Hôtel des Eaux, Aix-les-Bains,
25 julio 1924.
1
Querido Avelino:
Te pido que disimules la carencia del membrete oficial. El infrascrito ya es todo un cónsul, en representación del país, en esta adelantada ciudad, meca del termalismo. Igual que no dispongo todavía de papel y sobres reglamentarios, tampoco me entregaron el local, donde flameará la celeste y blanca. En el ínterin me las arreglo como puedo en el Hôtel des Eaux, que ha resultado un fiasco. Detentaba hasta tres estrellas en la guía del año pasado y ahora lo eclipsan establecimientos menos de confianza que bambolleros, que figuran como palaces, gracias a la colocación de avisos. El elemento, hablando claro, no ofrece perspectivas halagüeñas para el lancero criollo. El sector mucamas responde tarde y mal a las emergencias de un paladar severo y, en cuanto a la clientela del hotel… Ahorrándote una lista de nombres que no vienen al caso, paso a la palpitante noticia de que por aquí lo que menos falta son viejas, atraídas por la Fata Morgana del agua sulfurosa. Paciencia, hermano.
Monsieur L. Durtain, el patrón, es, no hesito en declararlo, la primera autoridad viviente en la historia de su propio hotel, y no pierde ocasión de lucirla, explayándose con la más variada amplitud. A ratos incursiona en la vida íntima de Clementine, el ama de llaves. Noches hay, te lo juro, que no acabo de conciliar el sueño, de tanto barajar esas patrañas. Cuando por fin me olvido de Clementine, entran a molestarme las ratas, que son la plaga de la hotelería extranjera.
Abordemos tópico más encalmado. Para ubicarte un poco intentaré un brochazo, a grandes rasgos, de la localidad. Ite haciendo a la idea de un largo valle entre dos filas de montañas que, si las comparás con nuestra cordillera de los Andes, no son gran cosa que digamos. Al cacareado Dent du Chat, si lo ponés a la sombra del Aconcagua, tenés que buscarlo con microscopio. Alegran a su modo el tráfico urbano los pequeños ómnibus de los hoteles, atestados de enfermos y de gotosos, que se dan traslado a las termas. En cuanto al edificio de las mismas, el observador más obtuso remarca que constituyen un duplicado reducido de la Estación Constitución, menos imponente, eso sí. En las afueras hay un lago chiquito, pero con pescadores y todo. En el casquete azul, las nubes errabundas tienden a veces cortinados de lluvia. Gracias a las montañas no corre el aire.
Rasgo aflictivo que señalo con las más vivas aprensiones: AUSENCIA GENERAL, POR LO MENOS EN ESTA TEMPORADA, DEL ARGENTINO, ARTRÍTICO O NO. Cuidado que la noticia no se vaya a infiltrar en el ministerio. De saberla me cierran el consulado y quién sabe dónde me despachan.
Sin un compatriota con quien relincharme, no hay modo de matar el tiempo. ¿Dónde topar con un fulano capaz de jugar un truco de dos, aunque para el truco de dos a mí no me agarran? Es inútil. El abismo no tarda en profundizarse, no hay lo que vulgarmente se llama un tema de conversación y el diálogo decae. El extranjero es un egoísta, que no le interesa más que lo suyo. La gente aquí no te habla sino de los Lagrange, que están al llegar. Te lo digo francamente: a mí ¿qué me importan? Un abrazo a toda la barra de la Confitería del Molino. Tuyo,
Félix Ubalde, el Indio de siempre.
2
Querido Avelino:
Tu postal me ha traído un poco del calor humano de Buenos Aires. Prometeles a los muchachos que el Indio Ubalde no pierde la esperanza de reintegrarse a la barra querida. Por aquí todo sigue el mismo tranco. Todavía el estómago no termina de tolerar el mate, pero a pesar de todos los inconvenientes que son de prever yo insisto, porque me hice el propósito de matear cada santo día, mientras esté en el extranjero.
