Epílogo

Sujetando las riendas de su caballo, Marais no dejaba de pensar en las palabras que le dijera el procurador general dos meses atrás, poco antes de abandonar el castillo de Blanchefort:

—Si quieres comprender la verdad de lo que has visto, tendrás que visitar el santo lugar de los futuros iniciados, y leer la carta que acabo de entregarte. Lo que tu corazón te diga será la respuesta…

Unos días antes había cruzado los Pirineos, y penetrado en el norte de España sin más compañía que el gélido viento de las montañas y las voces insonoras de sus propios pensamientos. El frío era insoportable, sobre todo cuando llegaba la noche y las altas y nevadas cumbres se alzaban a su alrededor como titánicas efigies de dioses sombríos. De día era distinto, pues la belleza del paisaje resultaba un espectáculo único, donde el verde de los árboles, el azul del cielo y el blanco de la nieve formaban un estandarte soberbio que acompañaba al viajero en su devenir por aquellos lares tan inhóspitos.

Bien abrigado, y con una capa de paño sobre los hombros, dejaba atrás para siempre el recuerdo de Deverly y su trabajo como teniente de Policía. Le atraía la idea de formar parte de la Fraternidad tras escuchar las increíbles historias de Monsieur Joly de Fleur, aunque no se sentía seguro de estar preparado para sustituir sus antiguas creencias por las de la logia. Necesitaba tiempo para pensar y decidir qué hacer con su vida en un futuro aún incierto.

Horas más tarde distinguió a lo lejos, perdida en el valle, la pequeña aldea que andaba buscando. Sin prisa alguna, pues tenía todo el tiempo del mundo, se dirigió a donde un puñado de casas y una iglesia conformaban el pueblo de Sant Joan, muy cerca de Alós d’Isil; al norte de Aragón.

Poco después entraba en el pequeño pueblo. Las miradas recelosas de los vecinos le recordaron a las gentes de Rennes-le-Château, y al igual que entonces, tampoco le importó lo que pensaran de él. Se bajó del caballo nada más alcanzar la fachada principal de la iglesia, sacando del interior de su levita el sobre que le entregara el Procurador el día después del proceso. Con paso firme, pero tratando de ser discreto y no llamar aún más la atención de quienes paseaban por la plaza, se acercó a la puerta de entrada y miró hacia lo alto. Y allí, entre unos arcos románicos y la vigilante custodia de unas gárgolas con rostro de hombre, encontró lo que andaba buscando.

En dos placas distintas de piedra, bastante más antiguas que el propio santuario, pudo ver representadas dos parejas de seres humanos, una por cada losa. En la de la derecha, se perfilaba la imagen de un hombre y una mujer a los que le habían borrado el sexo y las piernas, y en medio una cruz con las letras X y P a ambos lados. En la de la izquierda, la misma pareja sufría idéntica mutilación, pero se veía claramente que, antaño, habían tenido solo dos piernas en vez de cuatro —que era lo normal—, como si los dos compartieran un mismo cuerpo.

Afectado por la imagen de aquella blasfemia, exhibida sin pudor a la entrada de la casa de Dios, desenrolló con cierta inquietud la carta del procurador general del rey de Francia. En ella decía así:

Estos son Adán y Eva, antes y después del Pecado Original. Lo único que hemos hecho ha sido devolver al hombre a su estado primitivo.

Gustave, en un instante de lucidez, tuvo una visión orbicular de lo acaecido. Aquello podía parecer una locura, y sin embargo, era cierto. Después de tantos miles de años viviendo en la dualidad, el hombre retomaba la originaria imagen de su naturaleza divina.

Entonces, embelesado por la idea de estar ante el Génesis de Dios, comprendió que el mundo iba a cambiar irremediablemente.