Capítulo 39

El interrogatorio

Gustave Marais entró en la habitación en compañía de Deverly y la vieja matrona, y tras intercambiar los pertinentes saludos de cortesía tomó asiento en uno de los sillones del dormitorio; Papilión lo hizo frente a él. El resto les imitó, sentándose Lía de Beaumont en la cama, y las otras dos mujeres en las sillas que circundaban la mesa. Todo se llevó a cabo en el más estricto silencio. Pretendían que la entrevista pasara desapercibida para el resto de los miembros de la casa.

—Debes escuchar bien lo que voy a decirte y responder sinceramente a todas mis preguntas. —Gustave trató de ser lo más amable posible, hablando en un tono de voz asaz moderado—. Si es así, no volveré a molestarte. Te doy mi palabra.

—Os diré toda la verdad —dijo la joven, mirándole con denotada inquietud.

—En primer lugar, me gustaría saber los motivos que tenía Asmodeus para venir a verte… al margen de los que ya todos sabemos, claro está.

Marais se sintió un tanto azorado por la naturaleza de la pregunta, necesaria en todo caso al formar parte del procedimiento rutinario del interrogatorio.

—Asmodeus era un joven muy especial… —comenzó diciendo Papilión—. Poseía ciertas cualidades que no ostentan todos los hombres. Era sensible, aunque un poco engreído, algo fácil de perdonar a las personas que por su condición han aprendido a mantenerse por encima de los menos agraciados. Pero como he dicho, era un ser bastante emotivo, un hombre puro… virtudes que fueron decisivas a la hora de ser uno de los presuntos elegidos.

—¿Qué quieres decir con eso de «elegidos»? —el policía encontró interesantes sus palabras.

Papilión ladeó su cabeza buscando los ojos de Charles, y tal vez su aprobación de si debía contestar o no a esa incisiva pregunta. Al darse cuenta de que era imposible la comunicación, optó por responder según su propio criterio.

—No lo entenderíais… —le dijo con lentitud—. Primero debo hablaros de él.

—Continúa.

Él dejó que se manifestase a su antojo, sin presionarla.

—Asmodeus acudía a su cita semanal porque así lo decretó mi mentor —admitió Papilión con voz queda—. En la primera visita fuimos presentados, y estuvimos charlando durante horas, conociéndonos un poco más a fondo con el fin de fraternizar. En los siguientes encuentros nos dedicamos a estudiar ciertos manuscritos antiguos que hablan de un proceso de regeneración capaz de convertir al hombre en un ser supremo. En la última entrevista nos entregamos espiritualmente, es decir, llevamos a cabo la unión sagrada… la hierogamia de los alquimistas, ya que formaba parte del ritual. Pero su inesperada muerte dejó el proceso sin concluir. Nunca sabremos si realmente era el elegido… En cuanto a definiros el término «elegido», os juro que no lo sé con certeza. Mi protector, el príncipe Rákóczy, nacido en la región de Transilvania, ahora bajo la tutela de Austria y Hungría, es el único que conoce los entresijos de la transformación. Nosotros nos limitábamos a interpretar los grabados y llevarlos a la práctica.

—Si os sirve de algo mi ayuda, creo saber de qué está hablando —Lía de Beaumont se atrevió a intervenir en el interrogatorio.

Gustave la miró intrigado. Hasta entonces no se había fijado mucho en aquella mujer, a pesar de que Charity le había hablado de una dama que compartía la buhardilla con la joven, aunque no le dijo el motivo por el que estaba allí. A pesar de su recelo, la invitó a hablar con un gesto de su mano zurda.

—Por lo que he oído, me parece reconocer el texto descrito por la muchacha. Se trata del Rosarium Philosophorum, un libro de alquimia que describe los pasos a seguir para convocar una ceremonia relacionada con la iluminación del espíritu. A mi parecer, lo utilizan las logias masónicas y la Fraternidad de los Rosacruces. Siempre he pensado que se trataba de una tontería, un entretenimiento más de la nobleza.

La explicación no le satisfizo del todo a Marais, pero no tuvo más remedio que aceptar sus argumentos. El que detrás de los crímenes se encontrara una orden esotérica, no hizo sino complicar las cosas. La mayoría de los adeptos pertenecían a un rango social al que le era imposible acercarse.

—Háblame del conde de Biron… —volvió a encarar a Papilión—. ¿Era otro de los elegidos?

La joven evitó la mirada inquisitiva de la matrona, quien a pesar de concertar la cita de esa noche a espaldas de su ama aún le guardaba cierto respeto.

—El caballero Saint-Clair era un amigo de madre, alguien muy especial para ella. Consentí recibirlo en mi alcoba porque me vi obligada a hacerlo. No lo conocía de nada, ni era del círculo de amigos de mi mentor.

