Llegaron a Rennes-le-Château poco antes del mediodía. Como el castillo de Blanchefort quedaba a las afueras del pueblo, camino de Arques, Charles se asomó por la ventana del carruaje para decirle a Bernard que pusiera rumbo a la fortaleza, que allí era realmente donde les aguardaban. Este asintió con un gesto de cabeza, obligando a los caballos a desviar su rumbo para coger la amplia senda que conducía al pueblo vecino.
Al cabo de unos minutos vieron perfilarse los torreones del edificio central que rodeaban las murallas, como gigantes con sombreros puntiagudos, cuyos ojos eran las garitas que vigilaban el tenebroso y desolado paisaje. Llegaron sin dificultad, y con ellos también lo hicieron una oleada de oscuros nubarrones que se fueron congregando sobre sus cabezas. El acceso al castillo bajomedieval estaba abierto. Cruzaron el puente levadizo para entrar en el patio de armas. No parecía que nadie les estuviera esperando, como creían. En realidad, el lugar tenía la apariencia de estar abandonado, incluida la orgullosa torre del homenaje.
Bernard y Alessandro bajaron del coche para abrirles las puertas a su dueño y acompañante, quienes se bajaron, al tiempo que miraban a su alrededor, con la esperanza de encontrar a alguien que viniera a recibirles. Nada. Solo el lúgubre gemir del viento que traía consigo aires de lluvia.
—¡Bienvenidos seáis, mis primordiales amigos!
La voz que sonó a sus espaldas hizo que todos se sobresaltaran, incluida Papilión. Al girarse descubrieron a un hombre de pie, junto a la calesa, donde tan solo segundos antes estaba la nada más absoluta. Charles reconoció de inmediato al mendigo de Saint-Merri, aunque esta vez iba vestido de forma impecable. Sintió un no sé qué en las entrañas al ser taladrado por su intensa mirada. No en vano estaba frente a una leyenda: el conde de Saint-Germain.
—¡Señor, os estuve esperando durante meses! —exclamó Papilión con coraje, pero a la vez emocionada por volver a verlo.
Su tutor le abrió los brazos, y ella fue a su encuentro llevada por la alegría de tenerlo de nuevo a su lado.
—Era tu destino, pequeña… no pude cambiarlo por uno que se ajustase a tu capricho —le dijo con voz persuasiva—; pero siempre estuve a tu lado. Tú lo sabes.
—Creo que es hora de que hablemos… —Charles interrumpió el caluroso encuentro llamando la atención de ambos—. Lo menos que espero es una explicación, y además, satisfactoria.
—Y la tendréis —sentenció Saint-Germain con gravedad—. Pero antes de nada, podéis decirle a vuestro lacayo que lleve el carruaje a las caballerizas que están al final de las murallas, y que permanezca en la casa que hemos acomodado para la servidumbre de nuestros invitados. Alessandro viene con nosotros.
El transalpino, que llevaba al servicio de Charles menos de un año —Bernard y él fueron contratados a un mismo tiempo—, se acercó al conde esbozando una tímida sonrisa de connivencia. El caballero d’Éon no salía de su asombro, su valet de pie, alguien a quien confiara su vida, resultó ser el cómplice de aquel enigmático personaje que les había implicado en una ceremonia sin sentido. Papilión le dirigió una mirada desconcertante, dando a entender que tampoco ella comprendía nada de lo que estaba ocurriendo. Por supuesto, Bernard se quedó de piedra al ver como su compañero de trabajo también le había engañado a él, que en ocasiones ocultaba los errores que cometía porque le daba lástima.
—Permitidme que os presente a Alessandro di Cagliostro, un gran filósofo a pesar de que aún no ha cumplido los treinta años de edad… —Saint-Germain se divertía observando los rostros confusos de sus nuevos invitados—. Con su ayuda pude entregaros algunas hojas más del Rosarium Philosophorum, que espero hayáis descifrado aunque solo sea en parte. También nos hemos comunicado a través del silencio de la noche y los sueños, y gracias a sus ojos he sido testigo de los crímenes que se han ido sucediendo desde la muerte de Asmodeus. Conozco vuestras tribulaciones, y sé todo cuanto habéis pasado antes de llegar hasta aquí. Pero será mejor que vayamos dentro del castillo, porque pronto se pondrá a llover.
