de sosiego, había todo un quiosco, que me brindaba un asilo precario, si me daba su venia el señor diariero. Otro menos de su palabra que yo no se hubiera quedado como tabla, desafiando los elementos y con el rancho negro medio pastoso, que me renegría la cara; el joven Cárdenas, digamos, que brilló por su ausencia. Hasta las veintidós no cejé, duro bajo la ducha, pero todo tiene su fin, hasta la paciencia de un santo. ¡La sospecha de que Cárdenas no venía mereció mi atención! Sin más aplausos que los de mi propia conciencia, me enrosqué, por fin, en el ómnibus. Al principio, las francas alusiones de los pasajeros que yo empapaba medio me distrajeron, pero no bien la embocamos en Montes de Oca intuí la plena magnitud del suceso: ¡Cárdenas, a quien no trepidé en llamar amigo, no había concurrido a la cita! ¡El famoso caso del ídolo que lleva pies de barro! Del ómnibus pasé al subterráneo y del subterráneo a casa de Cárdenas, sin tan siquiera plantificarme en el Popolare, a confortar el vientre con una sémola, a riesgo de que el personal me castigara por haber malgastado el rancho negro en teñir la cara y demás indumento. Con todos mis pieses y manos di en patear la puerta de calle, tonificándome para la empresa con mi ya clásico y violento guau-guau. El propio Cárdenas abrió.
—El buen corazón rinde a pura pérdida —le espeté, calándolo hasta el osatura con una sola palmada—. Tu mentor financiero, tu segundo padre, meta esperar al pie de la lluvia y vos, inactivo, bajo techo. ¡Apreciá mi disgusto! Ya te creía moribundo, indispuesto (porque sólo un cadáver podía faltar a tu cita de honor) y aquí te vengo a sorprender más sano que una sopa de avena. Si es para escribir un libro.
Me dijo no sé qué disparate, pero yo como si me hablara en inglés.
—Si podés, ponete razonable —le dije con la cara encima—. ¿Qué fe puedo depositar en vos si entrás a fallar en las primeras de cambio? Si tiramos juntos, podemos recorrer un largo camino; de no, temo que el más negro fracaso ponga el punto final a nuestros sueños. Comprendé que no se trata ni de vos ni de mí, simple combinación de dos o tres átomos; se trata de dos mil quinientos pesos. A formar, a formar, se ha dicho.
—No puedo, don Urbistondo —fue la respuesta—. No tengo plata.
—¿Cómo no vas a tener si tuviste la vez pasada? —le contesté a vuelta de correo—. Sacá los pezzolanos de ese colchón que ha de ser como el cuerno de la abundancia.
Medio dificultoso para hablar, al fin respondió:
—La plata no era mía. La saqué de la caja de la empresa.
Lo miré con asombro y asco.
—¿Estoy departiendo, entonces, con un ladrón? —le pregunté.
—Sí, con un ladrón —respondió esa pobre cosa.
Yo me lo quedé mirando y le dije:
—Pedazo de imprudente, no te das cuenta que eso me robustece. Mi soberanía ahora es incuestionable. Por un lado te domino con el desfalco a la empresa; por el otro, con las picardías de la señora.
Lo último se lo espeté desde el suelo, porque ese débil de espíritu me estaba propinando una soba que bueno, bueno. Claro está que al ratito, con el mareo de la biaba, la arquitectura de la frase me salió deficiente y el pobre púgil, a duras penas, consiguió entender:
—Pasado mañana… diecinueve y cincuenta y cinco… coronando la Plaza de Cañuelas… última tolerancia… dos mil quinientos de la nación distribuidos en sobre único… no me pegués tan fuerte… yo portaré pilot y clavel… a un amigo de tu viejo no le pegués tan fuerte… ya me sacaste la chocolata, date un respiro… sabés que soy inexorable… la función no se suspenderá por mal tiempo… andá con Borsalino tirando a verde…
Lo último se lo espeté desde la vereda, porque hasta allí me acompañó a puntapieses.
Recobré la vertical como pude, y aquí me caigo, aquí me levanto, gané la cucha, donde gocé de un sueño bien merecido. Me dormí con la cantinela: dos noches y dos días y soy dueño de dos mil quinientos curso legal.
La tarde de la cita llegó por fin. A mí me barrenaba el sobresalto de que el paganini viajara en el mismo tren. Si la carambola se daba ¿qué hacer? ¿Caer en brazos uno del otro, retrasar el saludo hasta coronar la Plaza de Cañuelas, volver en diferente convoy o en el mismo convoy en diferente coche? Tanta incógnita interesante me daba fiebre.
Respiré al no ver en el andén a Cárdenas, de Borsalino y con sobre. Qué iba a verlo a ese informal que no vino. Mismo que en Adrogué estuve de plantón en Cañuelas; en todos esos pueblos del sur no hace más que llover. Juré cumplir con el dictado de mi conciencia.
Farfarello, al día siguiente, me recibió con la sonrisita glacial. Yo malicié que tenía miedo que lo viniera a amolar con mi cinejoya. Le quité la espina al respecto.
—Señor —le dije—, me presento en carácter de caballero para depositar una delación. Usted computará lo que vale; en el peor de los casos medio me consolará la seguridad de haber cumplido con mi deber. Me inspira, le soy franco, el prurito de ganar la amistad de la S. O. P. A.
El señor Farfarello me contestó:
—Laconismo se llama la manera de ganar esa amistad. Para mí que le pegaron esa paliza para que se callara la boca, que más tiene de umbligo.
