El carruaje rodaba por la abrupta carretera que conducía a Clermont, no sin cierta dificultad. Las piedras del camino, algunas desproporcionadas, eran la causa de que en el interior del vehículo los pasajeros sufrieran toda clase de sobresaltos e incomodidades, sintiendo como sus cuerpos se balanceaban de un lado a otro al igual que tentetiesos. El polvo que levantaban las ruedas, y que en parte penetraba por las ventanillas, era otra de las contrariedades que tuvieron que soportar con harta paciencia.
Dentro, la marquesa de Blanchefort apartaba con su abanico las partículas de arena que flotaban a escasos centímetros de su rostro, logrando que la nube de corpúsculos iridiscentes se acogiese al cíclico efecto de girar de arriba a abajo como si fuera una noria. El conde de Saint-Germain, que hasta ese momento se entretenía leyendo la Gaceta semanal que adquiriera en la Librería Real de París, dejó a un lado los papeles periódicos y sacó del bolsillo de su levita una moneda que depositó en la mano de su amiga Marie. Esta, sorprendida, decidió echarle un vistazo antes de preguntar por el significado de aquel gesto. Acuñada en el dorso pudo ver una figura que le resultó familiar: dos caballeros templarios montados sobre un mismo caballo. En el otro lado, coronando una cruz patada, una frase en latín:
Et in Arcadia ego.
—Y yo en la Arcadia… —Leyó en voz alta la marquesa, traduciendo el adagio—. Esta frase se le atribuye a la Muerte… ¿Puedo saber qué significa?
—Significa que lo estáis leyendo mal. Pero eso no importa ahora; ya os diré más adelante cómo hacerlo. Lo que quiero es que observéis la imagen que hay al otro lado. Decid… ¿La habíais visto antes?
Marie de Hautpoul negó al principio, incapaz de reconocer aquel extraño símbolo, que de inmediato relacionó con la Orden del Temple; no en vano, uno de sus antepasados directos, Bertrand de Blanchefort, había sido uno de sus Maestres más ilustres. Y fue entonces, al evocar la figura de su antecesor, cuando recordó haber visto un sello igual impreso en uno de los antiguos legajos familiares que guardaba, precisamente, en la biblioteca del castillo hacia donde se dirigían.
—¡Sí, en efecto! —afirmó con entusiasmo, asombrada por la coincidencia—. Una vez lo vi de niña inscrito al final de unas anotaciones manuscritas que mi padre solía guardar en su despacho. Aun así, me es incomprensible su significado.
—No miréis más allá; solo lo que veis. Dos hombres en un caballo. La dualidad. La imagen lo dice todo… —El misterioso trotamundos intentó transmitirle su mensaje—. Los caballeros templarios, quizá tras beber de las fuentes de la sabiduría de Jerusalén, llegaron a intuir la verdadera gesta de Dios creando el mito de Bafomet, que no es otra cosa que los dos rostros del ser humano. También los cátaros, cuando propagaron la herejía de que existían dos dioses de naturaleza opuesta, uno ostentando el bien y el otro el mal. No es del todo cierto, pero se acerca demasiado a la verdad.
—Esa teoría vuestra de que Dios es andrógino, es de lo más atrayente. Si conseguimos llevar a cabo el proceso, podremos demostrarles a todos que somos los hereditarios del secreto de la vida, y que hemos alcanzado la sabiduría de Dios… Conozco de memoria los pasos a seguir en el ritual, pero ignoro lo que ocurrirá después… ¿Podríais ser más conciso y adelantarme el resultado, Maestro? —le rogó con un mohín.
—Todo a su tiempo, querida.
—Deberíais tener algo más de confianza en mí… —No fue un reproche hacia el supuesto conde, más bien una súplica—. Al fin y al cabo me habéis designado el papel de vuestra ayudante.
Saint-Germain tuvo que admitir que tenía razón, pero también sabía que hasta que no finalizara el proceso no estaría preparada para digerir el resultado. Lo que sí podía hacer era allanar el camino que le conduciría a la verdad.
—De acuerdo, os hablaré como Cristo hablaba a sus discípulos, con frases que solían ser interpretadas de forma personal… —Quiso someterla al juicio de la lógica—. Dios es unión. Lo contrario a Dios es segregación, multiplicarse o dividirse en todo caso. Dios es, desde el punto de vista bíblico, el poder y la fuerza que gobierna a los hombres, alguien capaz de disciplinar los pecados de sus hijos. Dios representa, en este caso, al Padre. Sin embargo, según el Evangelio de San Juan con Dios estaba el Verbo, la Palabra. Ella estaba en el principio con Dios, y sin Ella no se hizo nada de cuanto existe. Era la Vida… la luz que brilla en las tinieblas, y no la vence la oscuridad. La Palabra es nuestra madre. Y nosotros somos Ella.
—Por lo que decís, deduzco que el rey representa a Dios y la reina a la Palabra…
¿Me equivoco?
—Ambos son la misma persona, al igual que los elementos del Rosario de los Filósofos. Recordad que tras el apareamiento espiritual quedan unificados en un solo cuerpo. Dos monjes templarios montados en un caballo.
