Capítulo 53

Parada en Carcassonne

Finalmente llegaron a Carcassonne, estratégico nudo de comunicaciones situado en la región de Aude. El carruaje pasó frente a las murallas de aquel impresionante enclave medieval, y fue a detenerse ante un edificio de dos pisos que había al final de la iglesia de Saint-Nazarie. Charles bajó primero, con el propósito de ayudar a Papilión a que hiciese lo mismo dándole la mano, pues había llovido la noche anterior y los adoquines de arenisca estaban mojados y deslizantes.

—Solo espero que Nazarie esté en casa —dijo el caballero d’Éon, buscando con la mirada los ventanales del edificio.

Nazarie y él habían cursado juntos la carrera de Derecho en París, pero tras finalizar los estudios regresó al hogar de sus padres, y no volvió a saber nada de él hasta que, una vez de vuelta de su viaje a Rusia, recibió una carta invitándole a pasar unos días en la casa que tenía a las afueras de la ciudad, que aún guardaba la memoria de los cátaros.

Eran jóvenes, atractivos, y soñaban con seducir al mundo con ese encanto tan peculiar que derrochaban sus delicadas maneras. Cierta noche que salieron a celebrar su reencuentro, y en la cual bebieron en exceso, y ello hizo que sus ánimos se fueran calentando hasta confiarse sus mayores secretos, descubrieron que entre ambos había nacido cierta atracción, al margen de la amistad, a la que cedieron de forma impulsiva sin tener que concederse más explicaciones. Sin temor a perder la dignidad, Charles llegó a comprender que otro hombre podía proporcionarle lo que una mujer porque su cuerpo había sido concebido para amar a ambos, a pesar de no ser tan perfecto como el de Papilión. En todo caso, el propósito de su visita no era precisamente el de rememorar los buenos momentos del pasado sino el de solicitar el permiso de su amigo para pasar la noche en su casa de piedra antes de reemprender el viaje. Esperaba que Nazarie le recordara después de doce años, y también que fuera lo bastante discreto para no tener que explicarle su situación actual.

—Deberíamos entrar —propuso Papilión al verlo tan ensimismado con sus recuerdos.

Asintió con la cabeza al comprender que estaban en medio de la calle, y que los ruidosos carruajes tenían que apartarse para no atropellarles.

Se acercaron a la entrada en tanto que Bernard y Alessandro, que hacían la función de cocheros, buscaban un lugar mejor donde situar la calesa. Con decisión, Charles golpeó con los nudillos en la puerta sin dejar de mirar hacia arriba, donde los ventanales con rombos emplomados se abrían hacia la iglesia. Apenas transcurrieron unos segundos antes de que una mujer asomara su cabeza detrás del recio portón forrado con remaches de bronce.

Tendría algo más de treinta años, aunque aparentaba algunos menos, debido al maquillaje, y a las lociones astringentes que estaban tan de moda entre las mujeres que superaban cierta edad. Sus cabellos eran escarolados y negros como la pez, y sus ojos de un azul tan profundo que solo podía encontrarse en los abismos de los océanos. A pesar de la fragilidad de su bien formado cuerpo, su gesto desafiante era el de una hembra sobrada de agallas para enfrentarse a cualquier tipo de conflicto sin temor a las consecuencias.

—¿Morgane…? —se escuchó la voz de un varón desde el interior de la casa.

—Estoy aquí, Nazarie… —La mujer se giró sin mediar palabra con los recién llegados. Luego volvió a mirarlos con ademán interrogativo—. ¿Puedo saber qué deseáis?

Antes de que pudieran contestar, un individuo de figura esbelta se asomó por detrás de la mujer, observándoles con detenimiento. Charles reconoció de inmediato a su antiguo compañero de estudios, aunque este tardó un poco más en darse cuenta de quién era el individuo que venía a importunarle a primera hora de la mañana.

