La salvación por las obras

1

Le doy mucha razón a mi colega de oficina don Tulio Savastano, que esta mañana estaba como fuera de sí con el entusiasmo de ponderar la fiesta ofrecida las otras noches por la señora Webster de Tejedor, a una vasta porción de sus amistades, en su residencia de Olivos. El que innegablemente asistió en persona a la fiesta fue José Carlos Pérez, figura de gran desplazamiento social con el apodo de Baulito. Escaso de cogote, fornido dentro de la ropa ajustada, bajo pero paquete y elástico, un patotero estilo guardia vieja, famoso por el mal genio y por las trompadas, el Baulito es por derecho propio un elemento popular y querido en todos los círculos, particularmente donde haya coristas y caballos.

Don Tulio, por el mismo hecho de llevarle los libros, goza de franco acceso a la casa de nuestro héroe, donde ha conseguido infiltrarse en las dependencias de servicio, sin perdonar la recepción ni el sótano de la bodega. Por el momento el Baulito le otorga toda su confianza y le revela, bajo forma de confidencia, entretelón que bueno, bueno. Hablo con fundamento; en cuanto lo diviso a don Tulio, me lo apestillo y no lo dejo en paz hasta sonsacarle los chismes de la víspera. Paso a la última hornada; esta mañana Savastano, para sacarme de algún modo de encima, puntualizó:

—Creer o reventar: el Baulito, que aunque parezca grupo se fatigó de la Tubiana Pasman, ahora le ha echado el ojo a la señorita Inés Tejerina, que viene a ser sobrina carnal de la señora de Tejedor, que dio el baile. La Tejerina es una preciosura de gran desplazamiento social y es rica y es joven. Le hace caso al Baulito; a veces ganas no me faltan de ir al Instituto Pasteur para que me apliquen una inyección contra la envidia. Pero el Baulito sabe lo que hace; quiere que las mujeres sean esclavas del déspota que lleva en la sangre y para tenerla en línea se puso a festejar en el baile a María Esther Locarno, una pariente pobre de la Tubiana, que dejó en lontananza a una juventud que nunca fue agraciada. La murmuración general concuerda en sostener que tiene otros defectos y peores. Estas cosas las sé porque me las dijo el propio Baulito, mientras contestaba una carta al club de boxeo y yo le pasaba la lengua por el estampillado.

Todo salió como una jugada del Gran Maestro ajedrecista Arlequín. La Tejerina estaba fula y el Baulito gozaba como si le hicieran cosquillas. Un detalle que le hizo gracia fue que la María Esther no le correspondió mayormente. Apreciá, si podés, el disparate: la mujer más desairada de la reunión haciéndole asco a ese candidato de lujo que es el Baulito. La Tejerina se aguantó como pudo, porque al fin y al cabo le han dado una educación esmerada; pero a las tres y quince de la mañana no resistió y la vieron salir corriendo y llorando. Hay quien alega que la culpa fue de empinar el codo, pero el consenso más generalizado es que lloraba por despecho, porque lo quiere.

Cuando fui a verlo al otro día, me lo encontré radiante al Baulito, dele rebote y salto en el trampolín de su pileta. A usted le daba gusto.

2

El miércoles reanudamos el diálogo. Savastano llegó con algún atraso, pero un servidor ya le había marcado la tarjeta. El hombre se reía como un aviso y en la solapa destacaba un clavel que ni el señor Zamora. Confidencia va, confidencia viene, me dijo:

—El Baulito anoche me consignó en el bolsillo una fuerte suma, con el objeto que adquiriera en la florería de la Avenida Alvear un ramo de claveles para la señorita Locarno y lo llevara en propia mano. Suerte que un familiar es florero en la Chacarita y que me hizo un precio; con la diferencia me aboné el viaje.

