Los primeros invitados se presentaron la mañana del miércoles, antes del almuerzo. Eran el marqués de la Roche y su esposa Margot, quienes decidieron en última instancia, y por petición del enigmático conde, traer consigo a su hija Juliette y al joven Maurice Pelliard, duque de Saint-Denis. Solo les acompañaban dos criados, quienes dormirían en una pequeña casa que había tras el castillo. A los nobles se les acomodó debidamente en las habitaciones del ala oeste, cada cual en la que le había sido asignada. El conde de Saint-Germain y la marquesa de Blanchefort les recibieron en persona, aunque en ningún momento se habló del ritual. Para eso aún había tiempo.
Esa misma tarde llegaron Monsieur Joly de Fleur y la condesa D’Adhémar, y antes de que cerrara la noche tuvieron el privilegio de recibir al duque de Choiseul, quien hacía dos años que había caído en desgracia y estaba desterrado en Chanteloup, y a su buen amigo el ilustre Denis Diderot, ambos pertenecientes al reducido número de los llamados «enciclopedistas». Al día siguiente lo hicieron el señor de Rohan-Chabot y su mística hermana, Madame de Treville; también Milord de Egremont y su esposa Cécile acudieron al evento. Y con ellos se cerraba el círculo. Ya solo faltaban los protagonistas primordiales: el rey y la reina.
En llegando la noche del jueves, Saint-Germain los reunió a todos en el salón principal del castillo. Lo primero que hizo fue darles las gracias por acudir; lo segundo, indicarles que debían mantenerse puros hasta la noche siguiente; es decir, sin ingerir alimentos ni bebidas que no fuera agua, e intentar alejar de su mente cualquier tipo de pensamiento impulsivo o licencioso. Y aunque para algunos neófitos pudiera resultarle extraño ver condicionados sus sentimientos —como era el caso de Juliette y su pretendiente, quienes acudían por primera vez a una reunión de la logia—, aceptaron el compromiso jurando individualmente cumplir el reglamento.
Luego el misterioso conde los invitó a acompañarles hasta un lugar cercano a la villa de Arques, donde había ordenado restaurar una cripta de época indeterminada con el propósito de convertirla en el estanque donde habría de iniciarse el ritual. Allí, entre todos, levantarían la shekinah sagrada, un altar triangular cuyo modelo ya se describía en la Muy Santa Trinosofía; libro cabalístico escrito por el propio Saint-Germain.
Se trataba de participar de forma activa y personal en el proceso, de adquirir nuevos conocimientos al margen de efectuar un cambio en el hombre. La ceremonia alquímica les proporcionaría el conocimiento necesario con el que poder hacer frente a los resultados.
Aceptaron la proposición, no sin que algunos se preguntaran si era conveniente salir de noche y aventurarse por un terreno abrupto y escarpado que ofrecía poca seguridad. Acompañados por Roger, el lacayo del Maestro, que les entregó a cada uno de los hombres una antorcha encendida para iluminar el camino, salieron al exterior para tomar la senda que conducía al pueblo de al lado.
Al cabo de un tiempo llegaron a un montículo donde, medio oculta por unos árboles frondosos, pudieron ver la cripta hecha de piedra y adobe que permanecía abierta. Tras descansar unos minutos, los hombres se dedicaron a erigir el altar frente al receptáculo. Las mujeres, por sugerencia del Maestro, dibujaron una estrella de seis puntas en el suelo para luego situarse cada una en sus extremos. Extendidos por todo el santa sactorum se colocaron los instrumentos propios de los Rosacruces, incluida la cruz de madera con una rosa roja en el centro.
Finalizada la labor, el Maestro hizo que los hombres formaran un círculo alrededor de las mujeres, quienes permanecían en los vértices de la estrella de David, símbolo del Caos Filosófico que se origina con la unión del rey y la reina como el Sol y la Luna casados entre sí. El módulo elíptico que creaban los hombres al circundarlas representaba la circunferencia del cielo y los siete planetas —el Sol, la Luna, Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno—, y el vacío creado entre unos y otras era la vieja tierra adánica que tendría que vivificarse por la atracción de los cuerpos primordiales. Saint-Germain se colocó en el centro del hexágono que formaba el vaso receptor femenino en contraposición del vaso fecundador masculino. Roger se mantuvo bien alejado de la ceremonia, retirándose varios centenares de metros.
Y entonces, cuando por fin estuvo cada cual en su lugar correspondiente, el Maestro les dedicó unas palabras.
