Saint-Germain regresó al salón a tiempo de entrevistarse con Alessandro antes de que llegasen los demás miembros de la Fraternidad. Estuvieron hablando de lo acaecido en la última semana, desde el incendio del prostíbulo de Madame Gautier hasta la inesperada visita del asesino en casa de Charles de Beaumont. Cagliostro le refirió el extraño comportamiento de la reina cuando hirieron en el hombro al criminal, y el hecho de haber visto otro rostro paralelo al de la joven, el de un hombre, poco antes de que esta perdiera la consciencia. Eso le llevó al convencimiento de que dentro de Papilión coexistían las dos fuerzas que gobiernan el universo. Ella, en sí misma, representaba el Árbol de los Filósofos: la fuerza primordial masculina y la benevolencia esencial femenina. Era un ser andrógino sencillamente perfecto, tanto en cuerpo como en alma.
El conde admitió conocer la auténtica naturaleza de la reina, no en vano llevaba cuidando de ella desde hacía algo más de un año, y había sido testigo del enfrentamiento entre sus dos principios congénitos. Tranquilizó al de la Península Itálica diciéndole que sabría manejar su lado masculino llegado el instante final.
Oyeron voces que provenían de arriba. Eran Monsieur Joly de Fleur, la marquesa de Blanchefort y el duque de Choiseul, quienes bajaban las escaleras discutiendo acaloradamente sobre cuestiones políticas que, por lo visto, afectaban al antiguo secretario de Estado y Asuntos Exteriores, además de Guerra y Marina, del rey Luis XV. Nada más ver al joven Cagliostro, dejaron atrás los sinsabores de la Corte para saludar al benjamín de la logia y gran amigo del Maestro.
Al poco bajó Diderot en compañía de la condesa d’Adhémar, seguidos por Milord de Egremont y su esposa, quienes se sumaron al grupo para darle la bienvenida a Alessandro. Finalmente lo hicieron los marqueses de la Roche, orgullosos de ser una de las parejas más felices y compenetradas de toda Francia, y también su hija Juliette, junto a su pretendiente. Todos querían saludar personalmente a Cagliostro. En realidad, estaban tan excitados que apenas podían dejar de hablar y gesticular las manos a un mismo tiempo. Esperaban ansiosos el instante de hacer historia, de convertirse en testigos de un prodigio.
Se hallaban tan absortos en su indiscriminado trueque de opiniones, que apenas repararon en la figura de Monsieur de Rohan-Chabot cruzando la puerta de la sala en un consternado esfuerzo por encontrar a Saint-Germain. Nada más verlo, fue hacia él abriéndose camino a través del resto de sus compañeros.
—Debéis hablar con mi hermana —susurró en tono confidencial, acercando su mejilla a la del Maestro—. Algo grave le ocurre. Dice que ha visto a la Muerte rondar el castillo, y asegura que estará presente en el momento final del proceso. He intentado tranquilizarla, pero…
Saint-Germain lo dejó con la palabra en la boca, marchándose antes de que terminara la última frase. Algunos de los presentes se inquietaron ante la extraña actitud del conde, pues no era normal abandonarles sin una excusa.
El Maestro fue hacia la alcoba de Madame de Treville, que se encontraba en la parte baja del castillo porque un dolor de gota le impedía subir las escaleras. La encontró sentada, observando el monótono resbalar del agua descendiendo por los cristales empañados de su dormitorio. Llevaba un chal sobre los hombros, y el pelo recogido con unas redecillas de seda con filigranas de oro. Ladeó su rostro al escuchar el sonido de la puerta al abrirse.
—¡Ah! Sois vos… —no parecía sorprendida—. Supongo que mi hermano os habrá puesto al corriente de mis premoniciones.
—Si he venido es porque prefiero escuchar vuestra versión. Quiero que me digáis qué es lo que habéis visto realmente. —Saint-Germain se tomó la licencia de sentarse en un sillón vacío que había junto a la anciana.