La señorita vive en los altos de una casa en Mansilla, esquina Ecuador, que la planta baja es un relojero. Subido que hube la escalera de mármol con la lengua de fuera, la propia interesada me abrió la puerta. La reconocí de inmediato por corresponder en un todo a la descripción del Baulito. La cara era de pocos amigos. Le entregué los claveles con la tarjeta y me preguntó por qué el señor Baulito se había molestado. Agregó que para no fatigarme ella cargaría con la mitad y me encargó, sin darme cinco, que llevara el remanente, con su tarjeta, a la señorita Inés Tejerina, que se domicilia en Arroyo. No tuve más remedio que obedecer, no sin antes reservar algunos claveles para mi señora, que es tan afecta. En lo de Tejerina, el propio portero se hizo cargo del sobrante.

Cuando le narré mi odisea, el Baulito dictaminó con una sencillez de alto vuelo, que me trajo a la memoria al señor Zarlenga: «Me gustan las mujeres que no se rinden al primer topetazo». Acotó que la tal Locarno no tenía un pelo de sonsa y que la remisión de las flores era todo un acierto para hacerla rabiar y patalear a la Tejerina.

3

Hasta la semana que viene Savastano se encastilló en uno de esos grandes silencios que presagian el nubarrón. Al fin le sonsaqué, a trueque de un Salutaris, lo sucedido. Explicolo:

—No pasa un día que yo no me presente en el piso alto con los claveles. Como sabe repetir el Padre Carbone, la historia se repite. Más de media hora tarda la señorita en abrir; ni bien me reconoce, me cierra en las narices la puerta, no sin antes pasarme una tarjeta. Dará que se la refriegue a la Tejerina y ya ni tan siquiera curiosea por qué el señor Baulito se molestó.

Hay más. Anteayer, en la mansión de Arroyo, el encargado de la librea me hizo pasar a la salita con un Figari, que era un verdadero candombe, y al rato la Tejerina me deslumbró con esos ojos enormes que derramaban lágrimas. Me dijo que por más que se golpeaba la cabeza contra las paredes del living, no acababa de entender lo que sucedía y que a veces pensaba que estaba a punto de perder la razón. Encima sentía el odio de esa mujer a la que nunca le hizo nada. Vez que telefoneaba al Baulito, vez que le colgaba el teléfono. Le contesté que si me remuneraba decorosamente, podía contar con un amigo desinteresado. Me adelantó una luca y salí. Qué distinta de la Locarno, reflexioné.

Ayer, al atracarme a lo de Locarno con el ramo de práctica, una sorpresa me aguardaba. La señorita ni se comidió a abarajarlo y desde el escalón de más arriba me gritó que ya estaba harta de esos embelecos que hay que ponerlos en agua y que la mañana siguiente no me arriesgara a presentarme sin una oferta sólida, un anillo de oro con esmeralda, de esos que están en la vidriera de la joyería Guermantes. A la tarde el Baulito en persona se emperró en efectuar él mismo la compra, con lo que me privó de la comisión. Entregué con todo éxito el donativo, que se lo enrosqué en el dedo anular de la uña cachaza. Antes de encaminarme a la oficina le di la fausta nueva al Baulito, que me recompensó con éstos de a mil. Andamos en la buena, como usted ve.

4

En la tenida subsiguiente Savastano siguió con su folletín:

—Envalentonado por el suceso del anillo, el Baulito se prendió del teléfono. Desde la puerta oí su voz máscula, que parecía un caramelo que preguntaba si le había gustado el anillo. Trastabillé a continuación cuando reconocí los improperios de esa ingrata sin alma, que le aconsejaba que le diera alguna vez un descanso al tubo y enseguida se lo colgó.

El Baulito lanzó una carcajada que no le salió convincente y me zampó otro mil para despistar.

Bien dicen que el porfiado saca mendrugo. Lejos de amilanarse en lo más mínimo, el Baulito, de punta en blanco, empuñó su temido bastón de varilla de ballena y me ordenó seguirlo para ver cómo un caballero arregla esas cosas. Como una sombra lo seguí con gran expectativa.

