Gustave Marais se levantó del sillón nada más se abrieron las puertas del gabinete. Patrick, que desde la noche anterior no había dejado solo en ningún momento al teniente, reaccionó con torpeza debido a la vigilia y a la falta de sueño, y casi pierde el equilibrio al ponerse en pie. En todo caso, Charles de Beaumont y su invitada entraron cogidos del brazo, pero con el talante decaído, o más bien ceremonioso.
El oficial de Policía se dio cuenta de un pequeño detalle que llamó su atención: el rostro del caballero estaba completamente pálido, y las pupilas de sus ojos retenían cierto temor irracional que asoció con el desaliento de los condenados a muerte. En cambio la joven, a pesar de la sencillez que transmitía su imagen al caminar, se la notaba segura de sí misma, incluso provocativa. Era un cuadro contradictorio en el que se fundían rigor y ambivalencia de ánimos; la firmeza de la mujer ante la inseguridad del varón.
Aquello no era lógico. Y así lo creyó Gustave.
—Será mejor que os sentéis —dijo Papilión con un tono de voz autoritario—. Cuando antes acabemos, mejor.
A una indicación de Charles, la joven tomó asiento en el sofá. Él lo hizo a su lado.
—Supongo que sabes la importancia que tienen tus palabras —Marais prefirió hablar sin tapujos—. Debes contarme todo lo que te haya dicho ese monstruo, sin ocultarme nada.
—¿De verdad os interesa conocer su historia? —la pregunta escondía cierto sarcasmo.
En nada se parecía a la tímida joven que conociera en el afamado prostíbulo.
—No se trata de un ruego, sino de una imposición de carácter judicial —la joven podía ser impertinente, pero sus arrestos siempre le precedieron en el Châtelet—. Te recuerdo que si te niegas puedo enviarte al manicomio de Bicêtre con solo firmar una orden.
A Charles le era imposible intervenir. Aún no se había repuesto de la impresión de haber conocido el lado masculino de su pupila. En realidad, apenas podía pensar en otra cosa.
Papilión, que había cambiado de actitud al escuchar la amenaza del policía y ahora se mostraba más serena y menos arrogante, asintió con la cabeza. Oponer resistencia no era la mejor vía de diálogo.
—Decidme, teniente… ¿qué deseáis saber? —arrojó su pregunta, dispuesta a colaborar.
—Todo, desde el principio. Quiero saber quién es ese loco, por qué asesina… y sobre todo, necesito que me digas dónde se esconde.
Ella se vio obligada a repetir, palabra por palabra, la conversación que mantuvo con Totó la otra noche. Le contó lo de la promesa que le hiciera a su madre antes de morir, su huida en compañía de un enano amigo suyo, y la posterior traición de unas mujeres que les pagaron con la muerte tras haberles salvado la vida. Le hizo una descripción exacta, pues así lo escuchó del gigante, de cómo lo ensartaron por la espalda como a un animal a sacrificar, para luego enterrarlo en vida. No se olvidó del detalle de su insólita resurrección gracias al deseo de sobrevivir. Le habló de su locura, de su odio, pero también de su lado más humano e inocente. Y para terminar, le advirtió que lo mejor sería olvidarlo, pues ella misma iba a abandonar París para siempre llevándose consigo la maldición.
Marais se quedó pensativo unos segundos.
—Es suficiente… —dijo al fin—. Ya no tendré que molestarte más.
Se levantó convencido, y tras despedirse formalmente del caballero d’Éon y su invitada, abandonó el gabinete en compañía de Patrick.
Tanto a Charles como a Papilión les resultó extraño que el tenaz policía se marchara con su ayudante sin hacerles más preguntas.