Marie de Hautpoul comenzaba a perfilar el verdadero sentido del proceso.
—¿Por qué llamamos Piedra Filosofal a un evento que trata del espíritu? —Hacía tiempo que deseaba hacerle esta pregunta.
El Maestro sonrió complaciente. Luego sacó uno de los tantos libros que llevaba en su maletín de viaje.
—Este es un ejemplar del Summun Bonum, un texto que podrá contestaros mejor que yo… —Abriéndolo por el centro, comenzó a leer—: «Cristo habita en el hombre, lo penetra por entero; y cada hombre es una piedra viviente de esa roca espiritual, aplicándose así las palabras del Salvador a la humanidad en general; así se construirá el templo, cuyas figuras fueron las de Moisés y Salomón. Cuando el templo esté consagrado, sus piedras muertas se transformarán en vivientes, el metal impuro se transmutará en oro fino, y el hombre recobrará su estado primitivo de inocencia y perfección». —Cerró de nuevo el libro—. Lo único que puedo añadir a esto es que el hombre, privado de la divinidad a causa de su ruptura físico-espiritual, debe reintegrarse a ella por medio de la transmutación… Puede y debe volver a ser Dios.
—¿Y qué ocurrirá cuando el hombre alcance la divinidad? —Aún sin comprender del todo sus enseñanzas, ella intentaba por todos los medios seguir el hilo de la conversación.
—Que la sociedad sufrirá el mayor cambio de todos los tiempos, y el ser humano formará parte nuevamente del espíritu de la Naturaleza… y reinará la armonía en el mundo… —Él le arrebató con suavidad la moneda de su mano, guardándola de nuevo en el bolsillo de la levita—. Y hasta es posible que Dios vea con buenos ojos el retorno del hombre al Jardín del Edén.
La aristócrata parpadeó inquieta.
—Eso que decís… ¿llegaremos a verlo?
—Vos no, querida Marie —respondió el conde con suavidad, cogiendo otra vez la Gaceta semanal—. Yo, debido a la misión que me ha sido encargada, tendré que ser testigo del final de los días.
Y con esto dio por finalizada la conversación, retomando la lectura como si nada de lo que hubiesen hablado tuviera alguna importancia. La marquesa de Blanchefort, un tanto decepcionada por sus últimas palabras, requirió de un tiempo antes de darse por vencida. Guardó un prudente silencio, de momento.
El vaivén del carruaje, el silencio y el calor, lograron aletargar sus sentidos hasta el extremo de quedarse dormida antes de entrar en Clermont, capital de la Auvernia, famosa por haber sido levantada sobre un cono volcánico. De hecho, era conocida como la Ciudad Negra debido a que sus casas estaban construidas con piedras de lava solidificada.
Con la llegada del crepúsculo se detuvieron en una posada de las afueras, desde donde pudieron ver la cumbre del Puy de Dôme. Los mozos se encargaron de los caballos y el coche. Los lacayos, cubiertos de polvo hasta el postizo, se apresuraron a prestar servicio a sus amos abriéndoles la portezuela del carruaje y cargando con los maletines hasta el interior del albergue. Salió a recibirles el posadero, quien parecía tener muchas ganas de hablar y poco trabajo, pues ningún comerciante abandonaba su negocio si no era por un buen motivo. En efecto, nada más entrar descubrieron que las mesas estaban vacías, y posiblemente también las habitaciones, aunque estas nunca libres de parásitos como pulgas y piojos. Aquello les favorecía, pues gozaban de una mayor intimidad a la hora de intercambiar impresiones, y podían escoger los dormitorios más amplios y tranquilos.
Debido al apetito que arrastraba desde hacía horas, la marquesa pidió que le sirvieran la cena antes de retirarse a descansar. El conde rechazó el ofrecimiento de compartir con ella la mesa al no tener ganas de comer, yendo hacia su cuarto en compañía de su valet, tras recordarle que continuarían el viaje en cuanto amaneciese.
Ya se marchaba, cuando algo le vino a la cabeza, y se detuvo indeciso antes de subir las escaleras.
—¿Os apetece que hablemos después de la cena? —Se giró para preguntarle—. Si es así, bajaré en media hora.
—Me habéis leído el pensamiento… —confesó Marie, extrañada por la coincidencia—. Estaba a punto de pedíroslo.
—Lo sé, por eso he preferido adelantarme al ver que no os decidíais.
El conde sonrió con discreción, despidiéndose nuevamente de la marquesa para, esta vez sí, subir las escaleras que conducían a las habitaciones. Marie de Hautpoul se quedó pensando por un instante si en verdad el Maestro era capaz de leer la mente, o si por el contrario, exageraba sus virtudes aferrándose a los hechos casuales. En todo caso, para ella era un hombre realmente excepcional.
