Gustave fue recibido a primera hora de la mañana por el prior de Nôtre-Dame, quien le autorizó a llevar a cabo sus investigaciones siempre y cuando respetara el recogimiento de los demás hermanos de la Orden. Tras hacerse cargo y aceptar el requisito impuesto por el circunspecto clérigo, las puertas del santuario se abrieron a la investigación policial que tenía como único objetivo cazar al asesino del conde de Biron, pues el procurador general había sido estricto en lo concerniente a no mencionar la muerte de Asmodeus, al menos de momento, a ninguno de los sacerdotes de la catedral gótica; por seguridad y discreción.
En primer lugar, y acompañado en todo instante por el padre prior, decidió visitar el Friso Corrido, también llamado la Galería de los Reyes. Allí, según la versión del religioso, encontró el cadáver tumbado en el suelo. Luego señaló la puerta de entrada, recordándole que estaba cerrada por dentro y que nadie pudo salir a menos que hubiera saltado por el mirador que corona el templo, y que en tal caso el criminal no sería un hombre si no un pájaro.
—¿Puedo preguntaros, padre, cuántos hermanos viven entre estas paredes? —quiso saber Gustave, llevando la investigación a su modo.
—Dieciocho, contándome a mí.
—¿Y ninguno de ellos ha visto ni oído nada? —le resultaba increíble que así fuera—. ¡Qué sé yo! Quizá alguien oyó gritos o voces.
—Las habitaciones del claustro están al otro lado del presbiterio, en la parte de atrás. Además, los portones de las celdas son de hoja recia para que no dejen pasar al interior los sonidos del mundo. Un servidor de Dios debe renunciar a todo, incluso a satisfacer su curiosidad con chismes del diablo.
—Entiendo… Nuestro hombre, y es confidencial lo que voy a deciros, viste de clérigo. Como es natural, todos ustedes podrían ser sospechosos, aunque me inclino a pensar que el asesino vive oculto en Nôtre-Dame suplantando la identidad de un novicio.
—¡Imposible! —exclamó el prior, que se puso rojo de ira—. ¡Conozco a todos los hermanos de la Orden, incluso podría llamarlos por su nombre y reconocer la voz de cada uno de ellos, y puedo decirle que ninguno es el criminal que andáis buscando!
—Quizá no me he expresado bien… —rectificó Marais antes de entablar un conflicto político-religioso con la Iglesia Católica—. Lo que quiero decir es que, posiblemente, ese asesino aproveche el ámbito eclesiástico para pasar desapercibido. No creo que se relacione con los demás, ya que podría ser comprometedor para sus intereses… Pero es posible que en la distancia se mueva de un lado a otro sin que nadie sospeche de su auténtica personalidad… ¿No cree? —planteó su hipótesis—. Si alguno de los hermanos ve a otro deambulando por los corredores del claustro con el capuz cubriéndole la cabeza, o inclinado frente a cualquier imagen del santuario, rezando en la oscuridad… ¿lo reconoce como uno de sus compañeros, o da por hecho que lo es?
El padre prior tuvo que admitir que dicha conjetura tenía fundamento. Cada cual solía ir acompañado de sus propias reflexiones, y apenas reparaba en la vida de los demás.
—Imagino que vuestra intención será registrar Nôtre-Dame de arriba a abajo —dijo el prior con cierta desconfianza, temiendo una respuesta afirmativa.
—Siempre que vos me deis licencia, y os dignéis acompañarme.
Aquello era distinto. Podía aceptar la inspección como si se tratase de una visita del obispo, en la que debía ir explicando los pormenores de la convivencia o aclarar el estado de cuentas del templo. De este modo, yendo con él, se aseguraba de no dejarle husmear más de la cuenta en la vida personal del resto de los hermanos, pues siempre había quien tenía algo que ocultar.
Durante todo el día estuvieron visitando cada una de las estancias, salas y claustros de Nôtre-Dame, sin obtener resultados. Subieron hasta lo más alto de la catedral, recorriendo la amplia galería de piedra que se asomaba a las gárgolas vigilantes de París, y tampoco encontraron evidencias de que el asesino utilizara aquel lugar, tan poco frecuentado, para esconderse. Cualquier rincón del santuario dedicado a la Virgen María fue examinado a conciencia por cada uno de sus ángulos, incluso las cocinas y almacenes de avituallamiento. Gustave, antes de perder la poca paciencia que le quedaba, se entrevistó con todos los ordenados llamándolos al despacho del prior de uno en uno. Lo único que sacó en claro fue que estaban muertos de miedo, y que en su desesperación culpaban al diablo de la atrocidad cometida en el interior del templo, como si de esta forma redimiesen sus propios pecados. Al teniente de Policía le sorprendió la facilidad que tenían los clérigos para conjurar el nombre de Satanás cada vez que el mal hacía acto de presencia en la Tierra, cuando en realidad era el hombre el culpable de todo.
