La voz que se repetía en su cerebro le instigó a seguir adelante, la misma que le había acompañado la última semana con el único propósito de reducir distancias y llegar cuanto antes a su cita con el destino. No le importó que el caballo que tomara prestado en Fontainebleau acabara desplomándose en el suelo tras haber galopado tres días consecutivos sin detenerse siquiera a descansar. Reconoció lo inhumano de su acción al hacerle correr de ese modo, pero debía sacrificar todo cuanto estuviese en su mano de querer alcanzar el castillo de Blanchefort en el tiempo previsto para la celebración del proceso. El que hubiera muerto reventado no le afectó en absoluto; tampoco le importó verse nuevamente corriendo a pie por las tierras de Francia.
El azar quiso que a las pocas horas se encontrara con un carruaje en mitad del camino, vehículo cuya rueda izquierda se había salido del eje, y que el cochero intentaba arreglar para salir de aquel embarazoso contratiempo ante la mirada atenta y escrupulosa de su amo. Corrió hacia ellos con gran satisfacción. La voz no le había engañado al prometerle que conseguiría otro medio de transporte.
Cuando llegó a la altura del coche, siervo y señor quedaron petrificados al descubrir la horrible deformación de aquel monstruo con trazas de sacerdote. Les llamó la atención los hábitos gironados que llevaba por indumentaria, y también esa peculiar forma de andar que arrastraba, pero ninguno abrió su boca al ver que el intruso se disponía a desenganchar al mejor de los caballos con la intención de llevárselo. Sin reparar siquiera en los presentes, que, aterrorizados, se mantenían al margen de aquel hurto ilícito pero de algún modo consentido, montó al animal y continuó de nuevo su viaje.
De este modo, días después alcanzaba finalmente los arrabales del castillo, justo a tiempo de ver como la procesión de encapuchados se aventuraba por la senda que se extendía más allá de los muros de la fortaleza. Después de un seguimiento de casi una hora, los vio detenerse junto a una tumba de piedra donde se había levantado un tabernáculo triangular y dibujado una estrella en el suelo. Ató el caballo a un árbol, bien lejos del lugar de reunión para que el animal no le delatara. Más tarde se deslizó con sigilo hasta un grupo de setos que crecía de forma caprichosa en aquel paraje tan desolador. Camuflado entre las hojas se dedicó a esperar.
Sin más preámbulos dio comienzo el proceso, colocándose los hombres en un lugar determinado, y las mujeres en otro. No se dejó impresionar por el ácido aroma que surgía de los garrafones tras ser descorchados, aunque no ocurrió lo mismo con la prodigiosa espiral que unía cielo y tierra, el cántico sobrehumano del hombre que tocaba el violín, y el que todos se desnudaran al unísono sin un motivo aparente. Ante un espectáculo así, pensó que lo mejor sería permanecer donde estaba, y aguardar a que el espíritu oscuro le dijera cómo y cuándo actuar.
Entonces escuchó la voz del caballero Le Brun en su cerebro. Le invocaba a gritos para que intercediese en su favor antes de que fuera demasiado tarde. Le oyó decir que pensaban destruirle, que no iban a concederle la supremacía absoluta del cuerpo que lideraba Papilión, sino lo contrario, y que todo había sido una emboscada urdida por una mente prodigiosa que le dominaba gracias a un sortilegio sobrenatural que les afectaba a ambos. Le dijo, también, que para evitar el trágico destino que les aguardaba debía permanecer en silencio a la espera de una señal, asomo que él mismo se encargaría de hacerle para que pudiera correr hacia el estanque, y así excarcelarle de aquella prisión de gases y vapor de agua que componían el tornado.
Y eso fue lo que hizo: permanecer en silencio, sin mover apenas su cuerpo, hasta que llegara el momento de entrar en acción.
Tras un breve espacio de tiempo, escuchó la escabrosa entonación del caballero Le Brun maldiciendo la conducta del hombre que permanecía con él en el ojo del huracán. Vio como le empujaba con fuerza, haciéndole caer de espaldas sobre el suelo rocoso que circundaba la cripta. En aquel momento comprendió que era el indicio que estaba esperando. Sin pensar siquiera en las consecuencias se puso en pie, y fue directo hacia el torbellino con el propósito de liberar al andrógino de aquel infierno. Nada ni nadie le impediría esta vez ostentar el derecho a cuidarle.
Mientras corría hacia la cripta escuchó las advertencias que una anciana les hacía a los demás para que intentaran detenerle. Uno de los hombres más jóvenes reaccionó interponiéndose en su camino, pero el hombre del violín dijo algo en un idioma que no llegó a comprender, y al momento se echó a un lado. Totó llegó al borde mismo del estanque sin que nadie se tomara la molestia de evitarlo. Aquello le hizo recelar, pues al pronto rescató una terrible escena del pasado de la que conservaba un recuerdo de lo más espeluznante. Era una situación similar a la del día en que asesinaron a Petit Ours, y a él le hirieron en la espalda. Todo resultaba demasiado fácil.
La voz del caballero Le Brun atrajo de nuevo su atención.
—¡Vamos, sácame de aquí! —gimió, desesperado, intentando dominar la antagónica voluntad de su lado femenino, para luego rugir—. ¿A qué estás esperando? ¡Libérame de una vez!