Junto con el Baulito subió a lo de la Locarno el viejo relojero holandés, para entregar un despertador. Cosa de no congestionar el acceso, me mantuve en la base de la escalera, como quien campanea. La puerta abriose hospitalaria. Desfigurada por la ira asomó la Locarno. Un guiño de la dama y el vejete, que no sabía que tenía que habérselas con un tigre del cuadrilátero, lo tomó por los hombros al Baulito, lo sostuvo en el aire y lo tiró escaleras abajo, donde lo abarajé apurado, no fuera que nos cascaran a los dos. El vigilante que acudió se hizo humo con el bastón y el rancho. El Baulito se incorporó como pudo y nos perdimos de vista en el primer taxi. En la puerta de su relojería, el pobre viejo, con su cara de queso de bola, se reía como un bendito.

5

Nuestro moderno Shahrazade, Savastano, retomó así la crónica:

—El Baulito, por cuyas venas corre pasta de vencedor, me ordenó, desde la nueva cama ortopédica, la inmediata compra de un reloj pulsera, de oro catorce, para alhajar aún más a la Locarno. Las radiografías habían cantado bien claro: cuatro costillas rotas, amén de las magulladuras en la calvicie y del yeso hasta el fémur; pero, ya se ve, el Espíritu se sonríe de la Materia.

Estaba dándome la plata cuando sonó el teléfono. «Ha de ser la Locarno, que se inquieta por mi accidente», intuyó, seguro, el Baulito. Se equivocaba. En la otra punta del hilo estaba nada menos que el secretario de Deportes, para ofrecerle la presidencia del Círculo de Box. No me creerán: el Baulito no se hizo de rogar.

Una vez afuera me entró la comezón de reanudar mi vieja amistad con el Pardo Salivazo. ¡Cuántas queridas y olvidadas memorias del Nuevo Imparcial! El hombre sabía parar en la esquina de Sarmiento y Ombú; ahí lo encontré, unos toques tordillos en la melena, la cara ya surcada de arrugas y, como quien dice, más sucio, pero el gran muchacho de siempre. Para no andar con vueltas, le pregunté de entrada si no me acompañaría, mediante un estipendio a fijar, en una misión delicada. El Pardo, que para mí estaba mamado, dijo que sí.

Ante la escalera fatal, el Pardo, que en el momento menos pensado se enfunda en su egoísmo, abúlico, manifestó que hasta arriba no iría y se puso a charlar con un vecino, que resultó ser relojero y el de la última vez. Yo subí trepidante con la pulsera, que la había adquirido previamente en el Emporio Reducidor. Mi dedo aún hesitaba ante el timbre, cuando la Locarno se asomó por casualidad, con el propósito de baldear la escalera. Le indiqué el obsequio y lo recibió, remarcando que de hoy en adelante preferiría billetes en efectivo, y procedió sin más al baldeo.

El relojero me franqueó la entrada de su local, me convidó a secar la ropa contra la estufita de kerosén, para lo que me desvestí. De ínterin, charlamos. El relojero me confió que la señorita Locarno era de uso corriente en la parroquia, y que él y un negro eran los únicos que la habían desatendido, por ser hombres de hogar.

A su debido tiempo nos fuimos. Salivazo, en la calle, me devolvió la cartera, previniéndome sin rodeos que él ya había cobrado. Me vi forzado a regresarme a patacón por cuadra.

6

Esta mañana, en lo del Baulito, un enfoque nuevo. ¡La residencia, sin perdonar la fosa de engrase, iluminada a giorno! El ansia de saber me acució escaleras arriba. ¡Otra sorpresa! El Baulito, blandiendo el más ufano cigarro de hoja, estaba levantado. Me dijo que tenía buenas noticias y, fraterno, me desafió a que las adivinara. «¿El sí de la Locarno?», susurré. «Todavía no, pero en cuanto se entere me da vía libre. Por obra y gracia de los intrigantes de siempre, la presidencia del Círculo de Box quedó en nada, pero en su reemplazo me han ofrecido algo de mayor jerarquía en el organigrama: la Subsecretaría de Cultura. ¡La dignidad, el sueldo, los negociados!»

