Capítulo 60

El acecho

Despertó sobresaltado, cubierto de sudor y con el cuerpo dolorido debido a la incómoda postura de yacer de lado. Al incorporarse trató de reconstruir la escena sin saber muy bien dónde estaba ni en qué lugar había pasado la noche. La humedad del suelo le devolvió la memoria, logrando recordar lo acaecido en los últimos días.

Se frotó los ojos antes de mirar en torno suyo. A lo lejos pudo ver el castillo donde, supuestamente, debía detenerse el carruaje que había perseguido a través de media Francia. Era soberbio, impresionante, una edificación simétrica enclavada en el llano y rodeada de murallas medievales de sillares ennegrecidos. A lo lejos pudo contemplar el arco de entrada cuyos postigos estaban abiertos de par en par. En una esquina, a la izquierda, se erigía una capilla, y a la derecha una casa donde posiblemente vivían los criados. Ya la tarde anterior tuvo ocasión de verlo, cuando se detuvo a un centenar de metros para admirar su férrea construcción e idear el modo de entrar sin que le vieran, aunque no tardó mucho en dejarse llevar por el agotamiento, y caer de bruces sobre la hierba para quedarse dormido a los pocos segundos. Se acordó entonces de su caballo, el cual permanecía atado a un árbol y mirándole con cara de resignación. Suspiró de alivio al comprobar que seguía en el mismo sitio.

Poniéndose en pie, fue hacia el percherón con el fin de desatarlo y buscar otro lugar donde no estuvieran tan a la vista. A su espalda se levantaba una pequeña colina donde verdeaban los pinos. En la parte más alta pudo observar un saliente rocoso que era ideal para montar guardia sin que pudieran verle. Para acceder a él tuvo que dar un rodeo y ascender por un angosto desfiladero cuyo camino se abría tras el montículo. A pesar de sentir como los cascos del animal resbalaban por entre los peñascos sueltos, haciéndole retroceder hacia abajo cada vez que se empeñaba en subir, su implacable obsesión le impelía a llevar a cabo su propósito aún a riesgo de perder la vida. Y hasta que no estuvo en lo alto no se sintió satisfecho.

Ató de nuevo al caballo antes de buscar un lugar idóneo desde donde poder observar la entrada al castillo, llevándose consigo la alforja con pan, queso y agua que le proporcionara el antiguo dueño del animal. A la sombra de un árbol, muy cerca del acantilado, encontró una pared rocosa donde podía apoyar la espalda y estar sentado a un mismo tiempo. Allí se dejó caer. Luego buscó en la talega el odre con agua y algo de alimento con los que saciar sus necesidades más primarias.

La temperatura había bajado y el Sol de la mañana acabó devorado por un cúmulo de nubes que provenían del norte. Sintió escalofríos cuando el aire comenzó a silbar imitando el llanto de un niño, más que nada, porque se sentía el hombre más solo del mundo; allí, perdido en medio de la nada, dilucidando el modo de acabar con el asesino de la única mujer por la que había sentido algo especial en su vida.

Se olvidó de su profundo pesar bebiendo del agua tibia del odre y comiendo algo sólido. Luego se recostó sobre la pared a la espera de ver llegar el carruaje. Sus ojos se fueron cerrando poco a poco debido a las varias horas de acecho y al cansancio acumulado; no en vano llevaba varias jornadas sin detenerse a dormir de forma decente; la última vez en una posada de SaintEtienne donde los ratones campaban a sus anchas, eso sin contar el sueño de la tarde anterior.

Se despertó a eso del mediodía, cuando el inconfundible sonido de caballos y traquetear de ruedas llegó hasta sus oídos de forma distante e indefinida. Ni siquiera se inmutó al ver que cruzaban la puerta de entrada a la fortaleza, quedando aislados del resto del mundo y, por defecto, fuera de su alcance. Lo único que hizo fue sonreír al comprobar que era cierto lo que le dijera el herrero, y que ese era el lugar escogido como centro de reunión. Tuvo el presentimiento de que tarde o temprano saldrían de su guarida. Solo tenía que esperar.

Marais siguió acechando como un lobo, siempre con la mirada fija en el castillo. No le importó que se desatara una de las peores tormentas del siglo, ni que su cuerpo empapado de agua sufriera el rigor de la lluvia y el viento. Cualquiera que le observara creería estar frente a una de esas estatuas de frío mármol incapaces de sentir ni padecer. Y sin embargo, su corazón, alimentado por el odio, latía con más fuerza que nunca dentro de su agitado pecho.