Capítulo 25

Papilión

Encerrada en su cuarto, Papilión peinaba sus cabellos frente al espejo ajena al asesinato del conde de Biron, suceso del que apenas se hablaba en París debido a la reserva policial de quienes llevaban el luctuoso caso. Hizo un balance de su vida desde que tuviera edad suficiente para recordar. Su capacidad de retentiva era excelente, algo así como el instinto de ciertos animales que, sufriendo algún percance en sus primeros días de vida, responden al rechazo o al afecto según quién se les acerque. Aún se acordaba de las palizas que le propinara su tutor siendo ella niña, maltratos que comenzaron cuando se negó por primera vez a que estudiara su cuerpo como si se tratara de un monstruo. También recordaba su gesto de preocupación cada vez que tenían que trasladarse de una ciudad a otra por causas que nunca llegó a saber. La única excusa que recibía, por aquel entonces, era que debían marcharse por cuestiones personales. Si bien, Papilión mantuvo siempre la teoría de que alguien les iba a la zaga con el propósito de cobrarse una vieja deuda.

Cierta noche se desató un incendio en una de las haciendas que su protector tenía en Toulouse, frente al puente de Saint-Pierre. El conde pereció en el siniestro, pero ella tuvo la suerte de poder escapar junto a algunos de los sirvientes antes de que las llamas devoraran el edificio, siendo auxiliados por los vecinos que se congregaron por los alrededores al iniciarse la tragedia. Los demás, quienes no pudieron huir del fuego, quedaron reducidos a cenizas al desplomarse precipitadamente el suelo de madera del piso de arriba. En aquel momento de confusión, tras comprender que ya nadie la castigaría por su defecto, ni tendría que soportar las investigaciones a las que era sometida desde niña, tuvo un arranque de valor y decidió correr sin volver la vista atrás hasta que su cuerpo cayó desvanecido a las afueras de la ciudad.

Recordó también los meses que deambuló por el país en busca de un destino mejor, y de cómo la Providencia le fue sonriendo hasta que conoció a Rossy en una casa de costura donde trabajaba zurciendo calcetas para los soldados del rey. Congeniaron desde el principio, siendo el carácter extrovertido de su nueva amiga el motivo que la llevó a confiarle su secreto. Bastaron dos días antes de que unos rufianes, amigos de Rossy, la secuestraran en contra de su voluntad con el propósito de vendérsela a una compañía circense que iba camino de Avignon. A partir de entonces su vida volvería a ser un infierno, teniendo que soportar la humillación de ser exhibida en público al igual que si fuera un espectáculo de feria. Pero del mismo modo que su antiguo protector, varios de los faranduleros perdieron sus vidas de forma extraña, cuando no espeluznante, a manos de un ser enigmático al que bautizó con el nombre de El Diablo de la Inocencia, pues demostraba cierto salvajismo con los hombres que ultrajaban su fragilidad de niña.

El resto de la compañía, intuyendo que también sus vidas corrían peligro, optaron por deshacerse de aquella joven vendiéndola a su vez a un noble cortesano que parecía estar interesado en su deformidad. Y aunque este, su nuevo dueño, jamás le hizo daño ni tuvo la indecencia de explotarla económicamente, también le decepcionó cuando le predijo cuál iba a ser su futuro a partir de entonces. No es que le importase el fin de aquel hombre, revelador en todo caso, pero no tuvo en cuenta su opinión ni sus sentimientos. Para él, su vida solo era un símbolo.

Sus manos se detuvieron y el peine de nácar se le escapó de las manos, cayendo sobre los frascos de cristal donde guardaba los perfumes. Lo sintió de nuevo, haciéndose cada vez más fuerte en su interior. Sus ojos se perdieron en el cristal del espejo en un intento de retener la autenticidad de su rostro.

—¿Me has echado de menos? —se preguntó a sí misma con voz de hombre, y sin apartar la mirada de su propio reflejo, el cual se contrajo en un gesto viril, torvo y despiadado.

Era el caballero Le Brun.

—No tanto como tú deseas —respondió con la cándida entonación de siempre, con dicción clara y sencilla; retomando su faz amable y encantadora de mujer.

—Será porque, cuando hablamos, tu voluntad se somete a la mía, y no hay nada más irritable que sentirse relegada.

—Aunque te sea difícil de creer, la firmeza de mi espíritu no se doblega ante las palabras desalentadoras con que me obsequias. El descrédito de los de tu clase, y con ello me refiero a los hombres, jamás podrá aprehender mi sentimiento de orgullo. Soy mejor que tú —le reprochó a la imagen que tenía frente al espejo—, y aún sigo siendo yo misma.

—Tu vanidad sobrepasa los límites permitidos… —Se echó a reír—. Eres esclava del arbitrio masculino y de la desgracia, un ser imperfecto que lucha por defender su autonomía cuando la naturaleza te ha rechazado desde el día que naciste… ¿Y aún piensas que tu vida te pertenece? —preguntó mordaz—. A veces creo que estás tan loca como esa sebosa que viene a visitarte algunas noches.

—No deberías hablar así de Justine —le reprochó con acritud—. Ella ha sido la única en comprenderme.