Yo malicié que cuando llueve todos se mojan, le hice la venia. El Baulito siguió: «Ni a usted se le escapará, Savastano, que yo no pesco mucho de cultura, pero por suerte cuento con un ladero que ha escarbado en estas macanas de pe a pa: hablo, como usted barrunta, del sargento Fonseca, domiciliado en una cochería de Tres Sargentos. Lo voy a nombrar mi brazo derecho y usted, para no perder posiciones, va a tener que esmerarse con la Locarno. Como primera cuota, yo había pensado en remitirle diez mil del ala; pero ¡qué embromar! hay que ponerse a la altura del acontecimiento del día. Doblo la puesta».

Me entregó un sobre con el nombre y la cifra en letras y números. Tras una palmadita con la muleta, me dijo: ¡Abur!

A una mujer como la Locarno yo le saco el sombrero. Abrió sin más el sobre, contó bien la suma y me ordenó que al día siguiente pasara más temprano. Acto continuo vino el consabido portazo. Póngase, don Bustos, en mi lugar. Tuve que volver sin recibo. De haber sabido yo lo que iba a pasar, rompo el sobre y me quedo con diez lucas, que me hubieran venido como llovido del cielo.

7

En la Dirección de Cultura la ceremonia fue suceso. El Baulito leyó a los tropezones la galana palabra que Fonseca y yo le redactamos entre los dos. El champagne y los sándwiches pululaban. Al ministro que es, como yo, de Independiente, le arranqué la promesa de una embajada. El Baulito, luego de la conferencia de prensa, tomó una decisión que lo pinta de cuerpo entero: me delegó para llevarle el sobre a la Locarno y para anunciarle que esa misma tarde, a las seis p. m., arribaría en coche oficial para leerle el discurso que cosechara tanto aplauso. Partí hacia el deber, no sin lamentar que Fonseca se quedara dueño del campo y que captara, mediante la adulación, el favor del oficialismo presente. La Locarno, como era de esperar, se quedó con la plata pero por mi interpósita persona le previno al Baulito que si se presentaba en su casa lo esperaría el viejo relojero sin compasión.

8

A las nueve hice mi acto de presencia en la Dirección de Cultura. Esa vuelta Fonseca me madrugó; el Baulito ya tenía a la firma el ante-proyecto para la primera edición de Jornadas Folklóricas Provinciales, a celebrarse en ciudades capitales de nuestro interior. Yo, pisándole los talones, deslicé un borrador de nota para elevarle a la Intendencia, proponiendo, de acuerdo a un sentir más actualizado, cambiar de nombre algunas calles. El señor Baulito le echó un vistazo. La autopista Repatriación de los Restos y la Avenida Hormiga Negra merecieron su atención preferente. Tanta fajina hubiera dejado de cama a cualquiera, pero el señor Baulito no amainó y, cuando me silbaba el estómago, se entregó por entero a su tarea específica. Preparó, como un Napoleón, su plan de batalla. Empezó porque yo la llamara por teléfono a la señora de Tejedor y le dijera que hablaba desde la Comisión de Cultura. Después él mismo manoteó el tubo y le habló con esa llaneza que es monopolio de altas esferas. Le rogó interceder ante la señorita Locarno, mediante una comisión que iba a interesarle. No se otorgó un resuello. Inició un viraje de noventa grados y se puso al habla con monseñor De Gubernatis. Le fue explicando a calzón quitado el asunto, lo fletó de visita a lo de Locarno, en compañía de su abogado, el doctor Kuno Fingermann y le prometió que, si había casorio, le encargaría la ceremonia, sin pedirle rebaja en el presupuesto. Rápido telefonazo al ruso redondeó el laburo de la mañana. A Fonseca y a mí nos dio el coche oficial, para que attenti vigiláramos el cometido de esos dos figurones.