El tono de confianza me hizo explayarme.
—Usted, señor, alberga una serpiente en su seno. Ese ofidio es el empleado Julio Cárdenas, conocido en el hampa por Telescopio. No le basta faltar a la moral en este severo recinto: con fines inconfesables les ha robado dos mil quinientos pesos.
—La acusación es grave —me aseguró, con facha de perro—. Cárdenas ha sido, hasta ahora, un empleado correcto. Voy a buscarlo, para proceder al careo. —Desde la puerta, agregó—: Usted tomó la precaución de venir ya golpeado, pero algún punto de la trompa le queda para que se la pongan como tomate.
Me pregunté si Cárdenas no volvería a violentarse y me retiré, sin más, a la inglesa.
Con el mismo empuje con que bajé de un saque los cuatro pisos, escalé un micro de la Corporación, formato gigante. Cosa de fenecer de rabia: si no pasa el rodado enseguida, asisto a un espectáculo jefe: Cárdenas, descubierto el desfalco, zambulle desde el cuarto piso del edificio propio de la S. O. P. A. y queda difundido en el pavimento como una tortilla Gramajo. Sí, señor, el tarado se suicidó, según usted mismo lo supo por la fotito que trajeron los vespertinos. Me perdí la función, pero una de nuestras grandes almas argentinas (mi hermano de leche, el doctor Carbone) tienta consolarme, observando, con lujo de detalles, que si yo me demoro, recibo en pleno coco los sesenta kilos de Cárdenas y el finado soy yo. Tiene razón el Momo Carbone, la Providencia está de mi lado.
Esa misma noche, sin dejarme afectar por la deserción de mi socio, calcé el Birloco y remití una carta, de la que guardo copia, que usted no se escapará de escuchar:
Señor Farfarello:
De mi consideración: Aguardo de su proverbial hidalguía que usted confiese que al pintarle yo al grosso modo la negra delincuencia de Cárdenas, pensó que el encomiable celo que me inspira todo lo que respecta a la S. O. P. A., me impeliera acaso a cargar las tintas, formulando una «grave acusación», del todo ajena a mi carácter. LOS HECHOS HAN VENIDO A JUSTIFICARME. El suicidio de Cárdenas patentiza que mi acusación era exacta y no uno de tantos bolazos de fantasía. Una tenaz y desinteresada campaña, dirigida con suma prolijidad y a costa de desvelos y sacrificios me ha permitido, al fin, desenmascarar a un amigo. Este cobarde se ha hecho justicia por su mano, sustrayéndose al código, conducta que soy el primero en repudiar.
Sería lamentable de todo punto que la filmadora de que usted es digno gerente no reconociera mi labor en pro de la empresa, labor para la cual inmolé gozoso mis mejores años.
Suyo afectuosísimo,
(Sigue la firma)
Confiada esa carta al buzón de toda confianza que revista frente mismo del Popolare, pasé cuarenta y ocho horas de alto voltaje, que no constituyeron, por cierto, el bálsamo de paz que el hombre moderno requiere, unos más y otros menos. ¡Lo que me aborrecieron los carteros! No le exagero si le juro que me puse insufrible y hasta cargoso, averiguando si no portaban carta particular a mi nombre, con el clásico membrete de la S. O. P. A. En cuanto me veían plantificado en la puerta ponían la carucha tan triste que yo adivinaba que la contestación no había llegado; no por eso renunciaba a interrogarlos a fondo y a pedirles inútilmente que volcaran el carterón en el primer patio, cuando no en el zaguán, para gozar yo mismo la sorpresa de encontrar el sobre esperado.
No llegó, pucha digo.
En vez llamó el teléfono. Era Farfarello para citarme esa misma tarde en el local propio de Munro. Me dije: Mi carta bomba, de un calor tan humano, les ha llegado al tuétano.
Me preparé como para la noche de bodas; buches contra el aliento, tuse del pelo, lavada con jabón amarillo, ropa interior facilitada directamente por el personal del Popolare, sacón a la medida del cocinero, guantes patito y un par de pezzutos en el bolsillo, para afrontar cualquier emergencia.
Después, ¡al ómnibus! En la S. O. P. A. estaban Persky, Farfarello, el Pibe del Centro y el mismo Rubicante. También la Nena Nux, que yo pensé que era para el rol protagónico.
Me equivoqué. La Nena Nux era para el papel de mucama, porque el de la muñequita social lo hizo, como ya a nadie le está permitido ignorar, Iris Inry. Me felicitaron por la carta, el doctor Persky se mandó discursito peso medio pesado, ponderando mi prueba de lealtad y procedimos a firmar la contrata y a descorchar al señor Arizu. Brindamos por el éxito de la producción, ya medio alegrones.
La filmación relámpago se produjo en vastos escenarios naturales y en escenarios de Sorolla que, dijera el doctor Montenegro, «no acaba de ser un pincel, pero es, ya, una paleta». El suceso, en el Centro y en los barrios, convenció a más de un pesimista que la quimera de un séptimo arte argentino no es a esta hora un imposible. Luego estrené ¡Se suicidó para no ir preso! y después La lección de amor en el Barrio Norte. No se sonría hasta mostrar las caries molares; el último título no lo puse para publicar a los cuatro vientos los clásicos que me he corrido, y me corro, con la señora Mariana. Au plaisir, Ustáriz. Aquí tiene las plateas para la première de Un hombre de éxito. Me voy como si hubieran cocinado la sémola en nafta de aviación; no hay que hacer esperar a las damas.
Pujato, 21 de diciembre de 1950