Tras la infructuosa búsqueda, tuvo la ocurrencia de preguntarle al prior por el lugar de Nôtre-Dame al que no iría jamás si no fuera estrictamente necesario. Fue una corazonada.
—Tenéis razón —reconoció el religioso en tono grave—, pues hay una zona que no hemos visitado por respeto a quienes ahí des cansan, y porque no he creído que fuera de vuestro interés. Las catacumbas tienen un carácter sagrado para nosotros, y es impropio pensar que puedan servir de escondrijo a un criminal. No hay mayor sacrilegio que profanar el descanso eterno de los muertos.
—Comprendo vuestra postura, aunque me veo obligado a pediros que me acompañéis hasta la puerta de entrada al subterráneo… —insistió Marais con ceño—. Me haré cargo si preferís no bajar por consideración a los difuntos, pero yo estoy obligado a hacer mi trabajo. Lo siento, pero no me iré de aquí sin antes haber registrado a fondo toda la catedral.
La tenacidad del teniente le resultó insultante al prior, pero decidió acompañarle hasta la puerta de acceso a las catacumbas, situada al fondo del presbiterio, solo para que terminara con su trabajo lo antes posible.
El padre prior echó mano de una de las antorchas que iluminaba el sagrario. Buscó entre el manojo de llaves que colgaba de su cinto la que se ajustaba a la cerradura. Dio un par de vueltas hasta que escuchó el sonido metálico del cierre al abrirse. Empujó con fuerza hacia dentro, rompiendo las telas de araña adheridas a la parte superior de la puerta al tiempo que los goznes chirriaban oxidados tras años de clausura. Un viento helado ascendió desde abajo y azotó sus rostros, percibiéndose en el ambiente cierto olor a descomposición y tierra húmeda que les obligó a taparse la nariz y a boquear hacia otro lado. Era el insoportable hedor de la podredumbre.
—¿Estáis seguro de querer bajar?
La interrogante del padre prior no dejaba de ser una advertencia.
—En situaciones peores que esta me he visto algunas veces… —El policía sacó un mosquetón que llevaba oculto bajo la levita, iniciando el proceso de cargar el arma llenando de pólvora los dos cañones con los que contaba—. Es más, os doy mi palabra de que jamás me he arrepentido de mis actos. Si hay abajo no encuentro a nadie, ni indicios que demuestren que el hombre que busco ha estado escondiéndose entre los nichos, daré por finalizado mi trabajo.
—Comenzad, pues, si queréis… —le alentó—, que yo os espero aquí. Ese lugar no solo es sagrado sino lúgubre. Me ahorraré el suplicio de tener que caminar entre los restos de mis predecesores, quienes habrán de esperar largo tiempo antes de que decida bajar para reunirme definitivamente con ellos.
—Como vos digáis, padre.
Dicho esto, y sin más compañía que una antorcha de sebo y el mosquetón, Gustave descendió a las catacumbas experimentando cierta aprensión que tuvo que reprimir debido a su muy arraigado orgullo profesional. Lo primero que pudo distinguir, en la oscuridad reinante, fueron las criptas de piedra, dispuestas en hornacinas excavadas en las paredes laterales de la gruta, la mayoría cubiertas de telarañas. Por el suelo corrían pequeños insectos huyendo de la luz, y por los muros de adobe se perfilaba la humedad que daba alimento a una tupida red de moho de donde colgaban una hilera de hongos putrefactos.
Recorrió todo el trayecto, desde los abates de reciente defunción hasta los que fallecieron cientos de años atrás. Inspeccionó personalmente los lugares donde podría esconderse un hombre, hasta el más pequeño, y el resultado fue que nadie había visitado aquel lugar desde hacía bastante tiempo, según su criterio. Todo estaba como debía: los muertos en silencio, las tinieblas adueñándose de la nada y los parásitos conviviendo con la podredumbre.
Se rindió ante la evidencia, regresando junto al prior antes de que la hediondez corrompida de las catacumbas dañara sus pulmones. Dándose por vencido, cerró la puerta con el propósito de cumplir la promesa que le hiciera al sacerdote antes de bajar las escaleras: marcharse para siempre de Nôtre-Dame.
Abajo, en el interior de la gruta, el silencio fue violentado por el tenaz ahogo de quien trataba de levantar por dentro la pesada losa de piedra que cubría el último de los nichos.