—¿Charles…? ¿Charles de Beaumont? —preguntó, tratando de recordar—. ¡Oh, cielos… cuanto tiempo sin verte!

El hombretón apartó con suavidad a la mujer que tenía delante para acercarse y abrazar al que fuera su amigo de juventud. Papilión no sabía muy bien qué hacer en este caso. La llamada Morgane se fijó en ella, ofreciéndole una amplia sonrisa de bienvenida.

—Me parece que mi esposo y este caballero se conocen desde hace tiempo… —soltó lo primero que le vino a la cabeza—. Mi nombre es Morgane.

—Yo soy Papilión —contestó la joven azorada—, amiga de Monsieur Beaumont.

—Es un placer, querida. ¡Por favor, pasad! —hizo un gesto para que entrasen todos, incluido los hombres, que no cesaban de hablar y reír a un mismo tiempo.

Nazarie se puso a la cabeza del jovial grupo para indicarles el camino. Les condujo hasta el primer piso, y de allí a un enorme salón de cuyas paredes colgaban coloridos tapices, y donde una alfombra enorme cubría la mayor parte del suelo. Los muebles eran de calidad, también los jarrones ornamentales de Sévres con fondo bleu de roi, situados a ambos lados de la chimenea. A Charles le hizo gracia un reloj de Meissen de estilo barroco que descansaba sobre la repisa del hogar, en donde podían verse varios querubines y un demonio alado con una guadaña, representando el tema Tempus Fugit. En realidad, la estancia estaba repleta de figuras, platos, copas y demás piezas de artesanía, procedentes de las mejores fábricas de porcelana del mundo; desde la inglesa de Chelsea hasta la llamada de Compañía de Indias.

Charles pensó que su amigo era todo un coleccionista.

—Y bien… ¿puedo saber qué haces aquí, en Carcassonne, al margen de honrarnos con tu visita? —quiso saber Nazarie, una vez que estuvieron sentados alrededor de una mesita de baja altura donde solían tomar el té, bebida a la que se había aficionado desde que se casara con Morgane; de ascendencia inglesa.

—Verás… —Charles chasqueó la lengua, buscando rápidamente un motivo que fuese creíble, y qué mejor que la ver dad—. Acompaño a Mademoiselle Papilión hasta Rennes-le-Château, donde le espera el príncipe Rákóczy de Hungría, el cual la tiene bajo su tutela desde hace poco más de un año.

Monsieur Beaumont ha sido muy amable al hacer este viaje… —añadió la joven por alusión, que así mostró su satisfacción—. Estoy segura de que cuando regrese a París sentirá nostalgia de esta tierra, ya que la hospitalidad de mi mentor seduce a sus huéspedes hasta el punto que no querer marcharse de su lado.

—Debe de ser una persona de esas que ahora llaman con magnetismo —opinó Morgane, reprimiendo una sonrisa—, como el tal Giacomo Casanova, capaz de complacer a quienes le rodean confiándoles sus aventuras de alcoba.

Charles, que había conocido personalmente al engreído veneciano de carismática verborrea, pero de escaso poder de seducción a pesar de lo que dijera la gente, no estaba en nada de acuerdo con su dictamen, pero pensó que no era propio de un caballero contradecir a la anfitriona en su propia casa, y por eso optó por guardar silencio sobre quien se había inventado un alter ego con el título de chevalier D’Seingalt, además de jactarse de ser un gran conocedor de la magia y la alquimia.

—Supongo que os quedaréis unos días… —Nazarie, quizá en un derroche de hospitalidad, apoyó su mano en la rodilla derecha de Charles, ofreciéndole una sonrisa demasiado amable—. Después de tantos años sin vernos es lo menos que podías hacer.

El caballero d’Éon, a quien no le había extrañado ver a su viejo amigo en compañía de una mujer, creyó que no debía despertar viejas pasiones y poner en peligro la auténtica finalidad del viaje, y tal vez el matrimonio de Nazarie. Además, según Papilión y su oscuro lado masculino, tenían que llegar a Rennes-le-Château antes del viernes por la tarde; y solo les quedaba un día.