—He visto el pálido rostro de la Muerte rondar el castillo… y he sentido el gélido contacto de sus manos circundando mi garganta… —Madame de Treville comenzó a hablar como si estuviera en trance, con la melancólica mirada fija en el infinito—. Y he aquí un caballo amarillo y el que lo monta tiene por nombre Muerte, y el Hades le sigue.
—Sí… la Muerte vendrá porque es necesaria —afirmó el enigmático aristócrata de los Balcanes con un tono de voz desgarrado, sintiéndose culpable de lo que habría de suceder—. Crear un ser divino, y concederle la eternidad en la Tierra, sería más desastroso que seguir la pauta que mantenemos hasta ahora. Hemos de crearle perecedero, transitorio, o de lo contrario no solo habremos comido del árbol del Bien y del Mal sino también del árbol de la Vida. Y eso significaría desligarnos totalmente de Dios.
La anciana buscó la mirada del Maestro, y la sostuvo a pesar del fuego que irradiaban sus ojos. También ella era poseedora de una fuerza espiritual inimaginable.
—¿A quién queréis engañar? —Tras decir eso, ensanchó sus labios en un ocurrente gesto salpicado de ironía—. Vos lo sois… sois inmortal, y el mundo no ha cambiado por ello.
—Lo hizo, aunque os cueste creerlo —suspiró él, desolado.
Madame de Treville jamás lo había visto en ese estado de laxitud emocional. Era la primera vez que le ocurría.
—Siempre nos habéis ocultado la verdad sobre vuestro origen, y miedo me da saberlo —comenzó, sin querer, a trivializar una conversación tan significativa y profunda que ya comenzaba a colocarles en una situación de lo más incómoda.
—¿Sabéis por qué tengo tanto interés en que se celebre el ritual de los filósofos?
La mujer negó con la cabeza, intuyendo que iba a tener el privilegio de saber la verdad.
—Porque estoy ligado al pecado del hombre desde el comienzo, y de no detenerlo, seguiré viviendo eternamente. He de poner freno a esta locura que por orgullo inicié al principio de los tiempos por no saber valorar las consecuencias.
—Siempre sospeché que erais el Diablo en persona… —ella se echó a reír, creyéndose víctima de una broma—. Lo que me sorprende es vuestro sentido del humor… —Saint-Germain esbozó una sonrisa estoica, sin afirmar ni desmentir nada, y la vieja dama añadió—: Volviendo a lo de antes… ¿qué haréis cuando se presente la Muerte, y cómo pensáis detenerla?
—Desde hace años los implicados han estado moviéndose por un tablero de ajedrez imaginario sin sospechar que su destino estaba escrito mucho antes de que nacieran. Todo lo que haya de ocurrir, sucederá. Y ni vos ni yo podremos poner veto al jaque mate definitivo que pondrá fin a la partida.
—¿Entonces…?
—Un inocente tendrá que morir… —respondió el noble con voz hueca— y su sacrificio nos evitará crear un ser condenado a vivir para siempre en la Tierra. Nuestra víctima es el Cuervo Negro de los filósofos, su fin es ahogarse en el Agua Caótica.
—¿No hay otra solución?
—Yo soy el primero en lamentarlo. Pero no os preocupéis, ninguno de nosotros levantará su mano para herirle. Su verdugo, tal y como habéis vaticinado antes recitando los versículos del Apocalipsis, le acompaña en su viaje.
—Ya solo me resta saber cuándo partimos. —No quiso seguir hablando de la Muerte.
—En cuanto estéis dispuesta.
—¿Y la lluvia…?
No acabó de formular su pregunta cuando inesperadamente dejó de llover.
—Perdón… ¿decíais algo?
Madame de Treville no pudo menos que sentir cómo se le aceleraba el corazón. Si había algo de sensacionalista en Saint-Germain, era que su poder no se limitaba a la charlatanería y a los juegos de magia de salón. Él era en realidad quien afirmaba ser.