No habían transcurrido ni dos semanas desde que, supuestamente, saliera de viaje, cuando Charles regresó de nuevo a su domicilio; pero antes se olvidó de Lía recobrando su auténtica personalidad. Papilión fue presentada a la servidumbre como una amiga del señor, y así lo aceptaron sin más explicaciones. Bernard, cómplice de la mentira, se en cargó de confirmar su historia. Por lo demás, todo seguía como siempre.
Al día siguiente de su llegada fueron de compras. Charles recogió el encargo que le hiciera semanas atrás al sastre de Saint-Merri. Después llevó a su protegida a una de las mejores modistas de París, donde le tomaron medidas para un par de vestidos que habrían de enviarles a la dirección que previamente les había indicado. Luego visitaron a Monsieur Mucelli, uno de los perfumistas más carismáticos de Francia, que tenía su negocio al otro lado del Pont Royale. Allí adquirieron un perfume, L’essence du Dieu, que era el que más le iba al olor corporal de Papilión. Para finalizar, fueron a casa del zapatero de la Corte, donde se hicieron con unos botines que combinaran con los vestidos que habían encargado y que tanta falta le hacían a la joven.
De vuelta a su domicilio, Charles cambió de idea, y le dijo al cochero que les llevara a casa de la marquesa de Blanchefort, esperando que, al verle llegar con la muchacha, fuera capaz de reconocer que estaban llevando su juego demasiado lejos. Papilión guardó silencio al no saber muy bien hacia dónde se dirigían, pero algo presintió ante su inesperada y cortés visita a un miembro de la nobleza.
En casa de Marie les dijeron que estaba de viaje, sin más explicaciones. Decepcionado, pero sin darse por vencido, Charles le ordenó nuevamente al cochero que les llevara a la hacienda del marqués de la Roche, a las afueras de la ciudad. Lamentablemente, también allí se encontró con que no había nadie para recibirles, ni tan siquiera los criados. Aquel éxodo le resultó a Charles demasiado casual. Era como si ahora fueran ellos quienes se escondieran de él.
Así las cosas, optó por regresar a su casa.
Aquella misma noche, Charles y su joven invitada se esforzaron por averiguar el significado de la última entrega de grabados. Sentados frente a una mesa, con los pergaminos extendidos y las bujías de luz sobre sus cabezas, estuvieron cerca de una hora desarrollando varias hipótesis. Para Charles, el primer dibujo, y séptimo del total, representaba el alma regresando hacia Dios; para Papilión, el pequeño que parecía salir del andrógino, e iba hacia las nubes, tenía otra interpretación, pero decidió no llevarle la contraria.
En el segundo grabado se veía claramente como llovía sobre la cripta. La joven sintió un escalofrío, pues odiaba la lluvia. Era algo superior a sus fuerzas; se trataba de una fobia obsesiva que arrastraba desde la infancia. Pero lo que más la trastornó fue ver la imagen tercera, en donde la cabeza de un cuervo surgía de la tierra. Y junto a él otro cuervo, o tal vez fuera el mismo que había conseguido liberarse. Luego estaba ese detalle del pequeño espíritu hembra entre las nubes, descendiendo hacia el cuerpo del hermafrodita, que vino a confirmar sus sospechas. El alma de un niño ascendía a los cielos y el de una niña llegaba a la tierra, y en todo momento las nubes contenedoras de agua hacían de cubículo divino. Se trataba de una metáfora, un jeroglífico de una importancia reveladora.
En el cuarto grabado se podía apreciar al hermafrodita de pie sobre la Luna, adornado con las alas de la iluminación. En su mano derecha sostenía un cáliz con tres serpientes, y en la izquierda una cuarta enrollada a su brazo. A un lado el cuervo, al otro un árbol con trece flores lunares; el número de menstruaciones que soporta una mujer al año.
Charles decidió que había llegado la hora de un descanso para reflexionar al respecto y exponer su opinión.
—Voy a tomarme en serio esta parodia y creer, aunque solo sea por un instante, que todo es cierto. Es más…
—Lo es; puedes jurarlo —le interrumpió la joven, aferrándose con cariño a su brazo.
—De acuerdo en que somos parte de un proceso alquímico que puede cambiar el destino del mundo. Pero… ¿de qué modo?
Papilión acarició el rostro imberbe de su nuevo amante. No supo cómo decirle que ambos formaban parte de un Génesis aún sin escribir.
—Le daremos al hombre la oportunidad de comenzar de nuevo. Eso es lo que me aseguró mi tutor.