Tal y como pronosticara, nada más cruzar la puerta de entrada el agua cayó del cielo con una fuerza inusitada que empapó la hierba que circundaba la fortaleza y el musgo de las piedras. Una vez dentro, el conde le dijo a Cagliostro que aguardase en el salón principal, donde pronto se le unirían los otros miembros de la Fraternidad. Seguidamente condujo a la pareja hasta una sala donde podían verse centenares de libros apilados en viejos estantes y antiguos retratos de ilustres antepasados. Estaban en la gran biblioteca de la familia Blanchefort.
El Maestro les rogó que se sentaran mientras iba en busca del resto de los grabados. Charles demandó con un susurro cómplice el amparo de Papilión a la vez que su mirada, pero ella parecía estar embelesada contemplando a su tutor. Se sentía desplazado, tenso, inquieto, incluso un poco asustado. Aquello parecía cada vez más real, más cerca de un desenlace que no deseaba conocer. Porque, si aquel hombre tenía razón… ¿qué iba a ocurrir entonces? ¿La magia de aquel libro traería la paz al mundo, o lo convertiría en un infierno? No estaba seguro de nada, y ya a nadie confiaba su vida.
El conde de Saint-Germain regresó con varias hojas sueltas del Rosarium Philosophorum. Las llevaba ordenadas y pulcramente extendidas. Luego las fue colocando una por una sobre la mesa, alineadas desde el principio hasta el fin.
Aquí tenéis la otra mitad del libro —les dijo el conde—. Debéis averiguar su significado. Para ello os dejaré a solas un tiempo, si os parece bien. Cuando llegue la noche saldremos hacia Arques, donde se pondrá en marcha la segunda parte del ritual.
El supuesto noble se dio la vuelta para irse, pero Charles se interpuso en su camino.
—Antes de marcharos, podríais decirme al menos qué ocurrirá después de prestarnos a vuestro juego —exigió con ceño.
Papilión se sintió incómoda al escuchar la reiterada cantilena de su amigo, cuando ya debía, por lo menos, intuir el resultado. Al Maestro no pareció importunarle su reticencia.
—Nada… no ocurrirá nada —la frialdad de sus ojos indicaba claramente que no estaba mintiendo—, y sin embargo, lo cambiará todo. Pero ahora no penséis en algo que os podría confundir… —aconsejo en tono neutro—. Lo único que debe importaros es resolver el enigma de los grabados antes de que comience el ritual.
Dicho esto fue hacia la salida, cerrando las puertas del salón tras hacerles una ligera reverencia, como si fueran los señores del lugar. Papilión observó a Charles de Beaumont de forma condescendiente, dándole a entender que debía tener paciencia.
—De acuerdo, estudiemos las imágenes. —Charles se dejó convencer por el entrañable gesto de su amiga—. Aunque me da la impresión de que tú ya has descifrado sus secretos.
—¿A qué viene eso?
—Hablo del primero de ellos… —Señaló la imagen donde se veían el rey y la reina alados copulando en un estanque con agua—. Me refiero a este, que es casi idéntico al quinto de la primera entrega. El caballero Le Brun dijo que se trataba de la Fermentación, y también que mi semilla estaba en tu interior.
La joven inclinó avergonzada su cabeza, evitando así contestarle. Aunque luego se armó de valor y volvió a mirarle directamente a la cara.
—Como ves en el dibujo, somos distintos… Hemos desplegado las alas de nuestro espíritu, adquiriendo así la divinidad perdida.
—Están haciendo el amor… ¿Eso significa que volveremos a experimentar lo de aquella noche?
Papilión afirmó con la cabeza, aunque sin demostrar emoción alguna. Por el contrario, Charles reconoció que por lo menos el ritual sería de su complacencia. No obstante, creyó que hablar de la magia de sus manos conllevaría un cambio de humor en ella que no deseaba, por lo que dejó pasar la oportunidad de preguntarle, nuevamente, cómo era posible que una simple mortal fuera capaz de sacudir su alma de esa forma cuando algo tan sublime solo podía venir del Cielo.
