Capítulo 61

El proceso

Las puertas del castillo se abrieron poco después de las diez. La noche nebulosa dio la bienvenida a quienes fueron saliendo, de uno en uno, por el arco de entrada con la intención de coger el camino que conducía a la vieja cripta que se había adaptado para ser el estanque donde habrían de copular los seres primordiales. En cabeza iban el rey y la reina, quienes se habían desnudado por completo y vestido con una túnica de color carmesí y blanco respectivamente. Tras ellos caminaban el conde de Saint-Germain y Alessandro di Cagliostro, engalanados con las fastuosas y doradas vestiduras de la Fraternidad al igual que el resto de los iniciados que les seguían muy de cerca. Cerrando la comitiva, y ayudado por un asno, Roger se encargaba de transportar el violín de su amo y las diversas garrafas de cristal en cuyo interior parecían mezclarse líquidos incoloros con lo que venía a ser niebla o gas denso, que no era otra cosa que los componentes de la denominada Agua Caótica en el libro El niño hermafrodita del Sol y de la Luna; otro de los grandes y anónimos textos de alquimia del siglo XVI.

El suelo se había convertido en un barrizal, y debido a ello tuvieron que improvisar una silla para Madame de Treville, a quien le costaba trabajo avanzar en semejante situación debido al barro, a la edad, y a sus continuos ataques de gota. Los requeridos para portear a la anciana fueron su propio hermano y el joven pretendiente de Juliette. Cécile y la condesa de Blanchefort se encargaron de llevar las antorchas que hasta ese momento transportaban los hombres, de modo que pudieron continuar su andadura tras el breve receso.

Deambulando por aquel infierno, Charles no tuvo mejor idea que ponerse a pensar en lo que estaba a punto de hacer. Ni siquiera sabía cuál iba a ser el resultado final, ni si su decisión podría realmente desembocar en un cambio que afectara la naturaleza del hombre. Todo lo que sabía, aparte de que Papilión tenía fe en el proceso, era la sarta de incongruencias que le habían contado para confundirle y mantenerle al margen de la verdad. Entonces se imaginó en su residencia de París, o mejor aún, en Inglaterra, charlando en casa de algún amigo mientras tomaban el té con pastas y la tarde transcurría en buena compañía. Esos pequeños deleites que coordinaban su vida de siempre quedaban lejos de su alcance. Ahora tenía que conformarse con sentir el gélido y húmedo viento que se le colaba por entre las piernas, y el desagradable contacto del barro inundando sus sandalias. Aquello comenzaba a parecerle una de esas terribles pesadillas de las que nunca logras despertar a tiempo.

Lo cierto es que estaban poniendo a prueba su paciencia; la más frágil de las virtudes.

Miró a su acompañante. Papilión iba callada y con el rostro hacia abajo en señal de penitencia, o así lo creyó él. Llevaba ocultas las manos en las espaciosas mangas de su túnica. Le hubiera gustado saber qué pensaba. Quizá en su anhelada bisección espiritual, tal y como le había confesado en cierta ocasión, o en ese fruto que, según le vaticinara su lado masculino, comenzaba a gestarse en su vientre. Al margen de su reflexión, el tiempo que la estuvo observando le pareció efímero, y más aún al saber que dentro de poco volvería a experimentar el mayor y frenético eretismo de su vida. Solo por ello valía la pena arriesgarse.

Al cabo de un tiempo llegaron al lugar señalado para el proceso. Lo primero que le llamó la atención fue el altar triangular y el signo de la estrella judaica pintado milagrosamente en el suelo, porque, de forma inexplicable, la lluvia no había afectado la zona en un radio de cien metros. El Maestro fue dando instrucciones a sus adeptos, indicándoles que se colocaran en la misma posición que la noche anterior. Las mujeres ocuparon los vértices de la estrella, y los hombres rodearon a estas situándose de forma que simulaban ser los siete planetas. Alessandro di Cagliostro se ubicó en el centro del hexágono, lugar que todos creyeron reservado para el Maestro; mas nadie dijo nada porque fue el mismo conde quien así lo dispuso.

Saint-Germain ayudó a su valet a transportar las garrafas hasta los pies del sepulcro, dejando antes el violín sobre el altar adornado con la cruz y otros elementos cabalísticos. Debido al esfuerzo, ya que no estaba acostumbrado a tales ocupaciones dignas de la servidumbre, se detuvo a tomar aliento para dirigirse a su lacayo en tono confidencial.

—Esto me recuerda el Gólgota, la tarde que crucificaron a Cristo… —le dijo tras sentarse a descansar en el borde de la cripta, secándose la frente con un pañuelo que sacó de la levita—. Aún me parece sentir su aliento mientras le ayudaba a soportar el peso del madero. ¿Te acuerdas?

—El señor conde olvida que solo llevo cuatrocientos años a su servicio —respondió el lacayo con voz ceremoniosa—. Eso debió ocurrir en tiempos de mi predecesor.

—Cierto, lo había olvidado.

Charles y Papilión, que aguardaban de pie junto al estanque, se miraron atónitos al no dar crédito a la breve y delirante conversación que acababan de escuchar. Pero pronto olvidaron aquel absurdo, cuando Saint-Germain les pidió amablemente que se apartaran del receptáculo porque iban a proceder a su purificación.

Nada más abrieron las dos primeras garrafas, el ambiente se llenó de una exhalación irritante y séptica parecida al hedor que emiten los pantanos. Al liberar los tapones de las otras dos fue distinto, ya que ningún olor salió desprendido de las redomas. La quinta y última en destaparse fue el agua residual de las preñadas, la cual vaciaron de inmediato en la cripta. A continuación añadieron el resto de los ingredientes, creándose la reacción alquímica esperada que culminó con una acumulación de gases sobrevolando el lugar. La espesa nube se fue transformando en un torbellino que nacía del estanque y se prolongaba hacia la eternidad de la noche. Los allí reunidos, absolutamente todos, quedaron boquiabiertos al ser testigos del poder nigromántico del conde de Saint-Germain.