—Voy a contaros una historia… una historia increíble pero cierta —comenzó diciendo Saint-Germain, dispuesto a referirles de una vez por todas la explicación de los filósofos con respecto al Génesis de las Santas Escrituras—. Hace eones de años, mucho antes de que fuera creado el universo, dos seres primordiales que conformaban una misma esencia, llamémosla Dios, en un gesto de abnegación decidieron distribuir su Luz con el propósito de crear bellas criaturas con las que poder compartir la eternidad. Este ser andrógino, con sentimientos opuestos pero con la virtud de la paciencia y el amor a flor de piel, determinó su independencia creando pequeños seres luminosos que habrían de servirles de compañía y, en cierto modo, aliviar su soledad. De este modo, cada parte de ese Dios se comprometió a cuidar de los hijos que formarían parte de su naturaleza, y a los que deberían enseñarles que, al fin y al cabo, todos eran uno, y que por consiguiente debían aprender las leyes básicas del respeto mutuo y la comprensión.
»El lado masculino de Dios, al ser algo más irreflexivo que su parte femenina, optó por crear seres perfectos e inmortales capaces de ejercer un poder semejante al de su Creador, aunque ciertamente un poder restringido. De este modo nacieron los ángeles, seres de luz que pueblan el mundo espiritual al amparo de Dios… —Se detuvo un momento, observando el rostro de incredulidad de la mayoría. Sonrió antes de continuar—: La Palabra, de la que somos hijos, pensó que era demasiado fácil concederles la eternidad a unos seres tan excelsos y sublimes sin antes haberles enseñado a valorar su sacrificio, pues para recibir una herencia así de generosa tenían antes que conocer sus limitaciones, y eso lo debían aprender por ellos mismos. Así, el lado femenino de Dios creó el mundo material. Y creó al hombre a su imagen y semejanza, o lo que es igual… creó al andrógino. ¡Sí, en efecto! Aunque os parezca ridículo, cuando La Palabra creó el Edén lo pobló con seres capaces de engendrar de forma independiente. Eran criaturas perfectas, semejantes a las mujeres de hoy en día, pero con órganos reproductores masculinos y femeninos, y alcanzaban la edad de mil años. Estos especímenes vivían en paz, compartiendo los frutos de la tierra y respetándose mutuamente unos a otros, y solo engendraban una vez en la vida para conservar de este modo el equilibrio de la naturaleza. Sus hijos eran copias idénticas de sus progenitores, por lo que conservaban ese rostro de enfática belleza que nuestra Madre les otorgó al inicio de los tiempos.
»Todo iba bien, cada parte de Dios pendiente de sus criaturas, hasta que un ángel de extrema sabiduría, que contaba con la plena confianza del Creador-Padre, puso sus ojos en una de sus hermanas terrestres. Y no sabemos si llevado por el amor o arrebatado por los celos, pues las hijas del Creador-Madre eran las predilectas al tener que ganarse la eternidad por méritos propios, y eso las hacía más vulnerables y amadas a los ojos de Dios, descendió del Reino Espiritual para seducir a uno de esos seres que hasta entonces permanecían virginales e inmaculados. Y así fue como la Serpiente tentó a la mujer, preñándola con su simiente; o lo que es lo mismo, los Hijos de Dios se unieron a las hijas de los hombres. Fruto de la unión de ambos nacieron un niño y una niña, con sus atributos de procreación escindidos. He ahí Adán y Eva y el Pecado Original. Por eso os leí hace un tiempo los pasajes del Génesis. Creo que entonces no os distéis cuenta de que en realidad lo que quería deciros es que Dios creó al hombre dos veces.
»Esto no tendría importancia si el espíritu del varón, el ángel que alteró la vida del andrógino en la Tierra, no hubiese levantado la ira de su Creador al incitar a otros ángeles a hacer lo mismo. Dios-Padre castigó a Luzbell, y con su sentencia, le transmitió palabras como resarcimiento y orgullo, quien a su vez se las inculcó a su progenie masculina por ser más débiles y de su misma condición. Es por ello que el hombre inicia las guerras, y la mujer no. Es por ello que el hombre necesita superarse, y la mujer no. Es por ello que el hombre grita, jura y blasfema, y la mujer no. Es por ello que el hombre solo busca su beneficio, y la mujer no. Es por ello que al hombre le es imposible negarse a la lujuria, y la mujer utiliza la sensualidad para mantener en orden el mundo. Ella cuida del bienestar de la casa, de los hijos y del marido. Ella es la única benefactora con la que cuenta la humanidad porque es hija de la Palabra, y el hombre es un engendro que nació de la soberbia. Y si hay mujeres embaucadoras, crueles o desnaturalizadas, es porque lo aprendieron de su lado masculino.