—La verdad, no sé si podremos… —reconoció con cierto embarazo—. Lo cierto es que mañana hemos de seguir nuestro viaje. Aunque es posible que a la vuelta decida aceptar tu proposición.

—Eso sería estupendo.

—Rennes-le-Château no es precisamente un lugar idílico —dijo Morgane tras abrir su abanico de fantasía, y agitarlo en el aire, arte que dominaba con exquisitez—. Apenas se sostienen unas cuantas casas, a pesar de los años, apartadas de la vieja iglesia y del castillo de Blanchefort.

—¿Has dicho Blanchefort? —inquirió Charles, que miró de soslayo a su pupila sin comprender muy bien qué estaba ocurriendo, pues siempre había negado conocer a ninguna de sus amistades.

—Ese castillo lleva ahí varios siglos. Pertenece a una familia aristocrática que vive en París, a pesar de ser los dueños de la comarca. —Nazarie intentó orientarle—. La marquesa suele venir una vez al año para justificar su propiedad, pero suele marcharse a los pocos días. La gente de por aquí dice que ese lugar está encantado.

—Los habitantes del Languedoc son todos iguales de supersticiosos. No hay que hacerles caso —suspiró Morgane.

—Siempre hay algo de verdad en los mitos y en las leyendas —comentó Papilión, tratando de incitar a Nazarie para que les narrase las historias fantásticas que debía haber aprendido a lo largo de su vida.

—Veo que eres de las que creen que vale la pena atender los comentarios de los más ancianos —el anfitrión se alegró de encontrar a alguien capaz de escucharle sin ningún tipo de prejuicios—, pues, aunque no lo creamos, ellos transmiten la historia popular de una a otra generación. El Languedoc no es una región como las demás, es tierra de templarios y cátaros. Dichos guerreros eran sacerdotes que repudiaban la fe cristiana, y creían en la existencia de dos dioses de semejante poder… uno de carácter maligno, el Rex Mundi, y otro benévolo. Definitivamente fueron exterminados por la Iglesia de Roma, por herejes. Pero según cuenta la leyenda, poco antes de que el castillo de Montsegur fuera saqueado e incendiado por las huestes del Papa, cuatro soldados abandonaron la fortaleza llevando consigo ciertos objetos de un valor religioso sin precedentes. Unos dicen que el Arca de la Alianza, otros que el Cáliz con el que José de Arimatea recogió la sangre de Cristo.

—¡Bobadas! —exclamó Morgane—. Todas esas historias del Santo Grial son fruto de la imaginación de unos cuantos oficiosos. Tú sigue creyéndote sir Percival en busca de un símbolo, que acabarás tan loco como ellos.

Esto último iba dirigido a su esposo, el cual se sonrojó por haber sido tan irreflexivo.

—¿Sabes si la marquesa está ahora de visita?

Charles trató de rescatar la conversación y conducirla por derroteros más triviales, pero que al mismo tiempo eran de su interés.

—He oído decir a mi doncella que una prima suya que trabaja en el castillo fue rescindida de su labor durante unos días porque la marquesa había llegado en compañía de un caballero. Por lo visto necesitaban con apremio un poco de intimidad —se adelantó Morgane en la respuesta, dejando escapar una risita maliciosa—. Para mí que la nobleza también se divierte a fin de cuentas.

—Supongo que eso contesta a tu pregunta —opinó Nazarie, que luego se encogió de hombros, dando por sentado que su esposa era la única que conocía la verdad.

Antes de que el señor de la casa pudiera darse cuenta, Morgane se desligó de la conversación susurrándole a su joven invitada los chismes referentes a la marquesa que había escuchado no hacía mucho en casa de Madame Labille, hermana del alcalde. Al comprender que a partir de ese momento les estaba vedada la participación a los hombres, Nazarie se levantó de su asiento haciéndole un gesto a su entrañable amigo para que le acompañase.

