Sin volver la cabeza hacia atrás, Totó corrió con desesperación por la avenida del río tratando de retener con la mano la sangre que brotaba de su herida. Los transeúntes, a su paso, se apartaban asustados al ver la encorvada figura del gigante aullando de dolor, yendo hacia otro lado con el fin de evitarle. A un centenar de metros pudo ver la catedral de Nôtre-Dame, alzándose en la noche al igual que un espectro sin alma. Hizo un último esfuerzo y recorrió el trayecto antes de que le dieran alcance los mismos que le habían disparado casi a bocajarro.
Finalmente llegó a los aledaños del santuario. Sacó del bolsillo de su sotana una llave enorme, y la introdujo presuroso en la cerradura de la puerta derecha de la catedral. Con la respiración entrecortada a causa del asma y la precipitada carrera, miró hacia atrás para ver si le seguían, pero no encontró a nadie por los alrededores. Giró la llave, y empujó con fuerza la hoja de madera forrada de metal, lo que hizo que el proyectil se le hundiera aún más en la carne debido al esfuerzo. Dolorido y exhausto, cerró el portón sin importarle que pudieran haberle escuchado algunos de los sacerdotes. Algo que no ocurrió, afortunadamente para él.
Aprovechando que los ordenados dormían al otro lado del edificio, se deslizó en silencio hasta el presbiterio. En la pared, vio la puerta que llevaba a las catacumbas. La abrió con cuidado, pues pesaba demasiado, y le era costoso llevar a cabo cualquier maniobra que acarrease un esfuerzo extraordinario. Antes de bajar los peldaños cogió uno de los cirios que alumbraban la nave y varios paños de lino que el prior guardaba en el sagrario. Después, cerró la portezuela por dentro, bajando las escaleras de piedra.
Fue hacia el fondo, donde las fosas más antiguas. En uno de los oscuros recovecos de aquella cripta se abría otra oquedad, la cual llevaba directamente al resto de las catacumbas subterráneas de París. El gigante se arrastró hasta llegar a esa otra antesala de difuntos que el teniente de policía no llegó a ver en su inspección, al estar oculta por una lápida de gran tamaño. Una vez dentro, se dejó caer en el suelo con la espalda apoyada en la pared.
Sin pensarlo dos veces comenzó a hurgar en la herida con los dedos, apretando con fuerza los dientes. El dolor era indescriptible, inhumano. Trató de combatirlo pensando en otra cosa: en cómo escapar de allí para siempre ahora que le habían descubierto. Iría al sur, tal y como le aconsejara la voz en sus últimos sueños. Allí se encontraría de nuevo con su niña, quien habría de esperarle en un pequeño pueblo con el fin de huir de los hombres malos y buscar un territorio donde vivir en paz el resto de sus vidas. Así se lo había prometido el caballero Le Brun.
Al final aferró el redondo balín entre sus dedos índice y pulgar, tirando con fuerza hacia fuera. Gritó al extraerlo, como si se tratara de un cerdo al que estuviesen degollando, y de la herida brotó la sangre a borbotones. Trató de contenerla con los paños de lino, apretando fuertemente con ambas manos. Cuan do las sintió demasiado húmedas, las apartó con cuidado para ver si había cesado la hemorragia. Luego rasgó las vestiduras, dejando visible el hueco del proyectil en la carne. Sin vacilar, restañó la herida con el fuego del cirio estrechándolo con firmeza contra el hombro.
En la oscuridad de las catacumbas, el aullido de aquella bestia humana casi inspiró la misericordia de los muertos.