Capítulo 29

Lía de Beaumont

Desde niño siempre quiso ser mujer. Le encantaba ver a su madre jugueteando con los frascos cremas y demás cosméticos que hacían de su rostro el más exquisito de París. A veces se escondía tras la cómoda de su cuarto para contemplar en silencio cómo sus manos, pálidas y delicadas, se deslizaban con elegancia hacia atrás en el generalizado acto de peinarse el cabello. En cierta ocasión pudo comprobar que los lunares de su rostro, esos que le desconcertaban tanto porque nunca estaban en el mismo sitio, se los pintaba ella misma cada vez que tenía la necesidad de sentirse atractiva. Porque si algo aprendió de su madre, es que la mujer tiene que vender su imagen para ser valorada como tal; al contrario del hombre, que ha de comprar el amor del que carece para satisfacer su insuficiencia de dignidad.

Contempló su rostro en el espejo, asombrándose del efecto que producía el maquillaje en sus mejillas y el carmín en sus labios. Ver de nuevo esa imagen maldita, que juró esconder para siempre, le llenó de un singular optimismo. Fue como darle una nueva oportunidad a su vida. Ya desde el mismo instante en que se introdujo dentro del vestido, y sacó del baúl la peluca que guardaba desde su viaje a Rusia, sintió que el orgullo de Charles disminuía a favor de la tolerancia de Lía de Beaumont.

Se humedeció los labios en un arrebatador gesto de frivolidad, antes de implantar en su mejilla izquierda el oscuro sello que heredara de su madre. Después se levantó de la mesa y fue hacia la puerta de la habitación, decidido a desaparecer por un tiempo del mundo de los varones.

Bajó hasta el vestíbulo, donde casi tropieza con Bernard, su lacayo, quien al verle se sorprendió de tener a una dama en casa sin haber sido previamente informado. Al descubrir que era su señor, retomando el vicio de vestirse de mujer, trató de no ofenderle guardando un prudente silencio; quedando a la espera de sus explicaciones, si es que procedían.

—¡Bernard, apareces cuando más te necesito! —Aferró con fuerza la manga de su levita, llevándoselo consigo hasta un reservado que hacía las veces de despacho y biblioteca.

Cerró la puerta, obligándole a sentarse.

—Lo primero que tienes que hacer es dejar de mirarme de esa forma… —Se sentía avergonzado—. No es capricho mío haber cambiado de identidad; ni siquiera es por orden del rey. Sé que te parecerá absurdo, pero necesito tu ayuda.

—Llevo con vos apenas un año, y siempre os he servido bien… —Inclinó la cabeza—. Ahora no tiene por qué ser de otro modo, señor.

La correcta respuesta de su lacayo le hizo sentirse mejor, más tranquilo. Una vez más, Bernard no le defraudaría.

—¡Bien! —exclamó complacido—. Escucha con mucha atención… —continuó diciendo, ahora en voz baja—. Has de buscar un lugar donde poder esconderme unos meses. Como mi intención es apartarme de mi círculo de amigos, que podrían reconocerme incluso vestido de mujer, tienes que hacer lo que te diga. Lo harás aunque te parezca ridículo.

—Descuidad, señor… Sé que todas vuestras decisiones están avaladas por un buen motivo. No seré yo quien juzgue el papel que ahora vais a desempeñar.

—Me alegra oírte decir eso… porque tu fidelidad te honra… —Apoyó una mano amiga en el hombro izquierdo del criado—. Por lo pronto, has de mantener la boca cerrada y excusarte en mi nombre ante el resto de la servidumbre. Diles que he aceptado la invitación de un amigo de Lyon, y que estaré fuera unas semanas. Después, tienes que buscar un prostíbulo con clase, y hacerte pasar por el vizconde de Lagny. Para ello, tendrás que abastecerte de mis mejores galas y de mi oro, los cuales pongo a tu servicio con el propósito de hacer más creíble tu historia.

—¡Pero, señor…! —protestó el lacayo, asombrado de lo que escuchaba.

—¡No me interrumpas! —Charles alzó su voz aflautada, con un gesto desenfadado propio de mujer—. Tienes que ser convincente en la representación, y actuar como has visto hacer a centenares de nobles aristócratas. No te será difícil.

—¿Y qué he de decir cuando me presente en ese supuesto burdel del que habláis?

—Iremos los dos —contestó al instante—. Yo como tu amante, y tú como un adinerado aristócrata que trata de salvaguardar la relación con su querida. Le ofrecerás a la dueña cuatrocientos luises a cambio de dos meses de estancia, tiempo en el cual podrás venir a verme cuando yo te necesite. Una vez que hayas conseguido introducirme en una de esas casas del placer que tanto abundan en París, regresarás aquí y llevarás las cuentas en mi ausencia. Toma, necesitarás esto… —Le entregó un sobre lacrado—. Es una autorización firmada de mi puño y letra que acreditará tu cometido ante los demás criados.

—¿Y vos, señor?

—Permaneceré escondido hasta ver si son capaces de encontrarme.

—¿Quiénes, señor? Si me es lícito preguntar.

—Un grupo de locos que creen tener la verdad en sus manos.

Incomprensible la respuesta, por lo que Bernard se olvidó de indagar más en el singular asunto de su amo.

—¿Y qué he de hacer ahora, señor? —quiso saber, ceñudo. Estaba un tanto confuso.

—Subir a cambiarte de ropa, y volver tan acicalado como puedas. En cuanto al oro, lo llevo conmigo. Lo cierto es que no voy a esperar más tiempo. Nos vamos en cuanto estés preparado.

—¿Y a qué prostíbulo se supone que vamos, señor?

—Alguno conocerás, bribón… —repuso con firmeza. Dio por hecho que solía visitarlos a menudo.

—Mmm, así, de pronto, solo se me ocurre el de Madame Gautier… Está en el número treinta y tres de la calle Saint-Germain, que tiene buenas hembras… Es distinguido y confortable. Además, son asiduos de él aristócratas y burgueses.

—Que así sea. En cuanto a mi nombre, a partir de este momento seré de nuevo Lía de Beaumont.

Bernard acató las órdenes de su amo sin más, yendo de inmediato a cumplir con lo que le había indicado. Charles cerró por dentro la puerta, dispuesto a esperar a que su fiel lacayo regresara vestido de caballero, y con el suficiente ingenio para que la alcahueta de turno no sospechara de la legitimidad de su actuación.

Así de fácil creyó eludir la responsabilidad que el destino le tenía reservada.