—No me satisfacen sus explicaciones, ni las que me dieron quienes dicen ser mis amigos —volvió a insistir él en lo mismo—. Ni siquiera sabemos qué repercusión tendrá en nuestras vidas el experimento en el que desean involucrarnos. Imagínate que ello nos ocasiona algún daño.
—Nada malo va a ocurrirnos —afirmó ella, que estaba completamente segura—. Es más, mi instinto me dice que algo maravilloso está a punto de suceder… un acontecimiento único que cambiará nuestro modo de vida.
—Ya hablas como ellos… —Charles miró a los ojos de la joven, comprendiendo que cualquier favor que le pidiera estaría obligado a concedérselo—. Si tú confías en ese hombre es porque le conoces mejor que yo… —se encogió de hombros—. Por lo tanto, le daré una oportunidad, si es lo que quieres. Sin embargo, ¿no crees que deberíamos encontrarle primero?
—Él se pondrá en contacto con nosotros cuando sea necesario. Ya lo hizo el día que te entregó los pergaminos frente al convento de Saint-Merri.
—¿Ese maloliente pedigüeño era tu príncipe Rákóczy? —Le sorprendió el haberlo tenido tan cerca.
—Estoy segura de ello… Adopta diversas personalidades para ir de un lado a otro sin que le reconozcan. Es una habilidad que ostenta al margen de su excepcional ingenio.
En aquel instante golpearon suavemente a la puerta. Charles se incorporó sin perder tiempo, haciéndole un elocuente gesto a la muchacha para que guardara cuanto antes los pergaminos, la cual los metió de inmediato en uno de los cajones del secretaire. Abrió después de que Papilión fingiera estar arreglando sus cabellos, creando así una escena familiar fuera de toda sospecha.
Era Bernard, con un mensaje.
—Señor, abajo hay un caballero que dice ser de la Policía… —le susurró al oído—. Me ha asegurado que Madame de Beaumont le invitó a venir cuando gustase.
—Hazle esperar en la biblioteca, y dile a Constantine que le sirva algo de beber. Nosotros bajaremos en unos minutos.
El lacayo asintió con la cabeza, marchándose por donde había venido.
—Tenemos visita… —le advirtió con voz queda—. Es nuestro amigo el policía.
Ceñuda, Papilión se mostró reacia a recibirlo.
—No quiero verlo. Ya le he dicho todo lo que sabía.
Se acercó a ella, colocando las manos en sus hombros. Luego se inclinó para besarla en el cuello.
—No temas… —le dijo como en un susurro—. Aquí dentro nadie puede hacerte daño.
El anfitrión cogió su brazo, obligándola a levantarse. Le explicó que era necesario someterse al interrogatorio porque, de lo contrario, Marais podría pensar que estaba involucrada en los crímenes; pero que no tenía de qué preocuparse porque estaría a su lado, y no permitiría que la coaccionase con preguntas inapropiadas. Ella aceptó al no encontrar otra salida, aunque seguía creyendo que tenía derecho a no hablar si ese era su capricho.
Bajaron a la amplia biblioteca, donde encontraron a Gustave con una copa de amontillado español en la mano, observando un retrato de Lía de Beaumont que colgaba de la pared. Nada más oírles entrar, se giró hacia ellos esbozando una amplia sonrisa.
—¡Es realmente asombroso el parecido que tenéis con vuestra hermana! —exclamó el policía, acercándose luego al dueño de la casa con aire escrutador—. Soy el teniente Marais, y os doy las gracias por recibirme a estas horas.
—Lía me dijo que vendríais a hablar con nuestra invitada —Charles miró a Papilión—, aunque os rogaría que fueseis paciente con ella. Ha sufrido lo indecible a lo largo de su vida.
—Por supuesto; me hago cargo —convino el recién llegado, que dejó la copa sobre el bureau.
A un gesto de Charles, el policía y Papilión tomaron asiento en unos sillones dispuestos frente a una chimenea, ahora apagada. Él lo hizo muy cerca de la joven, lo suficiente como para cogerle la mano. Así le transmitía seguridad.
—La última vez que conversamos te pregunté por ese hombre al que sueles llamar el Diablo de la Inocencia… —Gustave necesitaba averiguar todo lo posible del misterioso asesino—. ¿Sabes si tiene alguna vinculación con la Iglesia Católica?
A la joven le pareció inconcebible que se cuestionara algo semejante. También a Charles le resultó extraña la pregunta.
—Como ya os dije hace un par de días, no sé quién es… —Es taba cansada de repetirlo—. Aunque dudo mucho que un religioso me haya estado siguiendo por toda Francia desde hace años.