Noticias de bulto, ninguna. Salvo que antenoche un alto de valijas y de baúles atrancaba el pasillo. El mismo Poyarré, que es un francés protestador, puso el grito en el cielo, pero se retiró en buen orden cuando le dijeron que toda esa talabartería era de propiedad de los Lagrange o, mejor dicho, Grandvilliers-Lagrange. Cunde el rumor de que se trata de unos señorones de fuste. Poyarré me pasó el dato que la familia de los Grandvilliers es de las más antiguas de Francia, pero que a fines del siglo XVIII, por circunstancias que maldito me incumben, cambió un poco de nombre. Macaco viejo no sube a palo podrido; a mí no me engatusan fácil y me dejo caer con la pregunta de si esta familia, para la que no dieron abasto los dos changadores del hotel, serán de veras tan señorones o simples hijos de emigrantes, que se han llenado los bolsillos. Hay de todo en la viña del Señor.
Un episodio de apariencia banal me resultó reconfortante. Estando en el salón comedor, adosado a mi mesa inveterada, con una mano prendida del cucharón y la otra en la panera, el aprendiz de mozo me sugirió que me diera traslado a una mesita de emergencia, junto a la puerta de vaivén, que el personal, cargado de bandejas, pugna en abrir a las patadas. Por poco me salí de la vaina, pero el diplomático, ya se sabe, debe reprimir los impulsos y opté por acatar con bonhomía esa orden tal vez no refrendada por el maître d’hôtel. Desde mi retiro pude observar con toda nitidez cómo la cuadrilla de mozos arrimaba mi mesa a otra más grande y cómo la plana mayor del comedor se doblaba en serviles reverencias ante el arribo de los Lagrange. Mi palabra de caballero que no los tratan como si fueran basura.
Lo primero que acaparé la atención del lancero criollo fueron dos chicas que, por el parecido, son hermanas, salvo que la mayor es pecosita, tirando a colorada, y la menor tiene las mismas facciones, pero en moreno y pálido. De vez en cuando un urso medio fornido, que ha de ser el padre, me echaba su mirada furibunda, como si yo fuera un mirón. No le hice caso y procedí al examen atento de los demás del grupo. Ni bien me sobre el tiempo, te los detallo a todos. Por ahora a la cucha y el último charuto de la jornada.
Un abrazo del Indio.
3
Querido Avelino:
Ya habrás leído, con sumo Interés, mis referencias en materia Lagrange. Ahora las puedo ampliar. Inter nos, el más simpático es el abuelo. Aquí todo el mundo lo llama Monsieur le Baron. Un tipo formidable: vos no darías cinco centavos por él, flaquito, de estatura de monigote y color aceituna, pero con bastón de malaca y sobretodo azul de buena tijera. Tengo de primer agua que ha enviudado y que el nombre de pila es Alexis. Qué le vamos a hacer.
En edad lo siguen su hijo Gastón y señora. Gastón frisa los cincuenta y tantos años y parece más bien un carnicero coloradote, en estado permanente de vigilancia sobre la señora y las chicas. A la señora no sé por qué la cuida tanto. Otra cosa son las dos hijas. Chantal, la rubia, que yo no me cansaría de mirarla, a no ser por Jacqueline, que a lo mejor le mata el punto. Las chicas son de lo más avispadas y te aseguro que resultan tonificantes y el abuelo es una pieza de museo, que mientras te divierte te desasna.
Lo que me trabaja es la duda de si realmente son gente bien. Entendeme: no tengo nada contra el medio pelo, pero tampoco olvido que soy cónsul y que debo guardar, aunque más no sea, las apariencias. Un paso en falso y ya no levanto cabeza. En Buenos Aires no corrés ningún riesgo: el sujeto distinguido se huele a la media cuadra. Aquí, en el extranjero, uno se marea: no sabés cómo habla el guarango y cómo la persona bien.
Te abraza, el Indio.