Fueron hacia un despacho oval que había más allá de un arco abierto, al final del salón. Charles pudo ver infinidad de libros de jurisprudencia amontonados en las estanterías, y algunos, que descansaban sobre la mesa, abiertos por la mitad. Una calavera sin maxilar inferior le servía de pisapapeles, y sobre la mesa, junto a los útiles de escribanía, una menorah hebrea iluminaba el lugar de trabajo de Nazarie sin que a este le importase las gotas de cera que se iban acumulando sobre los brazos de plata del candelabro. El horrendo retrato de algún antepasado les observaba desde la pared con mirada oblicua, como si fuese capaz de ponerse en movimiento con un simple chasquido de dedos. Al invitado le resultó bastante sombrío el lugar, impropio de un abogado alegre como su antiguo compañero de estudios.

—Lo conservo así desde que murió mi padre… —Nazarie se dio cuenta de lo incómodo que podía resultarle a la gente el tener que aguantar tales extravagancias—. Solía decir que la austeridad debe acompañar al hombre hasta en su trabajo.

—Sí, me acuerdo. Era una persona demasiado dada a los aforismos.

A Nazarie le hizo gracia que recordaran a su padre por sus máximas, de las que estaba tan orgulloso.

Fue hasta el balcón abierto que daba a la iglesia donde fue bautizado, y de la que sus padres tomaron el nombre del santo patrón para honrarle. Luego se asomó al exterior, señalando una taberna que había al otro lado de la calle.

—¿Te acuerdas de aquella noche? —Nazarie se echó a reír al recordar sus calaveradas—. Estuvimos a punto de batirnos en duelo con los hermanos Hoffet porque les habíamos arruinado jugando a los dados, y nos negábamos a ofrecerles la revancha. Aún me parece ver la cara de esos palurdos cuando descubrieron que manejabas el florete como un maestro de esgrima. Al comprobar tu destreza con el acero, echaron a correr calle abajo sin importarles su reputación.

—Éramos jóvenes y habíamos bebido. —Charles no tuvo más remedio que sonreír al evocar la escena.

—Así es… —La voz de su amigo se tornó algo más melancólica. Una mueca furtiva pasó por su rostro—. Habíamos bebido…

Nazarie se sintió molesto por la situación, y durante un tiempo estuvo sin cruzar palabra con su invitado. Lo único que hizo durante ese pesado silencio fue observar a quienes conducían su vida de un lado a otro de la amurallada ciudad, testigo mudo de un tiempo violento e intransigente.

—¿Podremos pasar aquí la noche?

Charles creyó que lo más sensato sería olvidar los viejos pecados atrayendo al espíritu de la realidad.

—¿Qué…? —Nazarie reaccionó al asimilar la pregunta—. ¡Oh, sí! Claro que sí… La lástima es que no dispongáis de más días para quedaros.

Volvió a ser el mismo de siempre, desechando la idea de hablar de lo ocurrido en el pasado porque, según le pareció, sería como abrir una vieja herida. ¿Para qué decirle a su amigo de estudios que por más que viviera, jamás olvidaría la experiencia? ¿O es que acaso, y en todo momento, no pensó que era el cuerpo de una mujer el que sedujo cierta noche de otoño?

La anfitriona, que parecía divertirse con Papilión, llamó a su marido para que corroborara la historia del joven que se había apostado la virtud de su futura esposa jugando a las cartas, para luego perderla a manos de tres rufianes. No tuvieron más remedio que volver a sus asientos, y aguantar con fingido interés el relato del estúpido cornudo hasta el final.

Poco después llegaba una vieja criada trayendo consigo una bandeja con una tetera y varias tazas de fina porcelana. El miedo a rescatar los instantes del ayer se esfumó una vez que participaron nuevamente de la conversación entre los cuatro.