—Veamos el otro grabado —añadió, sin darle mayor importancia al hecho de tener que vivir de nuevo tan maravillosa práctica.
Se centraron en la segunda imagen, la del Sol alado flotando sobre el receptáculo de piedra. Papilión le dijo que el Sol representaba el caos filosófico o parte masculina, y el hecho de que llevara alas era porque se había transmutado de cuerpo fijo a volátil dentro de un estanque con agua… el estanque u horno que contiene el Agua de la Vida. Hizo hincapié en esto último con la esperanza de que él pudiera entender lo que quería decirle.
En la tercera página vieron de nuevo al hermafrodita sobre el sepulcro. En el cuarto perdía sus alas, y algo más: el espíritu de la feminidad ascendía a los Cielos. La joven volvió a explicarle que aquello representaba el alma de la mujer que iba hacia Dios para ser fecundada. Charles guardó silencio, no queriendo discutir su afirmación al creer que estaba fuera toda lógica. Nadie podía saber el verdadero significado de aquel impenetrable rompecabezas; al menos para él, que lo estaba interpretando a su manera.
La imagen del quinto pergamino era idéntica al grabado número ocho, de los que ya había recibido con anterioridad. En él podían apreciarse oscuros nubarrones lloviendo sobre el cuerpo inerte del hermafrodita. Ambos miraron al unísono los ventanales, donde una lluvia torrencial golpeaba con furia los cristales emplomados. Charles no era persona que creyera en la casualidad, por lo que pensó que aquel viernes debía llover porque formaba parte del proceso previsto. Y eso le puso aún más nervioso.
El sexto dibujo también era bastante parecido al noveno de la primera entrega, con la salvedad de que en este no había ningún cuervo. El séptimo era apoteósico: el andrógino con sus alas filosóficas extendidas y las serpientes en sus manos, se erigía sobre una colina bajo la cual otras tres serpientes se devoraban unas a otras. Tras él, se encontraba el león verde de los alquimistas. A su derecha, el árbol solar con once pequeños soles que representaban la menstruación masculina —según Papilión, también los hombres tenían un ciclo semejante al de la mujer, días que solo afectaba a su ánimo y no a su organismo—, y a su izquierda, el Pelícano, que indicaba la fijación del alma por medio de la pureza, dando alimento a sus retoños con su propia sangre. Papilión se identificó enseguida con este animal, quizá porque se sacrificaba por el bien de sus hijos; como ella misma tenía pensado hacer.
En la octava imagen, el León devoraba al Sol, y su sangre caía sobre la tierra. Según las explicaciones de la joven, que parecía dominar el significado oculto de los alquimistas mejor que nadie, el espíritu andrógino acabaría con el hombre.
Enfrentarse al noveno y décimo grabado les costó más trabajo, sobre todo a Charles, que cotejó los dibujos con un acto sacrílego. Le impresionó ver con qué facilidad aquellos fanáticos intercambiaban magia pagana con escenas que, por su connotación religiosa, debían ser motivo de respeto. En la novena ilustración pudieron observar como Jesucristo, con el cetro en la mano, y Dios-Padre, con el orbe en la suya, coronaban reina del mundo a la Virgen María al tiempo que el Espíritu Santo se disponía a entrar en su cuerpo. Y la última de todas, la más aberrante en cuanto a significado cabalístico: el hermafrodita sufría una extraordinaria transmutación, convirtiéndose en un ser que tenía toda la apariencia de Cristo resucitando de entre los muertos.
A pesar de lo que pudiera parecerle a Charles de Beaumont, Papilión le dijo que la figura del Salvador representaba la glorificación y perfección de la raza humana… el restablecimiento cíclico del hombre y la mujer.
Cuando terminaron de examinar los grabados se dieron un tiempo de descanso para intercambiar opiniones.