4
Querido Avelino:
El negro nubarrón se disipó. El viernes me arrimé a la portería, como quien no quiere la cosa y, aprovechando el sueño pesado del portero, leí en el memorándum: «9 a. m. Baron G. L. Café con leche y medialunas con manteca. Baron: ile tomando el peso.
Sé que estas noticias, tal vez no truculentas pero jugosas, merecerán también la atención de tu señorita hermana, que se desvive por todo lo alusivo al gran mundo. Prometele, en mi nombre, más material.
Un abrazo del Indio.
5
Mi querido Avelino:
Para el observador argentino, el roce con la aristocracia más rancia provoca verdadero interés. En este delicado terreno te puedo asegurar que entré por la puerta grande. En el jardín de invierno yo lo estaba iniciando a Poyarré, sin mayor éxito que digamos, en el consumo del mate, cuando aparecieron los Grandvilliers. Con toda naturalidad se sumaron a la mesa, que es larga. Gastón, a punto de emprender un habano, se palpó de bolsillos, para constatar la carencia de fuego. Poyarré trató de adelantárseme, pero este criollo le ganó de mano con un fósforo de madera. Fue entonces que recibí mi primera lección. El aristócrata ni me dio las gracias y procedió con la mayor indiferencia a fumar, guardándose en el paletó, como si no fuéramos nadie, la cigarrera con los Hoyos de Monterrey. Este gesto, que tantos otros confirmarían, fue para mí una revelación. Comprendí en un instante que me hallaba ante un ser de otra especie, de esos que planean muy alto. ¿Cómo ingeniármelas para penetrar en ese mundo de categoría? Imposible detallarte aquí las vicisitudes y los inevitables tropiezos de la campaña que desarrollé con delicadeza y tesón; el hecho es que a las dos horas y media yo estaba pico a pico con la familia. Hay más. Mientras yo departía del modo más correcto y chispeante, diciendo que sí a todo, como un eco, mi retaguardia era muy otra. Sofrenando visajes y pantomimas que me salían del alma, me atuve a la sonrisa enigmática y a la caída de ojos, dirigidas a Chantal, la pecosita, pero que, dada la ubicación de los circunstantes, hicieron blanco en Jacqueline, la de busto menos turgente. Poyarré, con el servilismo que le es propio, consiguió que aceptáramos una vuelta de anís; yo, para no ser menos, me sobresalté con el grito de «¡champagne para todos!», que felizmente el mozo echó a la broma, hasta que media palabra de Gastón le bajó el cogote. Cada botella descorchada fue como una descarga en pleno pecho y al escurrirme a la terraza, con la esperanza de que el aire me reanimara, vi mi rostro en el espejo, más blanco que el papel de la cuenta. El funcionario argentino tiene que cumplir con su rol y, a los pocos minutos, me reintegré, relativamente repuesto.
Sin más, el Indio.
6
Querido Avelino:
Gran revuelo en todo el hotel. Un caso que pondría en un zapato la perspicacia de un sabueso. Anoche, en la segunda repisa de la pâtisserie figuraba, según Clementine y otras autoridades, un frasco mediano, con la calavera y las tibias que anuncian el veneno para las ratas. Esta mañana, a las diez a. m., el frasco se ha hecho humo. El señor Durtain no hesitó en tomar los recaudos que los perfiles de la situación imponían; en un arranque de confianza que no olvidaré fácil, me despachó al trote a la estación ferroviaria, para buscar al vigilante. Cumplí, punto por punto. El gendarme, ni bien llegamos al hotel, procedió a interrogar a medio mundo, hasta las altas horas, con resultado negativo. Conmigo se entretuvo un buen rato y, sin que nadie me soplara, contesté casi todas las preguntas.
No quedó cuarto sin revisar. El mío fue objeto de un examen prolijo, que lo dejó lleno de puchos y colillas. Sólo ese pobre zanahoria de Poyarré, que tendrá sus cuñas, y —por supuesto— los Grandvilliers, no fueron molestados. Tampoco la interrogaron a Clementine, que había denunciado el hurto.