—De acuerdo, te era indiferente —puntualizó el agente de la Ley con harta paciencia al comprender lo difícil que le iba a resultar el interrogatorio—. Pero… ¿qué me dices del Diablo de la Inocencia?

La interrogada no pudo evitar sonrojarse al escuchar la pregunta, mirando por encima del hombro del policía con el propósito de reprocharles a Deverly y a la matrona su indiscreción.

—Será mejor que me mires a mí, y que respondas la pregunta… —Gustave se inclinó hacia delante para tomarle la mano, transmitiéndole confianza—. Dime, ¿quién es en realidad ese hombre?

—Si os han contado mi historia, sabréis que lleva años protegiéndome. No podría deciros cómo es, ni cuál es su verdadero nombre, puesto que nunca se ha atrevido a hablar con migo… —Torció el gesto—. Sé que para vos es un asesino; pero para mí es un ángel custodio.

—¿Tienes idea de por qué lo hace… la causa que le lleva a erigirse tu defensor?

—No estoy segura, pero a veces pienso que se trata de alguien relacionado con mi familia. Es como la primera página del libro de mi vida, un comienzo que desconozco pero que está íntimamente ligado al resto de la historia. En todo caso, él me conoce a mí más que yo a él.

—¡Está bien! —exclamó el policía, impaciente—. Volvamos al principio. Dime lo que sepas de ese supuesto príncipe de Transilvania que practica el ocultismo… —Estaba dispuesto a hacerla hablar hasta que encontrara un nexo de unión entre las muertes—. Y sobre todo, haz memoria, e indícame dónde puedo encontrarle.

—Si fuera él mismo quien tuviera que responder, os diría que en cualquier lugar… —Papilión se echó a reír—. Se jacta de viajar de un país a otro en cuestión de segundos, de conocer todas las culturas, de poseer las mayores riquezas del mundo, y también de estar vivo desde el principio de los tiempos… —Se mordió el labio inferior—. Sé que todo esto suena fantástico y presuntuoso, pero lo cierto es que impresionó al mismísimo rey de Francia y a su Corte con sus maravillas al demostrarles que podía transformar el metal en oro. Hablan que posee poderes sobrenaturales… Os diré que salvó de una muerte segura a una amiga de Madame de Pompadour que se había envenenado al probar una de las setas más peligrosas, y lo hizo usando uno de sus líquidos mágicos… Pero lo que le hace aún más enigmático es que nadie le ha visto probar bocado o beber, ni tan siquiera agua. Y eso que ha sido invitado a la mesa de los mejores palacios de Europa. Esto es lo que me contaron algunos de sus criados. Yo, personalmente, no puedo atestiguar ni desmentir nada.

Charles relacionó de inmediato al legendario conde de Saint-Germain con el príncipe Rákóczy, aunque guardó silencio por prudencia. Entrometerse hubiera sido nefasto. No obstante, decidió intervenir afianzando su teoría de que la joven había sido víctima de un grupo de metafísicos sin escrúpulos.

—¡Ya veis! —Lía de Beaumont exhaló un significativo suspiro, dando a entender que estaban cansadas—. Debe de tratarse de un charlatán de feria que nada tiene que ver con lo que andáis buscando. La joven ha contestado a todas vuestras preguntas, y es obvio que la locura de ese criminal que buscáis es ajena a la vida de esta joven y a la de esos chiflados taumatúrgicos.

—No es suficiente. Necesito que me diga cualquier cosa; algo que pueda ayudarme a solucionar el caso.

—Sé que es vuestro deber, pero podíamos seguir esta conversación otro día. Ya es demasiado tarde.

En su fuero interno Marais reconoció que no eran horas para un interrogatorio, y sin embargo lo intentó de nuevo.

—Una última pregunta y acabamos… ¿Te dijo tu mentor en qué consistía ese proceso del que has hablado, o por lo menos el por qué debías mantener relaciones con Asmodeus?

—Debíamos imitar las imágenes reproducidas en los pergaminos, al margen de interpretarlas… —En ningún momento habló Papilión de sexo, aunque todos creyeran lo contrario—. El elegido, él en este caso, representaba al rey y al Sol… Yo representaba a la reina y a la Luna. Y al igual que en los dibujos, ambos debíamos entregarnos hasta que nuestros cuerpos acabaran fundiéndose en uno solo.

—¿Eso es todo? —inquirió el policía, muy ceñudo.

—Como ya he dicho, la muerte de Asmodeus impidió que concluyera el proceso. De haber finalizado, mi mentor habría obtenido el fin último de los alquimistas.

—¡Pero eso es la Piedra Filosofal! —exclamó Deverly, que hasta entonces había permanecido callada—. Y antes nos has asegurado que ese hombre tenía el don de convertir el metal en oro. No tiene sentido anhelar un poder que ya posee.