—¡Me resulta difícil creer en vuestras palabras! —exclamó, indignada, Juliette, tal vez por ser la más joven.
—¿Por qué? —preguntó el conde—. ¿Quizá porque la Biblia dice que Dios creó al hombre a partir del barro y a la mujer de una de sus costillas? ¿Y eso te parece más lógico?
—Es cuestión de fe —le dijo ella—, creer o no en la palabra de Dios.
—Pues si tanta es la fe que tienes puesta en un libro, escucha la voz de quienes lo escribieron… —Se prestó a recitar ciertos versículos del Antiguo y del Nuevo Testamento—. Jeremías nos dice: «Dios manda al profeta observar el trabajo de un alfarero. En un momento dado la vasija que estaba haciendo en el torno se le estropeó. Entonces el alfarero hizo otra distinta, como mejor le pareció. En ese momento Yahveh dijo al profeta: ‘¿No puedo hacer yo con vosotros lo mismo que este alfarero? Mirad que como el barro en la mano del alfarero, así sois vosotros en mi mano’.» Y el apóstol Pablo nos relata en su carta a los romanos: «¡Oh, hombre! Pero ¿quién eres tú para pedir cuentas a Dios? ¿Acaso la pieza de barro dirá a quien la modeló por qué me hiciste así? ¿O es que el alfarero no es dueño de hacer de una misma masa unas vasijas para usos nobles y otras para uso despreciable?».
La muchacha guardó silencio. Jamás hubiera esperado que alguien fuera capaz de conocer tan a fondo la Biblia, y mucho menos recitarla de memoria. Pero lo que más le dolió fue el tener que admitir que tanto Jeremías como San Pablo respaldaban en cierto modo la hipótesis del Maestro.
Todos los allí reunidos estaban impresionados. No esperaban escuchar un relato tan incoherente como aquel. Sin embargo, era una historia que, al meditarla en profundidad, resultaba agradable al oído… como una melodía cuyo ritmo fluctuante embelesara el alma. De ser cierto, muchas de las preguntas del ser humano hallarían al fin respuesta.
—Al igual que la Caja de Pandora al abrirse, el mal se extendió por toda la Tierra, pero dejó en su interior la semilla de la esperanza… —Saint-Germain continuó con su prédica—. Esto quiere decir que por culpa del deseo jugamos a ser creadores cuando no somos más que una parodia absurda de Dios. No obstante, aún conservamos parte de su divinidad, y ello nos otorga la ocasión de remediar lo que jamás debió ocurrir. A lo largo de la historia, han sido varios los hombres que estudiaron el modo de recuperar nuestra imagen celestial, desde Hermes Trimegisto hasta los llamados filósofos alquimistas, quienes nos dejaron un legado oculto, cifrado más bien, para que la humanidad pudiera comprender algún día que también nosotros somos capaces de crear algo hermoso. Y eso es lo que vamos a hacer mañana a esta misma hora, llevar a cabo el proceso por el cual el hombre y la mujer dejarán de ser dos para convertirse en una sola esencia… un mismo ser.
El enigmático conde guardó silencio con el objeto de que los allí convocados pudieran expresarse, pues intuía un aluvión de preguntas. La primera que quiso saber fue Madame de Treville, personaje extremadamente sensible y capaz de percibir en la mirada la intencionalidad de la gente.
—Admito que vuestra historia es inverosímil, y sin embargo presiento que decís la verdad. Pero hay algo que no logro comprender, y es cómo un ser espiritual pudo dejar encinta a una criatura de carne y hueso.
—Por medio del éxtasis divino —contestó, sin dudarlo, el Maestro—. Cuando el arcángel Luzbell entró en contacto con el andrógino, en el interior de este se desató cierta energía placentera que liberó su simiente creadora. Solo que esta vez el fruto era de dos espíritus; uno, hijo del Padre, y la otra, hija de la Palabra. De ahí que nacieran niños de ambos sexos, cada cual dotado con sus atributos de expansión, condenados a necesitarse… y a buscarse.
—Sé que me vais a reprender por mi ignorancia —se disculpó la marquesa de Blanchefort—, pero me gustaría que nos dijerais cuál era el método natural de concepción antes de la caída del ángel.