—¿Por qué se le relaciona con la Iglesia Católica y no con el diablo? —quiso saber el propietario de la mansión—. Un asesino debe estar poseído por el mal, cuando lleva a cabo sus crímenes.
—Lo siento, creo que no me he expresado bien… —se excusó el oficial de la autoridad—. No busco una vinculación espiritual con el Cielo o el Infierno, me ciño a la descripción que tenemos de él… Se sabe que suele ir vestido con sotana. Pero eso no es todo, tengo la certeza de que se esconde en Nôtre-Dame a pesar de haber registrado personalmente cada rincón de la catedral sin encontrarlo.
—Deverly, la joven que iba la otra noche con vos me dijo que le vieron intentando forzar la puerta de atrás de la casa, la del jardín… —Papilión no sabía si aquel detalle era de interés, pero creyó que debería saberlo—. Y Lucette, que pudo verlo un instante, le aseguró a Justine que iba vestido como decís.
Ese dato ya estaba en conocimiento de Gustave, pero hizo como si le sorprendiera y miró con fijeza a la joven.
—Tal vez quería ponerse en contacto contigo… —Era una de sus hipótesis—. Para mí, que después de tantos años ha decidido salir de su escondrijo porque necesita explicarte el motivo de su custodia. Es más, creo que con tu ayuda podré capturarle.
Charles comprendió de inmediato cuáles eran las intenciones del policía, pero no estaba dispuesto a que Papilión arriesgase su vida.
—Servir de cebo en una redada conlleva cierto peligro, que la señorita tendrá que correr de forma innecesaria si se presta a vuestro juego —afirmó con gravedad—. Y esa es una decisión que deberíamos tomar cuando regrese mi hermana. Recordad que Papilión es su invitada y protegida. No me gustaría que nada malo le ocurriera en su ausencia.
—¡Ese hombre puede asesinar de nuevo! —exclamó Marais, recriminando su falta de iniciativa—. Cualquier persona que se acerque a la muchacha puede ser víctima de su obsesión. Incluso vos mismo estáis en peligro de muerte por darle cobijo.
—¿Y qué proponéis? —preguntó la aludida.
—Lograr que te encuentre; solo eso… —Se giró con la esperanza de poder convencerla—. Por supuesto, yo y un grupo de hombres estaremos ocultos, aguardando a que el asesino aparezca.
—¿Y si no lo hace? ¿Y si intuye que le estáis esperando?
—Si es así, pensaré que no es humano.
—El criminal no sabe que Papilión ha abandonado el burdel donde la tenían encerrada. Le será imposible dar con ella mientras esté aquí, conmigo… —Charles intervino de nuevo—. Sin embargo, podéis pedirle a cualquiera de las prostitutas que trabajan allí que se haga pasar por ella a cambio de dinero. Tarde o temprano, el asesino se dejará ver por los alrededores, y así tendréis la oportunidad que andáis buscando.
En aquel instante se escucharon voces tumultuosas en el exterior, dentro de la casa, y también por las calles. Interrumpieron la conversación cuando, sin dignarse a llamar previamente, vieron entrar a Bernard por la puerta de la biblioteca en compañía de otro individuo, ambos con semblante reservado y con cierto apremio a la hora de hablar. El sujeto en cuestión era Patrick, el ayudante del policía, quien se adelantó a comunicarles la desgracia.
—¡Señor, tenéis que postergar esta reunión para otro momento, y acompañadme lo antes posible! —Parecía fuera de sí—. ¡La casa de Madame Gautier está ardiendo!
Al escuchar sus alteradas palabras, Gustave se levantó de inmediato. Charles de Beaumont y su invitada hicieron lo mismo, desconcertados por lo que acababan de oír. Fueron en tropel hacia la calle, donde varios ciudadanos, boquiabiertos y horrorizados, señalaban una columna de humo que se confundía con la noche y un resplandor luminoso, al otro lado del río, que indicaba claramente que un fuego descomunal se propagaba imparable por la avenida de Saint-Germain.
Los agentes de Policía, sin excusar su apremio, corrieron por la orilla del Sena en dirección al primer puente que pudiera conducirles a la otra parte de la ciudad. Charles no quiso perder la ocasión de saber qué estaba ocurriendo.
—¡Bernard, cuida de la joven! —le exhortó desde la distancia, yendo tras los pasos de Marais y su ayudante. Acto seguido le envió un mensaje a su protegida—: ¡Volveré lo antes posible!
A continuación se perdió entre la muchedumbre que, como una incontenible marea humana, iba de un lado hacia otro pregonando la desgracia a voz en grito por todo París.