—Eso es porque su mundo está supeditado a la insensatez. En eso os parecéis, ya que ambas sois lo que la humanidad califica de parias. No estáis hechas para esta sociedad, así es que os encierran como a animales para satisfacción de degenerados libertinos. En cambio yo… ¡Mírame! —Con ambas manos acarició su rostro, desde las mejillas al mentón—. Escondido en el interior de tu cuerpo me crezco ante las adversidades que te dominan. Dentro de poco podré superarte.

—Crees eso porque el caballero Rákóczy ha prometido separar nuestras almas en dos cuerpos. Pero ninguno ha barajado la posibilidad de que yo pueda quitarme la vida y acabar así con vuestro sueño.

El rostro varonil que la observaba desde el espejo, sorprendido, se mordió los labios en un elocuente gesto de rabia.

—No serás capaz —rugió—. Te conozco demasiado bien… Tus perspectivas de suicidio se desvanecen cuando te dejas llevar por la esperanza de vivir sin mí. Aún le esperas; lo sé. Y ello te impide seguir adelante con tus alardes de tragedia.

La parte femenina de Papilión se rebeló contra ese ser que, por su inherencia congénita, conocía todos sus secretos, hasta el más íntimo. Guardó silencio unos segundos, buscando un argumento que excusara su cobardía. Pero cuando creyó haberlo encontrado, escuchó el sonido metálico de una llave en contacto con la cerradura.

—Seguiremos hablando más tarde —aseguró el caballero Le Brun desde el otro lado del espejo, y el rostro de la joven retornó a su estado natural.

La puerta se abrió lentamente, haciendo rechinar los goznes mal engrasados. Para Papilión fue una sorpresa descubrir que no era Justine, como creyó en un principio, sino la matrona y una atractiva muchacha de enormes ojos verdes que la observaba con gran curiosidad.

—Espero que no te moleste nuestra presencia, pero pasábamos por aquí y creímos escuchar que hablabas con alguien. —Además de ser cierto, fue la única excusa que se les ocurrió antes de entrar.

—Hablar conmigo misma es lo menos que puedo hacer si no quiero acabar mis días en un sanatorio para locos —explicó enseguida, y luego esbozó una sonrisa de bienvenida, pues el recibir visitas de otras personas que no fueran las autorizadas le estaba prohibido; y el tener ocasión de charlar con algunas de las mujeres de la casa era un bien escaso que hasta ahora solo le proporcionaba Justine.

—Nos preguntábamos si te apetecía conversar con nosotras… —Deverly tomó la iniciativa, sentándose en el borde de la cama a la espera de que se reuniera con ella—.

Aunque lo diga madre, creo que pasas sola demasiado tiempo. Ella nos cree ignorantes, pero todas sabemos que vives bajo nuestro mismo techo.

—Supongo que te preguntarás qué hago aquí, encerrada —Papilión abandonó el tocador, aceptando la invitación de Deverly de acomodarse a su lado—, y otras muchas cuestiones que responden a la necesidad de saber quién soy.

—Pues… sí —admitió la bella ramera ligeramente avergonzada.

—Es normal, pues la curiosidad es un defecto que en las mujeres se engalana de virtud. Yo misma reconozco haber proyectado un perfil de vosotras con el fin de saciar mi interés.

—¿Y cómo nos imaginas?

—La verdad, menos Justine, que es un cielo, al resto las imagino jóvenes y alocadas. En cuanto a ti, intuyo que eres una muchacha con un gran corazón… además de atractiva.

Deverly se sintió halagada por el elogio, no pudiendo evitar sonrojarse.

—¡Sí… sí, todo eso está muy bien! —señaló la matrona, que comenzaba a impacientarse—. Pero lo que queremos saber es por qué madre te mantiene al margen de las demás.

A Papilión le extrañó que dicha pregunta viniera precisamente de la persona que tenía por encargo traerle a diario la comida, pues en todas esas semanas apenas cruzaron unas cuantas palabras y nunca para indagar en su misterioso pasado. Aun así, y lo hizo por Deverly, se entregó a la tarea de satisfacer sus deseos, y por eso les estuvo hablando de su vida durante más de una hora.

Sus desgracias y alegrías hallaron consuelo gracias a la atención que demostraron sus nuevas amigas, quienes tuvieron ocasión de reír o entristecerse según los momentos vividos por la joven. Pese a ciertas preguntas, a las que les costaba responder por ser demasiado personales, satisfizo la curiosidad de ambas mujeres diciéndoles el nombre de su nuevo amante.

—Se llama André Saint-Clair, y me ha prometido tantas cosas que he comenzado a dudar de su honestidad… —afirmó con reticencia—. Siempre he pensado que un hombre debería ser más honrado consigo mismo y formular menos proposiciones que le comprometan. El tiempo me ha demostrado que suelen ser, por naturaleza, unos embusteros compulsivos.

—Pequeña… ¡cuánta razón tienes! —suspiró la matrona, solidarizándose con la joven.

—Dicho caballero es el que viene a menudo en un carruaje de palacio, ¿verdad? —preguntó Deverly—. Eso es lo que se rumorea.