Nos encontramos en la puerta. Fingermann, el más ansioso del holocausto, personalmente tocó el timbre. Apenas entreabrió la señorita, monseñor metió pierna por la rendija y bendijo la casa. Nos metimos adentro, yo cerrando la retaguardia. El tufo de la tallarinada, que Fonseca y un servidor portábamos en cazuela de barro y las botellas con canasta de Chianti, que monseñor iba extrayendo de la sotana, medio la desarmaron a la Locarno, que nos convidó a la cocina. A nadie le faltó su banquito y el mantel de hule no tardó en exhibir toques de tuco y vino. Nos acodamos antes de la una y quedamos pegados hasta las cinco. La Locarno no soltó una sola palabra, pero comió como un reloj. Un silencio imponente, que destacaba la masticación de los cinco, hizo que nadie hablara. Saciada la barriga, monseñor entró a perorar. Con la elocuencia que da el púlpito, le propuso a la Locarno la blanca mano de Baulito que, amén de una fortuna personal, ya considerable, estaba percibiendo un sueldazo en la Avenida Alvear. Los anillos correrían por cuenta del Baulito y él procedería a la santa unión de la nueva pareja, secundado por la radio en cadena y la TV. El doctor Kuno Fingermann circuló fotocopias que eran la prueba de que monseñor se había mantenido, grosso modo, dentro de la verdad; agregó que su cliente no era amarrete y que le pasaría antes de fin de mes la cifra que ella quisiera, sin perjuicio de un adelanto, para el que Savastano y Fonseca traían la chequera. La Locarno, que ya se había guardado mi sobre, aceptó una suma inicial que por poco nos da un espasmo. Cuando se declaró satisfecha con esas tratativas preliminares, la Locarno dijo que en un punto no daría su brazo a torcer. Nos previno bien alto que no le volviéramos a hablar en su perra vida del señor Pérez, que era un plomo y que ni loca lo esposaba. Monseñor y el Kuno se retiraron un ratito para deliberar sobre el inesperado giro del asunto. Cuando volvieron se confesaron vencidos por las razones de la dama. En la despedida no hubo amargura. Quedamos en reunirnos otra vez, para otra tallarinada con Chianti.

9

Al recorrer el diario, esta mañana, don Bustos, casi caigo redondo con la sorpresa. Después hice memoria. Ayer, de vuelta de la comilona, yo me había quedado dormido en la piecita, cuando sonó el teléfono. Era Pérez, que en la confianza de la amistad me puso como palo de gallinero, porque Fonseca ya le había contado lo que pasó. Me prometió que a monseñor y al Kuno se les iban a acabar los cortes, con una reprimenda igual a la mía. Los amigos le habíamos fallado y él había tomado la decisión, por increíble que parezca, de tratar cara a cara con la Locarno. Yo seguía abotagado con el sueño y con los tallarines y lo escuché como quien escucha llover. Esta mañana, al ver la noticia en letra de molde, recordé la telefoneada y reviví con emoción la voz del energúmeno. En grandes ocasiones uno saca coraje quién sabe cómo. Sostenido por la casualidad, me largué solo a la calle Mansilla. La señorita Locarno me aseguró que si ella hubiera sospechado lo que iba a suceder, se traga la lengua y no lo rechaza. Vamos a ver qué había ganado. Ya no recibiría el cheque de cada día y el Baulito, con el apuro de pegarse el balazo, a lo mejor no le dejaba nada en el testamento. En esas palabras sentidas, oí con la consternación que es de suponer, mi propia sentencia. Un egoísta como Pérez, que se suicida porque un bagre no le lleva el apunte, es capaz de olvidar, en el supremo instante, a quienes lo han servido y lo han aguantado.

Pujato, 7 de diciembre de 1971