La esposa del mesonero le acercó una ración de cordero asado con puré de guisantes y una botella de vino, de los que dio buena cuenta en solitario. Para cuando terminó de degustar unos pastelillos de crema regados con licor de moras que tanto le gustaban, horneados a propósito para satisfacer uno de sus habituales caprichos, vio bajar de nuevo al conde en compañía de su lacayo. Había cambiado su atuendo por otro menos embebido de polvo, e incluso aseado su aspecto. Siempre era así de impecable y limpio. El único aroma que desprendía su cuerpo era el de la pureza, algo difícil de encontrar en aquellos días en que hasta los reyes olían a estiércol.
Saint-Germain tomó asiento junto a su vieja amiga; el valet se quedó a dos pasos por detrás, totalmente rígido y en silencio, apartado lo suficiente para no pecar de indiscreto escuchando la conversación de su amo.
—Espero que la cena haya sido de vuestro gusto… Pierre se ha esmerado al saber que me acompañaba la marquesa de Blanchefort. —Le hizo un gesto al mesonero, cuyo aliento apestaba a dientes picados y ajo, para que se retirase y les dejara a solas.
—En las provincias todo sabe mejor —afirmó ella. Perdiendo las formas, se chupó los dedos impregnados de crema—. Hasta estos pastelillos parecen haber sido elaborados por los mismísimos ángeles… ¿De verdad que no os apetece uno?
Cogió el último para ofrecérselo; mas al comprobar que el conde declinaba la invitación, no dejó pasar la oportunidad de comérselo.
—Creo que aún tenéis algunas preguntas que hacerme… —le dijo en voz baja—. Aunque me temo que ciertas respuestas no sabréis interpretarlas.
—Os aseguro que estoy preparada para ello —sus ojos brillaron con intensidad, de excitación.
—Adelante, pues…
—¿Quién es la Palabra? —preguntó la noble tras limpiar sus labios con la servilleta—. ¿Es acaso Dios mismo?
—Podéis jurarlo… —su contestación fue tajante—. Ambos son uno, y su armonía es la que rige el Universo. Y aun siendo único, la Palabra es su lado femenino… y es la puerta que conduce a la espiritualidad. Nosotros fuimos el reflejo de sus propias emociones mientras estuvimos en el Paraíso, pero desde que se incumplieron las normas divinas nuestras almas perdieron su inocencia, e hicimos de nuestra vida un infierno.
—¿Conseguirá el proceso restablecer el orden de las cosas?
—Sí, pero con el paso de los años.
—¿De qué modo? —insistió ella.
—Acabando con el hombre.
La marquesa le escuchó con cierta perplejidad, sin dar crédito a sus palabras.
—¿Y eso se puede hacer? —Tenía sus dudas.
—Es lo que haremos si todo se lleva a cabo según lo previsto… —el conde de Saint-Germain dejó caer la mirada un instante para volver a levantarla con expresión circunspecta—. Pero lo que más me preocupa ahora es lo que le pueda suceder a Charles de Beaumont. Presiento que esa bestia que protege a la reina hará todo lo posible por encontrarlo.
—Monsieur Joly de Fleur es un hombre bastante eficiente en su trabajo. Estoy segura de que dará con él en breve —intentó tranquilizarle.
—Alguien que ha estado siguiendo los pasos de una joven desde hace dieciocho años, con varios crímenes a su haber, y que aún permanece impune, debe ser un individuo bastante escurridizo. Y por lo que creo, capaz de sufrir las situaciones más extremas a las que pueda enfrentarse el hombre.
—No puedo imaginarme el motivo que le empuja a vivir en la sombra, si en realidad quiere ayudar a la muchacha.
—Para mí que está sujeto a algún tipo de juramento. En ese caso no cesará en su empeño hasta que acaben con él.
—Sería lo mejor… —Fue el frío veredicto de la marquesa.
—¿Y si fuera un ser inocente, un hombre que se comporta de forma truculenta con quienes ofenden a Papilión porque cree que así es como debe de ser? —le preguntó con ceño—. ¿No os parece terrible ajusticiar a quien piensa que ha estado haciendo lo correcto?
—En cierta manera tenéis razón… —Ella meditó sus palabras—. Pero si el asesino obra con tanta crueldad, según su conciencia, eso quiere decir que está loco. Y su lugar es el manicomio.
—Su historia personal, tal vez bastante peor que la de otros, no debe apartarnos del fin que nos hemos propuesto… ni somos quien para juzgarlo.
—¿Y la joven, qué será de ella tras el proceso? —Intuyendo el final de la conversación, la marquesa se apresuró a formular una de las preguntas que más le interesaba.
—Seguirá con su vida, al igual que el caballero d’Éon.
—¿Serán los mismos de siempre?
—En cierta manera habrán cambiado, pues lo que ha de suceder les afectará a ellos tanto como a todos nosotros.
Saint-Germain se levantó de su asiento, dando por concluida la breve reunión. Se unió a su valet de pie y, tras despedirse de la marquesa con una leve inclinación de cabeza, volvió a subir las escaleras que conducían a las habitaciones de los huéspedes.
Marie de Hautpoul repitió las últimas frases del conde, aferrándose a ellas en un desesperado esfuerzo por descifrar el enigma.