—Debes de perdonarme —le dijo Charles a su protegida—, pero de todas las imágenes la primera es la única que llego a entender. El resto está cifrado en un lenguaje que me es incomprensible, y eso que algunos son idénticos o parecidos. Por ejemplo… ¿qué es para ti todo ese ir y venir de espíritus de niños al Cielo?
Papilión no quiso crear un ambiente tenso por culpa de un libro de alquimia, pero debía responder con sinceridad porque reconoció haberle engañado más de la cuenta.
—Es el ciclo de la vida… el kharma, según mi tutor… —contestó, aun sabiendo que a él le iba a ser difícil asimilar la respuesta—. El espíritu viaja hasta el lugar de donde partió para luego regresar otra vez a un nuevo cuerpo. Es la extracción y sublimación del alma, pero en los grabados catorce y dieciséis reproducen las imágenes del principio femenino subiendo y bajando del Cielo, y no como en el grabado número siete… que es el alma de un niño el que asciende. Eso quiere decir que el hombre ya ha sido eliminado.
Oírle decir aquello le causó a Charles cierta aprensión, llegando incluso a pensar que el proceso podía afectar de algún modo a los de su sexo. Pero más tarde, al meditar sobre la veleidad de sus pensamientos, pues de algún modo también se sentía mujer, pensó que acabar con los defectos del hombre no le haría ningún mal a nadie, si es que lo conseguían.
—¿Y qué me dices de estos? —Señaló los dos últimos pergaminos, los de carácter religioso—. ¿Tienes una explicación que justifique el significado de dichos grabados?
El fragor de un relámpago hizo que ambos se sobresaltaran. Afuera, en el exterior, parecía haberse desatado el Diluvio Universal.
—No me gusta la lluvia —confesó Papilión, quien estaba realmente atemorizada. Así lo atestiguaba ahora su lívido y sudoroso rostro.
Charles le tomó las manos, y las sintió frías al tacto. Las llevó hasta sus labios para besarlas, dándoles calor.
—Estás conmigo… —susurró, tratando de tranquilizarla—. No dejaré que te ocurra nada malo.
—Totó me confesó que el día que asesinaron a mi madre llovía como nunca antes había visto. Creo que es por eso por lo que me siento morir. A veces los niños, aun siendo bebés, graban en su memoria las escenas más importantes de su vida.
—Pero tú ya eres mayor —le recordó él con ironía—. Y no deberías pensar en esas cosas.
En aquel momento dejó de llover. La joven se sintió más tranquila al darse cuenta de que era una estupidez sentir miedo de algo tan ridículo. Para aquietar el interés que el caballero d’Éon sentía hacia ella, gesto que nunca estaba de más, simuló una sonrisa que evidenciaba su total restablecimiento. Como recompensa a su dedicación, contestó la pregunta que había quedado en el aire.
—No hay blasfemia, como tú crees —le dijo con suavidad—. Lo que estás viendo es el resultado final del proceso, el futuro de la humanidad.
—Podrías hablar más claro si quisieras. Pero al igual que a Saint-Germain, te gusta hacerlo utilizando claves filosóficas de insoluble comprensión.
—Eso es porque yo miro con el corazón donde tú solo observas con los ojos y la mente… —Cogió la gavilla de papeles sueltos, sacudiéndola frente a sus narices— ¡aquí, ante nosotros, está el misterio mejor guardado de la historia del hombre, y no eres capaz de ver la verdad! ¿Acaso no has contado los grabados que van desde la segunda cópula hasta el que representa la imagen de Cristo?
Muy perplejo, Charles le arrebató los pergaminos, comprendiendo que había pasado por alto un detalle de suma importancia. Volvió a mirarlos de nuevo, contándolos a su vez. Eran nueve. No se trataba de un número cabalístico usual, y apenas se utilizaba en la magia. Y sin embargo… ¡tan importante en la vida de una mujer!
Entonces lo vio todo claro, como si le hubieran quitado una venda negra bien ceñida alrededor de sus ojos. Lamentando mentalmente su estupidez, cayó en la cuenta de que nueve eran los meses que necesitaba una madre para gestar y traer al mundo a su hijo. En este caso, a un niño de naturaleza divina.