—La piedra de los filósofos no tiene nada que ver con la transmutación de los metales, como nos han hecho creer los alquimistas. La palabra alquimia tiene su origen en el vocablo árabe al-kimiyâ, la química de Dios. Y lo que pretende mi tutor es precisamente eso, aplicar la ciencia de Dios parar volver a crear al hombre a su imagen y semejanza.

—Ya es bastante, querida —intervino de nuevo Charles al comprender que estaba hablando más de la cuenta—. Ahora lo que necesitas es descansar.

—Tenéis razón… —admitió Gustave, poniéndose luego en pie—. He abusado de vuestra paciencia al prolongar la entrevista. Aun así, os debo pedir un último favor.

Su súplica iba dirigida a Lía de Beaumont.

—Adelante, que haré todo lo posible por ayudaros.

—He oído decir que mañana regresáis a vuestro domicilio, y que la joven irá con vos… —Charity, tras escuchárselo decir a la Gautier aquella misma noche, fue la confidente del policía—. Me gustaría volver a hablar con ella pasados unos días; si no os importa.

—No hay ningún inconveniente. Le diré a mi hermano gemelo, Charles, que os reciba como es debido cuando vayáis a visitarle. Lamento no poder estar presente para entonces, pero he de partir sin demora hacia Nancy y tardaré varias semanas en regresar.

—¿Papilión…?

—¡Oh, no! —se adelantó a decir Lía—. Ella se quedará en casa, bien atendida en mi ausencia. Mi hermano es un buen anfitrión, os lo puedo asegurar. Podréis volver a verla cuando gustéis, caballero.

Dándole las gracias de antemano, Gustave hizo un gesto de cortesía antes de marcharse. La matrona se adelantó para abrirle la puerta, seguida en todo momento por Deverly. Juntos se marcharon en silencio tras cerrar de nuevo con llave.

Una vez que el sonido de los pasos se fue amortiguando, según se alejaban por el pasillo, Charles se levantó para sentarse en el sillón que poco antes ocupara el policía.

—No me gusta nada ese individuo, ni su discreción para llevar el caso. Sin embargo, he de reconocer que no es habitual que un policía actúe en solitario y a escondidas.

—Yo siento lástima de él —fue la opinión de la joven—. Tengo el presentimiento de que tarde o temprano se enfrentará al Diablo de la Inocencia. Y si es así, sucederá lo inevitable.

—Puede que tengas razón, aunque preferiría pensar que el culpable de esos crímenes acabará expiando sus pecados colgado de una soga.

Papilión se reservó el derecho a opinar. Para ella, el asesino seguía siendo alguien que estaba dispuesto a defenderla del ultraje de los hombres.

—¿Piensas que he sido demasiado franca al hablarle de mi mentor?

Estaba confundida, como si hubiera cometido un error lamentable.

—No creo que lo investigue; y si lo hace, pierde su tiempo… —Charles cruzó las piernas una encima de otra, sujetándose la rodilla con ambas manos entrelazadas, a modo femenino—. En Inglaterra conocí al mariscal Belle Isle cenando en casa del embajador. Nos habló de un hombre portentoso, de increíbles poderes, que acababa de regresar de la India tras varios meses de aprendizaje en aquel país. Según nos contó durante la velada, lo llevó a París, a casa de Madame de Pompadour, quien se lo presento a su vez al rey de Francia, siendo este el encargado de divulgar a los cuatro vientos sus prodigios. Dicho personaje era conocido en la Corte con el nombre de conde de Saint-Germain. Y ahora, después de catorce años, aparece de nuevo en escena con un nuevo título: el príncipe Rákóczy… —Frunció el ceño y concluyó—: La verdad, cada vez estoy más convencido de que tu mentor es un farsante.

Papilión apenas escuchó la última frase del discurso. Su mente se había estancado poco antes de que terminara de hablar.

—¡No… no pueden ser la misma persona! —le aseguró nerviosa, proyectando un gesto de asombro.

—La historia que le has contado al policía concuerda con la de Belle Isle. Es imposible que existan dos individuos tan afines.

—Sí, es cierto —reconoció ella un tanto sorprendida—. Pero sigo pensando que debe haber un error.

—Has tener un argumento decisivo que lo justifique; si estás tan segura.

—Los años… la edad… nada coincide… —Hablaba para sí misma, tratando de comprender—. El hombre que yo conozco no tendrá más de treinta, por lo que se me hace increíble pensar que hace catorce años un adolescente pudiera deslumbrar al rey de Francia.

Reflexionaron en un incómodo silencio aquella incongruencia sin sentido, buscando cada cual en la mirada del otro una respuesta satisfactoria. Lo único que encontraron fue un hueco profundo y oscuro que se abría al abismo de lo más absurdo.

Cualquier cosa antes que admitir que aquel enigmático hombre, conde o príncipe, realmente era capaz de controlar los envites del tiempo.