No se habló de otra cosa todo el día que de la Desaparición del Veneno (como algún diario dio en llamar al asunto). Hubo quien se quedó sin comer, por temor de que el tóxico hubiérase infiltrado en el menú. Yo me reduje a repudiar la mayonesa, la tortilla y el sambayón, por ser de color amarillo del matarratas. Portavoces aislados presumieron la preparación de un suicidio, pero tan ominoso pronóstico no se ha cumplido hasta la fecha. Sigo atento la marcha de los sucesos, que pasaré a historiarte en mi próxima.
A más ver, el Indio.
7
Querido Avelino:
El día de ayer, no te exagero, fue toda una novela de peripecias, que pusieron a prueba el temple de su héroe (ya maliciás quién es) con final imprevisto. Empecé por tirarme un lance. Durante el desayuno, de mesa a mesa, las chicas pusieron sobre el tapete el renglón excursiones. Yo aproveché un pitido oportuno de la cafetera, para deslizar el susurro: «Jacqueline, si luego fuéramos al lago…». Aunque me creas embustero, la respuesta fue: «A las doce, en el saloncito de té». A las menos diez yo estaba de facción, anticipando las más rosadas perspectivas y tascando el bigote negro. Por último apareció Jacqueline. Ni un segundo tardamos en escurrirnos al aire libre, donde noté que el eco de nuestros pasos era más bien toda la familia, inclusive Poyarré, que se había colado y nos pisaba, festivamente, los talones. Para el traslado recurrimos al ómnibus del hotel, que me salió más barato. De saber que a orillas del lago hay un restaurant, de lujo para peor, me trago la lengua antes de proponer el paseo. Pero ya era tarde. Acodada a la mesa, empuñando los cubiertos y arrasando con la panera, la aristocracia reclamaba el menú. Poyarré me susurró con el vozarrón: «Felicitaciones, mi pobre amigo. Por chiripa, se salvó del aperitivo». La sugerencia involuntaria no cayó en saco roto. La propia Jacqueline fue la primera en pedir una vuelta general de Bitter de Basques, que no fue la última. Después le tocó el turno a la gastronomía, donde no faltó ni el foie gras ni el faisán, pasando por el fricandeau y el filet, para redondearla con flanes. Empujose tanta comida con el descorche del Bourgogne y del Beaujolais. El café, el Armagnac y los cigarros de hoja rubricaron el ágape. Hasta Gastón, que es un cogotudo, no me escatimó la deferencia y cuando el barón en persona me pasó, en propia mano, la vinagrera, que resultó vacía, yo hubiera contratado un fotógrafo, para remitir la instantánea a la Confitería del Molino. Me la figuro ya en la vidriera.
A Jacqueline la tuve tentada de la risa, con el cuento de la monja y el papagayo. Acto continuo, con la desazón del galán al que se le terminan los temas, dije lo primero que se me ocurrió: «Jacqueline, ¿si luego fuéramos al lago?». «¿Luego?», dijo ella y me dejó con la boca abierta. «Vamos más pronto que ligero».
Esta vez nadie nos siguió. Estaban como Budas con la comida. Bien solitos los dos, bordeamos la chacota y el flirt, dentro del marco impuesto, claro está, por el alto nivel de mi acompañante. El rayo solar pirueteó su fugitivo garabato sobre las aguas de anilina y la naturaleza toda tomó altura para responder al momento. En el redil balaba la oveja, mugía en la montaña la vaca y en la iglesia vecina las campanas rezaban a su modo. Sin embargo, como la formalidad se imponía, me cuadré a lo estoico y volvimos. Una tonificante sorpresa nos aguardaba. En el ínterin, los patrones del restaurant, so pretexto del cierre vespertino, habían conseguido que Poyarré, que ahora repetía como gramófono la palabra «extorsión», abonara la cuenta del total, complementando el pago con el reloj. Convendrás que una jornada como ésta da ganas de vivir.