—Como ya he dicho, poseían la capacidad de procrear sin ayuda de nadie al llevar en su interior tanto los órganos reproductores femeninos como los masculinos. Cuando creían que les había llegado la hora de reproducir, solo tenían que alzar la vista y dirigir una mirada de súplica a la Madre engendradora de vida. El espíritu de la Palabra las fertilizaba en su pureza, logrando con el éxtasis que fluyeran las simientes de la creación en su interior para dar vida a un nuevo ser. Otro de los mensajes ocultos de la Palabra al concebir de forma virginal el cuerpo de Jesús, o al lograr que Joaquín y Ana, los padres de María, engendraran sin pecado carnal, pues ella misma fue su propia madre en su encarnación.
—¿Creéis que funcionará? —preguntó el ilustre Diderot—. Ni siquiera sabemos el nombre del autor del Rosarium Philosophorum.
—Mi buen amigo, os conozco desde hace años… y la ver dad, me sorprende vuestra pregunta.
—Quisiera estar seguro de que no vamos a liberar una fuerza imposible de detener.
—Precisamente es lo que haremos —replicó Saint-Germain—. Solo que esa fuerza que decís es la única vía que tenemos para enmendar el error de nuestros primeros padres. Y sí, es cierto, nadie podrá interrumpir el proceso una vez que se ponga en marcha. Pero será una transformación que inevitablemente traerá consigo la felicidad eterna.
—¿Podéis explicarnos el verdadero significado del Pecado Original? —inquirió el marqués de la Roche—. Veréis, no comprendo por qué hemos de seguir arrastrando el estigma del pecado por algo que ocurrió hace una eternidad.
—Tenéis razón, no es justo que paguemos nosotros por el capricho de un ángel irreverente. Lo que ocurre es que cuando tuvimos ocasión de detener el círculo de la vida nos olvidamos de hacerlo, pues resultaba grato el contacto físico entre los cuerpos, y cedimos al encanto de la promiscuidad. Ese es el verdadero pecado, buscar la pasión porque somos débiles de espíritu. ¿O acaso habéis visto algún clérigo, digno de llamarse discípulo de Cristo, abandonar el celibato por el mero hecho de tener oscuros pensamientos? —preguntó incisivo—. Y no solo me refiero a los religiosos de nuestra fe, también en la India recurren a la castidad para así detener la rueda del kharma. Sé que suena extraño, pero nuestro cometido en la Tierra jamás fue el de imitar a Dios creando a otros seres que nos sirvieran de compañía y consuelo, sino el de vivir felices y en paz en un mundo que nos fue entregado para amar, y que día a día vamos destruyendo. Porque otro de los inconvenientes que tuvo el hombre en sus principios fue el de cometer el mayor crimen de la humanidad: asesinar a uno de sus hermanos por una estupidez.
—¿Podéis aclararnos eso? —se atrevió a preguntar el joven duque de Saint-Denis.
El conde no tuvo más remedio que girarse para encarar al pretendiente de Juliette. Lo tenía justo detrás.
—Os estoy hablando del segundo Pecado Original, lo que en la Biblia se describe como la historia de Caín y Abel… —contestó tras someterlo al examen inquisitivo de su mirada—. ¡Oídme! El hombre es violento por naturaleza. No se podía esperar otra cosa una vez que los varones fueron multitud. Comenzaron a reñir entre ellos, a disputarse las mujeres… a someterlas incluso a su arbitrariedad. Hasta que un día ocurrió lo inevitable. Un hombre asesina a su hermano, y Dios se ve obligado a darle una oportunidad al fallecido enviando de nuevo su alma a la Tierra para que pueda encarnarse y reparar su agravio, pagándole al agresor con la misma moneda. Eso se llama Justicia del Cielo… ojo por ojo, diente por diente. Pero hubo más crímenes, y esas almas que perdieron su vida antes de tiempo exigieron a Dios la reparación inmediata de su ofensa. La rueda del kharma se convirtió entonces en un torbellino sin fin que, de no detenerse, acabará consumiéndonos, por lo que nosotros hemos de poner freno a esta locura.
—Estamos a un día del gran acontecimiento, y el rey y la reina siguen sin aparecer —le recordó el duque de Choiseul—. ¿Qué ocurrirá si no se presentan?
Saint-Germain alzó la mirada al cielo estrellado de la noche, como si aguardara una señal o precepto divino, y dijo tras exhalar un leve suspiro:
—Vendrán… ellos vendrán hasta mí. No lo dudéis.