Charles retrocedió asustado a causa de aquel prodigio, que al pronto relacionó sin más con la brujería. Un tornado de gas espeso giraba en espiral hasta el cielo, afianzándose sobre el estanque donde, según le habían asegurado, tendrían que introducirse para llevar a cabo la Fermentación del alma única. Lo primero que sintió fue un vacío en el estómago que casi le hace perder el conocimiento. Aquel fenómeno sobrenatural le produjo tal efecto de rechazó, que a punto estuvo de dejarles allí, y echar a correr sin volver la vista atrás. No es que no le importara la suerte de su joven amiga, pero creyó estar a las puertas de la muerte, y la perspectiva de convertirse en un mártir de la logia no le hacía ninguna gracia.

Saint-Germain le dijo a Roger que se apartara lo suficiente, y que esperase el final de proceso sin inmiscuirse en nada, ocurriera lo que fuese. Luego se dirigió al altar para coger entre sus manos el violín y el arco. Le susurró unas palabras al instrumento, que nadie llegó a oír, antes de colocárselo bajo el hueso de la clavícula. Sus allegados conocían fielmente su faceta de polifacético artista, aunque no tanto Charles de Beaumont. Por eso, casi a nadie le extrañó que les deleitara con su música, que era como escuchar los sonidos del universo.

La melodía consiguió hipnotizarles, arrebatándoles el alma. Era una música especial y dulce que les hizo soñar con paradójicas escenas de voluptuosidad e inocencia, donde el deleite era el eslabón perdido que unía a Dios y a los hombres. A ello hubo de sumarle un cántico sonoro y melódico en un idioma desconocido, salmodia que brotaba de sus labios al tiempo que entornaba los párpados y balanceaba la cabeza de un lado a otro.

Cagliostro hizo una señal a sus compañeros alzando los brazos con las manos extendidas hacia arriba. Sin ningún tipo de reparo, los hombres y mujeres que formaban la tierra adámica y la estrella de seis puntas se despojaron de sus atuendos, quedando totalmente desnudos. El transalpino se giró hacia los seres primordiales, dándoles a entender con la mirada que debían hacer un tanto de lo mismo; es decir, quitarse la ropa, y estar preparados para la cópula. Papilión no se hizo esperar, y dejó caer su túnica al suelo, dejando visible la insólita deformidad de sus órganos sexuales. Nadie había visto desnuda a la reina, excepto Charles y el Maestro, que conocían su secreto, por lo que el resto no pudo evitar una exclamación de sorpresa al descubrir que en la parte superior de su vagina, donde debía esconderse el clítoris, surgía un pene del tamaño de un hombre adulto, y que entre la zona externa de sus labios vaginales y las ingles, estratégicamente colocados, se alineaban ambos testículos. Era un ser andrógino, una hermafrodita; la última de su especie.

Charles no tuvo más remedio que imitar a su compañera y desnudarse. Se sintió avergonzado al ver como algunos de sus amigos, como la marquesa de Blanchefort y los marqueses de la Roche, quedaban estupefactos al descubrir que su cuerpo, de cintura para arriba, era el de una mujer de líneas espléndidas. Sus pechos y cintura podían ser tan desconcertantes, o más aún, que la excentricidad congénita de Papilión.

Seducidos por la rítmica melodía, el rey y la reina se tomaron de la mano introduciéndose de pie en el estanque y, por consiguiente, en el torbellino de gases que giraba en espiral y en concordancia con las notas musicales del Maestro. En el interior de aquel giravientos todo era de un color azul violeta, la tonalidad del fuego eterno. Charles tuvo la impresión de que siempre había sido así, añil como el cielo; incluso recordó un sueño donde Papilión tenía ese mismo color de piel. Sintió un cálido bienestar por todo el cuerpo que le hizo levitar del suelo a pesar de las leyes de la gravedad, deliciosa sensación que fue en aumento según las manos de la joven comenzaban a acariciarle brazos y espalda. El contacto de sus dedos quemaba la piel, pero era un ardor que sublimaba los sentidos hasta el paroxismo. Por un momento se acordó de la reveladora frase que le dijera el caballero Le Brun, aquello de: «A un torbellino vamos por la noche, y somos consumidos por el fuego». Ningún aserto podía ajustarse mejor a las circunstancias.

Entonces, cuando ya estaba a punto de sentir nuevamente el placer extático de Dios, en ese instante en que el cuerpo se convulsiona liberando esfínteres, y el alma soporta la descarga eléctrica que provoca el espasmo, sintió como unas manos le aferraban la garganta con fuerza al tiempo que una voz desgarrada y truculenta, la del lado oscuro de Papilión, le exhortaba a gritos:

—¡No conseguirás librarte de mí tan fácil! ¡No, no lo harás! —chilló como una poseída—. ¡Deja en paz mi cuerpo si no quieres que acabe contigo!

Charles retrocedió asustado, tropezando con el borde de la cripta para caer de espaldas al suelo. Estaba aturdido. Las voces de los demás miembros de la logia parecían provenir del fin del mundo. Saint-Germain había dejado de tocar, y se comunicaba con Cagliostro en toscano. Las únicas palabras coherentes que escuchó, antes de perder el conocimiento, fueron las de Madame de Treville diciéndoles algo referente a un cuervo negro que habrían de detener antes de que entrase en el torbellino.

A continuación, la oscuridad más absoluta y el silencio.