Deverly, tumbada a solas sobre la cama, repasaba mentalmente la conversación que había mantenido aquella misma noche con el matemático del rey, a quien le agradó ver que se tomaba en serio su trabajo sonsacándole a Justine toda la información posible. Aunque al llegar al pasaje de un asesino sobrenatural, celoso de los amantes de la joven, y a la extraña historia de un caballero imaginario que vivía con ella en el espejo de su habitación, su amante demostró cierta suspicacia enarcando las cejas en un claro gesto de incredulidad. En cuanto al acertijo del ángel que guardaba en su boca la llave, hizo hincapié en que debía tratarse de una metáfora, o alegoría producto de su imaginación, por lo que le sugirió que intentase averiguar la verdad cuando tuviera ocasión de hablar con ella a solas.
Cerró los ojos para dormir. Mientras llegaba el sueño, recordó un juego que se inventó de niña. Se trataba de vagar por la casa con la mente, intentando retener el orden y colocación de los objetos y muebles distribuidos por los dormitorios. Llevada por la nostalgia, decidió retomar el mágico pasatiempo que tan buenos ratos le hizo pasar en la niñez. Su espíritu, ahora desligado del cuerpo gracias a la imaginación, la llevó por los corredores de la casa. Se detuvo en cada una de sus puertas, fantaseando el poder atravesarlas sin cuidado para espiar los movimientos de sus compañeras, saber qué hacían en la intimidad de su cuarto una vez que se marchaban los clientes y quedaban a solas. Luego se vio subiendo por las escaleras que conducían al dormitorio de la Gautier, donde la llevaron semanas atrás y en la que creyó morir envenenada. Enfrente estaba la habitación de Fanny, la sobrina de madre. Encima de aquella debía encontrarse la buhardilla, refugio de una prostituta al parecer con demasiada clase como para relacionarse con las demás. Subiría a verla. Cruzaría sin dificultad las paredes para observar de cerca a tan sublime criatura, según las descripciones de Justine. Iba a aventurarse, correría el riesgo de adentrarse en el pequeño vestíbulo que había antes del inicio de las escaleras. Dejaría atrás las figuras de porcelana de los ángeles que, uno frente al otro, descansaban sobre una cómoda de palosanto.
Entonces, llevada por un precipitado impulso que la trajo de vuelta a la realidad, incorporó su cuerpo hasta sentarse en la cama, abriendo con fuerza los ojos al tiempo que reprochaba en voz alta su estupidez.
—¡Cómo no me he dado cuenta antes! —golpeó su frente con la mano en un gesto de rabia—. ¡Si seré idiota!
Saltó de la cama, poniéndose un camisón y unas zapatillas en los pies. Fue hacia la puerta y giró el pomo con suavidad, tirando lentamente de él con el fin de no hacer ruido. Miró a ambos lados antes de salir al corredor en total silencio. Todas dormían a aquellas horas de la noche, incluso la madre abadesa, circunstancia que aprovechó para deslizarse en la oscuridad con el firme propósito de subir al primer piso y alcanzar la antesala que conducía a la buhardilla, allá donde una pareja de querubines de Sévres se caracterizaba por tener insufladas las mejillas y sus labios entreabiertos.
Con precaución de no hacer ruido, Deverly subió los peldaños de puntillas. Se le antojaron más de cien, pese a no superar la veintena. Iba con el corazón comprimido y la respiración entrecortada, imaginando qué excusa le daría a madre de salirle al paso en ese preciso momento; pero ya era demasiado tarde para arrepentirse.
Finalmente llegó al pasillo de arriba, donde se detuvo a tomar aliento. Escudriñó en la penumbra con intención de visualizar los objetos de su entorno y poder esquivarlos. De este modo alcanzó el vestíbulo sin llamar la atención, sonriendo con cierto nerviosismo al descubrir la pareja de amorcillos que dormitaba sobre la cómoda. Se acercó con cuidado, e introdujo sus dedos índice y corazón en la boca del más rollizo. Rozaron una cinta de donde colgaba algo pesado, de metal. Era la llave que andaba buscando.
Tiró con suavidad, adueñándose de ella con cierta codicia al igual que si fuera un tesoro. La aprisionó entre sus manos para que no se le escapara, felicitándose mentalmente por su intuitiva ocurrencia. Ahora solo tendría que subir las escaleras y alcanzar la alcoba de Papilión. Estaba deseando conocerla.
—Eres muy inteligente —susurró una voz a su derecha.
