Capítulo 30

Intimidades

Aprovechando que los demás miembros de la hermandad habían regresado a sus domicilios, Marie de Hautpoul condujo a su invitado a un pequeño gabinete donde solía conversar a solas con los amigos más íntimos. Tomaron asiento en un sofá diseñado por Oeben, el ebanista del rey, esperando a que el criado cerrase las puertas del camarín antes de iniciar la conversación.

—Cada vez que estoy a solas con vos no sé de qué hablar. Es como si me faltasen las palabras —se apresuró a decir la marquesa, excitada aún por el hecho de saber que había sido elegida para ser testigo y colaboradora del ritual—. Lo cierto es que han pasado muchos años desde la última vez que estuvisteis en París. Y sin embargo, es como si no hubiera transcurrido el tiempo en vos.

Era obvio que todos habían envejecido menos él. Todavía guardaba en su memoria la imagen del conde el día que fueron presentados por la condesa d’Adhémar. Aquel joven y noble caballero de modales exquisitos e impecable cortesía, de vestir sobrio y elegante, que deslumbró a toda la ciudad de París con su inexplicable talento para las ciencias y el arte en general, no solo logró conquistarles el corazón sino también arrebatarles el alma. ¿Quién, si no él, era capaz de hablar en todos los idiomas conocidos, tocar el violín con una virtuosísima elegancia, cantar como los ángeles, pintar y esculpir con la misma maestría que Michelangelo, y lo que aún resultaba más increíble, materializar objetos de la nada?

—Querida Marie, creo que le dais demasiada importancia a los años —le dijo Saint-Germain suavemente, cogiendo las manos de la anciana—, y no es este el problema al que nos enfrentamos.

—Cierto, ya sé que es absurdo preguntar cómo hacéis para ser el mismo de siempre, pero a veces se me hace imposible comprender ciertos aspectos de vuestra vida que escapan a la razón. Pero que no os inquiete mi curiosidad… —Suspiró—. A mis años lo único que importa es averiguar si la vida continúa tras la muerte. Y eso es algo que ya no me cuestiono… no después de conoceros.

—Os agradezco el halago, y no quiero que penséis que es por reciprocidad de adulación lo que voy a deciros, pero creo que sois la persona idónea para recibir la explicación de los filósofos. Sois discreta, inteligente, y sobre todo, quien tiene más fe en el buen desenlace de nuestra misión. Y la fe es una virtud que proviene de Dios.

—Sé que tendremos éxito… —ella se llenó de optimismo tras escuchar los elogios del Maestro—. Es más, me lo dice el corazón.

—Espero que así sea. No olvidéis que tenemos el inconveniente de encontrar al asesino antes de que acabe con Charles de Beaumont.

—¿Acaso la reina y él…?

—Todavía no, pero están a punto de conocerse.

—¿Y quién le entregará el resto de los pergaminos al caballero d’Éon, si partimos para el Languedoc en un par de días?

El conde de Saint-Germain desvió su mirada hacia el ventanal por donde entraba la escasa luz del atardecer, dejando entrever una sonrisa en sus labios.

—Esa cuestión, y otras muchas, os serán reveladas el día en que consigamos ganarle la partida al hijo bastardo de Dios. O mejor dicho, regresar de nuevo al Edén.