Hasta la próxima, Félix Ubalde.
8
Querido Avelino:
Mi temporada aquí me está resultando un verdadero viaje de estudio. Sin mayor esfuerzo me aboco a un examen a fondo de esa napa social que, dicho sea de paso, está a punto de agotamiento. Para el observador alertado, estos últimos retoños del feudalismo constituyen un espectáculo que reclama algún interés. Ayer, sin ir más lejos, a la hora del té en el saloncito, Chantal se presentó con una fuentada de panqueques cargados de frambuesas, que ella misma, por deferencia del pastelero, preparara en las propias cocinas del hotel. Jacqueline les sirvió a todos el five o’clock y me arrimó una taza. El barón, sin más, inició el ataque a los manjares, copando hasta dos por mano, mientras nos hacía morir de la risa, alternando casos y anécdotas, del color más subido, con una retahíla de burlas a los panqueques de Chantal, que declaró incomibles. Declaró que Chantal era una chambona, que no sabía prepararlos, a lo que Jacqueline le observó que más le valía no hablar de preparaciones, después de lo ocurrido en Marrakesh, donde el gobierno lo salvó como pudo, repatriándolo a Francia en la valija diplomática. Gastón la paró en seco, pontificando que no hay familia a la que le falten casos delictuosos y aun censurables, que es del peor gusto ventilar ante perfectos desconocidos, entre los que embóscase uno de nacionalidad extranjera. Jacqueline retrucole que si al dogo no se le ocurre meter el hocico en el obsequio del barón y caer redondo, Abdul Melek no cuenta el cuento. Por su parte Gastón se limitó a comentar que felizmente en Marrakesh no se practicaba la autopsia y que según el diagnóstico del veterinario que atendía al gobernador se trataba de un ataque de surmenage, tan común entre los caninos. Yo asentía por turno con la cabeza a lo que cada uno alegaba, avistando al soslayo cómo el viejito no perdía tiempo y se anexaba más y más panqueques. Yo no soy manco y me las arreglé, como quien no quiere la cosa, para quedarme con el sobrante.
À l’avantage, Félix Ubalde.
9
Mi querido Avelino:
Agarrate bien que ahora te remito una escena de esas que te hielan la sangre en el Gaumont. Esta mañana, yo me deslizaba lo más campante por el corredor de alfombra colorada que desemboca en el ascensor. Al pasar ante la pieza de Jacqueline, no dejé de notar que la puerta de referencia estaba a medio abrir. Ver la hendija y filtrarme fue todo uno. En el recinto no había nadie. Sobre una mesa de ruedas dominé, intacto, el desayuno. Mi madre, en eso resonaron pasos de hombre. Como pude me perdí de vista entre los abrigos colgados en la percha.
El hombre de los pasos era el barón. Furtivamente se arrimó a la mesita. Yo casi me traiciono por la risa, adivinando que el barón estaba a punto de engullirse el alimento de la bandeja. Pero no. Extrajo el frasco de la calavera y las tibias y, frente a mis ojos, que retrataban el espanto, espolvoreó el café con un polvillo verdoso. Misión cumplida, se retiró como había entrado, sin dejarse tentar por las medias lunas, también espolvoreadas. No tardé en sospechar que maquinase la eliminación de su nieta, tronchada por el hado, antes de tiempo. Me quedé con la duda de estar soñando. ¡En una familia tan unida y tan bien como los Grandvilliers no suelen suceder esas cosas! Venciendo la pavura, traté de acercarme como sonámbulo hasta la mesa. El examen imparcial confirmó la evidencia de los sentidos: ahí estaba el café todavía teñido de verde, ahí las nocivas medias lunas. En un segundo sopesé las responsabilidades en juego. Hablar era exponerme a un paso en falso; de repente me habían engañado las apariencias y yo, por calumniador y alarmista, caía en desgracia. Callar podía ser la muerte de la inocente Jacqueline y acaso el brazo de la ley me alcanzara. Esta consideración final me hizo desgañitar en un grito sordo, cosa que el barón no me oyera. Jacqueline se asomó envuelta en una salida de baño. Principié, como la situación lo exigía, por el tartamudeo; después articulé que mi deber era decirle algo tan monstruoso que las palabras no querían salir. Pidiéndole perdón por la osadía le dije, no sin antes cerrar la puerta, que su señor abuelo, que su señor abuelo, y ya me atranqué. Ella se echó a reír, miré medias lunas y taza, y me dijo: «Habrá que pedir otro desayuno. Que el que envenenó Gran Papá lo sirvan a las ratas». Me quedé de una pieza. Con el hilo de voz le pregunté cómo lo sabía. «Todo el mundo lo sabe» fue su respuesta. «A Gran Papá le da por envenenar a la gente y, como es tan chambón, casi siempre le sale mal».
