Capítulo 42

El incendio

Cuando llegaron a la calle Saint-Germain, el espectáculo era dantesco. Las llamas devoraban irremediablemente la estructura del edificio desde la parte baja hasta la buhardilla, ante la impotencia de los vecinos que intentaban sofocarlas con cubos de agua. Las cristaleras habían reventado debido al calor y los huecos de las ventanas vomitaban largas lenguas de fuego mezcladas con ceniza, humo y escombros. Los inquilinos y dueños de las viviendas adosadas tuvieron que desalojar sus inmuebles debido al temor de que se propagara el incendio. Una multitud creciente de curiosos se congregó a cierta distancia del siniestro, manifestando desde allí su mórbido interés por un suceso de lo más dramático; es decir, especulando sobre los motivos de la tragedia y las posibles consecuencias. Venían de todas las calles y distritos cercanos, sumándose a quienes deseaban ver de cerca cómo ardía uno de los santuarios del placer más sofisticados de la capital francesa.

Gustave se fue haciendo camino entre la abigarrada muchedumbre, echándoles a un lado como podía a la vez que gritaba su nombre y cargo. Tras él iban Patrick, un grupo de soldados de la Guardia Real que se les unieron en la esquina de la calle Saint-Severin, y también el caballero d’Éon, repitiéndoles a la plebe que dejaran paso al teniente de Policía y a los uniformados hombres del rey. Para cuando alcanzaron el final de la cadena humana estaban a unos veinte pasos de la fachada.

Dos hombres, por separado, prestaban su ayuda a sendas mujeres recostadas sobre los adoquines de la vía pública; algo más retirado vieron lo que parecía ser un cadáver cubierto por una manta. Los buenos samaritanos resultaron ser un médico del Hôtel-Dieu y un sacerdote de Saint-Gervais, cada cual intentando salvar la parte del ser humano que más le interesaba.

Marais se acercó con lentitud a donde el clérigo, en el mismo instante en que este hacía el signo de la cruz sobre la frente de la fallecida y ocultaba su rostro con un pañuelo que guardaba en la sotana. Arrodillándose frente al cuerpo inerte, apartó la tela unos segundos para comprobar la identidad de la difunta. A pesar de las quemaduras que desfiguraban parcialmente su rostro pudo reconocer a Brigitte Chevalier.

—¿Ha dicho algo antes de morir? —inquirió tras superar la primera impresión que le había producido ver las consecuencias del fuego en la carne.

—Deliraba; eso es todo… —respondió el sacerdote, poniéndose en pie—. Sus últimas palabras fueron una sarta de disparates, pues… —Arrugó la nariz antes de continuar—: ¿Cómo se puede calificar a una persona que te dice que eres el diablo cuando te acercas a socorrerla?

—¡Aquí! —gritó Patrick, el cual se había acercado en compañía de Charles para ver si podían ayudar al médico—. ¡Es otra de las jóvenes, y aún vive!

El oficial se olvidó del clérigo, corriendo hacia ellos con la esperanza de que fuera Deverly, y que sus lesiones resultasen menos contundentes. Más al llegar descubrió que la suerte no le acompañaba aquella noche. Se trataba de Aspasia Fontini, la veneciana.

El galeno se retiró al ver que nada podía hacer por ella. A pesar de no haber sufrido ningún tipo de quemaduras, agonizaba entre fortísimos dolores al haberse roto algunos de los huesos del cuerpo después de arrojarse al vacío desde la ventana de la buhardilla. Apenas si podía balbucear frases incoherentes.

—Ese hombre… buscaba a la ragazza… —Su voz se iba apagan do poco a poco—. Se volvió loco cuando no la encontró en su cuarto.

—¿Fue él quien incendió la casa? —preguntó Marais, que tragó saliva con mucha dificultad, tratando de averiguar lo ocurrido.

—Encerró a las demás… Las obligó a entrar en el salón de baile, junto a Charity y madre… —un hilillo de sangre corrió por la comisura de su boca debido al esfuerzo—. Yo me escondí… en la buhardilla… Allí estuve… hasta que el humo…

—Y Deverly, ¿qué ha sido de ella?

—Gritaba… Las oí gritar a todas… El fuego las consumía. No… a todas no. Brigitte y Lulú… fueron hacia la cocina…

El cuello se puso tenso, y el rostro se contrajo en un rictus de privación. La muerte le sobrevino sin avisar, dejándola en esa postura exánime; con la mirada perdida en las estrellas.

Gustave, arropado por la presencia de su ayudante y el caballero d’Éon, no pudo hacer otra cosa que contemplar horrorizado como el prostíbulo de Madame Gautier se consumía por las llamas. La ilusión de una nueva vida en común en las colonias de América se vio reducida a cenizas, así como el candor y la belleza de su amante.

No hizo falta reconocer la tercera víctima, pues debía de ser Lulú Bottom.

—¡Eh, escuchad! —el sacerdote se acercó a Gustave con gesto dubitativo— ahora que recuerdo, la desdichada que acaba de morir dijo algo referente a que el diablo buscaba a una joven para llevarla consigo; supongo que al averno.

—¿Qué más os contó? —preguntó, angustiado, el oficial, intuyendo que hablaban de Papilión. Charles intervino cogiendo del brazo al religioso.

—Si no recuerdo mal, cierto comentario sobre que iría en su busca, y luego castigaría al culpable —respondió el de la sotana tras meditar su respuesta unos segundos.

Charles sintió un vacío en el estómago. Entonces recordó que había dejado sola a Papilión en casa.