El carruaje del teniente Marais se detuvo a un centenar de metros, situándose al final de la avenida. Philippe, el cochero que pensaba cobrarles una fortuna por el trayecto, se bajó apresuradamente para abrirles la puerta a los hombres del rey. Gustave y su ayudante descendieron con precaución, mirando a ambos lados. Luego cruzaron la calle tras advertirle al mantecoso calesero que debía esperarles allí hasta que volvieran.
Desde aquella privilegiada posición pudieron ver como el caballero y la joven entraban en uno de los mejores edificios que había frente a la iglesia, donde fueron recibidos por una mujer, al principio, y después por un hombre. Patrick llamó la atención del teniente al descubrir que el carruaje de Charles de Beaumont se alejaba hacia una plaza que había una calle más arriba, quizá con la intención de aparcar bajo la sombra de un sauce que se alzaba en el centro, y evitar así el implacable Sol del sur de Francia.
—¿No creéis, señor, que deberíamos averiguar cuál es el destino de este viaje? —preguntó el joven, desesperado como estaba después de soportar varios días de interminable seguimiento por caminos polvorientos.
También Marais comenzaba a estar harto de perseguir fantasmas. Tras haber recorrido el país casi de un extremo a otro, lo único que deseaba era conocer la verdad.
—Tienes razón, pero no podemos ir preguntándole a los cocheros cuándo piensan detenerse. Eso sería estúpido.
—¿Y si fuera Philippe en nuestro lugar? —sugirió el ayudante—. Quizá pueda sonsacarles la información que necesitamos. A él no le conocen… y los lacayos suelen confiarse a cualquiera que les dé conversación. Ya pudisteis comprobarlo en París con los hermanos Rimbaud.
Gustave consideró una vez más que el bretón tenía talento, pronosticándole mentalmente una brillante carrera como teniente de Policía.
Tras aceptar la propuesta de su ayudante, se acercaron de nuevo al carruaje en busca de Philippe. Le encontraron agachado frente a una de las ruedas, comprobando el buen funcionamiento de los ejes que no habían sido revisados desde que salieron de Saint-Etienne, su última parada. Al verles se puso en pie.
—Los caballos necesitan agua y forraje… —les dijo, secándose el sudor de la frente con el mismo pañuelo que había utilizado para limpiarse las manos de grasa. Como resultado, su incipiente calvicie mostraba un oscuro lamparón—. Deberíamos descansar unas horas antes de proseguir el viaje… —Lanzó un escupitajo al suelo, y añadió molesto—: Los animales están agotados, y yo, si me lo permitís, necesito dormir un poco.
—Tiempo habrá para eso —sentenció Marais con aspereza—. Ahora has de ayudarnos.
Antes de que pudiese argumentar cualquier pretexto que le evitara inmiscuirse en aquel asunto, el policía le indicó a Philippe cuál iba a ser la misión que iba a desempeñar. Maldiciendo en voz baja su mala suerte, no le quedó más remedio a este que subir de nuevo al carruaje con el fin de acercarse hasta la plaza y dialogar con los cocheros de la calesa que habían estado siguiendo desde París.
—Solo espero que vuestra bolsa sea tan ingente como vuestros caprichos —farfulló el cochero antes de incitar a los caballos para que se pusieran en marcha.
Le vieron alejarse calle arriba, susurrando entre dientes todo tipo de exabruptos en forma de maldiciones y juramentos.
Marais, a pesar de su infatigable esfuerzo, reconoció que debían descansar antes de volver a iniciar la persecución, que dicho sea de paso parecía no tener fin. De mutuo acuerdo decidieron refrescar sus gargantas en la taberna que había junto a la iglesia. Desde allí podían vigilar la entrada al edificio donde acababan de entrar Charles de Beaumont y su joven acompañante, no fueran a salir y perdieran su pista.
Al cabo de una hora, cuando ya echaban de menos una tercera jarra de vino áspero suavizado con miel y un buen camastro donde dormir, vieron que el carruaje de Philippe regresaba nuevamente al punto de partida. A pesar de los efectos del alcohol, Gustave reaccionó poniéndose en pie a la vez que sacudía a su ayudante para que abriera los ojos.
—¡Ya ha vuelto! —avisó satisfecho, y dejó unas monedas sobre la mesa—. Será mejor no hacerle esperar.
El aire fresco del exterior acabó por despejar sus enviciadas mentes. Sin perder más tiempo, fueron calle abajo esperando que el cochero hubiera sido lo suficientemente astuto como para conseguir la información que tanto necesitaban. Este les aguardaba con una sonrisa de oreja a oreja, presagio de esperanzadoras noticias.
Apenas esperó a tenerles frente a sí para hacerles partícipes de su alegría.
—¡Estamos de suerte, señor! —señaló jactancioso.
—¡Vamos… no nos tengas en ascuas! —le alentó Marais, quien era hombre de escasa paciencia.
—Por lo que me han contado esos idiotas, su amo piensa pasar todo el día en casa de un amigo, al que no visita hace años… —comenzó diciendo—. Mañana parten a primera hora hacia un pequeño pueblo llamado Rennes-le-Château, donde pasarán una temporada. Dicho pueblo no queda lejos, todo lo más a unas cuatro o cinco horas de camino de aquí a marcha regular.
—Eso nos da ventaja —aseguró Patrick—. Podemos adelantarnos, y planificar así una estrategia a tiempo.
Gustave negó varias veces con la cabeza.
—Ni hablar… Tú regresarás a París para informar al procurador general de nuestros progresos.
—¡Pero, señor…!
—Escucha, muchacho, necesito que le cuentes a Monsieur Joly de Fleur todo lo ocurrido, incluyendo lo que sabemos de esa logia. Dile que tardaré un par de semanas, y prométele que a mi vuelta traeré conmigo al culpable, vivo o muerto… ¡Philippe! —se dirigió al cochero—. Toma tu dinero, y encárgate personalmente de que mi ayudante llegue sano y salvo a París.
Le entregó una bolsa con monedas de oro, talega que el calesero guardó en el bolsillo de su levita antes de que cambiara de opinión, y le obligara a seguir en ruta. Posteriormente se subió a la silla del conductor y tomó las riendas del carruaje, recordándole al de Bretaña el deseo del teniente.
—Señor… ¿y vos que haréis? —preguntó el joven policía una vez que estuvo en el interior del coche, sentado a la espera de iniciar el largo viaje de vuelta.
Marais no dudó en contestar con tono grave.
—Cumplir con mi trabajo… y, además, ajustar una vieja deuda que tengo pendiente.
Dicho esto, se alejó calle abajo. Patrick no pudo hacer otra cosa que sentir lástima de él. Era evidente que le había afectado la fatídica muerte de la joven prostituta. Su vida se vio truncada a partir de entonces. Ya no era el sagaz y metódico policía de siempre, sino un hombre deseoso de llevar a cabo su particular venganza.