Antes de tomar la decisión de entrar y rescatarle, el gigante vio de soslayo como el hombre del violín dirigía la mirada a un lado, por encima de su hombro. Tuvo la horrible impresión de estar cometiendo el mismo error que antaño: confiar en su fuerza bruta cuando debía haber sido más astuto cubriéndose las espaldas. Cuando se dio la vuelta, comprendió que era demasiado tarde.
Gustave, con las pupilas inyectadas en sangre, enloquecido después de tanto anhelar el exquisito dulzor que ofrece la venganza, caminaba hacia él empuñando con ambas manos un mosquetón de gran calibre mientras respiraba de forma agitada, exhalando el aire a bocanadas llenas debido a la impetuosa carrera. Se detuvo a escasos metros, mirándole fríamente a los ojos. Estaba tan cerca que sintió el fétido aliento del coloso sobre su rostro, el cual le observaba a su vez con cierta expresión de inocente sorpresa, suplicando, tal vez, comprensión y misericordia. Por un instante, los presentes creyeron que pensaba darle una oportunidad de vida y condonar su sentencia. Sus esperanzas se desvanecieron cuando el sonido de un disparo quebró el silencio de la noche, y de ese modo se hizo eco de la tragedia. Ninguno de los allí reunidos dijo o hizo nada por evitar la ejecución, ni siquiera el procurador general del rey, quien se sentía un tanto ridículo al haber menospreciado a su hombre de confianza.
El cuerpo de Totó cayó inerte sobre el borde del estanque, salpicándolo todo con la sangre que brotaba de su aparatosa herida en la cabeza. Saint-Germain se acercó al cadáver. Tras comprobar que el Agua Caótica se hallaba teñida de rojo, tal y como esperaba que ocurriera, le dejó caer suavemente hasta el suelo en un gesto de inconmensurable piedad. Ignorando la presencia del policía, que celebraba su triunfo con una sonrisa ácida que le daba un aspecto más enajenado de lo que estaba, fue hacia Charles de Beaumont para arrodillarse en el suelo y cogerle de las manos, con la intención de levantarle.
—¡Vamos, pongámosle en pie! —le dijo a Cagliostro, haciéndoles un gesto a los demás para que no se movieran de donde estaban.
Entre los dos incorporaron al caballero d’Éon. Bastaron unas palmadas en el rostro para lograr que abriera nuevamente los ojos, aunque seguía un tanto aturdido por el golpe que recibiera en al caer.
—¿Os encontráis bien? —El conde le hizo esta pregunta para asegurarse de que podría continuar sin poner en peligro la ceremonia.
Charles, que apenas recordaba lo ocurrido, afirmó con un movimiento de cabeza.
—Sí… creo que sí —balbució. Fueron sus únicas palabras.
Tratando de reiniciar el proceso, el propio Saint-Germain le ayudó a entrar de nuevo en el torbellino. Nada más atravesar la columna de éter Charles sintió el aire cálido que surgía del estanque, elevándose hacia arriba. Reaccionó al efecto abriendo sus ojos. Tenía de nuevo a Papilión frente a él, y no al bastardo de su hermano. Las manos de la joven retomaron el funcionamiento intrínseco del ritual acariciándole la espalda, y uniendo con fuerza los cuerpos desnudos. El gas azul vivificaba sus pulmones logrando que el corazón latiese al doble de su ritmo normal, y que la sangre corriese de forma enloquecida por sus venas. Cierto cosquilleo agradable comenzó a ascender desde la plantas de los pies hasta la base del cráneo; poco a poco… muy lentamente. Cada partícula de su cuerpo estaba preparada para recibir la sacudida emocional que habría de proporcionarle el placer más exquisito e innominado que podían alcanzar un hombre o una mujer. Abrió la boca en un desahogado gesto de complacencia, más lo único que salió de su garganta fue un suspiro humilde que murió antes de llegar a sus labios. Escuchó la voz del conde invocando a los elementos, a Dios y a las fuerzas telúricas de la Tierra. Elevaba sus plegarias al Cielo leyendo de un libro que había sobre el altar al tiempo que alzaba sus brazos en señal de ofrenda. Según recitaba la cabalística salmodia, iba en aumento la agradable sensación de efervescente embriaguez. Por lo que pudo observar, también Papilión parecía estar a punto de alcanzar el éxtasis. De no finalizar pronto la ceremonia, iban a estallar en mil pedazos dentro de aquel torbellino de aire cálido que giraba de forma vibratoria en torno al estanque, cada vez más y más rápido.
Entonces sintieron la energía de Dios corriendo por sus venas y liberaron la semilla fecundadora espiritual que habría de transformar al mundo. Se oyó un sonido como de montañas en colisión, y de la oscuridad de la noche surgió un relámpago: el rayo divino de Dios, testigo principal de la inconcebible proeza que llevaban a cabo algunos de sus hijos. Poco después, un haz luminoso vino a posarse sobre la cripta, fundiendo los dos cuerpos en uno. A continuación hubo un destello fulgurante que se extendió varios metros en círculo, derribando a los miembros de la logia y al policía; incluso al mismísimo Saint-Germain.
Y luego nada. Tan solo la oscuridad de la noche y el silencio de los cuerpos inertes.