Trató de averiguar la verdad haciéndose la ingenua. De sobra sabía que dicho cliente era el peluquero de la princesa María Antonieta, amigo del señor Cottel, y que aquel comentario tenía la única finalidad de hacerle hablar.

Lo que ignoraba la joven meretriz era que Asmodeus había sido brutalmente asesinado.

—Creo que te equivocas… —le corrigió Papilión—. Ese caballero era amigo de mi tutor. Por lo que sé, tenía un puesto de influencia en la Corte.

—Lo que no puedo entender es por qué dejó de visitarte si se le veía muy feliz cada vez que se marchaba de casa.

Charity había reflexionado en voz alta y sus dudas fueron recogidas por la pelirroja, quien ya presentía que el matemático le estaba ocultando información con respecto a ese tal Asmodeus. Nadie regalaba tanto oro por vigilar a una simple prostituta, ni siquiera por celos.

—Según me han dicho salió de viaje hacia Prusia… ¿Me equivoco? —Deverly esperaba que Papilión fuera sincera y les hablara de los motivos que propiciaron su inesperado periplo, pues necesitaba comprobar la fiabilidad de la versión ofrecida por su amante.

Su silencio llegó a ser más elocuente que las palabras, sobre todo teniendo en cuenta que aquel comentario le afectó bastante. Por lo visto, la afirmación no era del todo cierta.

—Hay algo que no os he contado… —reconoció finalmente, comprendiendo lo difícil que le sería mentir en su situación—. Cuando el conde de Vadier, mi primer mi tutor, falleció en el incendio de su casa en Toulouse, llegué a sospechar que quizá el desenlace no fuera un accidente… sino un acto premeditado.

—¿Y qué relación existe entre una cosa y la otra? —quiso saber la vieja Charity, quien ya acusaba la falta de sueño conteniendo mal un primer bostezo.

—¿Acaso no lo veis? —Papilión esperaba que fuesen capaces de comprender—. Mi tutor, al igual que los miembros de la compañía de volatineros, me trató de forma vejatoria, y todos encontraron también la muerte de forma violenta… —Arrugó la frente—. Siempre he pensado que fueron víctimas de una venganza.

Deverly, en un momento de fugaz perspicacia, vio la verdad que Papilión intentaba explicarles con ciertos ambages.

—Un momento… ¿quieres decir con eso que el joven cortesano que solía visitarte es una víctima más de la desgracia, y que ha muerto al igual que los otros?

—Así lo creo —afirmó seria.

—¿Por qué?

—Lo ignoro, pero me resulta extraño el que haya dejado de venir. A veces siento que alguien me protege.

—¿Alguien…? —inquirió Charity, que se quedó muy sorprendida. Era incapaz de seguir el hilo de la conversación a tan intempestiva hora, y a la vez mantener bien abiertos sus párpados.

—¡Despierta, vieja… que solo oyes lo que quieres! —le dijo Deverly, atreviéndose a zarandearla para que abriera más los ojos—. Está confirmando lo que te dije de ese monstruo del que hablaba Justine… —Hizo una extraña mueca con la carnosa boca—. Me refiero a ese Diablo de la Inocencia que Lucette le aseguró haber visto en la callejuela de atrás.

Antes de que la matrona pudiese reaccionar a la áspera arenga de su cómplice, Papilión se adelantó impulsada por la curiosidad.

—¿Lo conoces?

—Como he dicho antes, solo Lucette ha tenido ocasión de verlo.

—¿Y cómo es? —porfió de nuevo Papilión, ahora con arrebatada angustia—. ¿Quién es realmente?

—Según Justine, el diablo en persona.

La matrona se puso en pie, harta de escuchar majaderías.

—Vais a conseguir que me muera de aburrimiento. Jamás oí tal necedad en boca de rameras. —Volvía a ser la misma autoritaria de siempre—. Y me tendréis que perdonar si doy por finalizada la visita. Mis cansados huesos necesitan descanso.

Deverly no tuvo más remedio que claudicar, admitiendo que era demasiado tarde. Pero antes de marcharse se concedió el privilegio de hacerle una última pregunta.

—Hay algo de lo que nos has contado que no logro comprender… ¿Qué es lo que te hace diferente a nosotras para ser exhibida por todas las ciudades de Francia como si fueras un monstruo? Y además, dinos por qué madre te mantiene encerrada en este cuarto.

—Ahora no puedo hablar… —susurró Papilión, que concluyó tras un incómodo silencio—: Quizá otro día, cuando me sienta realmente libre.

Antes de que pudiera insistir, la anciana tiró de Deverly, obligándola a marchar del cuarto. Cerraron de nuevo con llave, y con sumo cuidado volvieron a colocarla en su sitio; en la boca del ángel.

Poco más tarde, ya de regreso en su alcoba, Deverly meditó con respecto a la favorable entrevista que le había ofrecido Papilión. De ella sacó en claro dos cosas: que Justine no estaba tan loca como parecía, y que el matemático del rey le había tomado el pelo. Incluso ya dudaba que existiera en realidad dicho caballero.

Cuando volvieran a verse, la extraña joven tendría que responder a demasiadas preguntas.