Fue sólo entonces que entendí. La declaración era concluyente. Ante mi visión de argentino se abrió de golpe esa gran terra incognita, ese jardín vedado al medio pelo: LA ARISTOCRACIA EXENTA DE PREJUICIOS.
La reacción de Jacqueline, aparte de su encanto femenino, sería, no tardé en constatarlo, la de todos los miembros de la familia, grandes y chicos. Fue como si me dijeran en coro, sin mala voluntad, «chocolate por la noticia». El propio barón, no me lo van a creer, aceptó con sonriente bonhomía el fracaso del plan que tanto desvelo le había costado y me repitió, pipa en mano, que no nos guardaba rencor. Durante el almuerzo menudearon las bromas y, al calor de la cordialidad, les confié que mañana era el día de mi santo.
¿Brindaron por mi salud en el Molino?
Tuyo, el Indio.
10
Querido Avelino:
Hoy fue el gran día. Son las diez de la noche, que aquí es tarde, pero no puedo retener la impaciencia y te informo con lujo de detalles. ¡Los Grandvilliers, por medio de Jacqueline, me convidaron a comer en mi honor, en el restaurant que está cerca del lago! En la proveeduría de un argelino alquilé ropa de etiqueta y el correspondiente par de polainas. Me habían apalabrado para las siete en el bar del hotel. A las siete y media pasadas, el barón compareció y, poniéndome la mano en el hombro, me dijo con una broma de mal gusto: «Dese preso inmediatamente». Llegó sin el remanente de la familia, pero todos ya estaban en la escalinata y pasamos al ómnibus.
En el local, donde más de uno me conoce de vista y me saluda con aprecio, comimos y charlamos a cuerpo de rey. Fue una cena a todo trapo, sin el menor lunar: el mismo barón bajaba vuelta a vuelta a la cocina, para supervisar las cocciones. Yo estaba entre Jacqueline y Chantal. Copa va, copa viene me sentí a mis anchas, como si estuviera en la calle Pozos, y hasta no vacilé en modular el tango El ciruja. Al traducirlo a continuación, descubrí que la lengua de los galos carece de la chispa de nuestro lunfardo porteño y que yo había comido demasiado. Nuestro estómago, hecho a la parrillada y a la buseca, no se halla capacitado para tanto voulez-vous como requiere la gran cocina francesa. Cuando sonó la hora del brindis, trabajo me costó incorporarme en los remos traseros, para agradecer, no tanto en mi nombre como en el de la patria lejana, el homenaje a mi cumpleaños. Con la última gota de champagne dulce, nos batimos en retirada. Afuera respiré bien hondo la atmósfera y sentí un comienzo de alivio. Jacqueline me dio un beso en la oscuridad.
Te abraza, el Indio.
P. S. de la una a. m.: Los calambres han vuelto. Carezco de la fuerza para arrastrarme a la pera del timbre. El cuarto sube y baja a todo lo que da y yo sudo frío. No sé qué le habrán puesto a la salsa tártara, pero el gusto raro no amaina. Pienso en ustedes, pienso en la barra del Molino, pienso en los domingos de fútbol y…[1]