A Deverly se le escapó un histérico gritito de sorpresa, más sintió cierto alivio cuando vio que era Charity, y no la madre abadesa, quien abandonaba su escondite tras el recio cortinaje de la sala para ir a su encuentro. Su cuerpo nebuloso, mimetizado con las sombras, le trajo a la memoria las historias de brujas y hechiceras que le contara la mujer que le trajo al mundo de niña.
—Tú y yo hemos de hablar —la vieja miró a su alrededor con recelo—, pero no aquí. ¡Ven! Acompáñame.
Tiró del camisón de la joven, obligándola a caminar. La condujo hacia las cortinas, detrás de las cuales se abría un pasadizo secreto en cuyo corredor pudo ver la sorprendida meretriz unas escaleras en espiral que subían o bajaban según dispusiera la persona que las utilizara. La galería se prolongaba a ambos lados. Desde allí podían allegarse a todas las habitaciones y salones de la casa. De ese modo, de acuerdo con la explicación de la matrona, la madre abadesa las tenía a todas vigiladas a cualquier hora.
Al final del trayecto, Charity tiró hacia abajo de un aro metálico que colgaba del techo, y una puerta falsa se abrió hacia dentro. Entraron en el dormitorio de la matrona, donde Deverly descubrió la cama sin deshacer y supuso que la vieja había permanecido en vela toda la noche, aguardando el momento de sorprenderla. Aún desconocía los motivos de que estuvieran allí y no en la severa presencia de madre. Ni siquiera pensó que iba a ser víctima de un chantaje.
—¿Puedo saber para qué quieres esa llave? —preguntó la anciana tras obligarla a sentarse sobre el camastro.
La joven urdió una excusa para no tener que hablarle del señor Cottel y de los celos de su amigo Asmodeus.
—Se trata de una apuesta. Marie me ha desafiado diciendo que no era capaz de entrar en la buhardilla. Hay diez luises en juego.
La bofetada le pilló desprevenida, e hizo que se mordiera los labios. Le dolió más su orgullo que el calor intenso que comenzaba a expandirse por todo el rostro. En un gesto arrogante, su mano limpió lentamente la sangre que le corría por la comisura inferior de la sensual boca.
—¡No me mientas! ¡Odio a quienes lo hacen! —La amenazó con pegarle de nuevo, alzando la mano por encima de su cabeza—. Quiero oírte decir la verdad, y esta vez desde el principio.
Intimidada por la violencia de aquella bruja, Deverly no tuvo más remedio que contarle todo lo que sabía de las investigaciones del señor Cottel, y poner en su conocimiento, de igual modo, la desatinada confesión de Justine con respecto a un asesino que acechaba la casa. Aunque, eso sí, evitó decirle que le habían pagado doscientas monedas de oro. Fue un error que le costó caro, pues esta vez el golpe lo recibió con el puño cerrado, logrando que su mejilla se amoratara al instante.
—¿A quién tratas de engañar? —le espetó agriamente—. Yo misma vi con mis ojos cómo el matemático te recompensaba con una suculenta bolsa, digna de un rey. De seguro que estás dispuesta a compartirla conmigo… ¿No es cierto? —Se le escapó una risotada irónica—. En caso contrario, no tendré más remedio que decirle la verdad a madre. Y no creas que te dejará vivir aquí por más tiempo… ¡Noooo! —bramó encolerizada—. Tus huesos se pudrirán en la calle entre ratas e inmundicias, y ni siquiera tendrás el consuelo de tu amante ni el de su oro, que ya lo imagino en el arca de mi ama. ¡Vamos, dímelo! ¿Qué prefieres, compartirlo conmigo o perderlo todo?
Deverly aceptó resignada su derrota, comprometiéndose a hacerle entrega de cien luises nada más se levantasen al día siguiente. Pero le arrancó el compromiso de convertirse en su aliada, proponiéndole otros cien si permanecía al margen del asunto hasta que se resolviera en bien de todos. Le aconsejó que la dejara marchar, pues debía contactar con Papilión para hacerle ciertas preguntas con respecto a su nuevo amante. De sus respuestas dependía el que ambas se embolsaran una buena cantidad de dinero.
—Si has de ir, adelante… —convino Charity—. Pero yo te acompaño. A mi edad, aparte del oro, solo me queda la satisfacción de curiosear la vida de los demás… —Enseñó su mala dentadura, con demasiados huecos—. Y esa joven, según creo, aún tiene mucho que contarnos.